En verano de 1988 el Buick 8 se había convertido en parte asumida de la vida de Troop D, igual que cualquier otra. Y ¿por qué no? Con tiempo y una dosis razonable de buena voluntad, cualquier bicho raro puede entrar a formar parte de cualquier familia. Era lo que había pasado durante los nueve años desde la desaparición del hombre de la gabardina negra («¡Solo gasolina!») y de Ennis Rafferty.
De vez en cuando había otro espectáculo de luces, y de vez en cuando Curt y Tony seguían haciendo experimentos. En 1984 Curt probó una cámara de vídeo que se podía poner en marcha por control remoto dentro del Buick (no pasó nada). En el ochenta y cinco Tony intentó más o menos lo mismo con una grabadora Wollensak último modelo (aparte de un zumbido discontinuo, y del graznido lejano de los cuervos, no consiguió nada). Hubo algunos experimentos más con animales vivos. Murieron unos cuantos, pero ninguno desapareció.
En general la cosa iba a menos. Cuando había algún espectáculo de luces no podía compararse con los tres o cuatro primeros (ni con aquel tan bestia del ochenta y tres, se entiende). En esa época, el mayor problema de Troop D tenía por causante a una persona que del Buick no sabía nada. Edith Hyams (alias el Dragón) seguía hablando con la prensa (claro que sólo cuando la prensa le hacía caso) sobre la desaparición de su hermano. Seguía insistiendo en que no era una desaparición normal (con el resultado de que Sandy y Curt, en cierta ocasión, se preguntaron qué sería eso de una «desaparición normal»). También seguía insistiendo en que los colegas de Ennis «sabían más de lo que contaban». Por supuesto que en eso tenía toda la razón. Curt Wilcox repetía que si el Buick llegaba a dar problemas a Troop D sería por culpa de ella. Sin embargo, de puertas afuera los colegas de Ennis seguían apoyándola. Todos se daban cuenta de que era su mejor garantía. Tras una de las incursiones de Edith en la prensa, Tony dijo: «Tranquilos, chavales, que el tiempo juega a nuestro favor. Tenedlo presente y no perdáis la sonrisa». Y tenía razón. A mediados de los ochenta los representantes de la prensa casi nunca le devolvían las llamadas. La mismísima WKML, una emisora independiente con difusión en tres condados cuyo informativo de las cinco solía dar noticias como que se había visto un sasquatch en el bosque de Lassburg, y comunicaciones médicas tan rigurosas como ¡CÁNCER EN EL AGUA DEL GRIFO! ¡EL PRÓXIMO PUEBLO AFECTADO PUEDE SER EL SUYO!, había perdido interés por Edith.
En otras tres ocasiones aparecieron cosas en el maletero del Buick. Una vez fueron media docena de escarabajos grandes y verdes que no se parecían a ningún escarabajo de que se tuviera noticia en Troop D. Curt y Tony se pasaron toda una tarde en la Universidad de Horlicks, hojeando montones de manuales de entomología, y en los libros tampoco figuraba nada parecido a aquellos bichos verdes. El tono de verde, sin ir más lejos, no le sonaba a nadie de Troop D, a pesar de que tampoco eran capaces de explicar en qué se diferenciaba. Carl Brundage lo bautizó Verde Jaqueca. Dijo que porque los bichos tenían el mismo color que las migrañas que padecía de vez cuando. Apareció muerta toda la media docena. Al darles golpecitos de destornillador en el caparazón, hacían un ruido como el de algo de metal chocando con un bloque de madera.
—¿Quieres que intentemos una disección? —le preguntó Tony a Curt.
—¿Y tú? ¿Tú quieres? —contestó Curt.
—No, no especialmente.
Curt miró los escarabajos del maletero —casi todos panza arriba y con las patas a la vista— y suspiró.
—Yo tampoco. ¿De qué serviría?
