El clima de Florida era bastante cálido, sin duda, y húmedo también. Tan caliente como para que se te pegara la ropa, como si fuera cinta adhesiva, y el sudor se escurriera como lágrimas de la frente a los ojos. Pero sólo hacía calor afuera y por lo general sólo salía para caminar de un sitio con aire acondicionado a otro.
Esto no me preparó para el singular calor con que uno se topa a veintidós kilómetros al sur de Birmingham, Alabama, en la Escuela Preparatoria Culver Creek. La camioneta de mis padres estaba estacionada sobre el pasto a unos metros de mi dormitorio, la habitación 43. Pero cada vez que recorría ese pequeño trecho hacia el coche para descargar lo que ahora parecían demasiadas cosas, el sol me quemaba la piel a través de la ropa con una ferocidad viciosa que me hacía de verdad temer el fuego del infierno.
Mamá, papá y yo tardamos tan sólo unos minutos en descargar el coche; pero mi dormitorio sin aire acondicionado, aunque por suerte lejos de la luz del sol, se encontraba apenas un poco más fresco. La habitación me sorprendió: me había imaginado una alfombra gruesa, paredes con paneles de madera, muebles estilo Victoriano. Excepto por un lujo, un baño privado, la habitación era una caja. Con paredes de bloques de concreto recubiertas con capas espesas de pintura blanca y un suelo de linóleo de cuadros verdes y blancos, el lugar parecía más un hospital que el dormitorio de mis fantasías. Una litera de madera sin acabados con colchones de vinilo estaba contra la ventana trasera de la habitación. Los escritorios, las cómodas y los libreros estaban todos fijos en las paredes, a fin de evitar la creatividad en el acomodo de los muebles. Y no había aire acondicionado.
Me senté en la litera inferior mientras mamá abría el baúl, tomaba una pila de las biografías que mi padre había estado de acuerdo en darme y las acomodaba en los libreros.
—Yo puedo desempacar, mamá —dije. Mi papá se puso de pie. Estaba listo para partir.
—Déjame por lo menos tender la cama —dijo mamá.
—No, de verdad, yo lo puedo hacer. Está bien —porque sencillamente no puedes extender estas cosas para siempre. En algún momento, te quitas el curita y te duele, pero luego se te pasa y te sientes aliviado.
—¡Dios!, te vamos a extrañar —dijo mamá, de pronto, saltando entre la pila de maletas para llegar a la cama. Me puse de pie y la abracé. Mi papá también se acercó y nos dimos un abrazo los tres. Hacía demasiado calor y estábamos muy sudados como para que el abrazo durara mucho. Sabía que debía llorar, pero había vivido con mis padres durante dieciséis años y una prueba de separación parecía ya haberse tardado mucho.
—No te preocupes —sonreí—. Ya aprenderé a hablar como sureño —mamá rió.
—No hagas nada tonto —dijo mi padre.
—Está bien.
—Nada de drogas. No bebas. No fumes —como ex alumno de Culver Creek, él había hecho cosas de las cuales yo solamente había oído hablar: fiestas secretas, pasar veloz entre los campos llenos de paja (cómo se quejaba de que en aquel entonces era sólo para chicos), probar drogas, alcohol y cigarros. Le había llevado un buen rato deshacerse del cigarro, pero sus días de chico mal portado estaban bien lejos ahora.
—Te quiero —los dos lo soltaron de sopetón al mismo tiempo. Era necesario decirlo, pero las palabras hacían que todo fuera terriblemente incómodo, como si vieras a tus abuelos besarse.
—Yo también los quiero. Les hablaré todos los domingos —nuestras habitaciones no tenían líneas telefónicas, pero mis padres habían solicitado que me instalaran en una habitación cercana a uno de los cinco teléfonos de monedas de Culver Creek.
