La radio estaba saturada de mensajes, pero ninguno dirigido a la base. Lógico, porque toda la acción estaba o en el colegio de Poteenville o de camino hacia él. Me enteré de que al menos George Stankowski ya había alejado a los niños del humo. Los voluntarios de Poteenville, con la ayuda de coches de bomberos de Statler Country, controlaban la hierba incendiada alrededor del colegio. Era verdad que el desencadenante de esos incendios había sido el combustible en llamas, no algún producto químico inflamable. Lo del camión cisterna estaba confirmado que era cloro líquido. No dejaba de ser grave, pero mucho menos de lo que podría haber sido.
George me llamó desde fuera para saber si estaba bien. Me pareció un gesto muy amable, y contesté que sí. Un par de segundos después, Eddie soltó una palabra malsonante en voz muy alta. Mientras pasaba todo eso me notaba rara, como si no fuera yo sino alguien que hacía lo de cada día, la rutina cotidiana, después de haber vivido un cambio muy grande.
Mr. D estaba en la puerta del despacho de comunicaciones con la cabeza inclinada y gimiendo. Supuse que le dolían las zonas quemadas. Tenía más quemaduras puntuales a ambos lados del morro. Me dije que cuando volvieran las aguas a su cauce alguien debía llevarlo al veterinario (el candidato más lógico era Orville Garrett). Habría que inventarse algún cuento, seguramente chino, sobre la causa de las quemaduras.
—¿Qué, machote, quieres agua? —pregunté—. Seguro que sí.
Soltó otro gañido agudo como queriendo decir que el agua era muy buena idea. Fui a la cocinita, cogí su cuenco y lo llené en el fregadero. Le oía detrás haciendo clic clic por el linóleo, pero no me volví hasta tener lleno el cuenco.
—Toma tu…
A media frase me fijé en Mr. D, se me cayó el cuenco al suelo y me salpiqué los tobillos. Le temblaba todo el cuerpo, no como si tuviera frío sino como si le estuvieran aplicando electricidad. Y le salía espuma por los dos lados de la boca.
Tiene la rabia, pensé. No sé qué tendría aquella cosa, pero le ha contagiado la rabia.
Pero D no parecía rabioso, sólo confuso y pasándolo mal. Sus ojos parecían suplicarme que solucionara el problema. Yo era la humana, la que mandaba, y tenía que arreglarlo.
—¿D? —dije. Apoyé una rodilla en el suelo y le puse una mano delante. Ya sé que parece una tontería, y peligrosa, pero en ese momento pensé que era lo que tenía que hacer—. ¿Qué pasa, D? ¿Qué te pasa, pobrecillo?
Se acercó, pero muy lentamente, quejándose y temblando a cada paso. Cuando estuvo cerca vi algo espantoso: le salían hilillos de humo por los orificios del morro, que parecían perdigonazos. También salían por las partes quemadas del pelaje, y por las comisuras de los ojos, que empezaban a aclarársele como si se empañaran por dentro.
Estiré el brazo y le toqué la cabeza por arriba. Cuando noté lo caliente que estaba, solté un gritito y aparté la mano como cuando tocas un fuego creyendo que está apagado y resulta que no. Mr. D hizo como si fuera a morderme, pero no creo que fuese en serio; es que no se le ocurría nada más que hacer. Luego dio media vuelta y salió de la cocina con dificultad.
Yo me levanté y por un momento todo me dio vueltas. Creo que si no llego a cogerme del mármol me habría caído. Después le seguí (tampoco caminaba yo muy fina) diciendo:
—D, vuelve, cariñín.
D había cruzado media sala. Se volvió una vez para mirarme —hacia donde oía mi voz— y vi… vi humo saliéndole por la boca y la nariz, y por las orejas también. Se le contrajo la boca, y durante unos segundos pareció querer enseñarme los dientes con esas sonrisas que tienen los perros cuando están contentos. Luego vomitó. Casi todo lo que salió no era comida, eran sus tripas. Y soltaban humo.
Fue cuando grité.
—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor, por favor!
Mr. D se alejó, como si con tantos gritos le dolieran las orejas, el pobre, y siguió adelante tropezando. Debía de ver el agujero en la puerta mosquitera; vista para eso sí que debía de quedarle, porque tomó esa dirección y pasó a través.
Yo, que aún gritaba, le seguí.