A la mañana siguiente, el primer lunes del nuevo semestre, el Coronel salió de la regadera justo cuando sonó mi alarma.
Al ponerme los zapatos, Kevin tocó una vez y luego abrió la puerta, entrando.
—Te ves bien —dijo el Coronel, de modo casual. Kevin traía ahora un corte militar y una pequeña mancha azul en el cabello corto a cada lado de la cabeza, justo arriba de las orejas. Proyectaba el labio inferior hacia afuera; el primer escupitajo de la mañana. Se acercó a nuestra MESA PARA CAFÉ, levantó una lata de Coca Cola y escupió en ella.
—Casi no lo logran. Me di cuenta en el acondicionador y me volví a meter de inmediato a la regadera. Pero no lo vi en el gel. En el cabello de Jeff no se nota para nada. Pero Longwell y yo tendremos que conformarnos con el look de marineros. Gracias a Dios que tengo una máquina para cortarme el pelo.
—Te queda bien —le dije, aunque no era así. El cabello corto marcaba sus rasgos, específicamente los ojos pequeños y demasiado juntos, que no se veían bien tan acentuados. El Coronel intentaba con todas sus ganas verse duro, listo para cualquier cosa que le pudiera hacer Kevin, pero es difícil verse duro cuando todo lo que traes puesto es una toalla anaranjada.
—¿Tregua?
—Bueno, me temo que tus problemas no han terminado —dijo el Coronel, refiriéndose a los reportes de progreso ya enviados pero aún no recibidos.
—Está bien, si tú lo dices. Hablaremos cuando hayan terminado, supongo.
—Supongo —dijo el Coronel. Cuando salió Kevin, el Coronel le dijo:
—Llévate la lata en la que escupiste, imbécil antihigiénico.
Kevin sólo cerró la puerta detrás de él. El Coronel tomó la lata, abrió la puerta y se la lanzó a Kevin, sin atinarle por mucho.
—Tranquilo.
—No hay tregua aún, Gordo.
Pasé la tarde con Lara. Estábamos muy encantadores entre nosotros, aun cuando no sabíamos ni un ápice uno sobre el otro y casi no hablábamos. Pero nos besuqueamos. Ella me agarró el trasero en cierto momento y yo medio brinqué. Estaba acostado, pero logré el mejor salto que se puede dar cuando uno está acostado, y ella dijo:
—Perdón.
Y yo contesté:
—No, está bien. Estoy un poco adolorido, por lo del cisne.
Caminamos juntos a la sala de televisión y yo cerré la puerta con llave. Estábamos viendo The Brady Bunch, que ella nunca había visto. Era el episodio en donde la familia Brady visita el pueblo fantasma de minas de oro y terminan todos encerrados en la cárcel por un viejo loco; el anciano, de los que lavan el oro y tienen una barba blanca rala, era especialmente horrible y nos dio mucho de qué reírnos. Lo que funcionaba bien, porque no teníamos mucho de qué hablar.
Justo cuando estaban metiendo a los Brady en la cárcel, Lara súbitamente me preguntó:
—¿Alguna vez te la han mamado?
—Mmm, eso salió de la nada —dije.
—¿La nada?
—Sí, como del jardín izquierdo.
—¿Jardín izquierdo?
—Como en el béisbol. Como de la nada. Digo, ¿qué te hizo pensar en eso?
—Que nunca lo he hecho —contestó, con su vocecita escurriendo seducción. Era tan atrevido. Pensé que iba a explotar. Nunca pensé. Digo, oír eso de Alaska era una cosa. Pero oír esa dulce vocecita rumana volverse tan sexy de repente…
—No —dije—, nunca.
—¿Crees que sería divertido?
«¿Quéeee Quéeeeeeee?».
—Mmm, sí, pero no tienes que hacerlo.
—Creo que quiero hacerlo —dijo, y nos besamos un poquito. Y luego, y luego, mientras permanecía sentado viendo The Brady Bunch, mirando a Marcia Marcia Marcia con sus payasadas tipo Brady, Lara me desabrochó los pantalones, me jaló el bóxer un poco hacia abajo y me sacó el pene.
—Guau —dijo.
—¿Qué?