Me abrazaron de nuevo, mamá primero y luego papá, y la despedida terminó. Por la ventana trasera los vi tomar el camino de curvas, alejándose de los terrenos de la escuela. Debí haber sentido una tristeza sentimental, empalagosa quizá, pero sobre todo deseaba refrescarme, así que tomé una de las sillas del escritorio y me senté justo afuera de mi cuarto a la sombra de los aleros colgantes, esperando una brisa que nunca llegó. El aire de afuera era tan opresivo e inmóvil como el de adentro. Observé mis nuevos territorios: seis edificios de una planta, cada uno con dieciséis habitaciones, acomodadas a manera de hexagrama alrededor de un gran círculo de pasto. Parecía un viejo motel de enorme tamaño.
En todas partes, chicos y chicas se abrazaban, sonreían y caminaban juntos. Esperaba vagamente que alguien se me acercara y hablara conmigo. Me imaginé la conversación:
—Hola. ¿Es tu primer año?
—Sí, sí. Soy de Florida.
—Qué bueno. Entonces, estás acostumbrado al calor.
—No podría estar acostumbrado a este calor ni siquiera si viniera del Hades —bromearía. Daría una buena impresión para comenzar. «Ah, es chistoso. Ese chico Miles es muy divertido».
Eso no sucedió, claro está. Las cosas nunca suceden como yo las imagino. Aburrido, volví a entrar, me quité la camisa y me senté en el vinilo del colchón de la cama inferior de la litera, empapado de calor, y cerré los ojos. Nunca había vuelto a nacer con el bautismo, las lágrimas y todo eso, pero nadie podía sentirse mucho mejor que renacer como un tipo sin pasado. Pensé en las personas sobre las cuales había leído que estudiaron en internados y en sus aventuras: John F. Kennedy, James Joyce y Humphrey Bogart. A Kennedy, por ejemplo, le encantaba hacer travesuras. Pensé en el Gran quizá, en las cosas que podrían suceder, en las personas que podría conocer y en quién podría ser mi compañero de cuarto (había recibido una carta unas semanas antes donde me daban su nombre: Chip Martin, pero sin más información). Quien quiera que fuera Chip Martin, esperaba que trajera de verdad un arsenal de ventiladores superpotentes, porque yo no había empacado uno solo y ya sentía que mi sudor hacía charquitos en el colchón de vinilo, lo cual me pareció tan asqueroso que dejé de pensar y me paré a buscar una toalla para limpiar mi sudor. Luego pensé: «Bueno, antes de la aventura viene la desempacada». Me las arreglé para pegar un mapa del mundo en la pared y meter la mayor parte de mi ropa en cajones, antes de notar que el aire caliente y húmedo hacía que hasta las paredes sudaran; entonces decidí que no era el momento para el trabajo físico, era el momento para un delicioso baño frío.
En el pequeño cuarto de baño había un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta, así que no podía escapar a mi reflejo desnudo al inclinarme para abrir la llave de la ducha. Mi delgadez siempre me sorprendía: mis brazos delgados no parecían ensancharse mucho más de la muñeca hacia el hombro, mi pecho carecía de la más mínima indicación de grasa y de músculo, y yo me pregunté avergonzado si podría hacerse algo con el espejo. Abrí la lisa cortina blanca de la ducha y, agachándome, me metí.
Por desgracia, la ducha parecía haber sido diseñada para alguien de un metro y siete centímetros de alto, por lo que el agua fría me golpeó la caja torácica baja, con toda la fuerza de una llave de agua que escurre. Para mojarme la cara empapada de sudor, tuve que abrir las piernas y ponerme en cuclillas, bastante abajo. Con toda seguridad, John F. Kennedy (quien medía 1.80 metros según su biografía, es decir, exactamente lo mismo que yo) no tenía que ponerse en cuclillas en su internado. No, esta escuela era una bestia del todo diferente, y a medida que el agua iba empapando poco a poco mi cuerpo, me pregunté si aquí encontraría un Gran quizá o si había cometido un tremendo error de cálculo.
