Dos días después, lunes, el primer día verdadero de vacaciones, pasé la mañana trabajando en mi ensayo de religión y fui a la habitación de Alaska por la tarde. Leía en la cama.
—Auden —anunció—. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras?
—No sé. Nunca lo había oído mencionar.
—¿Nunca lo habías oído mencionar? Pobrecito niño ignorante. Mira, lee esta línea —me acerqué y miré su dedo índice.
—Amarás a tu vecino desviado / Con tu corazón desviado —leí en voz alta.
—Sí. Esta está muy bien —dije.
—¿Muy bien? Sí, y los bufritos están muy bien. El sexo es muy divertido. El sol es muy caliente. ¡Dios mío!, dice tanto sobre el amor y el resquebrajamiento: es perfecto.
—Ajá —asentí sin entusiasmo.
—Eres irremediable. ¿Quieres ir a buscar pornografía?
—¿Qué?
—No podemos amar a nuestros vecinos hasta que no sepamos cuán desviados están sus corazones. ¿Qué, no te gusta la pornografía? —preguntó sonriendo.
—Mmm —contesté. En realidad no había visto mucha pornografía, pero la idea de verla con Alaska tenía cierto atractivo.
Empezamos en el ala de dormitorios con las habitaciones número 50 y nos fuimos en sentido contrario alrededor del hexágono. Ella empujaba las ventanas traseras mientras que yo miraba para todos lados para asegurarme de que nadie anduviera cerca.
Yo nunca había entrado a las habitaciones de otras personas. Después de tres meses, conocía a casi todos; pero por lo regular hablaba con muy pocos: con el Coronel, Alaska y Takumi, básicamente. Si embargo, en unas cuantas horas conocí bastante bien al resto de mis compañeros.
Wilson Carbod, en el centro de los Nadas de Culver Creek, tenía hemorroides, o cuando menos, crema para hemorroides guardada en el cajón inferior de su escritorio. Chandra Kilers, una chica bonita a la que le gustaban demasiado las matemáticas y que Alaska creía sería la futura novia del Coronel, coleccionaba muñecos Cabbage Patch, negros, blancos, latinos, asiáticos, niños y niñas, bebés vestidos como granjeros y como hombres de negocios exitosos. Una Guerrera Semanera del último grado, Holly Moser, dibujaba autorretratos desnudos en carboncillo, reflejando sus formas rotundas en todo su esplendor.
Me azoró la cantidad de gente que tenía alcohol. Incluso los Guerreros Semaneros, que van a casa todos los fines de semana, tenían cerveza y licor escondidos por todas partes: desde en los tanques del WC hasta en el fondo de los cestos de ropa sucia.
—¡Dios mío!, pude haber delatado a cualquiera —dijo Alaska despacito al sacar un botellón de más de un litro de licor de malta Magnum del clóset de Longwell Chase. Me pregunté, entonces, por qué habría elegido a Paul y a Marya.
Alaska averiguó los secretos de todos tan rápido, que sospeché que ya lo había hecho antes, pero con seguridad no tenía información previa de los secretos de Ruth y Margot Blowker, hermanas gemelas de noveno año que eran nuevas y parecían incluso menos sociables que yo. Después de meterse a rastras en su habitación, Alaska miró a los lados un momento y luego se acercó al estante de libros. Lo miró y sacó la versión autorizada de la Biblia junto con una botella morada de un cooler de vino Maui Wowie.
—¡Qué listas! —dijo, mientras le quitaba la tapa. Se lo bebió de dos tragos largos y proclamó—: ¡Maui Wowie!
—¡Sabrán que estuviste aquí! —grité.
Abrió mucho los ojos.
—¡Oh, no, tienes razón, Gordo! —exclamo—. ¡A lo mejor van a decirle al Águila que alguien se robó su cooler de vino! —se rió y se inclinó por la ventana, lanzando la botella vacía al pasto.
Encontramos bastantes revistas porno metidas a diestra y siniestra entre colchones y box springs. Resultó que a Hank Waisten si le gustaba otra cosa aparte del basquetbol y la mariguana: la revista Juggs. Pero no encontramos una película sino hasta la habitación 32, que ocupaban un par de chicos de Misisipi llamados Joe y Marcus. Estaban en nuestra clase de religión y a veces se sentaban con el Coronel y conmigo a la hora de la comida, pero no los conocía bien.
Alaska leyó el titulo en la etiqueta de la caja del video:
—Las zorras de Madison County. Bueno. No es encantador.
Corrimos con él hasta la sala de TV, cerramos las persianas, le echamos llave a la puerta y vimos la película. Empezaba con una mujer parada en un puente con las piernas abiertas, mientras un tipo, arrodillado frente a ella, le practicaba sexo oral. No había tiempo para el diálogo, supuse. Para cuando empezaron a hacerlo, Alaska se arrancó con su cantaleta de indignación:
—No hacen que el sexo se vea divertido para las mujeres. La chica sólo es un objeto. ¡Mira! ¡Mira eso!
Yo ya estaba mirando, lo cual sobra decirse. Ahora se veía una mujer a gatas mientras un tipo se arrodillaba detrás de ella, que repetía: «Dámelo», al tiempo que gemía, aun cuando sus ojos color café estaban en blanco y mostraban su falta de interés. Yo no podía evitar tomar notas mentales: «Manos en sus hombros. Rápido pero no demasiado, porque si no, se termina en un dos por tres. Mantén tus gruñidos a raya».
Como si me estuviera leyendo el pensamiento, dijo:
—Por Dios, Gordo. Nunca lo hagas así de duro. Eso dolería. Parece tortura. ¿Y todo lo que ella puede hacer es estarse ahí y aguantarse? Esos no son un hombre y una mujer. Son un pene y una vagina. ¿Qué tiene de erótico eso? ¿Dónde están los besos?
—Dadas las posiciones, creo que en este momento no se pueden besar —observé.
—Justo es lo que digo. Tan sólo por la manera como lo hacen, son objetos. ¡Él ni siquiera puede ver la cara de ella! Esto es lo que le puede suceder a las mujeres, Gordo. Esa mujer es la hija de alguien. Esto es lo que ustedes nos hacen hacer por dinero.
—Bueno, yo no —me defendí—. Digo, no técnicamente. Yo no, bueno, yo no produzco películas porno.
—Mírame a los ojos y dime que esto no te calienta, Gordo.
No pude. Se rió. Estaba bien, dijo. Era sano. Luego se levantó, detuvo la cinta, se recostó de panza en el sofá y murmuró algo.
—¿Qué dijiste? —me acerqué a ella y coloqué mi mano en la hendidura de su espalda.
—Shhhh. Estoy durmiendo.
Así tal cual. De cien kilómetros por hora a dormirse en un nanosegundo. Yo quería acostarme junto a ella en el sofá, abrazarla y dormir. No coger, como en esas películas. Ni siquiera tener sexo. Sólo dormir juntos, en el sentido más inocente de la frase. Pero me faltaba valor, ella tenía novio, yo era torpe, ella era preciosa, yo era un aburrido sin remedio y ella era fascinante hasta el infinito. Así que regresé a mi habitación y caí sobre la litera inferior, pensando que si las personas fueran lluvia, yo sería llovizna y ella, un huracán.