Me miró, sin mover su cara a milímetros de mi pene.
—Es raro.
—¿Qué quieres decir con raro?
—Grande, supongo.
Podía vivir con esa definición de raro. Luego cerró su mano alrededor de mi pene y se lo metió en la boca.
Esperó.
Los dos estábamos muy quietos. Ella no movía un solo músculo de su cuerpo y yo no movía un solo músculo del mío. Yo sabía que a estas alturas algo más tenía que suceder, pero no estaba del todo seguro de qué.
Ella permaneció inmóvil. Podía sentir su respiración nerviosa. Durante minutos, los mismos que les llevó a los Brady robar la llave y abrir la cerradura de la cárcel del pueblo fantasma, ella permaneció ahí, del todo inmóvil, con mi pene en su boca, y yo sentado ahí, esperando.
Luego se lo sacó de la boca y me miró, con curiosidad.
—¿Debo hacer algo?
—Mmm, no sé.
Todo lo que aprendí de ver porno con Alaska de pronto se me esfumó de la cabeza. Pensé que quizá ella debía mover la cabeza para arriba y para abajo, pero ¿no haría eso que se atragantara? Así que permanecí callado.
—¿Debería, quizá, morderlo?
—¡No lo muerdas! Digo, no lo creo. Creo… digo, eso se sintió bien. Rico. No sé si hay algo más.
—Quiero decir, ¿tú no…?
—Mmm. Quizá deberíamos preguntarle a Alaska.
Así que fuimos a su habitación y le preguntamos. Alaska se rió y se rió. Sentada en su cama, se rió hasta que lloró. Se metió al baño, regresó con el tubo de pasta de dientes y nos mostró. En detalle. Nunca había yo deseado con tantas ganas ser Colgate Total.
Lara y yo regresamos a su habitación, en donde ella hizo exactamente lo que Alaska le dijo que hiciera y yo hice exactamente lo que Alaska dijo que yo haría, que era tener cien pequeñas muertes extáticas, con los puños apretados, el cuerpo temblándome. Era mi primer orgasmo con una chica y, después, me sentí avergonzado y nervioso, igual que Lara, evidentemente, quien al cabo de un rato rompió el silencio preguntando:
—Bueno, ¿querrías hacer algo de tarea?
Había poco que hacer el primer día del semestre, pero ella se puso a leer algo para la clase de inglés. Yo me hice de una biografía del revolucionario argentino Ernesto Che Guevara (cuyo rostro adornaba la pared en un cartel), que la compañera de cuarto de Lara tenía en su estante de libros y luego me acosté junto a ella en la litera inferior. Comencé por el final, como hago a veces con las biografías que no tengo la intención de leer de principio a fin, y encontré sus últimas palabras sin mucho buscar. Capturado por el ejército boliviano, Guevara dijo: «Dispara, cobarde. Sólo vas a matar a un hombre».
Pensé en las últimas palabras de Simón Bolívar en la novela de García Márquez:
«¡Cómo salir de este laberinto!».
Los revolucionarios sudamericanos, parecería, morían con estilo. Le leí las últimas palabras en voz alta a Lara. Ella se volvió de lado, colocando la cabeza en mi pecho.
—¿Por qué te gustan tanto las últimas palabras?
Por raro que parezca, nunca había pensado en el por qué.
—No lo sé —dije, colocando la mano en la curva de su espalda—. A veces, tan sólo porque son chistosas. Como en la Guerra Civil, un general de nombre Sedgwick dijo:
«No podrían matar a un elefante a esta dis…» —y ahí le dispararon.
Lara se rió.
—Pero, muchas veces, la gente muere como vivió. Así que las últimas palabras me dicen mucho de quiénes fueron las personas y por qué se convirtieron en el tipo de personas sobre las que se escriben biografías. ¿Tiene sentido eso?
—Sí —dijo.
—Sí —dijo, y regresó a su lectura.
No sabía cómo hablar con ella. Y me sentí frustrado intentándolo, así que, después de un ratito, me levanté para irme.
Le di un beso de despedida. Cuando menos, podía hacer eso.
Recogí a Alaska y al Coronel en nuestra habitación y caminamos hasta el puente, en donde repetí con detalles vergonzosos el fiasco de la estimulación oral.
