Pasé el siguiente día en la habitación, jugando en silencio el videojuego de fútbol, incapaz de hacer nada e incapaz de hacer mucho. Era el día de Martin Luther King, nuestro último día antes de que las clases comenzaran de nuevo, y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera que la había matado. El Coronel pasó la mañana conmigo, pero luego decidió ir a la cafetería por carne mechada.
—Vamos —dijo.
—No tengo hambre.
—Tienes que comer.
—¿Quieres apostar? —propuse, sin levantar la vista del juego.
—Bueno —suspiró y se fue, azotando la puerta. «Sigue estando muy enojado», pensé, con un poco de lastima. No hay razón para estar enojado. La ira solo distrae a la tristeza que todo lo abarca, el franco conocimiento de que tú la mataste y le robaste un futuro y una vida. Enfurecerse no lo iba a componer. Maldita sea.
—¿Cómo estuvo la carne mechada? —le pregunté al Coronel cuando volvió.
—Muy parecida a como la recuerdas. Ni sabe a carne ni tiene nada de mechada —el Coronel se sentó junto a mí.
—El Águila comió conmigo. Quería saber si nosotros habíamos puesto los cohetes.
Hice una pausa en el juego y volteé a verlo. Con una mano, picaba uno de los últimos pedazos remanentes de vinilo azul en el sofá de hule espuma.
—¿Y tú dijiste?
—No delaté a nadie. De cualquier manera, dijo que su tía o alguien vendrá mañana a limpiar su habitación. Así que si hay cualquier cosa que sea nuestra, o que no querríamos que su tía encontrara…
Regresé al juego y dije:
—Hoy no puedo con eso.
—Entonces lo haré yo solo —respondió. Se dio la vuelta y salió, dejando la puerta abierta, y los restos amargos de la racha de frio interfirieron en el radiador, así que hice una pausa en el juego y me levanté para cerrar la puerta—. Cuando me asomé a la esquina para ver si el Coronel había entrado en su cuarto, estaba parado ahí, justo afuera de nuestra puerta, y me sujetó de la sudadera, sonrió y dijo:
—Sabía que no me dejarías hacer esto solo. Lo sabía.
Meneé la cabeza y miré arriba, pero lo seguí por la banqueta. Pasamos el teléfono de monedas y el cuarto de ella.
No había pensado en su olor desde que murió. Pero cuando el Coronel abrió la puerta, olí un dejo de su aroma: tierra mojada, pasto y humo de cigarros; debajo de eso, vestigios de una loción para la piel con aroma a vainilla. Inundó mi presente y sólo el tacto evitó que hundiera mi rostro en la ropa sucia que llenaba el canasto junto a su cómoda. Se veía como lo recordaba: cientos de libros apilados contra las paredes, el edredón color lavanda arrugado al pie de su cama, una precaria pila de libros en su mesa de noche, su vela volcánica asomada desde debajo de la cama. Se veía tal y como yo sabía que luciría, pero el olor, inequívocamente de ella, me impactó. Permanecí en el centro de la habitación, con los ojos cerrados, inhalando lentamente la vainilla y el pasto de otoño sin cortar, pero con cada respiración lenta, el olor se disipaba conforme me iba acostumbrando a él y pronto se había ido de nuevo.
—Esto es insoportable —dije, como un hecho, porque lo era—. ¡Oh, Dios! Estos libros que nunca leerá. Su biblioteca de Vida.
—Comprados en ventas de garaje y ahora quizá destinados a otra de esas ventas.
—Polvo eres y en polvo te convertirás. De una venta de garaje saliste y a otra venta de garaje regresas.
—Está bien. Bueno, a lo que venimos. Busca cualquier cosa que su tía no querría encontrar —dijo el Coronel y lo vi arrodillarse junto a su escritorio, con el cajón bajo la computadora abierto, los dedos pequeños sacando grupos de papeles engrapados.
—Guardaba cada uno de los ensayos que escribió. «Moby Dick», «Ethan Frome».
Extendí el brazo en busca de los condones que sabía que escondía para las visitas de Jake, entre el colchón y el box sprint. Me los eché a la bolsa y luego fui a su cómoda, buscando entre su ropa interior botellas ocultas de licor o juguetes sexuales o lo que fuera. No encontré nada. Luego me pasé a los libros, los miré apilados sobre sus costados, con los lomos hacia afuera, la colección improvisada de literatura que era de Alaska. Había un libro que quería llevarme, pero no lo encontré.
El Coronel estaba sentado en el suelo junto a su cama, con la cabeza inclinada hacia el piso, mirando debajo.
