HUDDIE

Yo también me puse unos guantes, y cogí otra herramienta; me parece que un rastrillo, pero no estoy seguro. La cuestión es que la cogí y me puse al lado de Eddie y George. Pasados unos segundos (o puede que un minuto, no lo sé, el tiempo ya no quería decir nada) miré hacia atrás y también estaba Shirley. Se había puesto su correspondiente par de guantes y había cogido el plantador de Arky. Se le había soltado el pelo y lo tenía por toda la cara. Me recordaba a Sheena, la reina de la selva.

Todos nos habíamos acordado de ponernos guantes, pero estábamos locos. Pirados por completo. La pinta de la cosa, aquellos chillidos y gemidos, aquella especie de palabras, y hasta la manera que tenía de aullar y quejarse Mr. D… todo junto nos había enloquecido. A mí se me había borrado de la cabeza el camión volcado, George Stankowski y sus esfuerzos por meter a los niños en el autobús y ponerles a salvo, y el tío cabreado que habían traído Eddie y George Morgan. Me parece que se me olvidó hasta que hubiera algo más aparte de aquel cobertizo pequeño y apestoso. En el momento de dar golpes de rastrillo y de clavarle las púas varias veces a la cosa del suelo, gritaba. Los otros igual. Formábamos un círculo alrededor, dándole golpes, aporreándola y cortándola en trocitos; le gritábamos que se muriera, pero nada, que no se moría. Parecía que no fuera a morirse nunca.

Si pudiera olvidarme de algo, de alguna parte en concreto, sería de esto: al final, justo antes de morirse (porque a la larga se murió), levantó el muñón de la cosa del pecho. Le temblaba como una mano de viejo. En el muñón había ojos, y para entonces algunos colgaban de hilos brillantes de cartílago. Quizá los hilos fueran nervios ópticos, no sé. El caso es que se levantó el muñón, y durante un momento muy corto me vi a mí mismo en medio del cerebro. Nos vi a todos de pie formando un círculo y mirando hacia el suelo, como un grupo de asesinos al pie de la tumba su víctima, y vi lo raros y diferentes que éramos. Lo horribles que éramos. En ese momento sentí la perplejidad angustiada de la cosa. No su miedo, porque no estaba asustada. Su inocencia tampoco, porque no era inocente. Ni inocente ni culpable. Lo que estaba era perpleja. ¿Sabía dónde estaba? No creo. ¿Sabía por qué la había atacado Mr. Dillon, y por qué la matábamos? Sí, eso lo sabía. Lo hacíamos por lo diferentes que éramos, tan diferentes y tan horribles que a sus múltiples ojos les costaba vernos, les costaba concentrarse en las imágenes de nosotros tres rodeándola, chillando, cortando y pegando. Hasta que al final ya no se movía. El muñón del pecho, lo que parecía una trompa, volvió a bajar. Los ojos se le quedaron fijos, sin temblar.

Eddie y George estaban juntos, jadeando. Shirley y yo les teníamos enfrente —al otro lado de la cosa—, y a Mr. D detrás, jadeando y gañendo. Shirley soltó el plantador, y cuando cayó en el suelo vi que se le había quedado enganchado un grumo de carne amarilla, como un trozo de tierra enferma. La cara de Shirley estaba blanca como hueso, menos dos marchitas muy rojas en las mejillas y otra en el cuello, como de nacimiento.

—Huddie —susurró.

—¿Qué? —pregunté. Casi no podía hablar, de lo seca que tenía la garganta.

—¡Huddie!

—¿Qué pasa, coño?

—Podía pensar —susurró. Sus ojos, muy abiertos y espantados, nadaban en lágrimas—. Hemos matado a un ser pensante. Eso es asesinato.

—Qué asesinato ni qué mandangas —dijo George—. Y aunque fuera verdad, ¿de qué carajo sirve pensarlo?

Quejándose —pero no con la misma urgencia de antes—, Mr. Dillon nos apartó a mí y a Shirley para pasar por en medio. Tenía calvas bastante grandes en el pelaje del cuello, la espalda y el pecho, como si tuviera sarna. Por lo visto se le había caído la punta de una oreja, de tan chamuscada. Estiró el cuello y husmeó el cadáver de la cosa caída al lado de la puerta de persiana.

—Cogedlo y sacadlo —dijo George.

—No, si está bien —dije yo.

