Ennis Rafferty encontró los prismáticos en la caja de aparejos, que durante la temporada de pesca le acompañaba de coche en coche. Una vez los tuvo en su poder, él y Curt Wilcox bajaron al arroyo Redfern con el mismo objetivo con que el oso de la canción subía a la montaña: ver qué había detrás.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Brad al verles alejarse.
—Vigila el coche y piensa en tu versión —dijo Ennis.
—¿Versión? ¿Por qué voy a tener una versión?
Se le notaba cierto nerviosismo en la voz. Ni Ennis ni Curt contestaron.
Mientras descendían por la cuesta, listos ambos para coger al otro al menor resbalón, Ennis dijo:
—El coche no es normal. Lo sabe hasta Bradley Roach, que no tiene precisamente un coeficiente de doscientos.
Antes del final de la frase, Curt ya asentía.
—Es como los dibujos del libro de actividades que tenía yo de niño. DESCUBRE LAS DIEZ DIFERENCIAS EN ESTA IMAGEN.
—¡Anda, es verdad!
Ennis se quedó con la idea. Le caía bien el joven con quien le habían emparejado, y preveía que cuando estuviera un poco más curtido sería buen trooper.
Ya habían llegado al borde del arroyo. Ennis cogió los prismáticos, que se había colgado del cuello.
—No tiene pegatina de inspección. ¡Hostia, ni matrícula! ¡Y qué volante! Curtis, ¿tú has visto lo grande que es?
Curt asintió.
—Tampoco hay antena de radio —continuó Ennis—, ni barro en la carrocería. ¿Cómo puede ser que haya venido por la 32 sin salpicarse? ¡Si nosotros no hemos parado de pisar charcos! Tenemos sucio hasta el parabrisas.
—No sé. ¿Has visto las salidas de ventilación?
—¿Eh? Sí, claro, pero es lo que tienen todos los Buicks de antes.
—Ya, pero estas están mal. En el lado del copiloto hay cuatro, y en el del conductor solo tres. ¿Tú crees que Buick ha sacado algún coche al mercado con más salidas de ventilación en un lado que en el otro? Yo no.
Ennis miró a su compañero con cara de perplejidad, se puso los prismáticos y enfocó el arroyo. Encontrar y enfocar la cosa negra que había motivado la rauda llamada telefónica de Brad fue cuestión de segundos.
—¿Qué es? ¿Un abrigo? —Curt se protegía la vista, bastante superior a la de Bradley Roach—. No, ¿verdad?
—No —dijo Ennis sin bajar los prismáticos—. Parece… un cubo de la basura. De esos de plástico que venden en el pueblo, en el Tru-Value. Mira tú, que igual la cago.
Le pasó a Curt los prismáticos, y no, no la cagaba. Lo visto por Curtis era efectivamente un cubo negro de la basura. Debía de haberse caído del camping para autocaravanas que había encima de los Bluffs, cuando más arreciaba el chaparrón de la noche anterior. Ni era un abrigo negro ni llegó a aparecer ninguno, como tampoco apareció un sombrero negro ni el hombre de la cara blanca y el rizo de pelo negro y lacio al lado de una oreja extraña. De cara a los troopers, la existencia del hombre en cuestión podía ser objeto de duda (en el momento de llevar al despacho al señor Roach para hacerle más preguntas, Ennis Rafferty no dejó de fijarse en el número de Inside View de encima de la mesa), pero no la del Buick. Aquel Buick tan raro estaba fuera de cualquier duda. Formaba parte del escenario, justo al lado de los surtidores. Solo que cuando apareció la grúa del condado para llevárselo, ni Ennis Rafferty ni Curtis Wilcox se creían que fuera un Buick.
Entonces no sabían qué era.
Los polis de cierta edad tienen derecho a las corazonadas, y Ennis, al volver con su compañero a donde se había quedado Brad Roach, tuvo una. Brad estaba de pie al lado del Roadmaster de las tres salidas de ventilación en un lado y las cuatro en el otro (todas perfectamente cromadas). La corazonada de Ennis consistía en que las irregularidades que les habían llamado la atención solo eran la nata del sundae. En ese caso, cuanto menos viera el señor Roach menos podría contar. Tal fue el motivo de que Ennis, a pesar de su extrema curiosidad por el coche abandonado (curiosidad que pedía a gritos una buena dosis de satisfacción), se lo dejara a Curt, mientras él iba con Bradley al despacho. Cuando estuvieron dentro, Ennis pidió una grúa para llevar el Buick al cuartel, donde de momento podrían guardarlo en el aparcamiento trasero. También quería interrogar a Bradley mientras estuvieran relativamente frescos sus recuerdos. Ennis contaba con que ya le llegaría la hora de poder inspeccionar a fondo y sin prisas la extraña captura.
—Para mí que está un poco modificado. No creo que haya que darle más vueltas —se limitó a decirle a Curt antes de meterse en el despacho con Bradley.
Curt puso cara de escepticismo. Bien estaba modificar, pero aquello era de locos. ¿Quitar una salida de ventilación y darle a la superficie un acabado tan perfecto que no se viera la marca? ¿Sustituir el volante normal de un Buick por algo que parecía salido de un yate? ¿Eso eran modificaciones?
—Tú échale un vistazo mientras yo hago cuatro cosas —dijo Ennis.
—¿Puedo mirar el motor?
—Tú mismo. Pero no toques el volante, por si hace falta tomar las huellas. Y ten un poco de sentido común. Intenta no dejarlo todo embadurnado con las tuyas.
Volvían a estar al lado de los surtidores. Brad Roach miro con ansiedad a los dos polis, el que mataría en el siglo XXI y el que esa misma tarde desaparecería sin dejar rastro.
