SHIRLEY

Es curioso, pero a veces se te queda grabado un día en la cabeza por detalles. Aquel viernes debe de haber sido el peor día de mi vida; tardé seis meses en poder dormir bien, y perdí más de once kilos porque al principio no podía comer, pero tengo localizada la fecha por algo agradable. Fue el día que Herb Avery y Justin Islington me trajeron el ramo de flores recogidas en el campo. Eso antes de empezar la locura, claro.

Les tenía a los dos en mi lista negra. Haciendo el burro en la cocina me habían estropeado una falda de lino recién comprada, y eso que yo no pintaba nada, que solo había ido a por una taza de café. Ni fijarme en ellos, oye, que es cuando te fastidian. ¿Verdad que sí? Me refiero a los hombres. A la que llevan una temporadita sin hacer trastadas, vas y te relajas, te confías tanto que hasta te crees que en el fondo están bien de la cabeza. Y claro, es justo cuando vuelven a las andadas. Herb e Islington entraron corriendo en la cocina como dos caballos, pegando gritos sobre no sé qué apuesta. Justin se dedicaba a pegar a Herb en la cabeza y los hombros, chillando todo el rato: ¡Paga, mal nacido, paga! Y Herb: ¡Era una broma, ya sabes que jugando a cartas nunca apuesto, suéltame! Todo eso riéndose como pirados. Justin casi se le había subido a Herb a la espalda y le tenía cogido el cuello como si le estrangulase. Herb intentaba sacudírsele de encima, y ninguno de los dos me miraba; de hecho ni siquiera se habían dado cuenta de que estuviera al lado de la máquina de café con la falda nueva. Nada, ya se sabe; la agente de comunicaciones Pasternak, que es como otro mueble.

¡Cuidado, par de bestias! —grité, pero era demasiado tarde. Chocaron conmigo sin darme tiempo a dejar la taza, y ya me ves tú con todo el café encima. La blusa me daba igual manchármela, porque era vieja, pero la falda acababa de comprármela. Y era buena. Por la noche me había pasado media hora arreglando el dobladillo.

Pegué un grito y al final interrumpieron los empujones y los puñetazos. Justin aún tenía una pierna enroscada en la cadera de Herb, y las manos en su cuello. Herb me miraba con la boca abierta. Era buen chaval (sobre Islington no puedo pronunciarme, porque le trasladaron a Troop K sin darme tiempo de conocerle bien), pero así, con la boca tan abierta, tenía una cara de tonto que tumbaba de espaldas.

—Caramba, Shirley —dijo. ¿Sabes que acabo de acordarme de que hablaba bastante como Arky? Tenían el mismo acento, aunque Herb un poco menos marcado—. Ni siquiera te había visto.

—No me extraña —dije yo—. Con este queriendo montarte encima como si fueras un caballo en el Derby de Kentucky…

—¿Te has quemado? —preguntó Justin.

—Tú dirás si me he quemado —repliqué—. La falda me costó treinta y cinco dólares en J.C. Penny; es la primera vez que la traigo al trabajo, y ahora está para tirar. ¡Que si estoy quemada, dice!

—Mujer, no te pongas así, que lo sentimos —dijo Justin.

Hasta tuvo la jeta de poner voz de ofendido. Perdón por la filosofía, pero es otra cosa que he descubierto de los hombres. Si dicen que lo sienten y se supone que tienes que ponerte como un corderito, porque lo arregla todo. ¿Que han roto una ventana, se han cargado la lancha motora o han perdido los ahorros para la universidad de los niños jugando al blackjack en Atlantic City? Da igual. Es como si dijeran: Oye, que te he dicho que lo siento. Tampoco hay que ponerse así.

—Shirley… —empezó Herb.

—Ahora no, ahora no, majete —dije—. Venga, fuera, que no os quiero ni ver.

Mientras tanto el trooper Islington había cogido unas cuantas servilletas de papel y me empezaba a limpiar la blusa por la pechera.

