CIENTO VEINTISIETE DÍAS ANTES

Temprano, al día siguiente por la tarde, me escurrió sudor de los párpados mientras pegaba un cartel de Van Gogh al reverso de la puerta. El Coronel, sentado en el sofá, juzgaba si el cartel estaba derecho y contestaba mis interminables preguntas sobre Alaska:

—¿Cuál es su historia?

—Es del pueblo de Vine Station. Podrías pasar en coche sin darte cuenta de que existe y, según sé, es lo que debes hacer. Su novio está en Vanderbilt, con beca. Toca el bajo en una banda. No sé mucho sobre su familia.

—¿Y de verdad le gusta?

—Supongo. No le ha sido infiel, lo que es ganancia.

Y así sucesivamente. En toda la mañana no me había importado otra cosa, ni el cartel de Van Gohg, ni los juegos de video, ni siquiera mi horario de clase que el Águila había traído esa mañana. También se presentó:

—Bienvenido a Culver Creek, señor Halter. Aquí se le da mucha libertad. Si abusa de ella, se arrepentirá. Parece usted un joven amable. Detestaría despedirme de usted.

Luego me miró de una manera seria o seriamente maliciosa.

—Alaska la llama la «mirada de la perdición» —me comentó el Coronel después de que el Águila se había ido—. La próxima vez que la veas es porque estás en problemas. Está bien, Gordo —continuó el Coronel, al alejarme del cartel—. No está del todo derecho, pero casi. Basta de Alaska. Según mis cuentas, hay noventa y dos chicas en esta escuela y todas ellas, hasta la última, menos locas que Alaska quien, quisiera añadir, ya tiene novio. Me voy a comer. Es día de bufritos —salió, dejando la puerta abierta.

Me sentía como un idiota caprichoso cuando me levanté a cerrar la puerta. El Coronel, ya a medio camino en el círculo de dormitorios, se dio la vuelta:

—¡Por Dios! ¿Vas a venir o qué?

Se pueden decir muchas cosas malas sobre Alabama, pero no es que sus habitantes le teman a las freidoras. En esa primera semana en el Creek, la cafetería sirvió pollo frito, filete de pollo frito y angú frito, lo que marcó mi primera incursión en el delicioso bocado que es esa verdura frita. Incluso esperaba que frieran las lechugas. Pero nada se equiparaba al bufrito, un plantillo creado por Maureen, la increíble y (comprensiblemente) obesa cocinera de Culver Creek. El bufrito, un burrito de frijoles refritos, demostró que sin duda freír un alimento siempre lo mejora. Esa tarde en la cafetería sentado en una mesa circular con el Coronel y cinco chicos que no conocía, clavé los dientes en la tortilla crujiente de mi primer bufrito y experimenté un orgasmo culinario. Mi mamá cocinaba bien, pero de inmediato quise llevarme a Maureen a casa el día de Acción de Gracias.

El Coronel me presentó (como «Gordo») a los chicos de la mesa tambaleante de madera; pero el único nombre que registré fue el de Takumi, que Alaska había mencionado ayer. Era un chico japonés, delgado, apenas unos centímetros más alto que el Coronel. Takumi hablaba con la boca llena a medida que yo masticaba con lentitud, saboreando la crujiente enfrijolada.

—¡Dios mío! —dijo Takumi, dirigiéndose a mí—, no hay nada como ver a un hombre comerse su primer bufrito.

Yo no dije mucho, en parte porque nadie me hizo preguntas y en parte porque quería comer tanto como pudiera. Pero Takumi no sentía tal modestia: él podía, y lo hacía, comer, masticar y tragar mientras hablaba.

La conversación de la comida se centró en la chica que debía haber sido la compañera de cuarto de Alaska, Marya, y su novio, Paul, que había sido un Guerrero Semanero. Los habían expulsado en la última semana de clases del año escolar anterior, según me enteré, debido a lo que el Coronel llamaba una «trifecta»; es decir, los pescaron cometiendo al mismo tiempo tres faltas que merecían la expulsión de Culver Creek: estaban acostado en la cama juntos, desnudos («contacto genital» era la falta #1), ya borrachos (#2) y fumando un churro (#3) cuando el Águila entró y los atrapó. Los rumores decían que alguien los había delatado y Takumi parecía tener todo la intención de averiguar quién, o la intención al menos, de gritarlo con la boca atascada de bufrito.

