¿A que son recatadas las esquelas? Sí. La camisa siempre bien metida, y la falda por debajo de la rodilla. Murió inesperadamente. Podría ser cualquier cosa, desde un infarto en el váter hasta el navajazo de un ladrón en el dormitorio. Pero los polis casi siempre saben la verdad. No siempre quieres saberla, y menos cuando era de los tuyos, pero qué remedio. Porque la mayoría de las veces somos los primeros que nos presentamos, con las luces rojas puestas y los walkie-talkies de los cinturones soltando un chisporroteo que al ciudadano de a pie le suena a chino. Casi siempre que muere alguien inesperadamente, somos las primeras caras que no pueden ver sus ojos abiertos.
Cuando Tony Schoondist nos dijo que pensaba jubilarse, recuerdo que pensé: Mejor, mejor, porque ya va para viejo. Y de reflejos no es que ande muy fino, la verdad. Ahora estamos en 2006 y el que está a punto de coger la puerta soy yo. Seguro que algunos más jóvenes que yo ya están pensando lo mismo: va para viejo y no anda muy fino de reflejos. Y eso que yo, en el fondo, me noto igual que siempre, con cuerda para rato y ganas de hacer turno doble cuando haga falta. La mayoría de los días, cuando me fijo en el pelo gris que ahora domina sobre el negro, o en la cantidad de frente que hay desde su nacimiento, pienso que es una equivocación, un error administrativo que acabará solucionándose al llamarles la atención a las autoridades competentes. Pienso que es imposible que alguien que aún se siente tan de veinticinco años tenga tanta pinta de cincuenta y cinco. Luego viene una temporadita de días malos, y sé que no es ningún error, que solo es el tiempo avanzando, con su paso arrastrado y tristón. Pero ¿llegó a haber otro momento igual de malo que el de ver a Ned al volante del Buick Roadmaster?
Sí, uno.
La llamada pilló a Shirley de servicio: un accidente en la S.R. 32, cerca del cruce con Humboldt Road. Vaya, donde antes estaba la gasolinera Jenny. Cuando apareció en la puerta de mi despacho, Shirley tenía la cara como de ceniza.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Por qué pones esa cara, mujer?
—Sandy… el que ha llamado dice que el coche es un Chevrolet viejo rojo y blanco. Dice que el conductor está muerto. —Tragó saliva—. Hecho picadillo. Es lo que ha dicho.
A esa parte no le di importancia, aunque cuando tuviera que mirarlo ya se la daría. Mirarle a él.
—Y el Chevrolet… ¿sabes el modelo?
—No lo he preguntado. No he podido, Sandy. —Tenía los ojos más que llorosos—. No me he atrevido. Pero ¿tú cuántos Chevrolets viejos rojos y blancos crees que puede haber en el condado de Statler?
Fui al lugar del accidente con Phil Candleton, rezando por que el Chevy que había chocado fuera un Malibu o un Biscayne, cualquier cosa menos un Bel-Aire con matrícula personalizada MY 57. Que es lo que era.
—Mierda —masculló Phil con contrariedad.
Se había pegado la hostia en el puente de cemento que cruza el arroyo Redfern, a menos de cinco minutos a pie de donde había aparecido el Buick 8, y de donde habían matado a Curtis. El Bel-Aire tenía cinturones de seguridad, pero él no llevaba puesto el suyo. Tampoco había marcas de derrape.
—Dios santo —dijo Phil—. Esto no es normal.
Ni era normal, ni había sido un accidente. Aunque en la esquela, donde se meten las camisas en los pantalones y se llevan faldas discretas, por debajo de la rodilla, sólo pondría Murió inesperadamente, lo cual era verdad. Caray si era verdad.
Para entonces ya habían empezado a aparecer mirones que frenaban para contemplar lo que había boca abajo en la estrecha acera del puente. Creo que hasta hubo un hijo de puta que hizo una foto. Me dieron ganas de perseguirle y hacerle tragar su mierda de camarita desechable.
