Seis días después, cuatro domingos después del último domingo, el Coronel y yo estábamos intentando dispararnos uno al otro con pistolas cargadas de pintura al tiempo que alcanzábamos los novecientos puntos con medio tubo.
—Necesitas alcohol. Y necesitábamos tomar prestado el alcoholímetro del Águila.
—¿Tomarlo prestado? ¿Sabes dónde está?
—Sí. ¿Nunca te ha hecho una prueba con él?
—Mmm. No. Piensa que soy un aburrido.
—Eres un aburrido, Gordo. Pero no vas a dejar que un detalle como ese te impida beber.
De hecho, no había vuelto a beber desde aquella noche, y no sentía ningún interés particular por reiniciar el hábito alguna vez en la vida.
Luego casi le doy un codazo al Coronel en la cara, al sacudir los brazos alocadamente como si contorsionarme en concordancia con el juego importara tanto como oprimir los botones adecuados en los momentos adecuados; era la misma ilusión del juego de vídeo que siempre había engañado a Alaska. Pero el Coronel estaba tan concentrado en el juego que ni siquiera se dio cuenta.
—¿Tienes un plan exacto de cómo vamos a robarnos el alcoholímetro de la casa del Águila?
—Eres un desastre en este juego —me dijo el Coronel mientras me miraba.
Luego, sin voltear de nuevo a la pantalla, golpeó a mi patinador en las pelotas con un chorro de pintura azul.
—Pero, primero, tenemos que conseguir algo de licor, porque la «ambrosía» se agrió y mi conexión de alcohol está…
—¡Zas! Se fue —concluí.
Cuando abrí su puerta, Takumi estaba sentado en su escritorio con unos voluminosos audífonos que le rodeaban toda la cabeza, la cual sacudía al compás del ritmo. Parecía no saber que estábamos allí.
—Oye —dije, y nada.
—¡Takumi! —y nada.
—¡Takumi!
Volteó y se quitó los audífonos. Cerré la puerta detrás de mí y le pregunté:
—¿Tienes alcohol?
—¿Por qué?
—Eh, ¿porque queremos emborrachamos? —respondió el Coronel.
—Fabuloso. Yo los acompaño.
—Takumi —dijo el Coronel—. Esto… Necesitamos hacer esto solos.
—No. Ya tuve suficiente de esa mierda. —Takumi se puso de pie, se metió al baño y salió con una botella de Gatorade llena de un líquido claro.
—Lo guardo en el botiquín —dijo Takumi—. Por eso de que es medicina.
Se echó la botella a la bolsa y luego salió de la habitación, dejando la puerta abierta tras de él. Un momento después, asomó la cabeza de nuevo adentro, e imitando de manera brillante la voz mandona grave del Coronel, dijo:
—Cristo, ¿vienen o qué?
—Takumi —dijo el Coronel—, está bien. Mira. Lo que estamos haciendo es un poco peligroso y no quiero que te enredes en esto. Honestamente. Pero, escucha, a partir de mañana te contaremos todo.
—Estoy harto de toda esta mierda secreta. Ella era mi amiga también.
—Mañana. De verdad.
Sacó la botella de su bolsillo y me la lanzó. «Mañana», dijo.
—Yo no quiero que sepa —dije, conforme caminábamos de regreso a la habitación, con la botella de Gatorade guardada en el bolsillo de mi sudadera—. Nos va a detestar.
—Sí, bueno, pero nos va a detestar más si seguimos fingiendo que no existe —respondió el Coronel.
Quince minutos después, yo me encontraba parado afuera de la casa del Águila.
Abrió la puerta con una espátula en la mano, sonrió y dijo:
—Miles, entra. Me estaba haciendo un sándwich de huevo. ¿Quieres uno?
—No, gracias.
Mi función era mantenerlo alejado de su sala treinta segundos, para que el Coronel pudiera tomar el alcoholímetro sin ser detectado. Tosí fuerte para que el Coronel supiera que no había moros en la costa. El Águila tomó su sándwich de huevo y le dio una mordida.
—¿A qué debo el placer de tu visita? —preguntó.
—Solo quería decirle que el Coronel, quiero decir, Chip Martin, mi compañero de cuarto, usted sabe, lo está pasando mal en la clase de latín.
—Bueno, no está asistiendo a clase, según entiendo, y eso puede volver muy difícil el aprendizaje de la lengua.
Se acercó a mí. Volví a toser y me moví hacia atrás: el Águila y yo nos movíamos hacia su sala a manera de tango.
—Sí, bueno, es que se pasa toda la noche, todas las noches, pensando en Alaska.
Yo estaba sentado derecho, erguido, tratando de bloquear la vista del Águila de la sala con mis estrechos hombros.
—Ellos eran muy cercanos, usted sabe.
