Bibi Roth y sus niños (él los llamaba así) solo tardaron cuarenta y cinco minutos en repasar el Buick de punta a punta. Los jóvenes usaban escobillas y hacían fotos, mientras Bibi se paseaba con una tablilla y de vez en cuando, sin decir nada, señalaba algo con el bolígrafo.
Transcurridos unos veinte minutos salió Orv Garrett con Mr. Dillon. El perro llevaba correa, cosa rara en el cuartel. Sandy se les acercó. El perro ya no aullaba ni temblaba, sino que estaba sentado con la peluda cola alrededor de las patas, pero no apartaba sus ojos castaños del Buick. De lo más profundo del pecho le salía un ronroneo constante que casi no se oía, parecido al de un motor muy potente.
—¡Orvey, hombre, vuélvelo a meter! —dijo Sandy Dearborn.
—Vale, vale. Es que creía que se le habría pasado. —Hizo una pausa y añadió—: He visto lo mismo en varios perros policía, al encontrar un cadáver. Ya sé que aquí no hay, pero ¿tú crees que puede haber muerto alguien dentro?
—Que sepamos, no.
Sandy miraba a Tony Schoondist, que acababa de salir del cuartel y caminaba sin prisa hacia Bibi Roth. Iba con Ennis. Curt Wilcox no había tenido más remedio que volver a salir de patrulla. Sandy dudó que esa tarde pudieran disuadirle de poner una multa, por guapa que fuera la chica. Curt no tenía ganas de patrullar, sino de estar en el cuartel y observar el trabajo de Bibi y su equipo. Como no podía, lo pagarían los infractores del oeste de Pensilvania.
Mr. Dillon abrió la boca y emitió un gañido largo y sordo, como si le doliera algo. Sandy supuso que sí, que le dolía. Orville se lo llevó dentro. A los cinco minutos, Sandy también se marchaba de patrulla con Steve Devoe, a un punto de la carretera 6 donde habían chocado dos coches.
Bibi Roth dio el parte a Tony y Ennis, mientras los miembros de su equipo (que ese día eran tres) comían bocadillos alrededor de una mesa de picnic a la sombra del cobertizo B y bebían el té frío que les había servido Matt Babicki.
—Te agradezco la molestia —dijo Tony.
—Te agradezco que me lo agradezcas —dijo Bibi—, y espero que no vaya más allá. En este caso preferiría no presentar ningún papel. No volverían a fiarse de mí. —A sus años, que eran bastantes, se parecía al legendario cazador de nazis Simon Wiesenthal. Dio unas palmadas a lo institutriz—. Niños, ¿sobre esto queréis papeleo?
En 1993, uno de los niños que ese día le hacían de ayudantes fue nombrado forense principal de Pensilvania.
Los tres jóvenes le miraron, dos varones y una chica increíblemente guapa. Tenían los bocadillos levantados y el entrecejo fruncido. Nadie estaba seguro de qué había que contestar.
—¡No, Bibi! —les invitó a decir él.
—¡No, Bibi! —corearon, obedientes.
—¿No qué? —preguntó.
—Que no queremos papeleo —dijo el joven número uno.
—Ni copias de expedientes —dijo el número dos.
—Ni por duplicado ni por triplicado —dijo la guapa—. Ni siquiera por monoplicado.
—¡Así me gusta! —dijo Bibi—. Y ¿a quién se lo vamos a contar, Kinder?
Esta vez no hizo falta dirigirles.
—¡A nadie, Bibi!
—Exacto —convino este—. Estoy orgulloso de vosotros.
—Para mí, además, es una broma —dijo el joven número dos—. Alguien le está tomando el pelo, sargento.
—No lo descarto —dijo Tony, preguntándose qué pensamientos habría despertado en el joven número dos (o en cualquiera de los tres) ver a Mr. Dillon aullando y al mismo tiempo agachándose como si tuviera algo roto. Mr. D no tomaba el pelo a nadie.
Los niños siguieron masticando y bebiendo ruidosamente. Bibi, mientras tanto, miraba a Tony y Ennis Rafferty con una sonrisa oblicua.
—Lo ven, pero como si no lo vieran, porque lo miran con los ojos de la juventud. ¡Quién pudiera! —dijo—. Da gusto lo idiota que es la gente joven. Tony, ¿qué es? ¿Tienes alguna idea? ¿Sabes algo de algún testigo?
—No.
Bibi orientó su atención hacia Ennis. Es posible que este se planteara contarle lo que sabía de la historia del Buick, pero al final decidió que no. Bibi era un buen hombre… pero no iba de gris.