—No puedo creer que te lo hiciera dos veces en un día —dijo el Coronel.
—Sólo técnicamente. En realidad fue una sola —corrigió Alaska.
—De todos modos. Digo. A Gordo le chuparon la salchicha.
—Pobrecito Coronel —dijo Alaska, con una sonrisa de lástima—. Te daría una mamada por compasión, pero de verdad le tengo apego a Jake.
—Eso suena tétrico —dijo el Coronel—. Se supone que sólo debes coquetear con el Gordo.
—Pero el Gordo tiene una noooviiiaaa —se rió.
Esa noche, el Coronel y yo caminamos hasta la habitación de Alaska para celebrar nuestro éxito de la «Noche del granero». Ella y el Coronel habían estado celebrando mucho en los últimos dos días y yo no tenía ganas de empinarme el Strawberry Hill, así que me senté y mordisqueé pretzels mientras Alaska y el Coronel bebían vino en vasos de papel con florecitas.
—Hoy, nada de terminarnos la botella así como así, ¿eh? —dijo el Coronel—. ¡Lo haremos con clase!
—Es un concurso de bebida sureño, como se hacían antes —respondió Alaska—. Invitemos al Gordo a una noche de verdadera vida sureña: nos retamos uno al otro vaso de papel por vaso de papel en mano hasta que caiga el que menos bebe.
Y eso fue mal que bien lo que hicieron, haciendo sólo una pausa para apagar las luces a las 23:00 h, para que el Águila no fuera a pasar a visitarnos. Hablaban algo pero, sobre todo, bebían, y yo me vi arrastrado por la conversación y terminé entrecerrando los ojos en la oscuridad, viendo los lomos de los libros de la Biblioteca de Vida de Alaska.
Incluso sin los libros que se habían perdido en la mini inundación, yo podría haberme quedado hasta la mañana leyendo los títulos de las pilas amontonadas sin ton ni son. Una docena de tulipanes blancos en un jarrón de plástico estaban colocados con descuido encima de uno de los montones de libros; cuando le pregunté al respecto, sólo dijo:
—De mi aniversario con Jake… —y como no me interesó continuar con esa línea de diálogo, volví a leer los títulos y me pregunté qué tendría que hacer para encontrar las últimas palabras de Edgar Allan Poe (hago constar que fueron: «El Señor ayude a mi pobre alma») cuando Alaska dijo:
—El Gordo ni siquiera nos está escuchando.
—Los escucho —contesté.
—Estábamos hablando sobre verdad o desafío. ¿Lo jugaste hasta el cansancio en séptimo grado o todavía tienes ganas?
—Nunca lo he jugado —dije—. No tenía amigos en séptimo grado.
—Bueno, ¡helo allí! —gritó, en voz un tanto alta, dada la hora de la noche, pero también dado el hecho de que estaba bebiendo vino abiertamente en la habitación. ¡Verdad o desafío!
—Está bien —le concedí—, pero no me voy a besuquear con el Coronel.
El Coronel estaba en el rincón.
—No puedes besuquearme. Estoy demasiado borracho.
Alaska empezó.
—Verdad o desafío, Gordo.
—Desafío.
—Ven conmigo.
Así que eso hice.
Fue así de rápido. Me reí, parecí nervioso, y ella se inclinó hacia mí y ladeó la cabeza y nos estábamos besando. Cero capas entre nosotros. Nuestras lenguas danzando de ida y vuelta en la boca del otro hasta que ya no había ni su boca ni la mía sino sólo nuestras bocas entrelazadas. Ella sabía a cigarros, a refresco Mountain Dew, a vino y pomada para labios. Su mano subió a mi rostro y sentí sus dedos suaves seguir la línea de mi mandíbula. Nos recostamos al besarnos, ella encima de mí, y empecé a moverme debajo de ella. Yo me aparté un momento, para preguntar: «¿Qué está sucediendo aquí?», y ella se llevó un dedo a los labios y nos volvimos a besar. Una de sus manos agarró una de las mías y se la colocó en el estómago. Yo me moví lentamente encima de ella y la sentí arquear la espalda con fluidez debajo de mí.
Me volví a apartar.