—Pon un par de señales de desvío —le dije a Phil—. Que te ayude Carl. Desvía el tráfico por County Road. Ya le cubro yo. ¡Pero cómo está, por Dios! ¡Por Dios! ¡A ver quién se lo dice a su madre!
Phil rehuía mi mirada. Los dos sabíamos quién iba a decírselo a su madre, Unas horas después, haciendo de tripas corazón, me encargué de uno de los trabajos menos apetitosos que comporta la silla grande. Luego bajé al Country Way con Shirley, Huddie, Phil y George Stankowski. No sé ellos, pero yo no me anduve con rodeos; el bueno de Sandy se puso directamente trompa.
De esa noche solo conservo claros dos recuerdos. El primero, haber intentado explicarle a Shirley lo raros que eran los juke-box del Country Way, y que las canciones eran justo las que se te habían olvidado hasta que volvías a leer los títulos. No lo captó.
El otro recuerdo es haber ido a vomitar al lavabo. Después, al remojarme la cara con agua fría, me miré en uno de los espejos irregulares de acero; y tuve claro que la cara de ir envejeciendo que vi mirándome no era ningún error. El error era creerse que fuera real el tío de veinticinco años que por lo visto vivía en mi cerebro.
Me acordé de Huddie gritando ¡Sandy, cógeme la mano!, y de caer los dos en el cemento, Ned y yo, a salvo con todos los demás. Al pensarlo me puse a llorar.
Murió inesperadamente. El County American publica esa parida y se queda tan fresco, pero los polis saben la verdad. Limpiamos la mierda, y siempre sabemos la verdad.
Al entierro, como es normal, asistieron todos los que no estaban de servicio. No era poli, pero era de los nuestros. Al acabar, George Stankowski llevó a casa a la madre del muerto, y yo y Shirley volvimos en mi coche al cuartel. Le pregunté si pensaba ir a la recepción —supongo que un irlandés lo llamaría velatorio—, y sacudió la cabeza.
—Me dan grima.
Lo que hicimos fue fumarnos el último cigarrillo en el banco de fumadores y mirar tranquilamente al trooper joven que espiaba el Buick. Estaba en la misma postura de piernas separadas, demócratas de mierda, ya sabes el chiste del viajante que adoptábamos al mirar dentro del cobertizo B. Había cambiado el siglo, pero lo demás venía a ser más o menos lo de siempre.
—Qué injusticia —dijo Shirley—. Tan joven…
—Pero ¿qué dices? —le pregunté—. Mujer, que Eddie J ya iba para los cincuenta. Eso si no los había cumplido. ¡Y su madre casi tiene ochenta!
—Ya me entiendes. Era demasiado joven para haber hecho eso.
—George Morgan también —dije.
—¿Fue por…?
Señaló el cobertizo B con la cabeza.
—No creo. La vida en general. Hizo un esfuerzo serio para no seguir bebiendo y la cagó. Fue justo después de cuando le compró a Ned el Bel-Aire viejo de Curt. Siempre le había gustado, la verdad, y Ned en Pitt no podía tenerlo, al menos el primer año. Se habría quedado en el camino de entrada de su casa…
—… y a Ned le hacía falta el dinero.
—¿Un huérfano que va a la universidad? Tú dirás. Por eso al pedírselo Eddie dijo enseguida que sí. Eddie pagó tres mil quinientos dólares…
—Tres mil doscientos —corrigió Shirley con la seguridad de cuando se sabe algo.
—Tres mil doscientos, tres mil quinientos… qué más da. La cuestión es que Eddie, para mí, veía la compra como hacer borrón y cuenta nueva. En vez de ir al Tap empezó a ir a reuniones de Alcohólicos Anónimos. Fue la parte buena. Para Eddie la parte buena duró unos dos años.