—Lo que está claro es que no es un coche —dijo Bibi—. Y que sea una broma… Para mí que tampoco.
—¿Hay sangre? —preguntó Tony sin saber si quería que hubiera.
—Eso solo se puede saber al cien por cien con el examen microscópico de las muestras que hemos tomado, pero yo creo que no. Si hay, será en cantidades residuales.
—¿Qué habéis visto?
—En una palabra: nada. No hemos cogido muestras del perfil de los neumáticos porque no tienen nada, ni polvo, ni barro, ni piedras, ni vidrio, ni hierba. En principio te habría dicho que es imposible. Henry… —señaló al joven número uno— ha intentado meter varias veces una piedra en un surco, pero se caía todo el rato. ¿Cómo puede ser? Y otra cosa: ¿se puede patentar? Porque si se puede, Tony, es como para coger la jubilación anticipada y marcharse a vivir a la isla tropical que más te guste.
Tony se acariciaba la mejilla con los dedos, gesto de hombre perplejo.
—Espera, espera, que ahora verás —dijo Bibi—. Las esteras, ¿no? En general se llenan de polvo. Cada una para un análisis geológico. Eso las normales. Pero estas no. Alguna manchita de polvo, un tallo de diente de león… Nada más. —Miró a Ennis—. Sospecho que es de los zapatos de tu compañero. ¿Dices que se ha sentado al volante?
—Sí.
—Pues es donde hemos encontrado los restos, en el lado del conductor. —Bibi dio una palmada como si hubiera hecho una demostración.
—¿Hay huellas? —preguntó Tony.
—Tres series diferentes. Tendrás que darme las de tus dos oficiales y del de la gasolinera, para comparar. Casi seguro que las que hemos recogido de la tapa del depósito son del de la gasolinera. ¿Estás de acuerdo?
—Es lo más probable —dijo Tony—. ¿Estarías dispuesto a analizar las huellas en tu tiempo libre?
—Sí, y con mucho gusto. Las muestras de fibra también. Pero no me pidas nada que tenga que ver con el cromatógrafo de gas de Pittsburgh, ¿eh? Iré todo lo lejos que se pueda con el instrumental que tengo en el sótano. Que será bastante.
—Eso sí que es enrollarse.
—Sí, y hasta el más enrollado, si un amigo le invita a comer, dirá que sí.
—Cuenta con ello. ¿Has descubierto algo más?
—El cristal es cristal, la madera madera… pero no puede ser que un coche de esa época (o que se supone de esa época) tenga el salpicadero de madera. Mi hermano mayor tenía un Buick de finales de los cincuenta, un Limited. Lo usé para aprender a conducir, y tengo el recuerdo muy fresco. Una mezcla de miedo y cariño. El salpicadero era de vinilo acolchado. Yo diría que en este la tapicería de los asientos es de vinilo, que sería lo correcto para esta marca y modelo. Pediré a General Motors que me lo confirmen. El cuentakilómetros… Eso sí que es divertido. ¿Te has fijado?
Ennis negó con la cabeza. Parecía hipnotizado.
—Está a cero. Supongo que tiene su lógica. Un coche así (lo de coche es pura suposición) no arrancaría ni a tiros. —Desplazó la mirada de Ennis a Tony y viceversa—. Decidme que no lo habéis visto moverse. Que no habéis visto que recorriera ni un centímetro con propulsión propia.
—La verdad es que no —dijo Ennis.
Y era verdad. No había necesidad de añadir que Bradley Roach afirmaba haberlo visto moverse por propulsión propia, y que Ennis, veterano de muchos interrogatorios, le creía.
—Menos mal —dijo Bibi, aliviado. Luego volvió a convertirse en institutriz y dio otra palmada—. ¡Niños, que hay que irse! ¡Que os oigan dar las gracias!
—Gracias, sargento —corearon los tres.
La chica increíblemente guapa se terminó el té frío, eructó y siguió a sus colegas de bata blanca hasta el coche en el que habían venido. Tony quedó fascinado al observar que ninguno de los tres miraba el Buick. Para ellos ahora era caso cerrado, y había otros esperándoles. Para ellos el Buick solo era un coche viejo que envejecía bajo el sol de verano. ¿Que se caían las piedras al ponerlas en los surcos del perfil, aunque estuvieran tan arriba en la curvó del neumático que en principio debiera haberlas retenido la fuerza tic la gravedad? ¿Que en un lado había tres y no cuatro salidas de ventilación? Daba igual.
Lo ven, pero como si no lo vieran, había dicho Bibi. Da gusto lo idiota que es la gente joven.
Bibi regresó hacia su propio coche, siguiendo a sus idiotas. (Le gustaba, dentro de lo posible, desplazarse a los escenarios del crimen en solitario esplendor). A medio camino se detuvo.