Cuando abrí la puerta del baño después de ducharme, con una toalla envuelta alrededor de la cintura, vi a un chico de estatura baja, fornido, con mucho pelo castaño. Estaba metiendo una gigantesca bolsa de lona color verde militar por la puerta de mi habitación. Medía 1.50 metros pero tenía un cuerpo musculoso, como un modelo a escala de Adonis, y con él entró un olor a humo de cigarro rancio. «Genial —pensé—, estoy conociendo a mi compañero de cuarto, mientras estoy desnudo». Con dificultad metió la bolsa de lona en la habitación, cerró la puerta y caminó hacia mí.
—Soy Chip Martin —anunció con una voz profunda, de locutor de radio. Antes de que pudiera responder, añadió—: Te daría la mano, pero creo que es mejor que agarres bien esa toalla hasta que puedas ponerte algo de ropa encima.
Me reí, asentí con la cabeza (eso es padre, ¿verdad?, ¿asentir?) y dije:
—Yo soy Miles Halter. Encantado de conocerte.
—¿Miles, como en las miles de millas que hay que avanzar antes de irse a dormir? —me preguntó.
—¿Qué?
—Es un poema de Robert Frost. ¿Nunca lo has leído?
Moví negativamente la cabeza.
—Considérate afortunado —sonrió.
Saqué ropa interior limpia, un short azul de fútbol marca Adidas y una camiseta blanca; murmuré que regresaba en un segundo y me volví a meter al baño. ¡Vaya con las primeras impresiones!
—Oye, ¿dónde están tus padres? —pregunté desde el baño.
—¿Mis padres? Mi papá está en California en este momento. Quizá sentado en su reclinable. Quizá manejando su camión. Pero de todas maneras, tomando. Mi mamá probablemente va saliendo de los terrenos de la escuela.
—Ah —dije, ya vestido, no muy seguro de cómo responder a tan personal información. No debí haber preguntado, me pareció, nada sobre él. Chip tomó unas sábanas y las lanzó a la litera superior.
—Soy un hombre de litera superior. Espero que eso no te moleste.
—Eh, no. Lo que sea está bien.
—Veo que decoraste el lugar —dijo, haciendo un ademán hacia el mapamundi—; me gusta.
Luego empezó a enumerar países. Hablaba de manera monótona, como si lo hubiera hecho miles de veces antes.
Afganistán.
Albania.
Andorra.
Angola.
Argelia.
Y así sucesivamente. Terminó la letra A antes de alzar la vista y notar mi mirada de incredulidad.
—Podría recitar el resto de la lista, pero tal vez te aburriría. Es algo que aprendí durante el verano. ¡Dios!, no te puedes imaginar lo aburrido que es New Hope, Alabama, en el verano. Tanto como ver crecer frijoles de soya. ¿Tú de dónde eres, por cierto?
—De Florida.
—Nunca he ido ahí.
—Es bastante increíble lo de los países.
—Sí, todo el mundo tiene un talento. Yo puedo memorizar cosas. ¿Tú puedes…?
—Mmm, conozco muchas de las últimas palabras de gente famosa —era una indulgencia eso de aprender últimas palabras. Otras personas tenían chocolates; yo tenía declaraciones en el lecho de muerte.
—¿Un ejemplo?
—Me gustan las de Henrik Ibsen. Era un dramaturgo —sabía mucho de Ibsen, pero nunca había leído ninguna de sus obras. No me gustaba leer obras. Me gustaba leer biografías.
—Sí, sé quién era —afirmó Chip.
—Bueno, pues ya tenía tiempo de estar enfermo y su enfermera le dijo: «Parece sentirse mejor esta mañana». Ibsen la miró y le contestó: «Al contrario», y luego murió.
Chip rió.
—Es mordaz. Pero me gusta.
Me dijo que estaba en su tercer año en Culver Creek. Había comenzado en el noveno grado, el primer año de la escuela, y ahora estaba en el decimoprimero, como yo. Chico de beca, dijo. Completa. Había oído que era la mejor escuela en Alabama, así que escribió en su ensayo de solicitud que él quería asistir a una escuela en donde pudiera leer libros grandes. El problema, decía en el ensayo, era que en casa su papá siempre lo golpeaba con los libros, así que Chip procuraba tener libros breves con pastas suaves, por su propia seguridad. Sus padres se divorciaron cuando estaba en décimo grado. Le gustaba «el Creek», como él lo llamaba, pero «tienes que tener cuidado aquí, con los alumnos y con los maestros. Y a mí que tanto me choca tener cuidado», sonrió con presunción. A mí también me chocaba cuidarme, o al menos eso quería.