Por lo tanto, en lugar de clavar los bichos en un tablero de corcho y diseccionarlos con la cámara de vídeo en marcha, los metieron en una bolsa, adjuntaron una etiqueta (dejando en blanco la raya de NOMBRE/RANGO DEL AGENTE, claro) y los guardaron en el sótano, en el archivador verde abollado. Dejar que los bichos extraterrestres viajaran del maletero del Buick al archivador verde sin examinar, era otro peldaño en el camino de Curt hacia la aceptación. No obstante, había veces en que sus ojos recuperaban la mirada de fascinación de otros tiempos. Tony o Sandy le veían al lado de las puertas de persiana, mirando dentro, y la mayoría de las veces estaba presente aquella luz. Sandy acabó poniéndole un nombre: la mirada de Curtis del gato loco (por el personaje de Krazy Kat), aunque sin decírselo a nadie, ni siquiera al sargento. Los demás perdieron interés por los partos malogrados del Buick, pero nunca fue el caso del trooper Wilcox.
Curtis era una excepción a la regla de que acostumbrarse a algo es quitarle valor.
Un frío día de febrero de 1984, más o menos a los cinco meses de la aparición de los escarabajos, Brian Cole asomó la cabeza en el despacho del sargento jefe. Tony Schoondist estaba en Scranton intentando explicar por qué no había gastado todo su presupuesto para 1983 (nada como uno o dos sargentos tacaños para hacer quedar al resto mal), y la silla grande la ocupaba Sandy Dearborn.
Jefe, te recomiendo darte una vueltecita por el cobertizo de atrás —dijo Brian—. Código D.
—¿De qué código D se trata, Bri?
—El maletero está abierto.
—¿Seguro que no se ha soltado? No ha habido fuegos artificiales desde antes de Navidad. Normalmente…
—Normalmente hay fuegos, ya lo sé; pero la temperatura lleva una semana rondando los doce o trece grados. Además, veo algo.
Esto último hizo levantarse a Sandy. Ya se notaba en el corazón los dedos de salchicha del miedo de siempre, y empezaban a apretar. Otra porquería que limpiar, quizá. Probablemente. Por favor, que no sea otro pez, pensó. Que no tengan que sacarlo a manguerazos hombres con máscaras.
—¿Crees que puede estar vivo? —preguntó. Consideró que su voz sonaba serena, aunque él no lo estaba demasiado—. Lo que has visto, ¿tiene pinta de…?
—Parece una especie de planta con las raíces fuera —dijo Brian—. Una parte cuelga encima del parachoques trasero. ¿Sabes a qué se parece un poco? A un lirio de Pascua.
—Que Matt llame a Curtis y le diga que venga. Total, le queda poco de patrulla.
Curt dio el recibido al código D, informó a Matt de que estaba en Sawmill Road y dijo que en quince minutos habría vuelto al cuartel. Con ello, Sandy dispuso de tiempo para ir a buscar el rollo de cuerda amarilla a la barraca y examinar a fondo el interior del cobertizo B con los prismáticos baratos pero bastante potentes que también estaban guardados dentro de ella. Estaba de acuerdo con Brian. La cosa que colgaba del maletero, de consistencia membranosa y color blanco sucio con virajes hacia el verde oscuro, se parecía a un lirio de Pascua. De los que se ven unos cinco días después de fiestas, decaídos y marchitándose.
Apareció Curt, aparcó mal delante del surtidor de gasolina y acudió al trote junto a Sandy, Brian, Huddie, Arky Arkanian y un par más, pegados a las ventanas del cobertizo con aquellas poses de mirón. Sandy le pasó los prismáticos, y Curt los cogió. Los tuvo casi un minuto entero, al principio haciendo ajustes mínimos en la ruedecilla de enfoque, y después solo mirando.
—¿Qué? —le preguntó Sandy cuando hubo terminado.
—Yo entro —repuso Curt, respuesta que a Sandy no le sorprendió; ¿por qué, si no, se habría molestado en ir por la cuerda?—. Y, si no se encabrita e intenta morder, le haré fotos, la filmaré en vídeo y la meteré en una bolsa. Solo necesito cinco minutos para prepararme.