—He dicho que la madera es madera, el vinilo vinilo y el cristal cristal. ¿Me lo habéis oído decir?
Tony y Ennis asintieron.
—Pues para mí que el tubo de escape del presunto coche también es de cristal. Claro que solo he mirado por debajo desde un lado, pero llevaba linterna, y bastante potente. —Se quedó un momento donde estaba, mirando fijamente el Buick delante del cobertizo B con las manos en los bolsillos y balanceándose en la punta de los pies—. Nunca había oído que hubiera coches con tubo de escape de cristal —añadió finalmente, y caminó hacia el coche.
A los cinco minutos se habían marchado, él y sus niños.
A Tony le ponía nervioso tener el coche allí, no solo por si había tormenta, sino porque podía verlo cualquiera que saliese por detrás. Pensaba en visitas, en los Fulanito y Menganita de turno. La policía estatal ponía todo su empeño en servir a Fulano y familia, al ciudadano medio, y en algunos casos lo pagaba con vidas, pero no les tenía plena confianza. La familia de don Fulano no era la familia de Troop D. Al sargento Schoondist le ponía los pelos de punta la posibilidad de que corriera la voz (o peor, los rumores).
Hacia las tres menos cuarto fue al despachito de Johnny Parker (entonces el parque de vehículos del condado aún estaba al lado del cuartel) y le convenció de sacar un quitanieves del cobertizo B y meter el Buick. El pacto se cerró con medio litro de whisky, y la grúa llevó el Buick a lo que sería su nuevo hogar, oscuro y con olor a gasolina. El cobertizo B tenía puertas de garaje en ambos lados. Johnny metió el Buick por la trasera, con el resultado de que durante todos sus años de estancia tuvo de cara el cuartel de Troop D. Con el paso del tiempo lo notaron la mayoría de los troopers; no como algo consciente, un pensamiento organizado, sino como algo que flotaba en la trastienda del cerebro sin llegar a formarse ni llegar a desaparecer: la presión de su mueca automovilística de cromo.
En 1979 Troop D tenía asignados dieciocho agentes que cumplían los turnos habituales: de siete a tres, de tres a once y el nocturno, cuando en un coche patrulla iban dos. Los viernes y sábados el turno de once a siete recibía la denominación coloquial de «patrulla vomitera».
A las cuatro de la tarde de la llegada del Buick ya se habían enterado la mayoría de los agentes que no estaban de servicio, y pasaron a echarle un vistazo. Sandy Dearborn, que ya había vuelto del accidente en la 6 y se dedicaba a mecanografiar documentos, les vio salir murmurando en grupos de tres y cuatro, casi como grupos de turistas. Entonces Curt Wilcox no estaba de servicio, y actuó de cicerone para muchos de los grupos, señalando la asimetría de las salidas de ventilación y el volante gigante y levantando el capó para dejarles anonadados con lo estrambótico del motor y las letras BUICK 8 grabadas en los laterales del bloque principal.
Del resto de las visitas se encargó Orvie Garrett, que contó mil y una veces la reacción de Mr. D. El sargento Schoondist, que ya estaba fascinado por el coche (fascinación que no lo abandonaría del todo hasta que el Alzheimer le borró el cerebro), salía todo lo a menudo que podía. Sandy se acordaba de que en un momento dado el sargento se había quedado a poca distancia de la puerta abierta del cobertizo B con un pie en las planchas de detrás y los brazos cruzados. Tenía al lado a Ennis Rafferty, fumando uno de los Tiparillos pequeñitos que le gustaban y hablando mientras Tony asentía. Eran más de las tres. Ahora Ennis, que se había cambiado, llevaba vaqueros y camisa blanca. Más de las tres: después Sandy no podría precisar más, y no por falta de ganas.
Vinieron los polis, miraron el motor (el capó se había quedado abierto como una boca) y se agacharon para examinar aquel tubo de escape tan exótico, de cristal. Lo miraron todo sin tocar nada. Don Fulano y familia no habrían podido evitar el toqueteo, pero aquella gente eran polis. Entendían que, aunque de momento el Buick no tuviera rango de prueba, podía llegar a serlo. Sobre todo si resultaba que la persona que lo había dejado en la gasolinera Jenny estaba muerta.
—Como no sea por eso, o por algún otro imprevisto, yo el coche no lo muevo de aquí —les dijo Tony a Matt Babicki y Phil Candleton.
Ya eran cerca de las cinco. Los tres llevaban un par de horas lucra de servicio, y Tony empezaba a pensar en irse a casa. En cuanto a Sandy, se había marchado hacia las cuatro porque quería cortar el césped antes de cenar.