Me dijo esto mientras hurgaba en su bolsa de lona y lanzaba ropa en los cajones con total descuido. Chip no creía necesario tener un cajón para calcetines o un cajón para camisetas. Creía que todos los cajones habían sido creados iguales y llenaba cada uno con lo que le cupiera. Mi mamá se hubiera muerto.
En cuanto hubo terminado de «desempacar», Chip me golpeó duro en el hombro.
—Espero que seas más fuerte de lo que pareces —dijo saliendo por la puerta, que dejó abierta. Se volvió unos segundos después y me vio allí, de pie, inmóvil—. Bueno, vamos Miles de millas, que hay que avanzar Halter. Tenemos mucho quehacer.
Llegamos al salón de TV, el cual, según Chip, tenía la única televisión con cable de la escuela. Durante el verano, servía de unidad de almacenaje. Atestada casi hasta el techo con sofás, refrigeradores y tapetes enrollados, en el salón de TV pululaban chicos tratando de encontrar y acarrear sus cosas. Chip saludó a algunas personas pero no me las presentó. Mientras deambulaba por el laberinto apilado de sofás, yo permanecía cerca de la entrada, tratando de no bloquear a los pares de compañeros de cuarto en lo que maniobraban para sacar los muebles por la estrecha puerta principal.
Le llevó diez minutos a Chip encontrar sus cosas, más otra hora en lo que fuimos y venimos cuatro veces alrededor del círculo de dormitorios, entre el salón de TV y la habitación 43. Para cuando terminamos, yo quería meterme en el minirrefri de Chip y dormir mil años, pero Chip parecía inmune tanto a la fatiga como a la insolación. Me senté en su sofá.
—Lo encontré tirado en una cuneta de mi vecindario hace un par de años —dijo del sofá, conforme trabajaba para montar mi PlayStation 2 encima de su baúl de efectos personales—. Reconozco que la piel tiene algunas grietas, pero no manchas. Es un sofá de poca madre —la piel tenía más que algunas grietas, era como treinta por ciento piel de mentiras color azul cielo y setenta por ciento hule espuma, pero a mi parecer se sentía bastante bien.
—Está bien, ya casi terminamos —se acercó a su escritorio y sacó un rollo de cinta de embalaje de un cajón—. Sólo necesitamos tu baúl.
Me levanté, saqué el baúl de debajo de la cama y Chip lo situó entre el sofá y el PlayStation 2, y empezó a rasgar tiras delgadas de cinta de embalaje. Las pegó en el baúl de manera que se leyera MESA PARA CAFÉ.
—He ahí —dijo. Se sentó y colocó los pies sobre la, eh, mesa para café—. Terminado.
Me senté junto a él, me miró y dijo de pronto:
—Escucha, yo no seré tu acceso a la vida social de Culver Creek.
—Ah, bueno —dije, pero podía oír cómo las palabras se atoraban en mi garganta. ¿Acababa de cargar el sofá de este tipo bajo un sol blanco de tan ardiente y ahora no le caía bien?
—Básicamente, tienes dos grupos aquí —explicó, hablando con una urgencia creciente—. Tienes los internos regulares, como yo, y tienes los Guerreros Semaneros; ellos están en internados aquí, pero todos son chicos ricos que viven en Birmingham y se van a las mansiones con aire acondicionado de sus padres todos los fines de semana. Son fresas. No me caen bien y yo tampoco a ellos, así que si viniste aquí pensando que como eras la gran caca en la escuela pública lo serás también aquí, lo mejor es que no te vean conmigo. Sí fuiste a una escuela pública, ¿verdad?
—Eh… —balbuceé. Distraído, empecé a picar las grietas en la piel del sofá, cavando con los dedos la blancura del hule espuma.
