SHIRLEY

Noté que Huddie me ponía un brazo alrededor, y le cogí la mano. Tenía que hacerlo. Tenía que poder aferrarme a algo humano. Tal como lo ha explicado Eddie, lo primero vivo que había engendrado el Buick parece demasiado humano: que si tenía una boca entre todas aquellas cosas rosas que se movían, que si tenía un pecho, que si tenía algo que le servía de ojos… No digo que sea mentira en ningún caso, pero tampoco puedo afirmar que sea verdad. Ni siquiera estoy segura de que llegáramos a verlo, al menos tal como se enseña a ver y mirar a los policías. Era una cosa demasiado rara, demasiado ajena no solo a nuestra experiencia sino a nuestro marco común de referencia. ¿Era humanoide? Un poco. Al menos nosotros lo percibimos así. ¿Era humano? En absoluto, no te lo creas. ¿Era inteligente, consciente? No se puede saber del todo, pero sí, yo creo que lo más probable es que sí. Tampoco tenía importancia. Era tan raro que el efecto que produjo fue algo más que aterrorizarnos. Más allá del terror (o quizá quiera decir dentro, como una nuez en una cáscara) había odio. Una parte de mí tenía ganas de ladrarle y gruñirle igual que Mr. Dillon. Me despertaba rabia, aversión, además de miedo y repugnancia. Las otras cosas habían llegado muertas. Aquella no, pero teníamos ganas de que lo estuviera. ¡Que si teníamos ganas!

Al segundo grito pareció mirarnos. La manguera del medio se levantó como un brazo estirado, como si intentara decirnos con señas. Ayudadme, llamad a este monstruo que ladra.

Mr. Dillon arremetió por segunda vez. La cosa del rincón soltó otro chillido, el tercero, y retrocedió. La trompa, o brazo, o pene, o lo que fuera, salpicó más líquido. A D le cayeron encima un par de gotas, y empezó a salirle humo del pelo. Soltó una serie de ruidos agudos de dolor, pero en vez de apartarse le saltó encima.

La cosa se movió tan deprisa que parecía arte de magia, como si se deslizara. Mr. Dillon le clavó los dientes en un pliegue de la piel arrugada y fofa, y de repente la cosa ya no estaba. Apareció dando bandazos por el lado del Buick más alejado, chillando por el agujero que tenía en la piel amarilla y agitando la manguera. Por donde le había clavado los dientes Mr. D salían gotas de una especie de pasta negra, como la que había salido del murciélago y del pez.

Chocó contra la puerta de persiana y soltó un chillido de dolor, frustración o las dos cosas. Enseguida volvió a echársele encima Mr. Dillon, esta vez por detrás. Saltó y lo cogió por los pliegues sueltos que colgaban de lo que supongo que podría llamarse espalda. La carne se desgarró con una facilidad nauseabunda. Mr. Dillon cayó al suelo con las mandíbulas apretadas. Se desprendió más piel de la cosa, desenrollándose como papel de pared suelto. D recibió en el morro baba negra… sangre… o lo que fuera. El contacto le arrancó un aullido, pero no solo no soltó lo que tenía cogido, sino que sacudió la cabeza para desgarrar más, la sacudió como los terriers cuando tienen cogida una rata.

La cosa chilló, y a continuación soltó una especie de farfulleo que casi eran palabras. Y es verdad, tenías la impresión de que tanto los gritos como aquello otro parecido a palabras te salían de en medio de la cabeza, casi como si hubieran puesto huevos. La cosa usó la trompa para dar golpes en la puerta de persiana, como si exigiera que la dejaran salir, pero eran golpes sin fuerza.

Huddie había desenfundado la pistola. Hubo un momento en que tuvo en la mira los filamentos rosas y el bulto negro de debajo, pero entonces la cosa giró sobre sí, sin dejar de quejarse por el agujero negro y le cayó encima a Mr. D. La cosa gris que le salía del pecho rodeó el cuello de D; que empezó a gañir y aullar de dolor. Vi que empezaba a salir humo de donde lo tenía cogido la cosa, y al poco rato noté olor tanto de pelo quemado como de verdura podrida y agua de mar. El intruso yacía sobre nuestro perro sacudiéndose y chillando mientras sus piernas (suponiendo que fueran eso, piernas) daban golpes en la puerta de persiana y dejaban manchas que parecían de nicotina. Y Mr. Dillon encadenaba largos aullidos de angustia.

Huddie levantó la pistola. Yo le cogí la muñeca y le obligué a bajarla.

—¡No! ¡Que vas a darle a D!

Entonces Eddie me empujó para pasar, y estuvo a punto de derribarme. Había encontrado unos guantes de goma en unas bolsas al lado de la puerta, y se los había puesto.