Al olisquear el revoltijo de filamentos rosados de la cabeza de la cosa, que ahora estaban fofos y ya no se movían, D volvió a gañir. Luego levantó la pata y se meó en el trozo cortado de trompa, cuerno o lo que fuera. Hecho esto, retrocedió entre gañidos.

Oí una especie de silbido muy flojo. El olor a col empeoraba, y la carne de la cosa iba perdiendo su color amarillo y poniéndose blanca. Empezaban a salir hilillos casi invisibles de vapor. Era donde se concentraba la peste, en el vapor que salía. La cosa había empezado a descomponerse, como el resto de lo que había pasado a través.

—Shirley, vuelve dentro —dije—. Tienes un 99.

Ella pestañeó deprisa, como cuando alguien vuelve en sí.

—El camión cisterna —dijo—. George S. ¡Dios mío! Se me había olvidado.

—Llévate al perro —dije.

—Vale. —Hizo una pausa—. ¿Y…?

Señaló con gestos las herramientas desperdigadas por el suelo de cemento, las que habíamos usado para matar al ser cuando estaba contra la puerta, mutilado y gritando. ¿Gritando qué? ¿Que nos apiadáramos? Estando él (u otros de su especie) en la posición contraria, ¿se habría apiadado de nosotros? No creo… claro que ¡qué voy a creer, si primero hay que pasar una noche, luego otra, luego todas las de un año, luego las de diez! Tienes que poder apagar la luz y quedarte a oscuras en la cama. Tienes que creerte que solo hiciste lo que te habrían hecho a ti. Tienes que organizar tus ideas, porque sabes que con las luces encendidas sólo puedes vivir una parte limitada del tiempo.

—No sé, Shirley —dije. Me encontraba cansadísimo, y el olor a col podrida me estaba mareando—. Joder, ¿qué más da? Tampoco es que vaya a haber un juicio, una investigación ni nada oficial. Tú entra. Comunícate, que para algo eres la agente de comunicaciones.

Shirley asintió con gesto tembloroso.

—Ven, Mr. Dillon.

Yo no estaba muy seguro de que D fuera a seguirla, pero sí: se le pegó obediente a los zapatos marrones planos. Ahora bien, seguía gimiendo, y justo antes de que salieran por la puerta lateral tuvo una especie de temblor por todo el cuerpo, como si hubiera cogido frío.

—También deberíamos salir nosotros —le dijo George a Eddie. Empezó a frotarse los ojos, se dio cuenta de que llevaba guantes y se los quitó—. Tenemos que ocuparnos de un prisionero.

Eddie puso la misma cara de sorpresa que Shirley al recordarle yo que tenía trabajo con lo de Poteenville.

—Se me había olvidado el hijoputa del gritón —dijo—. Se ha roto la nariz. Lo he oído, George.

—¿Ah, sí? —dijo George—. Qué pena.

Eddie sonrió. Se le notaba el esfuerzo de aguantarse la sonrisa, pero se le ensanchó. Siempre pasa, hasta en las peores circunstancias. Sobre todo en las peores circunstancias.

—Venga —dije—, ve por él.

—Acompáñanos —dijo Eddie—. Mejor que no te quedes aquí solo.

—¿Por qué? Está muerto, ¿no?

—Sí, pero esto no. —Eddie movió la barbilla hacia el Buick—. Aún está nerviosillo, el seudocoche este de mierda. ¿No notáis que está a punto de saltar?

—Algo noto —dijo George—. Debe de ser la reacción de tener delante el… —Señaló el ser muerto—. Lo que sea.

—No —dijo Eddie—. Lo que notas viene del puto Buick, no de la cosa muerta. Yo lo que creo es que respira. No sé qué es, pero respira. Hud, para mí que quedarse aquí es peligroso. Peligroso para todos.

—Exageras.

—Y un cojón. Respira. Al sacar el aire le ha salido disparado el bicho de la cabeza rosa, como cuando estornudas y te sale un moco. Ahora se está preparando para volver a chuparlo. En serio, que lo noto.

—Oye —dije—, que solo quiero echar un último vistazo, ¿vale? Luego cojo la lona y la echo encima de… esto. —Señalé con el pulgar lo que habíamos matado—. Si hay que hacer algo más complicado, ya vendrán Tony y Curtis, que son los expertos.

Pero era imposible calmarle. Estaba poniéndose histérico.