—Sí, claro que fuiste, porque si hubieras ido a una escuela privada tu horrendo short te quedaría bien —rió.
Yo usaba el short justo debajo de la cadera y pensaba que se veía padre. Por fin contesté:
—Sí, fui a una escuela pública. Pero no era una gran caca allí, Chip. Era una caca regular.
—¡Ah! Eso es bueno. Y no me llames Chip. Llámame el Coronel.
Reprimí las ganas de reír.
—¿El Coronel?
—Sí, el Coronel. Y a ti te llamaremos… mmm. Gordo.
—¿Qué?
—Gordo —dijo el Coronel—. Porque estás delgado. Se le llama ironía, Gordo. ¿Has oído hablar de ella? Ahora, vamos por cigarros y empecemos bien este año.
Salió de la habitación, suponiendo de nuevo que lo seguiría, y esta vez lo hice. Gracias a Dios, el sol se iba poniendo en el horizonte. Avanzamos cinco puertas hasta la habitación 48. Un pizarrón de borrado en seco estaba pegado en la puerta con cinta adhesiva. En tinta azul se leía: «¡Alaska tiene habitación sencilla!».
El Coronel me explicó que: 1) ésta era la habitación de Alaska, 2) ella tenía una habitación sencilla porque a la chica que debía ser su compañera de cuarto la habían expulsado al final del año anterior y 3) Alaska tenía cigarros, aunque el Coronel olvidó preguntar si 4) yo fumaba, lo cual 5) no hacía.
Tocó una vez, fuerte. A través de la puerta una voz gritó:
—Entra, hombre pequeñito, porque tengo la mejor historia de todas.
Entramos. Me volví para cerrar la puerta tras de mí, pero el Coronel meneó la cabeza:
—Después de las siete, tienes que dejar la puerta abierta, si estás en la habitación de una chica.
Apenas lo oí: delante de mí estaba la chica más sexy de toda la historia de la humanidad en pantalones de mezclilla recortados, con una blusa de tirantes color durazno. Estaba hablando con el Coronel, en voz muy alta y rápido.
—Así que, primer día de verano. Estoy en la vieja Vine Station con un chico llamado Justin y estamos en su casa viendo la TV en el sofá. Para entonces, quiero que lo sepas, yo ya salía con Jake (de hecho sigo saliendo con él, lo cual en sí mismo es un milagro), pero Justin es amigo mío de cuando era niña y tan solo estábamos viendo la TV y hablando de los resultados de los exámenes de aptitud escolar o algo así. Entonces Justin coloca su brazo alrededor de mis hombros y pienso: «ah, qué rico, hemos sido amigos tanto tiempo y esto se siente totalmente cómodo», y seguimos hablando. Luego, estoy a la mitad de una frase sobre analogías o algo así y como halcón baja la mano y me toca la teta como si fuera claxon. Como un claxonazo demasiado firme, de dos o tres segundos. Y lo primero que pienso es: «está bien, ¿y ahora cómo zafo esta garra de mi teta antes de que deje marcas permanentes?». Y lo segundo que pienso es: «Dios, no puedo esperar a contarles a Takumi y al Coronel».
El Coronel se rió. Yo seguía mirando, azorado en parte por la fuerza de la voz que emanaba de esa chica pequeña (pero llena de curvas) y en parte por la gigantesca hilera de libros que se formaba en sus muros. Su biblioteca llenaba los entrepaños y luego se desbordaba hacia torres de libros que nos llegaban a la cintura por todos lados, recargados a como diera lugar contra las paredes. Si uno solo se moviera, pensaba, el efecto dominó nos podría devorar a los tres en una masa asfixiante de literatura.
—¿Quién es el chico que no se ríe de mi muy chistosa historia? —preguntó.
—Ah, sí, Alaska, éste es el Gordo. El Gordo memoriza las últimas palabras de la gente famosa. Gordo, ella es Alaska. Le tocaron la teta cual si fuera un claxon durante el verano —ella se acercó a mí con la mano extendida; luego hizo un ademán rápido hacia abajo en el último momento y me bajó el short.
—¡Ése es el short más grande del estado de Alabama!