—Lo sé —dijo, y en la sala, la suela de los tenis del Coronel rechinaron en el suelo de madera dura. El Águila me miró con cara de pregunta y avanzó de manera lateral, pese a mí. Rápidamente pregunté:
—¿Está encendida esa hornilla? —y señalé la sartén.
El Águila giró, miró la hornilla que por supuesto no estaba encendida y luego corrió hacia la sala. Vacía. Se volteó hacia mí.
—¿Estás tratando de hacer algo, Miles?
—No, señor. De verdad. Solo quería hablarle de Chip.
Arqueó las cejas, escéptico.
—Bueno, entiendo que esto sea una pérdida devastadora para los amigos cercanos de Alaska. Es horrible. No hay consuelo para este dolor, ¿no es verdad?
—No, no lo hay, señor.
—Siento simpatía por los problemas de Chip. Pero la escuela es importante. Alaska habría deseado, estoy seguro, que los estudios de Chip continuaran sin impedimentos.
—«Estoy seguro» —pensé. Le agradecí al Águila y me prometió un sándwich de huevo en un futuro, lo cual me puso nervioso, pues pensé que alguna tarde podría aparecer en nuestro cuarto con un sándwich de huevo en una mano, y nos encontraría a) fumando contra el reglamento, mientras el Coronel b) bebía leche con vodka de manera ilegal de una garrafa de galón.
A medio camino en el círculo de dormitorios, el Coronel corrió hacia mí.
—Eso estuvo bien pensado, con eso de «¿Está encendida esa hornilla?». Si no lo hubieras hecho, yo habría estado frito. Aunque creo que tendré que empezar a ir a las clases de latín. Tonto latín.
—¿Lo obtuviste?
—Sí —dijo—. Sí. Dios. Espero que no lo busque hoy en la noche. Aunque, claro, no podría sospechar nada. Pensaría: «¿Por qué robaría alguien un alcoholímetro?».
A las dos de la mañana, el Coronel se tomó el sexto trago de vodka, hizo una mueca y señaló desesperadamente la botella de refresco Mountain Dew que estaba yo tomando. Se la pasé y tomó un largo sorbo.
—Creo que no podré ir a la clase de latín mañana —dijo. Farfullaba ligeramente, como si tuviera la lengua hinchada.
—Uno más —supliqué.
—Está bien. Pero es el último.
Vertió un trago de vodka en un vaso de papel, se lo tragó, frunció los labios y apretó las manos formando pequeños puños agarrotados.
—Oh. Dios, esto está mal. Es mucho mejor con la leche. Más vale que esto sea punto veinticuatro.
—Tenemos que esperar quince minutos después de tu último trago antes de probado —dije, como indicaban las instrucciones que había bajado de internet sobre el alcoholímetro—. ¿Te sientes borracho?
—Si estar borracho fuera como ser una galleta, yo sería Nabisco.
Nos reímos.
—¡Chips Ahoy! Habría sido más chistoso —dije.
—Perdón. No estoy en mis cinco sentidos.
Sostuve en la mano el alcoholímetro, un dispositivo delgado, plateado, del tamaño de un control remoto pequeño. Debajo de una pantalla LCD había un agujerito. Soplé en él para probarlo: 0.00 apareció. Supuse que estaba funcionando.
Después de quince minutos, se lo pasé al Coronel.
—Sopla con fuerza al menos durante dos segundos —le ordené.
Alzó la cabeza y me miró.
—¿Eso fue lo que le dijiste a Lara en la sala de televisión? Porque, Gordo, una mamada no tiene nada que ver con soplar.
—Cállate y sopla.
Con los pómulos inflados, el Coronel sopló con ganas en el agujero y la cara se le puso roja.
—Punto dieciséis. ¡Oh, no! —dijo el Coronel—. ¡Oh, Dios!
—Ya llevas dos tercios —le dije, para motivarlo.
—Sí, pero llevo tres cuartas partes del camino al vómito.
—Bueno, evidentemente es posible. Ella lo hizo. ¡Ándale! Tú puedes beber más que una chica, ¿no?
—Dame el Mountain Dew —dijo, estoicamente.
Luego, oí pasos afuera. Pasos. Habíamos esperado hasta la 1:00 de la mañana para apagar las luces, suponiendo que todos estarían dormidos desde hacía mucho (era una noche entre semana después de todo). Pero había pasos. ¡En la madre! Y mientras el Coronel me miraba, confundido, le arrebaté el alcoholímetro y lo escondí entre los cojines de hule espuma del sofá; tomé el vaso de papel y la botella de Gatorade con vodka y los metí detrás de la MESA PARA CAFÉ, y con un solo movimiento tomé un cigarro de la cajetilla y lo encendí, esperando que el olor a cigarro cubriera el olor del alcohol. Le di una bocanada al cigarro sin inhalarlo, tratando de llenar la habitación de humo, y estaba casi de vuelta en el sofá cuando sonaron tres toquidos rápidos en la puerta y el Coronel me miró, con los ojos bien abiertos: su futuro súbitamente tan poco prometedor pasaba ante sus ojos, y yo susurré: «llora» mientras el Águila giraba la manija.