—Mientras no haya vuelto a chuparlo el falso coche, hay que impedir que se acerquen. —Eddie miró el Buick con mala cara—. Y ya os podéis ir preparando para discutir. El sargento querrá entrar, y Curt aún más, pero no podemos permitirlo. Porque…

—Sí, ya lo sé —dije—. Notas que se está preparando para volver a chuparlo. Deberíamos ponerte un número ochocientos solo para ti, Eddie. Podrías hacerte millonario leyendo manos por teléfono.

—Sí, sí, tú ríete. ¿Qué te crees, que Ennis Rafferty se está riendo donde esté? Yo te digo lo que sé, tanto si te gusta como si no te gusta. Respira. Es lo que ha estado haciendo desde el principio. Esta vez, cuando vuelva a aspirar, será muy fuerte. ¿Sabes qué? Que George y yo te ayudamos con la lona. Tapamos la cosa entre los tres y luego salimos juntos.

Me pareció mala idea, aunque sin saber muy bien por qué.

—Eddie, que ya puedo solo. Te lo juro por Dios. Además, quiero hacerle un par de fotos al amigo E.T. antes de que se pudra y sólo quede sopa de cangrejo.

—Ya basta —dijo George. Se le veía un poco verde.

—Perdona. Salgo en menos que canta un gallo. Venga, tíos, ocupaos de vuestro detenido.

Eddie miraba fijamente el Buick con sus neumáticos de franja blanca, tan grandes y elegantes, y el maletero abierto, que hacía que la parte trasera pareciera las fauces de un caimán.

—Odio este trasto —dijo—. Por dos centavos…

George ya se encaminaba hacia la puerta, y Eddie le siguió dejando en el aire lo que haría por dos centavos. No costaba mucho imaginárselo, la verdad.

El olor del ser en putrefacción empeoraba por minutos, y me acordé de la mascarilla Puff-Pak que se había puesto Curtis al entrar a investigar la planta que parecía un lirio. Me pareció que aún estaba en la barraca. También quedaba como mínimo una cámara Polaroid, al menos la última vez que había mirado yo.

Oí la voz lejana de George en el aparcamiento, llamando a Shirley y preguntándole si estaba bien. Ella contestó que sí. Un segundo o dos después, Eddie Jacubois exclamó «¡MIERDA!» a pleno pulmón y con voz de cabreado. Deduje que su prisionero, que debía de ir flipado y encima se había roto la nariz, había vomitado en el asiento trasero de la unidad 6. ¿Y qué? Hay cosas bastante peores que un detenido te ponga perdido el coche. Una vez fui por la zona de Patchin a ayudar en un accidente de tres coches, y como tenía que poner balizas en la carretera encerré en el asiento trasero de mi noche al conductor borracho que lo había causado. Al volver vi que el detenido se había quitado la camisa y se había cagado dentro. Luego había usado una manga como si fuera un embudo de pastelería —para captar bien lo que cuento hay que imaginarse a un pastelero adornando un pastel— y había escrito su nombre en las dos ventanillas traseras. Intentaba hacer lo mismo con la luna de detrás, pero se le había acabado el glaseado marrón especial. Al preguntarle por qué había hecho algo tan asqueroso, me miró con esa mezcla de arrogancia y cara de extraviado que solo les sale a los borrachos veteranos y me dijo: «Es que este mundo da asco, trooper».

Bueno, el caso es que no les di importancia a los berridos de Eddie y fui a la barraca de los suministros sin molestarme en averiguar qué pasaba. No tenía demasiadas esperanzas de encontrar la mascarilla, pero aún estaba en el estante, entre la caja de cintas vírgenes y una pila de revistas Field & Stream. Es más: algún amante del orden la había protegido del polvo metiéndola en una bolsa de plástico de las de pruebas. Al bajarla me acordé de la cara de pirado de Curt el primer día de llevarla, junto con una bata de barbero de plástico, una gorra azul de baño y botas rojas de goma. Yo le había dicho: ¡Qué guapo estás! ¡Saluda a tus rendidos fans!