—Paul era un imbécil —aseguró el Coronel—. Yo no los hubiera delatado, pero cualquiera que se encama con un Guerrero Semanero que maneja un Jaguar como Paul se merece lo que le toque.

—Bróder —respondió Takumi—, u noia —y luego tragó un mordisco de comida— es una Guerra Semanera.

—Cierto —rió el Coronel—. Aunque eso me mortifique, es un hecho incontestable. Pero no es tan imbécil como Paul.

—No tanto —se burló Takumi. El Coronel rió de nuevo y yo me pregunté por qué no defendía a su novia. A mí no me habría importado si mi novia era una Cíclope con barba que manejaba un Jaguar; me habría sentido agradecido con sólo tener a alguien con quien coger.

Esa noche, cuando el Coronel pasó por la habitación 43 para recoger los cigarros (parecía haber olvidado que eran, técnicamente, míos), no me importó en realidad que no me hubiera invitado a ir con él. En la escuela pública había conocido a muchas personas que tenían como hábito detestar a un tipo de persona u otro; por ejemplo, los tetos odiaban a los fresas, etcétera, y esto siempre me había parecido una gran pérdida de tiempo. El Coronel no me dijo en dónde había pasado la tarde ni a dónde iba ahora; sólo cerró la puerta al salir, así que supuse que yo no era bienvenido.

Así estuvo bien, porque pasé la noche navegando por la red (nada porno, lo juro) y leyendo The Final Days, un libro sobre Richard Nixon y el Watergate.

Para la cena, metí al microondas un bufrito refrigerado que el Coronel había sacado a escondidas de la cafetería. Me recordó las noches en Florida, excepto que con mejor comida y sin aire acondicionado. Estar acostado en la cama y leer me parecía agradablemente familiar.

Decidí seguir lo que de seguro habría sido el consejo de mi madre: dormir bien la noche anterior a mi primer día de clases. Francés II empezaba a las 8:10 y, calculando que no me llevaría más de ocho minutos vestirme y caminar a los salones de clase, puse la alarma para las 8:02. Me bañé y luego me quedé en la cama, a la espera de que el sueño me salvara del calor. Como a las 11:00 de la noche me di cuenta de que el minúsculo ventilador fijado con un clip a mi litera podía hacer mayor diferencia si me quitaba la camiseta, y al final me quedé dormido encima de las sábanas tan sólo con el bóxer.

Fue una decisión de la que me arrepentí horas después, cuando me desperté al sentir dos manos sudorosas y carnosas que me sacudían con todas las ganas del mundo. Desperté por completo y al instante. Me senté derecho en la cama, aterrado, sin poder entender la irrupción de voces por alguna razón. No entendía por qué había voces y ¿qué endemoniada hora era de cualquier modo? Al final, la cabeza me aclaró lo suficiente como para oír:

—¡Ándale, Chico! No nos hagas patearte el trasero, levántate.

Luego, desde la litera superior, escuché:

—¡Por Dios, Gordo!, sólo levántate.

Así que me levanté y vi, por primera vez, tres figuras ensombrecidas.

Dos de ellas me agarraron con una mano cada una, de los antebrazos y me hicieron caminar fuera de la habitación. Al salir, el Coronel murmuró:

—¡Qué te diviertas! No lo maltrates mucho, Kevin.