—¿Aquí? —preguntó Matt—. Sargento, ¿por qué es tan importante?
Tony les preguntó a Matt y Phil si sabían lo del «gigante de Cardiff». Ante la negativa de ambos, se lo contó. El gigante había sido descubierto en el valle de Onandaga, en el norte del estado de Nueva York. Era el cadáver fosilizado de un humanoide gigante que se consideraba o bien de otro planeta o bien el eslabón perdido entre el hombre y el mono. Al final había resultado un simple fraude pergeñado por un fabricante de puros de Binghamton que se llamaba George Hull.
—Pero antes de que Hull lo reconociera —dijo Tony—, pasó a verlo como medio mundo, incluido P. T. Barnum. De tanto ser pisoteados, los cultivos de las granjas de alrededor se hicieron papilla. A varias personas les entraron en casa. Unos capullos que habían acampado en el bosque provocaron un incendio. Seguía viniendo gente hasta después de que Hull confesara que el «hombre petrificado» lo había esculpido él en Chicago y lo había mandado por Railway Express al norte del estado de Nueva York. Se negaban a creer que no fuera de verdad. ¿Conocéis el dicho de que cada minuto nace un gilipollas? Pues se lo inventaron en 1869 refiriéndose al gigante de Cardiff.
—¿Por qué lo cuentas? —preguntó Phil.
Tony le miró con impaciencia.
—¿Que por qué? Pues porque no pienso tener a mi cargo ningún otro gigante de Cardiff, al menos si puedo evitarlo. Ni gigante de Cardiff ni Buick de Turín.
Mientras volvían al cuartel se les unió Huddie Royer (acompañado por Mr. Dillon, cuyo paso, ahora, era digno de un concurso canino). Huddie oyó lo del Buick de Turín y soltó una risita. Tony le miró muy serio.
—En el oeste de Pensilvania, de gigantes de Cardiff nada de nada. Quedaos con la copla, y que se entere el resto. Será como se haga: por el boca a oreja. No pienso poner ninguna nota en el tablón de boletines. Ya sé que habrá chismorreos, pero se acabarán solos. Me niego a que con la cosecha creciendo haya una docena de granjas amish plagadas de cotillas. ¿Está claro?
Lo estaba.
A las siete de la tarde se había recuperado cierta normalidad. Sandy Dearborn lo supo de primera mano, porque había vuelto después de cenar para echarle otro vistacito al coche. Solo encontró a tres agentes dando vueltas alrededor del Buick (dos fuera de servicio y uno de uniforme). Buck Flanders, uno de los que no estaban de servicio, hacía fotos con una Kodak. A Sandy no acabó de hacerle gracia, pero bueno, ¿qué podía salir? Un simple Buick, y no lo bastante viejo para tener categoría de antigüedad.
Sandy se puso a gatas y miró debajo del coche con una linterna que alguien se había dejado (probablemente con el mismo objetivo). Examinó a placer el tubo de escape y le pareció de cristal pyrex. Luego metió un rato la cabeza por la ventanilla del conductor (ni zumbidos ni frío) y finalmente volvió al cuartel para un poco de palique con Brian Cole, que durante aquel turno asumía las funciones de sargento jefe. Empezaron hablando sobre el Buick, pasaron al tema de las respectivas familias y, cuando iban por el béisbol, asomó por la puerta la cabeza de Orville Garrett.
—¿Ha visto alguien a Ennis? Está el Dragón al teléfono, y no parece muy contenta.
El Dragón era Edith Hyams, la hermana de Ennis. Tenía ocho o nueve años más que él y hacía tiempo que había enviudado. En Troop D algunos opinaban que había asesinado a su marido, que de tan bruja le había llevado a la tumba. Dicky-Duck Eliot, una vez, había hecho el siguiente comentario: «Lo que tiene en la boca no es una lengua, es un cuchillo Ginsu». Curt, que la veía más a menudo que el resto de Troop D (solía patrullar con Ennis, y a pesar de la diferencia de edades congeniaban), era de la opinión de que la condición de soltero del agente Rafferty se debía a Edith. «Para mí —le había dicho una vez a Sandy— que en el fondo tiene miedo de que sean todas como ella».