Me puse la mascarilla tapándome la boca y la nariz, casi seguro de que lo que saliese sería irrespirable, pero no, era aire; más pasado que un pan de una semana, pero sin moho, no sé si me explico. Mejor que la peste a col y agua de mar del cobertizo, seguro. Cogí la Polaroid vieja del clavo donde colgaba la correa. Luego salí de la barraca, y me parece —también puede que me lo invente, soy el primero en reconocerlo— que vi movimiento. En la zona del cobertizo no había sido, porque era donde miraba yo, y la sensación era como cuando te parece ver algo con el rabillo del ojo. En el campo de atrás, entre las hierbas altas. Debí de pensar que era Mr. Dillon rodando por el suelo para quitarse el olor de la cosa. Pues no. Para entonces Mr. Dillon no estaba para rodar ni para nada. Para entonces estaba ocupado muriéndose, el pobre.

Volví a entrar en el cobertizo respirando por la mascarilla, y, aunque antes no había notado lo que decía Eddie, esta vez estaba clarísimo. Era como si haber salido un rato me hubiera refrescado o me hubiera vuelto más receptivo. No es que el Buick estuviera disparando relámpagos violetas, ni que brillara o zumbara, porque se estaba tan quieto como antes, pero se le notaba una animación imposible de pasar por alto. Era la sensación de tener algo casi tocándote la piel, como una brisa muy suave soplándote en el vello de los brazos. Entonces pensé… es una locura, pero pensé: ¿Y si el Buick sólo es otra versión de lo que llevo puesto yo en la cara? ¿Y si solo es una mascarilla Puff-Pak? ¿Y si la cosa que lo lleva ha respirado hacia fuera, y ahora se le ha parado el pecho, pero dentro de uno o dos segundos…?

Hasta con el Puff-Pak puesto me hacía llorar el olor del ser muerto. Brian Cole y Jackie O’Hara, que en esa época eran dos de los mejores manitas de la plantilla, habían instalado el año anterior un ventilador. Al pasar al lado lo encendí.

A la tercera foto la máquina se quedó sin carrete. Ni siquiera había comprobado que hubiera película. Qué idiota. Me metí las fotos en el bolsillo trasero, dejé la cámara en el suelo y fui a buscar la lona. Justo al agacharme y levantarla me di cuenta de que había cogido la cámara, pero que al salir de la barraca había visto el rollo de cuerda amarilla y no me lo había llevado. Debería haberlo cogido y haberme enganchado el nudo corredizo en la cintura. Y haber atado la otra punta al gancho grande que había clavado Curtis a la izquierda de la puerta lateral del cobertizo B, exclusivamente para ese fin. No se me había ocurrido. La cuerda era demasiado amarilla para no verla, pero yo había pasado de largo. Qué curioso, ¿verdad? Ahora estaba donde no tenía ningún sentido entrar solo, y sin embargo estaba solo. Y sin cuerda de seguridad. Puede que hubiera pasado de largo por influencia de algo. Había un extraterrestre muerto en el suelo, y el aire estaba cargado de una sensación espeluznante y viva de algo concentrándose. Se me ocurrió, creo, que si desaparecía, mi mujer y la hermana de Ennis Rafferty podrían hacer causa común. Es posible que me riera. No me acuerdo bien, pero sí de que algo me hizo gracia. Puede que lo absurdo de la situación en general.

La cosa que habíamos matado se había puesto completamente blanca, y soltaba una humareda como de hielo seco. Los ojos de la parte cortada aún parecían mirarme, aunque ya habían empezado a derretirse. Fue la ocasión de mi vida en que he pasado más miedo, el típico miedo de estar en una situación donde puedes morirte de verdad y saberlo. La sensación de que había algo a punto de respirar, de aspirar, era tan fuerte que me hacía cosquillas en la piel. Ahora bien, también sonreía, y mucho. No llegaba a reírme, pero casi. Tenía una sensación de comicidad. Tiré la lona encima del amigo E.T. y empecé a salir del cobertizo de espaldas. Ni siquiera me acordaba de la Polaroid. La había dejado en el suelo.

Faltándome poco para llegar a la puerta, miré el Buick. Y alguna fuerza me atrajo hacia él. ¿Estoy seguro de que fuera suya, del Buick? La verdad es que no. Quizá sólo fuera la fascinación que ejercen en nosotros las cosas mortales: el borde y la caída, la manera de mirarnos la boca de un arma al orientarla de tal y cual manera… Cuando es tarde, y duerme todo el mundo en la casa, hasta la punta de un cuchillo empieza a verse de otra manera.