Al fondo del aparcamiento, el trooper que había estado mirando dentro del cobertizo B dio media vuelta, nos vio y se acercó. Noté un cosquilleo en los brazos. De uniforme gris, el chaval —que la verdad es que ahora de chaval nada— tenía un parecido impresionante con su padre muerto. Supongo que no tiene nada de raro; es simple genética, una correspondencia que se lleva en la sangre. El toque sobrecogedor lo daba el sombrero grande. Lo sujetaba con las manos y no cesaba de darle vueltas.
—La recaída de Eddie coincidió más o menos con cuando uno que me sé decidió que la universidad no era lo suyo.
Ned Wilcox se marchó de Pitt y volvió a Statler. Durante un año hizo el trabajo de Arky, que ya se había jubilado y vuelto a Michigan, donde debían de hablar todos como él (espeluznante idea). Al cumplir los veintiuno, Ned pidió el ingreso e hizo las pruebas. Ahora tenía veintidós y le teníamos en la casa. Hola, novato.
Cuando llevaba cruzado medio aparcamiento, el hijo de Curt se giró para mirar el cobertizo sin dejar de girar el Stetson entre las manos.
—¿A que está guapo? —murmuró Shirley.
Yo puse mi cara de sargento de antes, un poco distante y un poco desdeñoso.
—Arregladillo. Shirley, ¿tú sabes la de gritos que pegó su madre al enterarse de sus planes?
Shirley rió y apagó el cigarrillo.
—No tantos como al enterarse de que pensaba venderle el Bel-Aire de su padre a Eddie Jacubois. Al menos por lo que me contó Ned. Vaya, que no exageres, que debía de esperárselo. ¿Cómo no se lo iba a esperar? Habiendo estado casado con uno… Debió de comprender que su hijo estaba hecho para el cuerpo. En cambio Eddie… ¿Para qué estaba hecho? ¿Por qué no era capaz de dejar de beber definitivamente?
—La eterna pregunta —dije—. Algunos dicen que es una enfermedad, como el cáncer o la diabetes. Puede que tengan razón.
Eddie había empezado a llegar al trabajo con el aliento a alcohol, y los demás no disimularon mucho tiempo. Era una situación demasiado grave. Cuando se negó a ponerse en tratamiento y a tomarse cuatro semanas de permiso para ingresar en el centro de secado que recomienda la PSP a los agentes que tienen ese problema, le dieron a elegir: o marcharse discretamente o que le despidieran ruidosamente. Eddie se había ido por su propio pie, y más o menos con la mitad de la jubilación que le habría tocado si hubiera conseguido trabajar otros tres años. Cuando se acumulan las prestaciones es al final. Yo el desenlace lo entendía tan poco como Shirley: ¿por qué no había dejado de beber? Con un incentivo así, ¿por qué no había dicho Paso tres años de sed, luego me jubilo y venga, a usarlo para tomar baños? No lo sabía.
El Tap se convirtió en el hogar de Eddie J cuando no estaba en casa. Sin olvidarse del Bel-Aire. Lo tenía como una patena, tanto dentro como fuera, hasta el mismísimo día de chocar con el contrafuerte de un puente cerca del arroyo Redfern, más o menos a ciento treinta por hora. Razones para hacerlo le sobraban —no era feliz—, pero tuve que preguntarme si no había algunas más cerca de la diana. En concreto, tuve que preguntarme si hacia el final no había oído la pulsación, el susurro de marea que es como una voz en medio del cerebro.
Venga, Eddie. ¿Por qué no? Muchas opciones no tienes. ¿Verdad que no? El resto está bastante agotado. Tú pisa el pedal un poco más y gira el volante a la derecha. Venga, hazlo. Haz un poco de daño, y que tengan que limpiarlo tus colegas.