El Coronel se encorvó hacia delante, con la cabeza entre las rodillas y los hombros temblando. Yo lo rodeé con el brazo mientras entraba el Águila.
—Lo siento —dije, antes de que el Águila pudiera decir nada—. La está pasando mal esta noche.
—¿Estás fumando? —preguntó el Águila—. ¿En tu habitación? ¿Cuatro horas después de apagarse las luces?
Solté el cigarro dentro de una lata de Coca Cola medio vacía.
—Lo siento, señor. Solo estoy tratando de mantenerme despierto con él.
El Águila se dirigió hacia el sofá y yo sentí que el Coronel empezaba a levantarse, pero lo detuve firmemente por los hombros, porque si el Águila olía el aliento del Coronel, con seguridad todo habría terminado.
—Miles —dijo el Águila—. Entiendo que esta sea una época difícil para ti, pero respetarás las reglas de esta escuela o te inscribirás en otra parte. Te veré mañana en el Jurado. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, Chip?
Sin alzar la vista, el Coronel respondió en una voz tambaleante, henchida de lágrimas:
—No, señor. Solo agradezco que Miles esté aquí.
—Bueno, yo también estoy agradecido —dijo el Águila—. Quizá debas motivarlo a que viva dentro de los confines de nuestras reglas, de manera que no arriesgue su lugar en esta escuela.
—Sí, señor —dijo el Coronel.
—Pueden dejar las luces prendidas hasta que estén listos para irse a dormir. Te veré mañana, Miles.
—Buenas noches, señor —dije, imaginándome al Coronel regresando a escondidas el alcoholímetro a la casa del Águila mientras a mí me arengaban en el Jurado. En el momento en que el Águila cerró la puerta tras él, el Coronel se puso de pie en un instante; aún nervioso porque el Águila pudiera estar afuera, me sonrió y me susurró:
—Eso fue una belleza.
—Aprendí del mejor —dije—. Ahora, bebe.
Una hora después, con la botella de Gatorade casi vacía, el Coronel alcanzó 0.24.
—¡Jesús, gracias! —exclamó y luego añadió—. Esto es terrible. Esto no es una borrachera divertida.
Me levanté e hice a un lado la MESA PARA CAFÉ, de manera que el Coronel pudiera andar a lo largo de la habitación sin tropezar contra ningún obstáculo y le dije:
—Está bien, ¿puedes ponerte de pie?
El Coronel empujó los brazos hacia el hule espuma del sofá y empezó a levantarse, pero luego cayó de espaldas hacia el sofá, recostándose.
—El cuarto da vueltas —observó—. Voy a vomitar.
—No vomites. Eso arruinará todo.
Decidí darle una prueba de campo de sobriedad, como hacen los policías.
—Está bien. Ven acá y trata de caminar en línea recta.
Se rodó del sofá y cayó al suelo. Lo tomé por abajo de los brazos y lo sostuve. Lo coloqué en una posición entre dos losetas del piso de linóleo.
—Sigue esa línea de losetas. Camina derecho, de los dedos de los pies al talón.
Levantó una pierna y de inmediato se inclinó hacia el lado izquierdo, con los brazos como las aspas de un molino de viento. Dio un solo paso tambaleante, como el contoneo de un pato, ya que sus pies parecían incapaces de aterrizar uno directamente enfrente del otro. Recobró el equilibrio brevemente, luego dio un paso hacia atrás y aterrizó en el sofá.
—Repruebo —dijo, dándolo por hecho.
—Okey. ¿Cómo está tu percepción de la profundidad?
—¿Mi perce qué?
—Mírame. ¿Ves uno? ¿Ves dos? Si fuera una patrulla, ¿podrías estrellarte accidentalmente conmigo?
—Todo da vueltas, pero creo que no. Esto está mal. ¿De verdad estaba así ella?
—En apariencia. ¿Podrías manejar así?
—Oh. Dios, no. No. No. De verdad estaba borracha, ¿no?
—Sí.
—Fuimos realmente estúpidos.
—Sí.
—Estoy dando vueltas. Pero no. Ninguna patrulla. Puedo ver.
—Ahí está tu evidencia.
—Quizá se quedó dormida. Yo me siento con mucho sueño.
—Lo averiguaremos —dije, tratando de jugar el papel que el Coronel siempre había jugado por mí.
—No esta noche —respondió—. Esta noche, vamos a vomitar un poquito y luego vamos a dormir la cruda.
—No te olvides de la clase de latín.
—Cierto. Maldito latín.