Nunca es buena idea volver al trabajo después de acabar el turno, pensó Sandy al cabo de diez largos minutos al teléfono con el Dragón. ¿Dónde está? ¡Si me había prometido estar en casa como muy tarde a las seis y media! He ido a Pepper’s a comprarle la carne que le gusta a ochenta y nueve centavos la libra, y ahora está más hecha que un zapato, más gris que el agua de fregar; oye, Sandy, dime ahora mismo si está en el Country Way o en el Tap, para poder llamar y decirle cuatro frescas. También informó a Sandy de que se había quedado sin diuréticos y que Ennis tenía que traerle un frasco nuevo. O sea que ¿dónde estaba? ¿Haciendo horas extras? No es que le pareciera mal, porque dinero nunca sobraba, pero debería haber llamado. ¿O se había ido de copas? El Dragón no llegó a pronunciarse, pero Sandy adivinó que te apostaba por las copas.
Sandy estaba sentado a la mesa de comunicaciones con una mano encima de los ojos e intentando meter baza, cuando apareció Curtis Wilcox de civil, tan pimpante. Venía, como en el caso de Sandy, a mirar un poco el Roadmaster.
—Espera, Edith. Un segundo —dijo Sandy, y se apoyó el auricular contra el pecho—. Oye, chaval, ayúdame un poco. ¿Tienes idea de adónde ha ido Ennis?
—¿Se ha ido?
—Sí, se ha ido, pero a casa no. —Sandy señaló el auricular, que mantenía contra el pecho—. Estoy hablando con su hermana.
—Si se ha ido, ¿cómo puede ser que aún esté su coche? —preguntó Curt.
Sandy le miró, y Curtis a él. Entonces, sin mediar palabra, los dos llegaron a la misma conclusión.
Sandy se quitó de encima a Edith (diciéndole que ya la llamarían él o Ennis, en caso de que apareciera), después de lo cual salió con Curt por la parte trasera.
El coche de Ennis, un Gremlin de American Motors del que se burlaban todos, era inconfundible. No estaba muy lejos del quitanieves que había movido Johnny del cobertizo B para dejar sitio para el Buick. Como el sol de aquella tarde de verano se acercaba al ocaso, tanto la sombra del coche como la del quitanieves eran largas y estaban impresas en el suelo como dos tatuajes.
Sandy y Curt miraron dentro del Gremlin y solo vieron los típicos desperdicios de patrullero: envoltorios de hamburguesas, latas de refrescos, cajetillas de Tiparillo, un par de mapas, una camisa de uniforme de recambio colgando del gancho de atrás, una libreta de multas (otro recambio) entre el polvo del salpicadero, y algunos aparejos de pescar. En comparación con el vacío estéril del Buick, aquel revoltijo tuvo efectos reconfortantes sobre los dos. Lo habría sido todavía más ver a Ennis sentado al volante y echándose una siestecita con la gorra de los Pirates, la de siempre, tapándole los ojos, pero no había ni rastro de él.
Curt dio media vuelta y volvió hacia el cuartel. Sandy tuvo que correr un poco para llegar a su altura y cogerle del brazo.
—¿Se puede saber adónde vas? —preguntó.
—A llamar a Tony.
—Aún no —dijo Sandy—. Que cene tranquilo. Si hay que llamarle ya le llamaremos luego. Espero que no.
Antes de buscar en cualquier otro sitio, incluida la sala de estar de arriba, Curt y Sandy lo hicieron en el cobertizo B. Rodearon el coche, miraron dentro, debajo… pero ni rastro de Ennis Rafferty. Al menos que vieran ellos. Claro que esa tarde buscar indicios alrededor y dentro del Buick era como intentar localizar las huellas de un caballo concreto después de una estampida. De Ennis, concretamente, no había ningún rastro, pero…
—¿Hace frío o me lo invento? —preguntó Curt. Ya estaban a punto de volver al cuartel. Curt se había arrodillado y, torciendo la cabeza, había echado un último vistazo por debajo del coche. Se puso de pie y se limpió las rodillas—. A ver, no es que haga un frío de muerte, ya lo sé, pero ¿no crees que hace más de lo normal?
A decir verdad, Sandy estaba acalorado (le corría el sudor por la cara), pero quizá se debiera a los nervios, no a la temperatura ambiente. Juzgó probable que la sensación de frío de Curtis fuera una secuela de lo que había notado o creído notar en la gasolinera Jenny.
Curt se lo leyó en la cara sin dificultades.
—Puede que sí. Igual me lo invento. Jo, tío, no sé. Vamos a buscar en el cuartel. Quizá esté escondido abajo, en el almacén. No sería la primera vez.
No habían entrado en el cobertizo B por ninguna de las dos muertas grandes de persiana, sino por la del lado este, una normal que se abría con pomo. Curt no llegó a salir, sino que se quedó en ella y giró la cabeza hacia el Buick.