Me acordé de la noche en que ocupábamos todos el mismo banco que ahora, cuando el joven de delante de mí, con cuatro años menos, bebía de la boca de Eddie la historia de cuando habían parado a Brian Lippy. Me acordé del chaval oyéndole contar a Eddie lo de cuando habían intentado convencer a la chica de Lippy que hiciera algo antes de que su novio la dejara irreconocible a hostias, o la matara, a saber. El que ríe el último ríe mejor, como suele decirse. Que yo sepa, la chica de la sangre en la cara es la única del cuarteto del arcén que sigue viva. Sí, por ahí anda. Yo ya no salgo mucho de patrulla, pero de vez en cuando aparece su nombre y foto en mi escritorio, y cada foto está más cerca de la bruja con aliento de cerveza, nariz partida y polvo a cambio de un paquete de pitis que acabará siendo como no ocurra un milagro. Tenía la tira de antecedentes de conducir drogada y borracha, y un ingreso hospitalario con el brazo y la cadera rotos, de haberse caído por la escalera. Imagino que debió de ayudarla a bajarlas alguien como Brian Lippy ¿Verdad que sí? Porque lo de que siempre eligen a la misma ralea es verdad. Le quitaron la custodia de sus hijos, que no sé si son dos o son tres. Vaya, que lo que es andar anda, pero ¿vive? Al que conteste que sí le diré que puede que George Morgan y Eddie J tomaran la decisión acertada.
—Voy a hacer lo que las puertas: abrirme —dijo Shirley levantándose—. Tanta risa en un día es mala para la salud. ¿Tú estás bien?
—Sí —dije.
—Bueno, la cuestión es que esa noche volvió. Eso no se lo quita nadie.
No hizo falta que concretara más. Asentí sonriendo.
—Eddie era un encanto —dijo Shirley—. Sería incapaz de apartarse de la botella, pero a bueno no le ganaba nadie.
Mentira, pensé, viéndola cruzarse con Ned y conversar un poco. Yo creo que a buena ganarías tú, Shirl.
Le dio un hesito a Ned en el moflete, para lo cual tuvo que apoyarle una mano en el hombro y ponerse de puntillas, y fue hacia su coche. Ned vino hacia mí.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, muy bien.
—¿Y el entierro…?
—Joder, tío, un entierro. Los he visto mejores y peores. Me alegro de que el ataúd estuviera cerrado.
—Sandy ¿me dejas que te enseñe una cosa? Allí. —Señaló el cobertizo B con la cabeza.
—Sí, claro. —Me levanté—. ¿Está bajando la temperatura?
Habría sido una noticia. Hacía más de dos años que no bajaba la temperatura más de tres grados respecto a la exterior. Dieciséis meses desde el último espectáculo de luces, que por otra parte solo había consistido en ocho o nueve chispazos flojos y para de contar.
—No —dijo él.
—¿Se ha abierto el maletero?
—Cerrado como una caja fuerte.
—¿Entonces qué?
—Mejor que te lo enseñe.
Le dirigí una mirada penetrante. Era la primera vez que salía de mis pensamientos como para fijarme en lo agitado que estaba. Luego, con sentimientos encontrados —supongo que los acordes dominantes eran la curiosidad y la aprensión—, crucé el aparcamiento con el hijo de mi viejo amigo. Él adoptó su pose de mirón de obras delante de una ventana, y yo la mía en la contigua.
Al principio no vi nada fuera de lo corriente; el Buick estaba plantado en el suelo de cemento como desde hacía más o menos un cuarto de siglo. No había ni chispazos ni especímenes exóticos. La aguja roja del termómetro indicaba veintitrés anodinos grados.
—¿Qué? —pregunté.
Ned rió encantado.
—¡Lo tienes delante de las narices y no te das cuenta! ¡Perfecto! Yo al principio tampoco. Sabía que había cambiado algo, pero no podía concretar.
—¿De qué hablas?
Sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.
—No, sargento, no señor. Ni hablar. El jefe eres tú. También eres uno de los tres polis de entonces que aún siguen aquí. Lo tienes delante. Encuéntralo tú.
Volví a mirar dentro. Al principio entrecerré los ojos, y luego me puse una mano a cada lado de la cara. El gesto de siempre ayudó, pero ¿qué estaba viendo? Algo, en eso tenía razón Ned, pero ¿qué? ¿Qué había cambiado?
