VEINTIÚN DÍAS DESPUÉS

Mientras el doctor Hyde entraba arrastrando los pies al salón de clases a la mañana siguiente, Takumi se sentó junto a mí y anotó en la orilla de su cuaderno: «Comida en McIncomible».

Garabateé «ok» en mi propio cuaderno y luego le di la vuelta hasta llegar a una hoja en blanco, al tiempo que el doctor Hyde empezaba a hablar sobre sufismo, la secta mística del Islam. Yo había leído el texto de pasadita (había estado estudiando sólo lo suficiente para no reprobar), pero en esa lectura rápida había encontrado unas últimas palabras fantásticas. Un sufí pobre, vestido con andrajos, entró a una joyería propiedad de un rico mercader, y le preguntó:

—¿Sabes cómo vas a morir?

—El mercader contestó:

—No. Nadie sabe cómo va a morir.

Y el sufí dijo:

—Yo sí.

—¿Cómo? —preguntó el mercader.

El sufí se recostó, cruzó los brazos, dijo «así» y murió, ante lo cual el mercader renunció de inmediato a su tienda para vivir una vida humilde en busca del tipo de riqueza espiritual que el sufí muerto había adquirido.

Pero el doctor Hyde contaba una historia diferente, una que me había saltado.

—Karl Marx llamó a la religión «el opio de las masas». El budismo, sobre todo de la manera como se practica popularmente, promete mejoría a través del karma. El Islam y el cristianismo prometen el paraíso eterno a los fieles. Y ése es un opiato poderoso, sin duda, la esperanza de una mejor vida posterior. Pero hay una historia sufí que desafía la noción de que la gente cree únicamente porque necesita un opiato. A Rabe’a al-Adiwiyah, una gran mujer santa del sufismo, se le vio correr por las calles de su pueblo, Basra, cargando una antorcha en una mano y una cubeta de agua en la otra. Cuando alguien le preguntó qué hacía, respondió: «Voy a verter esta cubeta de agua sobre las llamas del infierno; luego usaré esta antorcha para quemar las puertas del paraíso para que la gente no ame a Dios por desear el cielo ni por temor al infierno, sino porque es Dios».

Una mujer tan fuerte que hace arder el cielo e inunda el infierno. «A Alaska le habría gustado esta mujer Rabe’a», escribí en mi cuaderno. Pero, aun así, la vida después de la vida me importaba. El cielo, el infierno y la reencarnación. Así como quería saber la manera en la que Alaska había muerto, quería saber en dónde estaba ahora, si es que lo estaba en algún lado. Me gustaba imaginarla mirando encima de nosotros, aún consciente de nosotros, pero me parecía una fantasía y en realidad nunca la había sentido, así como el Coronel había dicho en el funeral que ella no estaba allí, no estaba en ningún lado. Honestamente, no podía imaginarla como nada más que muerta, con su cuerpo podrido en Vine Station, el resto de ella sólo como un fantasma vivo únicamente en nuestro recuerdo. Al igual que Rabe’a, yo no pensaba que la gente debía creer en Dios sólo por el cielo y el infierno. Pero no sentía una necesidad de correr por todos lados con una antorcha. No puedes quemar un lugar inventado.

Después de clase, Takumi se dedicó a seleccionar una por una las papas a la francesa que le habían servido en McIncomible, comiéndose sólo las más crujientes. Sentí la pérdida total de ella; aún estaba aturdido ante la idea de que no sólo se había ido de este mundo sino de todos.

—¿Cómo has estado? —le pregunté.

—Ah —contestó, con la boca llena de papas—, no muy bien. ¿Y tú?

—No estoy bien —tomé un bocado de hamburguesa con queso. Me había tocado un cochecito de plástico en mi Cajita Feliz, que estaba con las ruedas para arriba sobre la mesa. Rodé las ruedas.

—La extraño —dijo Takumi, haciendo a un lado su bandeja, desentendiéndose de las papas aguadas que quedaban.

—Sí. Yo también. Lo siento, Takumi —y lo sentía de la manera más amplia posible. Sentía que hubiéramos terminado así, rodando ruedas en un McDonald’s. Sentía que la persona que nos había reunido ahora estaba muerta entre nosotros. Sentía haberla dejado morir. «Siento que no he hablado contigo porque no podías saber la verdad sobre el Coronel y yo, y yo detestaba estar cerca de ti y tener que fingir que mi dolor es un asunto poco complicado, aparentando que ella había muerto y que la extrañaba en vez de que ella había muerto por mi culpa».

—Yo también. Ya no andas con Lara, ¿o sí?

—No lo creo.

—Está bien. Ella medio se lo preguntaba.

La había estado ignorando, pero para entonces ella también me había comenzado a ignorar, así que me imaginaba que había terminado, pero quizá no.

—Bueno —le dije a Takumi—, no puedo… no lo sé, hombre. Es bastante complicado.

—Está bien. Ella lo entenderá. Seguro. Todo está bien.

—Okey.

—Escucha, Gordo, yo… eh, no lo sé. Apesta, ¿no?

—Sí.