Estando al lado de la pared, que tenía colgados martillos, podaderas, rastrillos, palas y un plantador (las iniciales rojas AA del mango no respondían a Alcohólicos Anónimos, sino a Arky Arkanian), su mirada era de enfado. Casi torva.
—No eran imaginaciones mías —dijo hablando solo, más que para que le oyera Sandy—. Hacía frío. Ahora no, pero antes sí.
Sandy se quedó callado.
—Te digo una cosa —dijo Curt—: como se quede mucho tiempo este coche de mierda, compro un termómetro y lo cuelo. Aunque tenga que pagarlo yo. ¡Coño, se han dejado abierto el maletero! Ya me gustaría saber quién…
Calló. Las miradas de los dos coincidieron, y compartieron la misma idea: vaya par de policías.
Habían mirado dentro del Buick y debajo, pero no en lo que constituía (como mínimo en las pelis) el escondrijo provisional de cadáveres predilecto de los asesinos, tanto aficionados como profesionales.
Se acercaron al Buick por detrás y se quedaron mirando la rendija oscura de donde estaba abierto el maletero.
—Hazlo tú, Sandy —dijo Curt en voz baja, casi susurrando.
Sandy no quería, pero pensó que no había más remedio, puesto que Curt seguía siendo un novato. Respiró hondo y levantó la tapa del maletero. Se elevó mucho más deprisa de lo previsto. Al llegar al tope, hizo un ruido tan fuerte que les sobresaltó. Curt cogió a Sandy con una mano, y tenía los dedos tan fríos que casi le hizo gritar.
El cerebro es una máquina potente en la que no siempre se puede confiar. Sandy estaba tan seguro de que encontrarían a Ennis Rafferty en el maletero del Buick que hubo un momento en que vio el cadáver: una forma en posición fetal con vaqueros y camisa blanca, con el aspecto de lo que podría dejar un matón de la mafia en el maletero de un Lincoln robado.
Sin embargo, lo que vieron los dos troopers solo eran sombras sobre sombras. El maletero del Buick estaba vacío. Solo contenía un sencillo tapizado marrón, sin herramientas ni manchas de grasa. Se quedaron un rato en silencio, hasta que Curt hizo un ruido que podía ser una risita o un bufido de exasperación.
—Vamos fuera —dijo—. Y esta vez a ver si cerramos el maletero, coño, que casi me muero de miedo.
—Y yo —dijo Sandy.
Bajó la tapa sin contemplaciones y siguió a Curt hacia la puerta en la pared de las herramientas. Curtis había vuelto a girar la cabeza.
—Qué trasto, ¿eh? —dijo en voz baja.
—Sí —asintió Sandy.
—¿A que es rarísimo?
—Sí, novato, totalmente de acuerdo, pero dentro no está tu compañero. Ni él ni nadie. Eso seguro.
La palabra novato no molestó a Curt. Ambos sabían que esa etapa estaba a punto de concluir. Él seguía mirando el coche, tan bien pintado, con tanto estilo, tan… presente. Como contraía los párpados, solo se le veían dos rayas azules.
—Casi parece que hable. No sé, debo de imaginármelo yo…
—¡Coño, claro!
—… pero casi lo oigo murmurar. Bla bla bla bla bla…
—Calla, que me va dar repelús.
—Pero hombre, ¿aún no tienes?
Sandy prefirió no contestar.
—Venga, sal.
Salieron, pero antes de cerrar la puerta Curt echó un último vistazo.
Buscaron en el piso de arriba del cuartel, donde había una sala de estar y un dormitorio como de colonias detrás de una cortina de simple tela azul (se componía de cuatro catres). Andy Colucci miraba una serie cómica por la tele. También había un par de agentes durmiendo, los del turno de noche. Sandy les oía roncar. Retiró la cortina para verificarlo. En efecto, eran dos; uno, el más educado, hacía uic-uic por la nariz, y el otro, más grosero, ronc-ronc con la boca abierta. Ninguno era Ennis. A decir verdad, Sandy no había tenido esperanzas de encontrarle arriba. Para escaquearse, Ennie Rafferty prefería el almacén del sótano; se sentaba en una mecedora vieja, que armonizaba con un escritorio metálico de la época de la Segunda Guerra Mundial, y se ponía música de baile muy baja en la radio de la estantería, que también era vieja y estaba medio estropeada. Esa noche, sin embargo, no estaba en el almacén. La radio estaba apagada, y la mecedora, con su cojín en el asiento, desocupada. Tampoco estaba Ennis en ninguno de los cubículos de almacenaje, que tenían poca luz y un ambiente fantasmal, casi como de mazmorras.
