UN DÍA DESPUÉS

El Coronel durmió el sueño no muy tranquilo de los borrachos y yo me acosté boca arriba en la litera inferior. La boca me cosquilleaba como si todavía estuviera besando a alguien, y seguramente nos habríamos quedado dormidos en el transcurso de casi todas las clases de la mañana si el Águila no nos hubiera despertado a las 8:00 h con tres toquidos rápidos. Me di la vuelta cuando abrió la puerta y la luz de la mañana inundó la habitación.

—Necesito que todos vayan al gimnasio —ordenó.

Entrecerré los ojos hacia donde él estaba de pie, casi invisible debido al sol demasiado brillante.

—Ahora —añadió, y lo supe: era el final. Nos habían atrapado. Demasiados reportes de progreso.

Demasiado tomar en tan poco tiempo. ¿Por qué habían bebido anoche? La saboreé de nuevo, el vino, el humo de cigarro, la pomada para labios y Alaska.

Y me pregunté si sólo me habría besado porque estaba borracha. «No me expulsen. No lo hagan. Apenas empecé a besarla», pensé.

Y, como si respondiera a mis oraciones, el Águila dijo:

—No están en problemas. Pero necesitan ir al gimnasio ahora mismo.

Oí al Coronel girar en la litera arriba de mí.

—¿Qué sucede?

—Algo terrible ha sucedido —dijo el Águila y cerró la puerta.

Mientras tomaba unos pantalones de mezclilla que estaban tirados en el piso, el Coronel dijo:

—Esto sucedió hace un par de años, cuando murió la esposa de Hyde. Debe tratarse del Anciano ahora. Al pobre bastardo ya no le quedaban muchas respiraciones.

Me miró, con los ojos medio abiertos, como inyectados de sangre y bostezó.

—Te ves un poco crudo —observé.

Cerró los ojos.

—Bueno, pues entonces soy bueno para aparentar, Gordo, porque de hecho estoy muy crudo.

—Besé a Alaska.

—Sí. Tan, tan borracho no estaba. Vámonos.

Atravesamos el círculo de dormitorios hacia el gimnasio. Yo traía puestos unos pantalones de mezclilla sueltos, una sudadera sin camisa debajo y una obvia cara de sueño. Todos los profesores estaban en el círculo de dormitorios, tocando puertas, pero no vi al doctor Hyde. Lo imaginé recostado, muerto, en su casa. Me pregunté quién lo habría encontrado y cómo sabrían que no estaba antes de que no apareciera en clase.

—No veo al doctor Hyde —le dije al Coronel.

—Pobre bastardo.

El gimnasio ya estaba medio lleno para cuando llegamos. Habían colocado un podio a mitad de la cancha de basquetbol, cerca de las gradas. Yo me senté en la segunda fila y el Coronel justo enfrente de mí. Mis pensamientos estaban divididos entre la tristeza que sentía por el doctor Hyde y la emoción que me despertaba Alaska, recordando la vista cercana de su boca que me susurró: «¿Continuamos luego?».

Y no se me ocurrió nada, ni siquiera cuando el doctor Hyde entró arrastrando los pies al gimnasio, dando pasitos lentos hacia el Coronel y hacia mí.

Le di unas palmaditas al Coronel en el hombro y le dije:

—Hyde está aquí.

El Coronel dijo:

—¡En la madre!

Y yo pregunté:

—¿Qué?

Y él preguntó:

—¿Dónde está Alaska?

Y yo dije:

—No sé.

Y él preguntó:

—Gordo, ¿está aquí o no?

Entonces los dos nos pusimos de pie y nos fijamos en los rostros que había en el gimnasio.

El Águila se acercó al podio y preguntó.

—¿Están todos aquí?

—No —le dije—. Alaska no está.

El Águila miró hacia abajo.

—¿Todos los demás están aquí?

—¡Alaska no está!

—Está bien, Miles, gracias.

—No podemos empezar sin Alaska.

El Águila me miró. Estaba llorando, sin hacer ruido. Las lágrimas rodaban de sus ojos a su barbilla y caían en sus pantalones de pana. Me miró fijamente, pero no era la «mirada de la perdición». Con los párpados que dejaban caer las lágrimas que rodaban por su rostro, el Águila se veía increíblemente afligido.

—Por favor, señor —dije—. ¿Podemos esperar a Alaska?