—¡Eh, eh, para! —dije cogiéndole la muñeca—. ¿Qué te has creído, que hay permiso para meter mano?

—No, es que pensaba que… si aún no hubiera traspasado…

Le pregunté si su madre tenía algún hijo vivo, y me salió con Bueno, bueno, si te pones así, con morros de ofendido.

—Haceos un favor a vosotros mismos —dije— y salid enseguida, no sea que acabéis con la cafetera de collar.

Se fueron con el rabo entre las piernas, y luego me evitaban, Herb con cara de vergüenza y Justin Islington con la misma de ofendido de antes, de Ya te he dicho que lo siento, ¿qué quieres, que te lo ponga por escrito?

Una semana después —o sea, el día que pasó todo— se me presentan en comunicaciones a las dos del mediodía, Justin con el ramo y Herb detrás como escondiéndose. Parecía tener miedo de que empezara a tirarles pisapapeles.

Yo el caso es que no sé estar enfadada mucho tiempo. Lo sabe cualquiera que me conozca. Un día o dos me dura el enfado sin problemas, pero luego es como si se me deshiciera entre los dedos. Además estaban muy monos, parecían niños pequeños yendo a pedirle perdón a la maestra por haber hecho el gamberro al fondo de la clase durante la hora de sociales. Es otra de las cosas de los hombres que dan rabia: que tan pronto son unos patanes que se echan bronca en los bares por cualquier tontería —¡resultados de béisbol, pero habrase visto!— como unas peritas en dulce que ni salidas de un cuadro de Norman Rockwell, y sin transición. Luego ni te enteras y ya les tienes dentro de las bragas, o intentando meterse.

El ramo lo llevaba Justin. No era nada especial, lo que habían cogido en el campo de detrás del cuartel: margaritas, rudbeckias… Cosas por el estilo. Me acuerdo de que hasta había un poco de diente de león, pero era una de las razones de que fuera tan mono y no te pudieras resistir. Si en vez de aquel ramo de críos hubieran traído rosas de invernadero, podría haberme durado un poco más el enfado. Porque la falda era buena, y yo hacer el dobladillo es una cosa que odio.

Justin Islington iba delante porque era guapo, con ojos azules y planta de jugador de fútbol americano. No le faltaba ni el rizo castaño en la frente. La intención era ablandarme, y no puedo decir que no funcionara. Allí dándome el ramo como un par de críos delante de la seño… Hasta había un sobrecito blanco metido entre las flores.

—Shirley —dijo Justin (bastante serio, pero con un brillo pícaro en los ojos)—, queremos hacer las paces contigo.

—Sí —dijo Herb—. Me da mucha rabia que estés enfadada con nosotros.

—Y a mí —dijo Justin.

En su caso no estuve muy segura de que fuera sincero, pero me pareció que Herb sí, lo cual ya era bastante.

—Vale —dije, y cogí las flores—; pero como volváis a hacerlo…

—¡Jamás! —dijo Herb—. ¡Ni muertos!

Que es lo que dicen todos, claro. Y no me vengáis con que soy dura, que lo que digo es puro realismo.

—La próxima vez os dejo bizcos de un puñetazo. —Miré a Islington con una ceja arqueada—. Y a ti te digo una cosa que no debió de enseñarte tu madre: las manchas de café en faldas de lino no se van con disculpas.

—No te olvides de mirar dentro del sobre —dijo Justin, que seguía intentando impresionarme con esos ojos suyos tan azules.

Dejé el florero encima de mi mesa y extraje el sobre de las margaritas.

—No saldrán polvos para estornudar, ni nada parecido, ¿no? —le pregunté a Herb.

Lo decía en broma, pero él sacudió en serio la cabeza. Viéndolo así te preguntabas cómo era capaz de parar a alguien y ponerle una multa por exceso de velocidad o por conducción imprudente sin que le supiera mal a él. Pero claro, en la carretera los troopers son diferentes. No tienen más remedio.