En el edificio había un total de cuatro excusados, contando el de acero y sin tapa del rincón de los detenidos. Ennis no estaba escondido en ninguno de los tres con puerta. Tampoco estaba en la cocina, en comunicaciones ni en el despacho del sargento jefe, temporalmente vacío, con la puerta abierta y las luces apagadas.
Para entonces, además de Sandy y Curt estaba Huddie Royer. Orville Garrett se había marchado a casa hasta el día siguiente (probablemente por miedo a que se personara la hermana de Ennis), y, como había dejado a Mr. Dillon al cuidado de Huddie, también estaba con ellos el perro. Curt explicó qué hacían y por qué. Huddie captó enseguida las implicaciones. Tenía una cara redonda de campesino, pero ni un pelo de tonto. Llevó a Mr. D al armario de Ennis y le dejó olfatear el interior, cosa que el animal hizo con gran interés. En ese momento se les unió Andy Colucci y un par de agentes que no estaban de servicio y pasaban para echarle un vistazo al Buick. Salieron, se dividieron en dos grupos y rodearon el edificio en círculos contrarios llamando a Ennis. Quedaba luz de sobra, pero el día había empezado a ponerse rojo.
Un grupo lo formaban Curt, Huddie, Mr. D y Sandy. Mr. Dillon iba lentamente y oliéndolo todo, pero solo reaccionó una vez, y no sirvió de nada, porque el olor que había captado lo llevó derecho al Gremlin de Ennis.
Al principio, llamando a Ennis por su nombre tenían la sensación de hacer el tonto, pero al rendirse y volver a entrar en el cuartel la sensación se había esfumado del todo. Que llamarle de pronto hubiera pasado de parecer una tontería a algo serio resultaba inquietante.
—Podríamos llevar a Mr. D al cobertizo, a ver qué huele —propuso Curt.
—Ni hablar —dijo Huddie—. No le gusta el coche.
—Venga, tío, que Ennis es mi compañero. Además, puede que ahora ya no reaccione de la misma manera.
Pero sí, la reacción de Mr. D fue la misma. Fuera del cobertizo estaba bien, y de hecho empezó a estirar la correa en cuanto se acercaron a la puerta lateral. Tenía el hocico tan bajo que casi rozaba el asfalto. Cuando estuvieron al lado de la puerta, su interés creció aún más. Los troopers tenían clarísimo que había detectado el olor de Ennis con la máxima nitidez.
Entonces Curtis abrió la puerta, y Mr. Dillon se olvidó de lo que hubiera estado oliendo. Empezó a aullar y volvió a agacharse como si tuviera calambres. Se le erizaron los pelos como la cola de un pavo real, y salpicó de orines la entrada y el suelo de cemento del cobertizo. Al poco rato tiraba de la correa que sujetaba Huddie, aullando y con las mismas ganas de entrar que antes, pero teñidas de una reticencia anómala. Le provocaba aversión y miedo, se le veía en todo el cuerpo (incluidos los ojos, desquiciados), y aun así intentaba llegar.
—¡Da igual, da igual! ¡Sácalo! —exclamó Curt.
Hasta entonces Curt se había controlado muy bien, pero el día había sido largo y tenso, y empezaba a acercarse al punto crítico.
—No es culpa suya —dijo Huddie.
No tuvo tiempo de decir nada más. Mr. Dillon levantó el hocico y volvió a aullar… con la diferencia de que a Sandy, más que un aullido, le pareció un grito. El perro avanzó con otro movimiento espasmódico que tensó el brazo de Huddie como una bandera con mucho viento. Ya estaba dentro, aullando y gañendo, intentando avanzar y meándose por todas partes como si fuera un cachorro. Meándose de miedo.
—¡Ya lo sé! —dijo Curt—. Tenías razón desde el principio. Si quieres te pido disculpas por escrito, pero ¡sácalo, coño!
Huddie tiró de la correa para que el perro retrocediese, pero era un animal grande, de unos cuarenta kilos, y no quería. Para encarrilarlo en la dirección deseada, tuvo que agacharse Curt. Al final, cada uno por un lado, lo sacaron a rastras, pero él se resistió, aulló y dio mordiscos al aire durante todo el trayecto. Más tarde, Sandy lo compararía con arrastrar un saco de mofetas.
Cuando tuvieron al perro al otro lado de la puerta, Curtis la cerró de un portazo, y en ese mismo instante Mr. Dillon se tranquilizó y dejó de forcejear. Era como si le hubieran accionado un interruptor en la cabeza. Siguió echado uno o dos minutos para recuperar el resuello, y volvió a levantarse, mirando a los agentes con unos ojos perplejos que decían: «¿Qué ha pasado? Iba bien y de repente ha sido como quedarme en blanco».