Sentí que todos los demás se nos quedaban viendo, tratando de saber lo que yo ya sabía, pero no me atrevía a creer.

El Águila miró hacia abajo y se mordió el labio inferior.

—Anoche, Alaska Young tuvo un terrible accidente —sus lágrimas corrían con mayor velocidad ahora—. Y se mató. Alaska falleció.

Por un momento, todo el gimnasio guardó silencio. El lugar nunca había estado tan sereno, ni siquiera en los momentos previos a los que el Coronel ridiculizara a nuestros oponentes en la zona de tiro libre. Clavé la mirada en la nuca del Coronel. Tan sólo miraba su grueso y tupido cabello. Por un momento, el lugar estaba tan silencioso que se podía oír la pausa entre la respiración de cada uno, el vacío creado por 190 alumnos tan impresionados que habían dejado de respirar.

Pensé: «Todo por mi culpa».

Pensé: «No me siento muy bien».

Pensé: «Voy a vomitar».

Me puse de pie y corrí afuera. Alcancé a llegar a un bote de basura en las inmediaciones del gimnasio, a tres metros de las puertas dobles, y volví el estómago sobre botellas de Gatorade y mitades de hamburguesas de McDonald’s. Pero no salió mucho de mi estómago. Simplemente fueron las arcadas, los músculos del vientre que se contraían, mi garganta abierta, un resuello gutural y las contracciones al vomitar una y otra vez. Entre las arcadas y la tos, jalaba tanto aire como podía. Su boca. Su boca fría, muerta. No continuará luego. Yo sabía que estaba borracha. Perturbada. Por lógica, no dejas que alguien maneje borracho y molesto. Por lógica. ¡Por Dios!, Miles, ¿qué fregados te pasa? Y al fin llega el vómito, salpicando el bote de basura. Y aquí está lo que quedaba de ella en mi boca, aquí en este bote de basura. Y luego llega de nuevo, más. Y luego, está bien, cálmate, está bien, en serio, no está muerta.

No está muerta. Está viva. Está viva en alguna parte. Está en el bosque. Alaska se está escondiendo en el bosque y no está muerta; sólo se está ocultando. Es una broma. Es sólo una travesura al mil por ciento de Alaska Young. Es Alaska como es Alaska, graciosa y juguetona, sin saber cómo o cuándo meter los frenos.

Luego me sentí mucho mejor, porque no había muerto en lo absoluto.

Regresé al gimnasio y todos parecían estar a punto de quedar destrozados. Era como algo que verías en televisión, como un especial de National Geographic sobre rituales funerarios. Vi a Takumi de pie, con las manos sobre los hombros de Lara, quien permanecía sentada. Vi a Kevin, con su corte militar y la cabeza escondida entre sus rodillas. Una chica llamada Molly Tan, que había estudiado con nosotros para precálculo, gemía, golpeando sus muslos con puños cerrados. Todas estas personas que medio conocía y medio no estaban todas deshechas. Luego vi al Coronel, con las rodillas dobladas hacia el pecho, acostado de lado en las gradas. Madame O’Malley, sentada junto a él, extendía la mano hacia su hombro pero sin tocarlo. El Coronel gritaba. Inhalaba. Gritaba. Inhalaba. Gritaba. Inhalaba. Gritaba.

Pensé, al principio, que sólo gritaba. Pero después de algunas respiraciones, observé un ritmo. Después de algunas más, me di cuenta de que el Coronel decía palabras. Gritaba:

—¡Lo siento tanto!

Madame O’Malley lo tomó de la mano.

—No tienes nada que sentir, Chip. No hay nada que pudieras haber hecho —pero si tan sólo supiera.

Yo permanecía ahí, de pie. Miraba la escena, pensando en que no estaba muerta, cuando sentí una mano en mi hombro; me volví a ver al Águila y le dije:

—Creo que es una de sus travesuras tontas.

Y él contestó:

—No, Miles, no. Lo siento mucho.

Sentí el calor en mis mejillas y afirmé:

—Ella es muy buena para eso. Podría hacerlo tan tranquila.

Él confirmó:

—Yo la vi. Lo siento.

—¿Qué sucedió?

—Alguien estaba echando cohetes en el bosque —contó, y yo cerré los ojos con fuerza ante el hecho inevitable: yo la maté—. Me fui tras ellos, y creo que ella salió de la escuela. Era tarde. Iba por la carretera I-65 justo al sur del centro. Un camión se había volcado a 90 grados, bloqueando ambos carriles. Una patrulla acababa de llegar a la escena. Ella golpeó la patrulla sin girar el volante. Creo que estaba muy embriagada. La policía dijo que olía a alcohol.