Todo esto que digo era a nivel inconsciente, el mismo nivel donde acababa de decidir que no podía salir y dejar el Buick con el maletero abierto. Parecía demasiado… no sé, como demasiado a punto de respirar. O de morder. Algo por el estilo. Yo aún sonreía. Hasta puede que me riera un poco.

Di ocho pasos, o quizá una docena. Sí, imagino que pudieron llegar a la docena. Me decía que mis actos no tenían nada de imprudentes, que Eddie J era un cagado y confundía sensaciones con hechos. Acerqué la mano a la tapa del maletero. Mi intención era cerrarla y salir pitando (al menos eso me dije), pero luego miré dentro y solté una de esas palabras de cuando se está sorprendido, no recuerdo cuál: ¡anda!, o ¡caray! Porque dentro había algo en la moqueta marrón del maletero. Parecía una radio de transistores de finales de los cincuenta o de los sesenta. Hasta se veía la punta brillante de algo que podía ser una antena.

Metí la mano y cogí el aparatejo. Aparte de cogerlo me dio risa. Tenía la sensación de estar soñando o colgado de alguna cosa química. Y todo con la sensación constante de que lo que se acercaba y estaba a punto de pillarme. No sabía si a Ennis le había pillado igual que como estaba a punto de pillarme a mí, pero imaginé que sí. Y me dio igual. Estaba plantado delante del maletero sin cuerda ni nadie para sacarme de allí, y había algo a punto de arrastrarme hacia dentro, de chuparme como humo de cigarrillo. Pero me importaba un carajo. Lo único que me importaba era lo que había encontrado en el maletero.

Podía ser tanto alguna clase de dispositivo de comunicación —que era de lo que tenía pinta— como cualquier otra cosa: donde el monstruo guardaba los medicamentos, algún tipo de instrumento musical, o puede que hasta un arma. El tamaño era de paquete de cigarrillos, pero pesaba mucho más. También pesaba más que un transistor o un walkman. No tenía diales, botones ni interruptores. El material no tenía aspecto ni tacto de metal o de plástico. Tenía una textura de grano fino que, sin ser del todo repelente, era orgánica, como piel de vaca curtida. Toqué la varilla que sobresalía, y se metió en un agujero de la parte de encima. Toqué el agujero y volvió a salir la varilla. Volví a tocarla y esta vez no pasó nada. Ni entonces ni nunca. Aunque nunca, en el caso de lo que llamábamos «la radio», no llegó a ser mucho tiempo: más o menos una semana después empezó a agujerearse y corroerse la superficie. El hecho de estar metida en una bolsa de pruebas cerrada con cremallera no enlentenció el proceso. Al mes, «la radio» parecía algo que llevara unos ochenta años expuesto al viento y la lluvia. Y la primavera siguiente solo quedaban trozos grises en la bolsa de plástico. La antena, suponiendo que lo fuera, no volvió a moverse. Ni un puñetero milímetro.

Me acordé de Shirley diciendo Hemos matado a un ser pensante, y de George contestando que qué asesinato ni qué mandangas. Pero de mandangas nada. El murciélago y el pez no se habían presentado con ningún accesorio que pareciera un transistor, porque eran animales. El nuevo visitante —al que habíamos despedazado con herramientas descolgadas de unos ganchos— no era ningún animal. Por aborrecible que nos pareciera, por muy instintivamente que lo hubiéramos —¿cuál era la palabra?— repudiado, Shirley tenía razón: había sido un ser pensante. Lo cual no nos había impedido matarlo y dejarlo hecho pedazos en el suelo, mientras alzaba la trompa seccionada en señal de rendición y pedía a gritos la piedad que debía de saber que no le concederíamos. Que no podíamos concederle. Y no me produjo ningún horror. Lo que me lo produjo fue una visión de la otra cara. De Ennis Rafferty cayendo entre otros seres como aquel, cosas que en vez de cabeza tuvieran bultos amarillos entre masas enredadas de filamentos rosas que quizá fueran cabellos. Le vi muriéndose entre golpes de trompas llenas de ácido, y de garras curvadas, intentando pedir piedad a gritos y asfixiándose con un aire que casi no podía respirar. Al tenerle muerto delante, muerto y empezando ya a pudrirse, ¿le había desenfundado alguno la pistola? ¿Se habían quedado mirándola debajo de otro cielo de color inimaginable? ¿Tan perplejos como yo por «la radio»? ¿Había dicho alguno Acabamos de matar a un ser pensante, y contestado otro que menos mandangas? A la vez que pensaba en todo aquello, también pensé que me convenía marcharme lo antes posible. A menos, por supuesto, que quisiera indagar personalmente en esas preguntas. En definitiva, ¿qué pasó? Nunca se lo he contado a nadie, pero ahora más vale que lo cuente; parece una tontería llegar tan lejos y quedarse a medias.