—¡Me cago en la hostia! —dijo Huddie en voz baja.
—Llévatelo al cuartel —dijo Curt—. Ha sido mala idea pedirte que lo dejaras entrar, pero es que estoy preocupadísimo por Ennis.
Huddie volvió al cuartel con el perro, que volvía a estar más fresco que un batido de fresa y solo se detuvo a husmear los zapatos de los troopers que habían ayudado a buscar por el recinto. Ahora había otros, gente que al oír el flipe de Mr. D había salido a ver qué pasaba.
—Venga, tíos, adentro —dijo Sandy. Luego añadió lo que siempre les decía a los cotillas que se juntan donde ha habido un accidente—: Se acabó la función.
Entraron, observados por Curt y Sandy, que estaban al lado de la puerta cerrada del cobertizo. Al poco rato volvió a salir Huddie sin Mr. D. Viendo a Curt a punto de coger el pomo de la puerta del cobertizo, Sandy notó en la cabeza una especie de oleada de miedo y tensión. Era la primera vez que el cobertizo B le provocaba una reacción así, pero no sería la última. En los veintipico años posteriores a aquel día entraría decenas de veces en él, pero nunca sin que se alzara aquella oscura ola mental y sin la intuición de horrores casi entrevistos, de abominaciones en el rabillo del ojo.
Aunque lo de casi entrevistos no se aplicaría a todos los horrores. Al final entrevieron muchos.
Entraron los tres con crujido de suelas en el cemento sucio. Sandy encendió los interruptores y la luz cruda de las bombillas les mostró el Buick como atrezo restante en un escenario vacío, o como la única obra de arte de una galería disfrazada de garaje para la inauguración. ¿Cómo se llamaría?, se preguntó Sandy. Se le ocurrió From a Buick 8, probablemente por ser el título de una canción de Bob Dylan. Estando allí los tres, Sandy se acordó del estribillo, que tuvo una especie de efecto iluminador sobre la aprensión que sentía. Well, if I go down dying, you know she bound to put a blanket on my bed (Y si me caigo agonizando, seguro que ella me pone una manta en la cama).
Les miraba tan pancho con los faros, y una mueca de desprecio en la típica rejilla Buick; con todo el lujo de cuatro pedazos de neumático de franja blanca, conteniendo un salpicadero lleno de mandos falsos y fijos y un volante tan enorme que parecía de velero. El contenido era algo que al perro del cuartel le hacía aullar de miedo y tirar de la correa al mismo tiempo, como por obra de una especie de magnetismo extático. Dentro ya no hacía frío, suponiendo que lo hubiera hecho en algún momento. Sandy veía el sudor de los otros dos hombres, y se notaba el suyo.
Quien lo dijo en voz alta, finalmente, fue Huddie, y Sandy se alegró. Él lo notaba, pero habría sido incapaz de traducirlo en palabras. Era demasiado estrafalario.
—Se lo ha comido, el muy hijo de puta —dijo Huddie sin la menor vacilación—. No me lo explico, pero para mí que ha entrado aquí solo para volver a mirar el coche y… no sé… que se lo ha comido.
Curt dijo:
—Nos observa. ¿Lo notáis?
Sandy miró los ojos vidriosos de los faros. La mueca de desprecio de la boca, llena de dientes cromados. Los adornos de los laterales, que casi podían pasar por mechones de pelo lacio y bien peinado. Notaba algo, en efecto. Quizá solo fuera un miedo infantil a lo desconocido, el que tienen los niños delante de una casa que presienten encantada. O quizá tuviera razón Curt. Quizá les observaba. Midiendo las distancias.
Lo miraron casi sin respirar. Seguiría estando muchos años en el mismo sitio, años de ir y venir presidentes, de sustituir el compact al vinilo, de subir la bolsa y derrumbarse dos rascacielos, de vivir y morir estrellas de cine, de tránsito de agentes viejos y nuevos en el cuartel de Troop D. Tenía la misma realidad, el mismo peso que las piedras y las rosas. Y hasta cierto punto experimentaron lo mismo que Mr. Dillon: su atracción. En los siguientes meses se convertiría en normal ver polis protegiéndose la cara de la luz con las manos y mirando por la hilera de ventanillas del portón del garaje. Eran miradas como de gente curioseando por una obra. A veces también entraban (pero nunca en solitario; respecto al cobertizo B regía el sistema de parejas), y en ese momento siempre parecían más jóvenes, como niños metiéndose en el cementerio por una apuesta.
Curt carraspeó. El ruido sobresaltó a los otros dos, que rieron con nerviosismo.
—Vamos a llamar al sargento —dijo, y esta vez