—¿Cómo sabe? —pregunté.

—Yo la vi, Miles. Hablé con la policía. Fue instantáneo. El volante la golpeó en el pecho. Lo siento tanto.

Y le pregunté «¿usted la vio?». Y él dijo «sí». Y le pregunté «¿cómo se veía?». Y él dijo «la nariz le sangraba un poquito». Luego me senté en el piso del gimnasio. Podía oír al Coronel que todavía gritaba y podía sentir unas manos en mi espalda al encorvarme hacia el frente, pero todo lo que podía ver era ella, acostada, desnuda, sobre una mesa de metal, con hilito de sangre cayendo de su nariz de media gota, sus ojos verdes abiertos, perdidos en la distancia, las comisuras de su boca hacia arriba, apenas lo suficiente para sugerir la idea de una sonrisa. Y se había sentido tan tibia contra mí, su boca suave y tibia sobre la mía.

El Coronel y yo regresamos en silencio a nuestro dormitorio. Yo miro fijamente el suelo debajo de mí. No puedo dejar de pensar en que está muerta y no puedo dejar de pensar en que no hay manera de que esté muerta. La gente no sólo se muere. No puedo lograr que mi respiración vuelva a su ritmo normal. Me siento temeroso, como si alguien me dijera que me va a golpear después de clases y ya estamos en el sexto curso, así que ya sé bien lo que sigue. Está tan frío el día de hoy —literalmente, helando— y me imagino que corro al arroyo y me sumerjo de cabeza; el agua está tan abajo que las manos se raspan contra las rocas y mi cuerpo se desliza hacia el agua fría; el impacto del frío me entumece y yo me quedo ahí, floto en esa agua, primero al río Cahaba, luego al río Alabama, luego a la bahía Mobile y por último al golfo de México.

Quiero derretirme en el pasto café, crujiente, que el Coronel y yo pisamos al volver en silencio a nuestra habitación. Sus pies son muy grandes, demasiado grandes para su cuerpo corto, y los nuevos zapatos tenis, que usa desde que se orinaron en los viejos, se ven casi como zapatos de payaso. Pienso en las chanclas de Alaska colgadas de sus dedos con uñas azules, cuando nos mecíamos en el columpio junto al lago. ¿Estará abierto el ataúd? ¿Podrá el de la funeraria recrear su sonrisa? Todavía la podía oír diciendo: «Esto es tan divertido, pero tengo tanto sueño. ¿Continuamos luego?».

Las últimas palabras del predicador del siglo XIX Henry Ward Beecher fueron: «Ahora llega el misterio».

El poeta Dylan Thomas, a quien le gustaba un buen trago por lo menos tanto como a Alaska, dijo estas otras últimas palabras: «Me he tomado dieciocho whiskis puros. Presumo que ése es un récord», antes de morir.

Las favoritas de Alaska eran las del dramaturgo Eugene O’Neill: «Nacido en un cuarto de hotel y, ¡maldita sea!, muerto en un cuarto de hotel».

Incluso las víctimas de accidentes automovilísticos tienen últimas palabras. La Princesa Diana preguntó: «¡Oh, Dios!, ¿qué sucedió?».

La estrella cinematográfica James Dean dijo: «Tienen que vernos», justo antes de estrellar su Porsche contra otro coche.

Conozco tantas últimas palabras, pero nunca conoceré las de Alaska.

Voy varios pasos adelante de él cuando me doy cuenta de que el Coronel se cayó. Me doy la vuelta y está tirado boca abajo.

—Tenemos que levantarnos, Chip. Tenemos que levantarnos. Tenemos que llegar a la habitación.

El Coronel se da la vuelta, levanta el rostro del piso, me clava la mirada y me dice:

—No. Puedo. Respirar.

Pero sí puede respirar y lo sé porque está hiperventilando, respirando como si intentara infundirle aire a los muertos. Lo levanto, se me aferra y vuelve a empezar a sollozar, diciendo «Lo siento tanto», una y otra vez. Nunca antes nos habíamos abrazado y no hay mucho que decir, porque él tiene que sentirlo, y yo sólo le pongo una mano en la nuca y digo lo único que es cierto:

—Yo también lo siento.