Me acordé de la noche en el Country Way, pasando páginas del juke-box que no funcionaba e intentando identificar la pregunta más importante, que era la que Ned había decidido no hacer.
La muy huidiza se me había escapado justo cuando estaba a punto de acordarme. Yo seguía pensando lo mismo: que en esos casos no sirve de nada perseguirla.
Por lo tanto, y en vez de insistir en mi escrutinio de poli, desenfoqué la mirada y di libertad a mis ideas, que, como era de esperar, recalaron en títulos de canciones viejas, las que (una vez agotada su breve temporada de popularidad) parece que no pongan ni las emisoras especializadas: «Society’s Child», «Pictures of Matchstick Men», «Quick Joey Small»…
Bingo. Ya lo tenía. Y en mis propias narices, tal como había dicho Ned. Me quedé un momento sin respiración.
Había una raja en el parabrisas.
Una especie de relámpago de plata muy fino, que cruzaba el cristal de arriba abajo en el lado del conductor.
Ned me dio una palmada en el hombro.
—¿Lo ves, Sherlock? Estaba seguro de que al final caerías. Claro, teniéndolo delante de las narices…
Me giré hacia él para decirle algo, pero preferí echar otro vistazo para asegurarme de haber visto bien. En efecto. Era como la trayectoria de una gota de mercurio, pero inmóvil.
—¿Cuándo ha sido? —pregunté—. ¿Lo sabes?
—Saco una polaroid cada cuarenta y ocho horas —dijo—. Ya lo comprobaré, pero me apuesto un gato muerto y la cuerda para atarlo a que en la última que hice no había ninguna raja. O sea que ha sido entre el miércoles por la noche y el viernes por la tarde a las… —Consultó su reloj y me sonrió de oreja a oreja. A las cuatro y cuarto.
—Hasta puede que pasara durante el entierro de Eddie —dije.
—Sí, es posible.
Volvimos a mirar un rato dentro sin decir nada ninguno de los dos. A continuación Ned dijo:
—Leí el poema que me dijiste. «The Wonderful One-Hoss Shay.»
—¿En serio?
—Sí. Está muy bien. Te ríes mucho.
Me aparté de la ventana y le miré.
—Ahora pasará deprisa, como en el poema —dijo—. Lo siguiente será reventarse un neumático… o caerse el silenciador… o alguna pieza cromada. ¿Sabes cuando estás en un lago helado, en marzo o a principios de abril, y oyes crujir el hielo?
Asentí.
—Pues será así.
Se le habían iluminado los ojos, y se me ocurrió una idea curiosa: estaba viendo a Ned Wilcox feliz de verdad, sinceramente feliz, por primera vez desde la muerte de su padre.
—¿Tú crees?
—Sí. Solo que el ruido, en vez de hielo crujiendo, serán tornillos y cristales partiéndose. Los polis harán cola en estas ventanas, como en los viejos tiempos… pero esta vez será para ver romperse, soltarse y caerse cosas. Hasta que se desmonte entero. Se preguntarán si no habrá un fogonazo final, como la «flor china» del final de los fuegos artificiales del 4 de julio.
—¿Y tú crees que sí?
—Yo creo que los fuegos artificiales se han acabado. Yo creo que lo último que oiremos será un golpe metálico, y que luego se podrán llevar las piezas al desguace.
—¿Estás seguro?
—Qué va —dijo él, y sonrió—. Seguro no se puede estar. Me lo enseñasteis tú y Shirley, y Phil, y Arky, y Huddie. —Hizo una pausa—. Y Eddie J. Pero estaré atento. Y tarde o temprano… —Levantó una mano, la miró, apretó el puño y volvió a mirar por su ventana—. Tarde o temprano.
Yo volví a mirar por la mía, poniendo una mano a cada lado de la cara para protegerme de la luz, Miré la cosa que parecía un Buick Roadmaster 8. El chaval tenía toda la razón del mundo.
Tarde o temprano.
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3 de abril de 1999 - 20 de marzo de 2002