Abrí el sobre esperándome una tarjetita Hallmark con otra versión de Lo siento, esta vez en floridas rimas, pero había un papel doblado. Lo saqué, lo desdoblé y vi que era un vale de J.C. Penny por la suma de cincuenta dólares.

—Eh, no —dije. De repente tuve ganas de llorar. Aprovecho para decir que es lo otro que tienen los hombres: justo cuando más rabia te dan, son capaces de dejarte alucinada con algún acto gratuito de generosidad, y de repente, aunque parezca una tontería, en vez de estar enfadada te da vergüenza haber pensado en ellos de manera malévola y cínica—. Tíos, que no hacía falta…

—Sí, sí que hacía falta —dijo Justin—. Lo de hacer el bestia de aquella manera en la cocina era una chorrada como una casa.

—Como dos —dijo Herb. Asentía con la cabeza sin quitarme los ojos de encima.

—¡Pero esto es demasiado!

—Según nuestros cálculos, no —dijo Islington—. Es que hemos tenido que incluir el factor disgusto, más el dolor de la quemadura…

—Que no me quemé, que el café estaba tibi…

—Quédatelo, Shirley —dijo Herb con firmeza. No volvía a ser del todo el poli modelo anuncio de Marlboro, pero le faltaba poco—. Y no se hable más.

Me alegro mucho de que tuvieran el gesto, y nunca se me olvidará. Es que fue tan horrible lo siguiente que pasó… Se agradece tener algo que compense un poco aquel espanto, un gesto de amabilidad normal como que dos tontainas no solo te paguen la falda que te han estropeado, sino también las molestias, la exasperación y haber perdido un rato la tranquilidad. Y encima darte flores. Cuando me acuerdo de la otra parte, también intento acordarme de ellos dos. Sobre todo de las flores cogidas en la parte de atrás.

Les di las gracias y subieron al piso de arriba, probablemente a jugar al ajedrez. A finales de verano solía haber un torneo, y al ganador le daban un pequeño váter de bronce que se llamaba Copa Scranton. Después de que se jubilara el teniente Schoondist no se celebró más. Salieron los dos con cara de haber cumplido su deber. Supongo que según cómo era verdad. A mí, en todo caso, me parecía que sí. Ahora faltaba poner mi grano de arena comprándoles una caja grande de bombones o unos calientamanos de invierno con lo que sobrara del vale después de comprarme una falda nueva. Los calientamanos serían más prácticos, pero quizá demasiado domésticos, teniendo en cuenta que yo era su agente de comunicaciones, no su jefa de los boy scouts. Para comprarles calientamanos ya tenían esposas.

La tontería de ramito de la paz estaba bien arreglado, y hasta había algunas ramitas verdes para darle el toque crucial de floristería de verdad, pero se les había olvidado poner agua. Arreglar las flores y olvidarse del agua: típico de tíos. Cogí el florero para ir a la cocina, que fue cuando salió por la radio George Stankowski tosiendo y con voz de estar muerto de miedo. Os voy a decir algo para que lo archivéis con el resto de lo que os parezcan las grandes verdades de la vida. A un agente de comunicaciones de la policía solo hay una cosa que le dé más miedo que oír por la radio a un trooper de patrulla con voz de miedo: que comunique un 29-99. El código 99 es Petición de respuesta general. El código 29… Consultad el libro y debajo de 29 solo veréis una palabra. Esta: catástrofe.

—Base, aquí 14. Código 29-99. ¿Me recibes? Dos nueve nueve nueve.

Volví a dejar el florero en mi escritorio con cuidado, y en ese momento tuve un recuerdo muy nítido: oír por la radio que se había muerto John Lennon. Ese día yo estaba haciéndole a mi padre el desayuno. Pensaba servírselo y salir pitando porque llegaba tarde al colegio. Tenía un cuenco de cristal con huevos apretado en la barriga. Estaba batiéndolos con un batidor. Cuando el de la radio dijo que le habían pegado un tiro a Lennon en Nueva York, dejé el cuenco de cristal con el mismo cuidado con que acababa de hacerlo con el florero.