Ni siquiera fueron tantos. Salió del cuartel con guantes de cirujano —lo que en la PSP ya empezaba a conocerse como «guantes de sida»—, bata de barbero, botas de goma y una gorra de baño tapándole el pelo. Del cuello le colgaba una mascarilla Puff-Pak de plástico para respirar. El suministro de aire daba para unos cinco minutos. Tenía en una mano una cámara Polaroid, y una bolsa de basura verde metida en el cinturón.
Huddie, que había puesto en marcha la cámara de vídeo, enfocó a Curt, quien con aspecto très fantastique cruzaba el aparcamiento virilmente con su gorra azul de baño y sus botas rojas (aspecto que quedó acentuado al atarle Sandy la cuerda amarilla a la cintura).
—¡Qué guapo estás! —exclamó Huddie mirando por la cámara de vídeo—. ¡Saluda a tus rendidos fans!
Curtis Wilcox, obediente, saludó a sus rendidos fans, algunos de los cuales, en los días posteriores a su muerte repentina (diecisiete años después), mirarían la cinta intentando no llorar al mismo tiempo que se reían de su simpática facha de tonto.
A su paso, por la ventana abierta del despacho de comunicaciones, Matt cantó con una voz de tenor que sorprendía por su potencia:
—Hug me… you sexy thing! Kiss me… you sexy thing!
Curt se tomó bien todas las bromas, pero no les daba importancia. Las risas de sus colegas eran como algo oído en otra habitación. Tenía la luz de siempre en los ojos.
—La verdad es que esto no es muy inteligente —dijo Sandy, apretando el nudo al máximo en la cintura de Curt (pero con nulas esperanzas de convencerle)—. Seguro que sería mejor esperar a ver qué pasa. Asegurarnos de que haya terminado y no salga nada más.
—No va a pasarme nada —dijo Curt.
Su tono era ausente. Apenas escuchaba. Casi todo él estaba dentro de su propia cabeza, repasando una lista de cosas por hacer.
—Puede ser —dijo Sandy—, y puede que estemos empezando a perderle el respeto a esa cosa. —No estaba seguro de que fuera verdad, pero quería decirlo en voz alta para ver cómo quedaba—. Estamos empezando a creernos en serio que si hasta ahora no nos ha pasado nada es que ya no nos pasará. Es como acaban mal los polis y los domadores de leones.
—No pasa nada —dijo Curt.
Luego —por lo visto sin darse cuenta de la contradicción— les dijo a los demás que se apartaran. Así lo hicieron. Él le cogió la cámara a Huddie, la montó en el trípode y pidió a Arky que le abriera la puerta. Arky usó el mando a distancia que tenía en el cinturón, y la puerta subió traqueteando por sus guías.
Curt dejó resbalar hasta el codo la correa de la Polaroid para coger el trípode de la cámara de vídeo y entró en el cobertizo B. Se quedó un rato entre la puerta y el Buick, tocándose la mascarilla Puff-Pak que tenía debajo de la barbilla para subírsela si el aire estaba tan cargado como el día del pez.
—Se puede aguantar —dijo—. Lo único que se nota es un poco de olor dulzón. Igual sí que es un lirio de Pascua.
No lo era. Las flores en forma de trompeta —que eran tres— tenían la palidez de las manos de un cadáver, y casi eran traslúcidas. Dentro de cada una había una mancha de algo azul oscuro que parecía gelatina, y de lo que colgaban pepitas pequeñas. Los tallos, más que partes de una planta en flor, tenían aspecto de corteza de árbol, y presentaban una red de grietas y muescas en sus superficies verdes. Había manchas marrones que parecían brotes de hongos, y que se propagaban. Los tallos se unían en una masa de tierra negra llena de raíces. Cuando Curt se inclinó hacia ella (a nadie le gustaba verle acercarse así al maletero, se parecía demasiado a ver a un insensato metiendo la cabeza en la boca de un cocodrilo), dijo que volvía a notar el mismo olor a col. Poco pronunciado, pero inconfundible.