Decidí meterme en el maletero.

Me vi haciéndolo. Espacio no faltaría; ya sabes lo grandes que eran los maleteros de los coches de esa época. De niños decíamos en broma que los Buicks, los Cadillacs y los Chryslers eran coches de mafiosos, porque en el maletero cabían dos polacos o tres italianos. No faltaría espacio, no. El amigo Huddie Royer iba a entrar, echarse de lado, levantar los brazos y cerrar el maletero. Suavemente. Para que hiciera un clic lo más suave posible. Luego se quedaría a oscuras respirando el aire enrarecido de la mascarilla y con «la radio» en el pecho. En la bombona, que era pequeña, quedaría poco aire, pero sería suficiente. El amigo Huddie se quedaría acurrucado, con la sonrisa en la cara, y luego… en poco tiempo…

Pasaría algo interesante.

Todo esto hace años que no lo pienso, solo en esos sueños que al despertarte no te dejan ningún recuerdo, los que sabes que han sido pesadillas sólo porque te late deprisa el corazón, tienes la boca seca y la lengua te sabe como a fusible quemado. La última vez que me acordé conscientemente de estar de pie delante del maletero del Buick Roadmaster fue al enterarme de que George Morgan se había suicidado. Le imaginé en su garaje, sentado en el suelo y puede que escuchando jugar a béisbol a los críos en el campo iluminado de McClurg, a la vuelta de la esquina; luego le imaginé con la lata de cerveza vacía, levantando la pistola y mirándola. Entonces ya habíamos cambiado a la Beretta, pero George se mantenía fiel a su Ruger. Decía que se le amoldaba bien a la mano. Le imaginé cambiándola de ángulo y mirando el agujero, el ojo. Todas las pistolas tienen ojo. Lo sabe cualquiera que las haya mirado así. Le imaginé metiéndose el cañón entre los dientes y notando el bultito de la mira en el paladar. Y el gusto a aceite. Puede que hasta metiendo la punta de la lengua en el cañón, como cuando se está a punto de tocar la trompeta y se mete la lengua en la boquilla. Sentando en el rincón del garaje y con el sabor de la última lata de cerveza en la boca, más los del aceite y el acero de la pistola, lamiendo el agujero del cañón, el ojo por donde sale la posta al doble de la velocidad del sonido, sobre un cojín caliente de gases en expansión. Sentado, notando el olor de la hierba pegada debajo de la segadora y el de un poco de gasolina caída por el suelo. Oyendo gritos de niños a la vuelta de la esquina. Pensando en la sensación de atropellar a una mujer con dos toneladas de coche patrulla, el golpe sordo, el giro brusco, ver aparecer gotas de sangre en el parabrisas como el principio de una maldición bíblica, y oír el traqueteo seco, como de calabaza, de algo que se ha quedado metido en el hueco de la rueda y que resulta ser una de las zapatillas de la mujer. Me imaginé todo eso, y creo que él lo vivió de esa manera, porque sé que en mi caso fue así. Sabía que iba a ser horrible, pero no me importaba, porque al mismo tiempo tendría cierta gracia. Por eso sonreía. No quería marcharme. Creo que George tampoco. Al final, cuando te decides en serio a hacerlo, es como enamorarse. Es como tu noche de bodas. Y yo estaba decidido.

El dicho es «salvado por la campana», pero a mí me salvó un grito: el de Shirley. Al principio solo fue un chillido agudo, y luego llegaron las palabras:

—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor, por favor!

Era como salir de un trance por efecto de una bofetada. Me aparté del Buick con dos zancadas, tambaleándome como un borracho y casi sin poder creerme lo que había estado a punto de pasar. Luego Shirley volvió a gritar, y oí vociferar a Eddie:

—George, ¿qué le pasa? ¿Qué le está pasando?

Di media vuelta y salí por la puerta del cobertizo.

Eso, salvado por un grito. Fue mi caso.