—¿Qué hay de Lara? ¿De Jake?
Una vez más, me dijo:
—Shhh. Menos lengua, más labios —e hice mi mejor esfuerzo. Yo pensaba que la lengua era de lo que se trataba todo, pero ella era la experta.
—¡Por Dios! —dijo el Coronel en voz muy alta—. Esa bestia maldita, el drama se acerca.
Pero no le prestamos atención. Ella movió mi mano de su cintura a su pecho y yo lo toqué con precaución, moviendo los dedos lentamente bajo su blusa pero sobre su sostén, trazando el contorno de sus pechos y luego tomando uno en mi mano, apretándolo con suavidad.
—Eres bueno en eso —susurró. Sus labios nunca dejaron los míos mientras hablaba. Nos movimos juntos, mi cuerpo entre sus piernas.
—Esto es tan divertido —murmuró—, pero tengo tanto sueño. ¿Continuamos luego?
Me besó un momento más, y mi boca se esforzaba para permanecer cerca de la suya. Luego se quitó debajo de mí, colocó su cabeza en mi pecho y se quedó dormida de inmediato.
No tuvimos sexo. Nunca nos desnudamos. Nunca toqué su pecho desnudo y sus manos nunca bajaron más allá de mis caderas. No importaba. Mientras dormía, le susurré:
—Te amo, Alaska Young.
Justo cuando estaba a punto de quedarme dormido, el Coronel habló:
—¿Bróder, acabas de besuquearte con Alaska?
—Sí.
—Esto va a terminar mal —se dijo a sí mismo.
Y luego me quedé dormido. Ese sueño profundo de todavía la puedo saborear en mi boca, ese sueño que no es particularmente profundo pero del que de cualquier manera cuesta trabajo despertarse. Luego, oí sonar el teléfono. Creo.
Y creo, aun cuando no puedo saberlo, que sentí a Alaska levantarse. Creo que la oí salir. Creo. Cuánto tiempo estuvo fuera, es imposible saberlo.
Pero tanto el Coronel como yo nos despertamos cuando regresó, cuando quiera que eso haya sido, porque azotó la puerta. Estaba llorando, como aquella mañana posterior al día de Acción de Gracias, pero peor.
—¡Tengo que salir de aquí! —lloriqueó.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¡Se me olvidó! ¡Dios!, ¿cuántas veces puedo arruinar las cosas? —dijo.
Ni siquiera tuve tiempo de preguntarme qué podría haber olvidado antes de que gritara:
—Sólo tengo que salir. ¡Ayúdenme a salir de aquí!
—¿A dónde necesitas ir?
Se sentó y puso la cabeza entre las piernas, llorando.
—Sólo distraigan al Águila ahora para que me pueda ir. Por favor.
El Coronel y yo, al mismo tiempo, con igual cantidad de culpa, dijimos:
—Está bien.
—Sólo que no enciendas las luces —dijo el Coronel—. Sólo maneja lento y no enciendas tus luces. ¿Estás segura de que estás bien?
—¡Carajo! Únicamente desháganse del Águila por mí —dijo, entre sollozos de niña, como gritos a medias—. ¡Dios mío!, ¡oh, Dios!, lo siento tanto.
—Está bien —dijo el Coronel—. Enciende el carro cuando oigas el segundo cohete.
Nos fuimos.
No le dijimos: «No manejes. Estás borracha».
No le dijimos: «No te dejaremos manejar ese carro perturbada».
No le dijimos: «Insistimos en ir contigo».
No le dijimos: «Esto puede esperar hasta mañana. Todo, cualquier cosa, puede esperar».
Caminamos hacia el baño, tomamos los tres cohetes que quedaban debajo del lavabo y corrimos a casa del Águila. No estábamos seguros de que funcionaría de nuevo.
Pero funcionó bastante bien. El Águila salió corriendo de su casa en cuanto oyó el primer cohete —supongo que nos estaba esperando—; nos dirigimos hacia el bosque e hicimos que se metiera tan adentro que nunca la oyó salir. El Coronel y yo volvimos hacia atrás, vadeando por el arroyo para ahorrar tiempo, nos metimos por la ventana trasera de la habitación 43 y dormimos como angelitos.