—Y te digo una cosa, Sandy: también huele a sal. Seguro. He pasado muchos veranos en Cape Cod, y es un olor que no se puede confundir.
—Por mí como si huele a trufas y caviar —contestó Sandy—. Sal enseguida, coño.
Curt rió (¡La tonta de la yaya Dearborn!), pero retrocedió. Dejó la cámara de vídeo en el trípode y enfocando el maletero, la encendió y para asegurarse hizo unas cuantas polaroids.
—Entra, Sandy. Míralo tú mismo.
Sandy se lo pensó. Mala idea, muy mala idea. Una idea estúpida. No cabía duda. Una vez tuvo eso claro, le pasó a Huddie el rollo de cuerda y entró. Miró las flores deshinchadas que había en el maletero del Buick (y la que colgaba por el borde, la que había visto Brian Cole) y no pudo evitar un escalofrío.
—Ya, ya —dijo Curt, bajando la voz para que no le oyeran los troopers de fuera—. ¿Verdad que da repelús hasta mirarlo? Es el equivalente visual de oír a alguien rascando una pizarra con las uñas.
Sandy asintió. En efecto. Diana.
—Pero ¿qué desencadena la reacción? —preguntó Curt—. A mí no se me ocurre nada. ¿Y a ti?
—No. —Sandy se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado—. Y me parece que es porque está todo junto. En gran parte es por el blanco.
—El blanco. El color.
—Exacto. Asqueroso, como de barriga de sapo.
—Como telarañas hechas dentro de flores —dijo Curt.
Se miraron un rato intentando sonreír, pero sin conseguirlo demasiado. El trooper Frost y el trooper Sandburg, poetas de la policía estatal. Solo les faltaba comparar aquella cosa del carajo con un día de verano, como Shakespeare. De todos modos había que intentarlo, porque daba la impresión de que lo que estaban viendo solo se podía comprender mediante un proceso mental semejante a la poesía.
En la cabeza de Sandy chocaban y danzaban otros símiles de menor coherencia. Un blanco como de hostia en la boca de un cadáver de mujer. Un blanco como de infección de aftosa debajo de la lengua. Un blanco, quizá, como la espuma de la creación justo al otro lado del borde del universo.
—Esto sale de algún sitio que no podemos ni imaginar —dijo Curt—. En el fondo no pueden captarlo nuestros sentidos. Y ríete tú de las palabras. Sería como querer describir un triángulo de cuatro lados. Mira, Sandy. ¿Lo ves?
Señaló con un dedo, guante interpuesto, una mancha marrón justo debajo de una de las flores del cadáver de lirio.
—Sí, sí que lo veo. Parece una quemadura.
—Y está haciéndose más grande. Ésta y todas las manchas. Fíjate aquí, sobre la flor. —Era otra mancha marrón que se propagaba, un agujero en constante crecimiento que consumía la piel frágil y blanca de la flor—. Es descomposición. No pasa exactamente de la misma manera que con el murciélago y el pez, pero pasa. ¿Verdad que sí?
Sandy asintió.
—Por favor, saca la bolsa de basura de mi cinturón y ábrela.
Sandy lo hizo. Curt metió la mano en el maletero y cogió la planta por encima del bulbo con raíces. En el acto subió hacia ellos una racha de peste aguada a col y pepino podrido. Sandy retrocedió un paso con una mano en la boca, intentando contener las arcadas sin éxito.
—¡Pero no cierres la bolsa, animal! —exclamó Curt con voz ahogada. Sandy pensó que parecía la de alguien que le ha dado una calada larga a un porro de primera y procura retener el humo—. ¡Joder, qué asco tocarlo! ¡Hasta con guantes!