—No dejó nada de alcohol, ¿verdad? —preguntó.
Y casi le digo: «lo escondió en el bosque junto al campo de fútbol», pero me di cuenta de que el Coronel no lo sabía, que ella nunca lo había llevado a la orilla del bosque ni le había dicho que cavara en busca de un tesoro escondido, que ella y yo habíamos compartido eso solos y me lo guardé como recuerdo, como si el hecho de compartir esa remembranza pudiera llevarme a que se disipara.
—¿Ves El general en su laberinto en alguna parte? —le pregunté mientras revisaba los títulos en los lomos de los libros—. Tiene mucho verde en la cubierta, creo. Tiene cubierta suave y se empapó, así que las páginas probablemente están hinchadas, pero no creo que ella…
Y en eso, él me interrumpió:
—Sí, aquí está.
Me di la vuelta y lo tenía en la mano, abierto como acordeón debido a la travesura de Longwell, Jeff y Kevin, y me acerqué a él, lo tomé y me senté en su cama. Los lugares que había subrayado y las notitas que había escrito se habían vuelto borrosos con la empapada, pero el libro seguía siendo legible en su mayoría y estaba pensando que me lo llevaría a mi habitación e intentaría leerlo aun cuando no fuera una biografía, cuando pasé a esa página, la del final:
Lo estremeció la revelación deslumbrante de que la loca carrera entre sus males y sus sueños llegaba en aquel instante a la meta final. El resto eran las tinieblas.
—Carajo —suspiró—. ¡Cómo voy a salir de este laberinto!
El pasaje entero estaba subrayado en tinta negra, sangrada, empapada por el agua. Pero había otra tinta, en azul vivo, post inundación, y una flecha que iba de: «¡Cómo voy a salir de este laberinto!» a una nota escrita al margen con su letra cursiva llenaba de lazos: «Derechito y rápido».
—Oye, escribió algo aquí después de la inundación —dije—. Pero está raro. Mira. La página ciento noventa y dos.
Le lance el libro al Coronel y pasó las hojas hasta llegar a esa página y luego me miró: «Derechito y rápido», repitió.
—Sí. Extraño, ¿no? La manera de salir del laberinto, supongo.
—Espera, ¿cómo sucedió? ¿Qué sucedió?
Por la manera como lo dijo, supe a qué se refería.
—Te conté lo que me dijo el Águila. Un camión se dobló en dos partes sobre la carretera. Llegó la policía a parar el tráfico y ella se estrelló contra la patrulla. Estaba tan borracha que ni siquiera intentó esquivarla.
—¿Tan borracha? ¿Tan borracha? La patrulla habría tenido las luces encendidas. Gordo, se estrelló contra una patrulla que tenía las luces encendidas —dijo apresurado—. Derechito y rápido. Derechito y rápido. Fuera del laberinto.
—No —pero incluso mientras lo decía, podía verla. Podía verla lo suficiente borracha y lo suficiente furiosa. (¿Por qué? ¿Por engañar a Jake? ¿Por lastimarme a mí? ¿Por quererme a mí y no a él? ¿Todavía enojada consigo misma por haber delatado a Marya?). Podía verla mirando la patrulla y dirigiéndose hacia ella sin importarle nadie más, sin pensar en la promesa que me había hecho, sin pensar en su padre ni en nadie, y esa perra, esa perra, se mató. Pero no. No. Ésa no era ella. No. Ella dijo: «Continuará». Por supuesto.
—No.
—Sí, probablemente tienes razón —dijo el Coronel. Soltó el libro, se sentó en la cama junto a mí y puso la frente en sus manos.
—¿Quién maneja diez kilómetros fuera de la escuela para matarse ella misma? No tiene sentido. Pero «derechito y rápido». Es una premonición un tanto rara, ¿no? Y seguimos sin saber qué sucedió, si lo piensas. A dónde iba, por qué. Quién llamó. Alguien llamó, ¿verdad? o lo habré…
Y el Coronel seguía hablando, intentando descifrarlo, mientras yo levantaba el libro y encontraba esa página en donde la loca carrera del general llegaba a su fin y ambos estábamos atorados, la distancia entre nosotros, inexpugnable, y yo no podía escuchar al Coronel porque estaba ocupado tratando de captar lo último que quedaba de su olor, ocupado en convencerme de que por supuesto ella no lo había hecho. Fui yo, yo era quien lo había hecho, así como el Coronel. Él podía tratar de descifrar cómo salir de allí, pero yo sabía que no era así, sabía que nunca podríamos ser otra cosa excepto que esos culpables por completo imperdonables.