—Me gusta andar holgado —dije, avergonzado, y me lo subí. Me parecía padre usar short en casa, allá en Florida.
—Hasta ahora, de lo que va en nuestra amistad, Gordo, he visto tus piernas de pollo demasiadas veces —dijo el Coronel, impasible—. Oye, Alaska, véndenos unos cigarros.
Entonces, de algún modo, el Coronel me convenció de que pagara cinco dólares por un paquete de Marlboro Lights que no tenía intención de fumar ni una sola vez. Invitó a Alaska a que se nos uniera, pero ella contestó:
—Tengo que encontrar a Takumi para contarle lo del claxonazo —se volteó hacia mí y me preguntó—: ¿No lo has visto?
Yo no tenía idea de si lo había visto, ya que no sabía quién era. Simplemente meneé la cabeza.
—Está bien. Entonces, nos vemos en el lago en unos minutos —el Coronel asintió.
A la orilla del lago, justo antes de la playa arenosa (falsa, me informó el Coronel), nos sentamos en un columpio tipo Adirondack. Hice la broma obligatoria:
—No me agarres la teta —el Coronel se rió por obligación y luego me preguntó:
—¿Quieres un cigarro? —nunca había fumado un cigarro, pero, a donde fueres…
—¿Es seguro aquí?
—En realidad no —encendió un cigarro y me lo pasó. Inhalé. Tosí. Jadeé.
Me quedé sin aire. Volví a toser. Consideré vomitar. Me agarré a la banca que se columpiaba, pues la cabeza me daba vueltas, y tiré el cigarro al suelo y lo pisoteé, convencido de que mi Gran quizá no incluía cigarros.
—¿Fumas mucho? —se rió. Luego señaló una manchita blanca del otro lado del lago—. ¿Ves eso?
—Sí, ¿qué es? ¿Un pájaro?
—Es el cisne.
—Guau. Una escuela con cisne. Guau.
—Ese cisne es un engendro de Satanás. Nunca te le acerques a menos distancia de la que estamos ahora.
—¿Por qué?
—Tiene algunos problemas con la gente. Abusaron de él o algo así. Te hará pedazos. El Águila lo puso ahí para evitar que caminemos alrededor del lago mientras fumamos.
—¿El Águila?
—El señor Starnes. Nombre en código: el Águila. El decano de los alumnos. La mayoría de los profesores vive en los terrenos de la escuela y todos te meterán en problemas. Pero solamente el Águila vive en el círculo de dormitorios y lo ve todo. Puede oler un cigarro como a cinco kilómetros de distancia.
—¿Qué su casa no está allá? —pregunté, señalándola. Podía ver clara la casa a pesar de la oscuridad, así que, por ende, seguro él también podía vernos a nosotros.
—Sí, pero en realidad no entra en actitud de guerra hasta que empiezan las clases —dijo Chip, con indiferencia.
—Dios mío, si me meto en problemas, mis padres me matarán —dije.
—Sospecho que estás exagerando. Pero mira, te vas a meter en problemas. Noventa y nueve por ciento de las veces, sin embargo, no es necesario que tus padres se enteren. La escuela no quiere que tus padres sepan que eres un desastre aquí, no más de lo que tú quieres que tus padres se enteren de que eres un desastre —exhaló con fuerza un hilo delgado de humo hacia el lago. Tenía que admitirlo: se veía bien haciéndolo, más grande, de algún modo—. De todas maneras, cuando te metas en problemas, no delates a nadie. Digo, odio a los mocosos ricos que hay aquí con la ferviente pasión que suelo reservar para mi padre y los procedimientos del dentista, pero eso no significa que los delataría. Lo más importante de todo es que nunca, nunca, nunca, nunca delates.
—Está bien —acepté, aunque me preguntaba: «¿si alguien me golpea en la cara, tendré que insistir en que choqué con una puerta?». Me parecía un poco tonto. ¿Cómo lidias con los buscapleitos y los idiotas si no los puedes meter en problemas? De todos modos, no le pregunté a Chip.