Sandy mantuvo abierta la bolsa y sacudió el borde.
—¡Pues date prisa!
Curt depositó en el interior la planta en putrefacción de los cadáveres de lirio, y hasta el ruido que hizo al bajar por la bolsa de plástico tuvo algo que no cuadraba, una especie de susurro ronco y agónico, algo prensado sin piedad entre dos planchas y ahogándose casi en silencio. Ninguno de los símiles era el correcto, pero daban la impresión de iluminar con breves fogonazos lo que en esencia era incognoscible. Los cadáveres de lirios eran tan repulsivos y turbadores que Sandy Dearborn ni siquiera podía expresarlo en su fuero interno. Como todos los abortos del Buick. Pensar en ellos demasiado tiempo era exponerse a acabar loco de verdad.
Curt hizo el gesto de limpiarse las manos en la camisa, pero se lo pensó mejor y prefirió meterlas en el maletero del Buick, en cuya alfombrilla las restregó enérgicamente. Después se quitó los guantes, le indicó a Sandy que volviera a abrir la bolsa de plástico y los tiró dentro, sobre la planta muerta. El olor se reavivó, recordándole a Sandy el día en que su madre, devorada por el cáncer y quedándole menos de una semana de vida, le había eructado en la cara. De nada sirvió su esfuerzo instintivo, pero débil, de cerrarle el paso al recuerdo antes de que hubiera penetrado del todo en su conciencia.
Que no vomite, por favor, pensó Sandy. No, por favor.
Curt comprobó que aún tuviera en el cinturón las polaroids que había hecho, y cerró el maletero del Buick.
—¿Qué, Sandy? ¿Te parece que salgamos?
—Me parece la mejor idea que has tenido en todo el año.
Curt le guiñó el ojo. Fue un guiño perfecto de listillo, malogrado únicamente por su palidez y el sudor que le corría por las mejillas y la frente.
—Solo estamos en febrero, o sea que no es mucho decir. Venga.
Catorce meses después, en abril de 1985, el Buick protagonizó un espectáculo de luces breve pero feroz, el mayor y más luminoso desde el Año del Pez. Su intensidad contradecía la idea de Curt y Tony de que la energía que emanaba del Roadmaster, o que lo atravesaba, se estaba disipando, mientras que su brevedad, por el contrario, abogaba a favor de ella. Al final era cuestión de elegir cada cual lo que quisiera. En otras palabras, lo que siempre fue.
A los dos días, con la temperatura del cobertizo B estabilizada entre quince y dieciséis grados, la tapa del maletero saltó y salió disparado un palo rojo, como si lo impulsara un chorro de aire comprimido. Resultó que Arky Arkanian estaba dentro del cobertizo, volviendo a colgar el plantador, y se llevó un susto de muerte. El palo rojo chocó contra una viga del techo, volvió a caer ruidosamente sobre el techo del coche y resbaló al suelo.
La nueva incorporación tenía unos veintitrés centímetros de largo y era irregular, con el grosor de una muñeca de hombre y un par de agujeros en la punta, como de nudos en la madera. Fue Andy Colucci quien a los cinco o diez minutos, mirándolo con los prismáticos, determinó que los citados agujeros eran ojos, y que lo que parecían surcos o hendiduras en un lado correspondían, en realidad, a una pierna, contraída quizá en su agonía final. Andy era del parecer de que no se trataba de ningún palo, sino de una especie de lagarto rojo. Estaba tan muerto como el pez, el murciélago y el lirio.
Esta vez el encargado de entrar y recoger el espécimen fue Tony Schoondist, y por la noche, en el Tap, les dijo a varios troopers que le había costado una barbaridad tocarlo.
—Me miraba, el muy jodido —dijo—. Al menos lo parecía. Aunque estuviera muerto. —Se sirvió un vaso de cerveza y se lo bebió de un trago—. Espero que sea lo último —dijo—. Ojalá, ojalá.
Naturalmente, no lo fue.