—¡Tony! —exclamé, y al oír mi voz (o lo que había en ella) todos interrumpieron lo que hacían. Otra cosa que se interrumpió fue la conversación del piso de arriba—. ¡Tony, George Stankowski tiene un 29-99!

No esperé, sino que cogí el micrófono y le dije a George que recibido, que vale, que hablara.

—Mi 20 es County Road 46, Poteenville —dijo él. Oí que su transmisión tenía un chisporroteo irregular de fondo. Parecía fuego. Para entonces ya estaba Tony en la puerta, y Sandy Dearborn de civil con los zapatos de poli colgando de una mano—. Un camión cisterna ha chocado con un autobús escolar y se ha incendiado. Lo que se ha incendiado es el camión, pero también está afectada la parte delantera del autobús. ¿Recibido?

—Recibido —dije. Mi voz era serena, pero se me habían puesto los labios insensibles.

—Es un camión cisterna de productos químicos, Norco West. ¿Recibido?

—Recibido, Norco West, 14. —Dicho apuntándolo en la libreta al lado del teléfono rojo, en mayúsculas grandes—. ¿Placas?

Me refería a los rombos con símbolos de fuego, gas, radiación y un par de peculiaridades más.

—Pues… No las veo, hay demasiado humo, pero sale algo blanco que corre por la cuneta y cruza la carretera, y mientras tanto se incendia. ¿Recibido?

George volvía a toser por el micro.

—Recibido —dije—. ¿Inhalas gases, 14? Te noto mala voz. Cambio.

—Ah, recibido, afirmativo, inhalo pero no me pasa nada. El problema… —La tos no le dejó terminar.

Tony me cogió el micro y me dio una palmadita en el hombro queriéndome decir que lo había hecho bien, pero que ya no soportaba quedarse escuchando. Sandy estaba poniéndose los zapatos. El resto acudía al despacho de comunicaciones. Había bastante gente, dada la proximidad del cambio de turno. Hasta había salido Mr. Dillon de la cocina para ver a qué venía tanto lío.

—El problema es el colegio —añadió George en cuanto pudo—. La primaria de Poteenville solo queda a doscientos metros.

—14, que casi falta un mes para que empiece el colegio. Ya…

—Puede, pero yo veo niños.

Alguien murmuró a mis espaldas.

—Por esa zona, agosto es el Mes de la Artesanía. Mi hermana da clases de cerámica a niños de nueve y diez años.

Me acuerdo de la opresión angustiosa que noté en el pecho al oírlo.

—No sé qué sale del camión, pero tengo el viento de cara —dijo George cuando pudo—. El colegio no. Repito, el colegio no. ¿Recibido?

—Recibido, 14 —dijo Tony—. ¿Te ayudan los bomberos?

—Negativo, pero oigo sirenas. —Más tos—. Como ha pasado estando yo tan cerca, bastante para haber oído el choque, he sido el primero en llegar. Se ha incendiado la hierba y el fuego va hacia el colegio. Dentro está sonando la alarma, o sea que deben de haber evacuado. No sé si han llegado tan lejos los vapores, pero ya llegarán. Movilízalo todo, jefe. Esto es un 29 como la copa de un pino.

Tony:

—14, ¿hay víctimas del autobús? ¿Ves heridos? Cambio.

Miré el reloj. Eran las dos menos cuarto. Con suerte el autobús estaría haciendo el trayecto de ida, no el de vuelta. Estaría yendo a buscar a los críos para llevarles a casa después de haber hecho sus cacharros.

—El autobús, aparte del conductor, parece vacío. Veo que está el conductor (o conductora) caído encima del volante. Es la mitad que se ha incendiado, y para mí que el conductor está muerto. ¿Recibido?

—Recibido, 14 —dijo Tony—. ¿Puedes llegar a donde están los niños?

Tos, tos, tos. Por el ruido, le había cogido fuerte.