—Muy bien, Gordo. Hemos llegado al momento de la noche en el que debo buscar a mi novia. Así que dame algunos de esos cigarros que de todas maneras no vas a fumar y nos vemos más tarde.
Decidí quedarme en el columpio otro rato, en parte porque el calor se había disipado y se sentía una temperatura agradable, de veintimuchos grados, aunque algo sofocante, y también porque pensaba que Alaska podía aparecer. Pero casi en cuanto se fue el Coronel, los bichos invadieron: de esos diminutos, que casi ni se ven (eso dicen, yo sí los veía), junto con mosquitos, los cuales revoloteaban a mi alrededor en tales cantidades que el ligerísimo ruidito de sus alas al frotarse sonaba cacofónico. Entonces decidí fumar.
Pensé: «el humo alejará a los bichos». Y, hasta cierto punto, lo hizo. Sin embargo, mentiría si dijera que me convertí en fumador para alejar a los insectos. Me convertí en fumador porque: 1) estaba solo en un columpio tipo Adirondack, 2) tenía cigarros y 3) pensé que si todos los demás podían fumar un cigarro sin toser, yo también tenía que poder. En pocas palabras, no tenía una muy buena razón. Así que, digamos que 4) fueron los bichos.
Logré inhalar tres veces antes de sentir náuseas y mareo, y de sentirme sólo semiagradablemente fumado. Me levanté para irme. Al ponerme de pie, escuché una voz detrás de mí:
—¿De verdad memorizas últimas palabras?
Corrió hacia mí, me tomó del hombro y me empujó para que me sentara de nuevo en el columpio de porche.
—Ajá —dije. Y luego, vacilante, añadí—, ¿quieres comprobarlo?
—John F. Kennedy.
—Eso es obvio.
—Ah, ¿de veras?
—No, ésas fueron sus últimas palabras. Alguien le dijo: «Señor presidente, no puede decir que Dallas no lo quiera» y él respondió: «Eso es obvio». Luego lo asesinaron.
Ella rió.
—Dios, eso es horrible. No debería reírme, pero lo haré —y luego volvió a reír—. Está bien, Señor Chico Últimas Palabras de los Famosos. Te tengo una —metió la mano en su mochila llena hasta el tope y sacó un libro—: Gabriel García Márquez, El general en su laberinto, decididamente uno de mis favoritos. Es sobre Simón Bolívar —no sabía yo quién era Simón Bolívar, pero no me dio tiempo de preguntar—. Es una novela histórica, así que no sé si es cierto lo que dice o no, pero en el libro, ¿sabes cuáles son sus últimas palabras? No, no sabes. Pero estoy a punto de decirte, Señor Comentarios de Despedida.
Luego, encendió un cigarrillo y lo inhaló con tanta fuerza durante tanto tiempo, que pensé que todo el cigarro se quemaría a la vez. Exhaló y me leyó:
—Él —Simón Bolívar— se vio sacudido por la revelación de que la carrera precipitada entre sus infortunios y sus sueños iba llegando a la meta final en ese momento. El resto era oscuridad. «¡Maldición!», suspiró, «¡Cómo salir de este laberinto!».
Yo sabía cuándo había encontrado unas últimas palabras geniales y anoté en mi mente que debía obtener una biografía de este tipo Simón Bolívar. Hermosas últimas palabras, pero no las entendía del todo.
—Entonces, ¿qué es el laberinto? —le pregunté.
Éste era el mejor momento para decir que era hermosa. En la oscuridad, junto a mí, olía a sudor, a luz de sol y a vainilla. En esa noche de luna menguante podía ver poco más que su silueta excepto cuando fumaba, cuando la cereza ardiente del cigarro empapaba su rostro de una suave luz roja. Pero, incluso en la oscuridad, podía ver sus ojos como esmeraldas impetuosas. Tenía el tipo de ojos que te predisponen a apoyarla en cualquier empeño. Y no sólo era hermosa, sino sexy, también, con los pechos pegados a la apretada camiseta de tirantes, las piernas curveadas que se mecían bajo el columpio, las chanclas que colgaban de los pies con las uñas pintadas de azul eléctrico. Fue justo entonces, entre el momento cuando le pregunté sobre el laberinto y cuando me contestó, que me di cuenta de la importancia de las curvas, de los mil lugares en donde los cuerpos de las chicas pasan de un lugar a otro: del arco del pie al tobillo y a la pantorrilla, de la pantorrilla a la cadera y a la cintura, al pecho, al cuello, a la nariz de ladera de esquí, a la frente, al hombro, al arco cóncavo de la espalda, al trasero, al etcétera. Había observado las curvas antes, claro está, pero nunca había captado del todo su significado.
