Pasé la mayor parte del día siguiente acostado en la cama, inmerso en el miserable y poco interesante mundo de ficción de Ethan Fromme, mientras el Coronel descifraba, sentado en su escritorio, los secretos de las ecuaciones diferenciales o algo así. Aun cuando intentábamos racionar nuestras pausas para fumar en el vapor de la regadera, nos quedamos sin cigarros antes del anochecer, lo que requirió ir a la habitación de Alaska. Ella estaba recostada en el suelo, con un libro sobre la cabeza.
—Vamos a fumar —dijo el Coronel.
—Te quedaste sin cigarros, ¿no? —adivinó ella, sin levantar la cabeza.
—Bueno. Sí.
—¿Tienes cinco dólares? —preguntó Alaska.
—No.
—¿Gordo? —preguntó de nuevo.
—Bueno, está bien —saqué un billete de cinco dólares de mi bolsillo y Alaska me entregó un paquete de veinte Marlboro Lights. Yo sabía que fumaría quizá cinco, pero mientras subsidiara al Coronel no podría atacarme en realidad por ser sólo otro niño rico, un Guerrero Semanero cuyo problema era no vivir en Birmingham.
Nos llevamos a Takumi y caminamos al lago, escondiéndonos detrás de algunos árboles y riéndonos. El Coronel exhalaba anillos de humo que Takumi llamaba «pretenciosos», mientras Alaska los seguía con los dedos, picándolos como un niño que tratara de reventar burbujas.
Luego oímos una rama quebrarse. Podría haber sido un venado, pero el Coronel se echó a correr de todos modos. Una voz directa detrás de nosotros ordenó:
—No corras, Chipper —y el Coronel se detuvo, dio la vuelta y volvió con docilidad.
El Águila caminó hacia nosotros con lentitud, los labios apretados, hastiado. Traía una camisa blanca y una corbata negra, como de costumbre. A todos nos echó la «mirada de la perdición».
—Todos ustedes huelen como si hubieran estado en un campo de tabaco de Carolina del Norte durante un incendio —dijo.
Permanecimos de pie, en silencio. Yo me sentí bastante terrible, como si acabaran de atraparme huyendo de la escena de un crimen. ¿Llamaría a mis padres?
—Los veré en el Juzgado mañana a las cinco —anunció, y luego se alejó. Alaska se agachó, levantó el cigarro que había tirado y empezó a fumar de nuevo. El Águila dio media vuelta a toda velocidad; su sexto sentido detectaba Insubordinación a Figuras de Autoridad. Alaska soltó el cigarro y lo pisó. El Águila meneó la cabeza y aun cuando debí estar del todo loco, juro por Dios que sonrió.
—Me ama —me dijo Alaska cuando caminábamos de regreso al círculo de dormitorios—. Los ama a todos ustedes, también. Sólo que ama más a la escuela. Es por eso. Piensa que atraparnos y castigarnos es bueno para la escuela y bueno para nosotros. Es la lucha eterna, Gordo. Los buenos frente a los mal portados.
—Estás muy filosófica para ser una chica a la que acaban de atrapar —le dije.
—A veces pierdes una batalla. Pero las travesuras siempre ganan la guerra.