—Afirmativo, base. Hay una carretera de acceso paralela al campo de fútbol. Va directamente al edificio. Cambio.

—Pues arranca —dijo Tony.

Fue el día en que mejor estuvo, con la rapidez de decisión de un general en el campo de batalla. Al final resultó que los vapores no eran tóxicos, y que casi todo el fuego se debía a gasolina derramada, pero claro, eso entonces no lo sabíamos. Por lo que a George Stankowski respectaba, Tony podía estar mandándole a una muerte segura. Y es que el trabajo, a veces, consiste en eso.

—Recibido, base. Voy para allá.

—Si respiran gas, tú mete a todos los que quepan en el coche patrulla. Repártelos por el capó y el maletero, y en el techo, entre las barras de luces. Llévate el máximo. ¿Recibido?

—Recibido, base. Corto.

Clic. El último clic pareció muy fuerte.

Tony miró alrededor.

—29-99. Ya lo habéis oído. Que se pongan en marcha todas las unidades asignadas. Los que estéis esperando para salir en el turno de las tres, sacad luces Kojak del almacén y coged los coches personales. Shirley, desvía a todos los agentes de patrulla que puedas encontrar.

—A la orden. ¿Empiezo a avisar a los demás?

—Aún no. ¿Dónde está Huddie Royer?

—Aquí, sargento.

—Tú coordinas.

Huddie no salió con ninguna protesta peliculera, ni dijo que ardiera en deseos de estar con el resto combatiendo las llamas, el gas venenoso y rescatando niños. Se limitó a contestar que a la orden.

—Ponte en contacto con los bomberos de Pogus County, a ver qué hacen. Entérate de lo que hacen los de Lassburg y Statler. Avisa al OER de Pittsburgh y a todos los que se te ocurran.

—¿Y a Norco West?

Tony no se dio una palmada en la frente, pero casi.

—¡Claro, hombre!

Después se dirigió a la puerta con Curt al lado y los demás justo detrás. Cerraba la comitiva Mr. Dillon.

Huddie lo cogió por el collar.

—Hoy no, chaval. Tú te quedas aquí conmigo y Shirley.

Mr. D se sentó enseguida. Estaba bien entrenado. Aun así, vio marcharse a los hombres con mirada de pena.

De repente, como sólo quedábamos dos —tres, contando a D—, se notaba todo muy vacío. Tampoco es que tuviéramos tiempo de prestarle mucha atención, porque había trabajo de sobra. Es posible que me fijara en que Mr. Dillon se levantaba, iba hacia la puerta trasera, olisqueaba la mosquitera y soltaba un gañido gutural. Yo creo que sí, la verdad, pero también podría ser una deducción a posteriori. Si es verdad, si me fijé, debí de atribuirlo a la decepción de que no lo hubieran llevado. Mi opinión actual es que notó que empezaba a pasar algo en el cobertizo B. Yo creo que hasta puede que intentara avisarnos.

No tuve tiempo de entretenerme con el perro. Por no tener, no tuve tiempo ni para levantarme y encerrarlo en la cocina, donde pudiera beber un poco de agua de su cuenco y calmarse. Ojalá se lo hubiera dedicado. Quién sabe si así el pobre Mr. D habría vivido algunos años más. Claro que yo no lo sabía. En ese momento, lo único que sabía era que tenía que enterarme de quién estaba patrullando y dónde. Dentro de mis posibilidades, y de las suyas, tenía que dirigirles al oeste. Mientras yo estaba en ello, Huddie hablaba por teléfono en el despacho del sargento jefe, encorvado en el escritorio y con la misma intensidad que si estuviera haciendo el negocio de su vida.

Localicé a todos mis agentes activos menos a la unidad 6, que casi había llegado (lo último que les había oído era «20-dentro de nada en la base»). George Morgan y Eddie Jacubois tenían pendiente una entrega antes de poner rumbo a Poteenville. Pero claro, ese día la 6 no llegó a Poteenville. No, Eddie y George no llegaron a Poteenville.