Con la boca lo suficientemente cerca de mí para sentir su aliento más cálido que el aire, dijo:
—Ése es el misterio, ¿no? ¿El laberinto es vivir o morir? ¿De cuál está tratando de escapar, del mundo o del final del mundo?
Esperé a que siguiera hablando, pero después de un rato, fue evidente que quería una respuesta.
—Eh, no lo sé —dije por fin—. ¿De verdad has leído todos esos libros que hay en tu habitación?
—¡Santo cielo!, no —se rió—. Quizá haya leído una tercera parte. Pero voy a leerlos todos. La llamo mi Biblioteca de Vida. Todos los veranos, desde que era niña, he ido a ventas de garaje y he comprado todos los libros que parecen interesantes. Así que siempre tengo algo para leer, aunque hay tanto que hacer: cigarros que fumar, sexo que tener, columpios en que columpiarme. Tendré más tiempo para leer cuando sea vieja y aburrida.
Me dijo que le recordaba al Coronel cuando llegó a Culver Creek. Eran compañeros de clase, los dos con becas y, como ella lo dijo, «un interés compartido por el alcohol y las travesuras». La frase alcohol y travesuras me hizo temer que me hubiera metido en lo que mi madre llamaba «el grupo equivocado», pero para ser del grupo equivocado, los dos parecían muy inteligentes. Al encender un cigarrillo nuevo con la colilla del anterior, me dijo que el Coronel era listo pero no había vivido mucho cuando llegó al Creek.
—Yo terminé rápido con ese problema —sonrió—. Para noviembre le había conseguido su primera novia, una chica muy, muy linda de nombre Janice que no era Guerrera Semanera. Terminó con ella al cabo de un mes porque era demasiado rica para su sangre empapada de pobreza, pero no importaba. Hicimos nuestra primera travesura ese año: cubrimos el salón 4 con una ligera capa de canicas. Hemos progresado algo desde entonces, claro está —se rió. Así fue como Chip se convirtió en el Coronel, el planificador militar de sus travesuras, y Alaska fue siempre Alaska, la enorme fuerza creativa detrás de los dos.
—Tú eres listo como él —aseguró—. Sin embargo, más callado. Y más guapo, pero haz de cuenta que no he dicho nada porque quiero a mi novio.
—¿Sí?, tú tampoco estás mal —le respondí abrumado por su cumplido—, pero haz de cuenta que no dije nada porque quiero a mi novia. ¡Ah, espera! Por cierto, no tengo novia.
—¿Sí?, no te apures, Gordo —me confortó entre risas—. Si hay algo que puedo conseguirte es una novia. Hagamos un trato: tú averiguas qué es el laberinto y cómo salir de él y yo te consigo un acostón.
—Es un trato —nos dimos la mano.
Más tarde, caminé hacia el círculo de dormitorios junto a Alaska. Las cigarras cantaban su canción de una nota, al igual que lo habían hecho en casa, en Florida. Ella se volvió hacia mí a medida que avanzábamos en la oscuridad y dijo:
—Cuando caminas de noche, ¿alguna vez te ha pasado que te da miedo y, aun cuando es tonto y vergonzoso, te quieres echar a correr hasta tu casa? Parecía demasiado secreto y personal admitir eso frente a una persona casi extraña, pero le contesté:
—Sí, sin duda.
Durante un momento guardó silencio. Luego me agarró la mano, susurró «corre, corre, corre, corre» y emprendió la huida, jalándome detrás.