Me condujeron, casi trotando, atrás de mi edificio de dormitorios y luego por el campo de soccer. El suelo tenía pasto, pero también piedritas, y yo me preguntaba por qué nadie había tenido la pequeña cortesía de decirme que me pusiera zapatos y por qué estaba yo ahí afuera, en ropa interior, con mis piernas de pollo expuestas al mundo. Mil humillaciones me cruzaron por la cabeza. «Ahí está el nuevo alumno del noveno grado, Miles Halter, amarrado a la portería del futbol con sólo su bóxer puesto». Imaginé que me llevarían al bosque, hacia donde en apariencia nos dirigíamos ahora, y que me golpearían hasta hacerme mierda para que me viera de maravilla en mi primer día de clases. Todo ese tiempo, tan sólo me miraba los pies porque no quería verlos a ellos ni quería caerme, así que miraba por dónde iba, tratando de evitar las piedras más grandes. Sentí el impulso luchar o huir que me había surgido una que otra vez, pero ni la lucha ni la huida me habían funcionado nunca. Me llevaron a la playa de mentiras por una ruta tortuosa y entonces supe lo que iba a suceder: una zambullida de las que acostumbraban dar en estos casos, en el lago. Me calmé. Podía manejar eso.

Cuando llegamos a la playa, me dijeron que pusiera los brazos a los lados y el tipo más musculoso tomó de la arena dos rollos de cinta de embalaje. Con los brazos pegados a los lados como soldado en pose de atención, me vendaron desde los hombros hasta las muñecas. Luego me tiraron al suelo; la arena de la playa de a mentiras amortiguó la caída, pero de todas maneras me golpeé la cabeza. Dos de ellos me juntaron las piernas mientras el otro, Kevin, supongo, pegó tanto su cara angular de mandíbula fuerte a la mía que las púas empapadas en gel que salían de su frente me picaban la cara. Me dijo:

—Esto es por el Coronel. No debes juntarte con ese imbécil.

Me pegaron las piernas juntas, de los tobillos a los muslos. Parecía una momia plateada.

—Por favor, chicos, no lo hagan —pedí justo antes de que me sellaran la boca, me levantaron y me lanzaron al agua.

Me hundí. Al hundirme, en vez de sentir pánico o cualquier otra cosa me di cuenta de que «Por favor, chicos, no lo hagan» eran unas últimas palabras terribles. Pero luego, el gran milagro de la especie humana: mi flotabilidad apareció y al sentirme flotar hacia la superficie, me torcí y retorcí lo mejor que pude de manera que el aire cálido de la noche me dio primero en la nariz y pude respirar. No estaba muerto ni iba a morir. Pensé: «Bueno, no estuvo tan mal».

Pero todavía debía resolver el pequeño detalle de llegar a la playa antes de que saliera el sol. Primero, necesitaba determinar mi posición frente al borde de la playa. Si inclinaba demasiado la cabeza, sentía que todo mi cuerpo empezaba a rodar y en la larga lista de maneras desagradables de morir, fallecer «boca abajo en calzón bóxer blanco y empapado» era una de las primeras. Así que, en vez de eso, miré arriba y estiré el cuello hacia atrás, con los ojos casi bajo el agua, hasta que vi estaba que la orilla directamente detrás de mi cabeza, como a tres metros. Comencé a nadar, como una sirena plateada sin brazos, utilizando sólo la cadera para generar movimiento hasta que por fin mis nalgas golpearon el fondo lodoso del lago. Me volteé entonces y usé mis caderas y mi cintura para rodar tres veces hasta llegar a la orilla, cerca de una toalla verde deshilachada. Me habían dejado una toalla. ¡Qué considerados!

El agua se había metido bajo la cinta de embalse y aflojada la fuerza del adhesivo sobre mi piel; pero como la cinta me envolvía en tres capas en varios lugares, fue necesario que me retorciera como pez fuera del agua. Por fin, la cinta se soltó lo suficiente para que deslizara la mano izquierda afuera y hacia el pecho y la rasgara hasta quitármela.

Me envolví en la toalla arenosa. No quería regresar a mi habitación y ver a Chip, porque no tenía idea de a qué se refería Kevin. Quizá si regresaba a la habitación, me estarían esperando y me lo volverían a hacer, peor esta vez. Quizá necesitaba demostrarles: «Está bien, capté su mensaje. Es sólo mi compañero de cuarto, no mi amigo». De cualquier manera, no sentía tanta simpatía hacia el Coronel. «¡Que te diviertas!», había dicho. «Sí, claro —pensé—, fue divertidísimo».

Así que me fui a la habitación de Alaska. No sabía qué hora era, pero podía ver una luz tenue bajo su puerta. Toqué quedito.

—Ajá —dijo y entré mojado, arenoso y con apenas una toalla y un calzón bóxer empapado. Ésta no era la manera, por supuesto, como querrías que la chica más sexy del mundo te viera; pero supuse que ella me podría explicar lo que acababa de suceder.

Bajó el libro que estaba leyendo y salió de la cama con una sábana envuelta en los hombros. Por un momento, la vi preocupada. Parecía la chica que había conocido el día anterior, la chica que dije era linda y burbujeaba con energía, simpleza e inteligencia. Luego se rió.

—Apuesto a que fuiste a nadar, ¿verdad? —lo dijo con tanta malicia casual que sentí que todos lo sabían y me pregunté por qué toda la maldita escuela se había puesto de acuerdo para quizá ahogar a Miles Halter. Pero Alaska se llevaba bien con el Coronel y, en la confusión del momento, sólo la miré en blanco, sin saber siquiera qué preguntar.

—No manches —dijo—. ¿Sabes qué? Hay personas con verdaderos problemas. Yo tengo verdaderos problemas. Tu mamá no está aquí, así que ten huevos, hombrezote.

Salí sin decirle una palabra y me fui a mi habitación. Golpeé la puerta tras mí, desperté al Coronel y pisé fuerte camino al baño. Me metí a la regadera para quitarme las algas del lago, pero el ridículo aspersor se negó a funcionar. ¿Cómo les podía caer mal a Alaska, a Kevin y a los demás chicos si apenas empezaba el año? Cuando terminé de bañarme, me sequé y entré a la habitación a buscar ropa.

—Oye, ¿qué te llevó tanto tiempo? ¿Te perdiste en el camino?

—Me dijeron que era por ti —en mi voz se notaba un poco de molestia—. Me dijeron que no debía ser tu amigo.

—¿Qué? No, eso le sucede a todos. Me sucedió a mí. Te lanzan al lago, nadas a la orilla, caminas a casa.

—No podía nada más nadar a la orilla —dije suavemente, poniéndome un short de mezclilla bajo la toalla—. Me envolvieron en cinta de embalse. Ni siquiera podía moverme, en realidad.

—Alto, alto —me detuvo y brincó de su litera, mirándome en la oscuridad—. ¿Te envolvieron con cinta? ¿Cómo?

Y le mostré: me paré como momia, con los pies juntos y las manos a los costados, y le mostré cómo habían envuelto. Luego me dejé caer en el sofá.

—¡Santo Dios! ¡Podías haberte ahogado! ¡Se supone que sólo te tiran al agua en ropa interior y corren! ¿En qué diablos estaban pensando? ¿Recuerdas sus caras?

—Sí, creo que sí.

—¿Por qué demonios harían eso? —se preguntó.

—¿Tú les hiciste algo?

—No, pero sin duda voy hacérselos ahora. Los vamos a agarrar.

—No es para tanto. Salí bien.

—Podías haber muerto —yo suponía que sí, pero estaba vivo.

—Bueno, mañana podría ir con el Águila y decirle —sugerí.

—Definitivamente no —contestó. Caminó hacia su short arrugado tirado en el suelo y sacó un paquete de cigarros. Encendió dos y me dió uno. Me fumé toda la madre ésa—. No lo vas a hacer porque así no es cómo resolvemos las cosas aquí. Además, no quieras hacerte una reputación de soplón. Pero ya verán esos bastardos, Gordo, te lo prometo. Se van a arrepentir de meterse con uno de mis amigos.

Y si el Coronel pensaba que con llamarme amigo lograría que me quedara a su lado, pues estaba en lo correcto.

—Alaska se portó mala onda conmigo —comenté. Me incliné, abrí un cajón vacío del escritorio y lo usé como cenicero por mientras.

—Como dije, tiene cambios de humor.

Me acosté con camiseta, short y calcetines. Sin importar cuán terrible caluroso estuviera, decidí dormir con ropa puesta todas la noches en el Creek sintiendo, quizá por primera vez en la vida, el temor y la emoción de vivir en un lugar en donde nunca sabes qué va a suceder o cuándo.