—¿Qué, tíos, qué os parece? —preguntó—. ¿Está muerto en el río? ¿Se ha ahogado? Es eso, ¿no?
—Pues… como no se haya metido en el cubo de basura que hay al lado del árbol caído y se haya ahogado dentro… —dijo Ennis.
Brad se quedó boquiabierto.
—Cago en… ¿Solo es un cubo?
—Pues me parece que sí. Y un adulto estaría muy estrechito. Agente Wilcox, ¿quiere preguntarle algo a este joven?
Dado que aún estaba en fase de formación, y Ennis formándole, Curtis hizo unas cuantas preguntas, más que nada para cerciorarse de que Bradley no estuviera borracho ni mal de la cabeza. Luego hizo una señal con la suya a Ennis, que le dio a Bradley una palmada en el hombro, como si fueran colegas de toda la vida.
—Oye, tú, ¿entramos? —propuso—. Así me pones un cafelito y procuramos sacar algo en claro.
Y se llevó a Brad. El brazo que amistosamente sujetaba la espalda de Bradley Roach tenía mucha fuerza, y siguió empujándole en dirección al despacho mientras el agente Rafferty hablaba a mil por hora.
En cuanto al agente Wilcox, dispuso de unos tres cuartos de hora de Buick antes de que apareciera la grúa del condado con la luz naranja encendida. Cuarenta y cinco minutos no son mucho tiempo, pero fue suficiente para que Curtis se licenciara de por vida en Roadmaster. Como decía mi madre, el amor de verdad siempre es un flechazo.
Volvieron al cuartel conduciendo Ennis, detrás de la grúa y el Buick, que iba con el morro en alto y el parachoques trasero casi rozando la carretera. Curt iba en el asiento del copiloto, tan alborotado y cambiando tanto de postura que parecía un niño con ganas de hacer pipí. Entre los dos, la radio Motorola, llena de rasguños y golpes, víctima de a saber cuántas duchas de café y cola pero con resistencia de roca, cotorreaba por el canal 23: Matt Babicki y los agentes de servicio, enzarzados en el toma y daca que formaba la banda sonora constante de sus vidas. Era un ruido presente, pero que ya no oían ni Ennis ni Curt, salvo que saliera el número de ellos.
—Lo primero es el motor —dijo Curt—. No, supongo que lo primero es el cierre del capó. Está muy hacia el lado del conductor, y no se saca, se empuja…
—Es la primera vez que lo oigo —rezongó Ennis.
—Espera, espera —dijo su joven compañero—. Resulta que lo encuentro, abro el capó y el motor… tío, el motor…
Ennis le miró de reojo con la expresión de cuando se ha tenido una idea de una verosimilitud demasiado horripilante para negarla. El resplandor amarillo de la luz giratoria de la grúa le pasaba por la cara como ictericia.
—No te atrevas a decirme que no tiene —dijo—. No te atrevas a decirme que solo tiene un cristal luminoso o alguna chorradita de platillo volante.
Curtis rió. Fue una risa al mismo tiempo alegre y alocada.
—No, no, sí que hay motor, pero está todo mal. En los dos lados del bloque principal pone BUICK 8 en letras grandes cromadas, como si el que lo hizo hubiese temido olvidarse de qué era. Hay ocho bujías, cuatro por lado; eso es correcto (ocho cilindros, ocho bujías), pero no hay tapa del distribuidor, ni distribuidor. Tampoco hay dinamo ni alternador.
—¡Venga ya!
—Te lo juro por mi vida, Ennis.
—Y ¿dónde están conectados los cables de las bujías?
—Por lo que he visto, cada uno da una vuelta y vuelve a meterse en el bloque del motor.
—¡Anda, tío!
—¡Que sí! ¡Tú escucha!
En otras palabras, no me interrumpas más y déjame hablar. Curtis Wilcox cambió de postura en el asiento pero sin quitarle la vista al Buick que remolcaban delante.
—Vale, Curtis, ya te escucho.
—Tiene radiador, pero no he visto que hubiera nada dentro. Ni agua ni anticongelante. Tampoco hay correa del ventilador. Lógico, porque por no haber no hay ni ventilador.
—¿Y gasolina?
—Hay cárter, y la varilla del nivel es normal, aparte de que no hay marcas. Hay batería, una Delco, pero oye, Ennis: no está conectada con nada. No hay cables.
—Describes un coche que no podría funcionar de ninguna manera —dijo Ennis rotundamente.
—¡A quién se lo cuentas! He sacado la llave del contacto y lime una cadena normal, pero aparte de la cadena, ni placa con iniciales ni nada de nada.
—¿Hay alguna llave más?
—No, y la del contacto no es de verdad, solo una lengua de metal más o menos así de larga.
Curt separó el pulgar y el índice lo que medía una llave.
—¿Qué quieres decir? ¿De esas sin cortar que tienen los cerrajeros?
—No. No tiene ningún parecido con una llave. Solo es una tirita de acero.
—¿La has probado?
Curt, que hasta entonces hablaba casi compulsivamente, tardó un poco en contestar.
—¡Tío —dijo Ennis—, que soy tu colega! ¡No te voy a morder!
—Vale, pues sí, la he probado. Quería ver si siendo tan raro el motor funcionaba.
—Tendrá que funcionar, digo yo. Lo conducía alguien, ¿no?
—Es lo que dice Roach, pero al mirar debajo del capó me ha entrado la duda de si estaba mintiendo o hipnotizado. En todo caso, la pregunta sigue abierta. Lo que hace de llave no gira. Como si estuviera bloqueado el contacto.
—¿Ahora la llave dónde está?
—He vuelto a meterla en el contacto.
Ennis asintió.
—Muy bien. ¿Al abrir la puerta se ha encendido la luz del techo? ¿O no hay?
Curtis se lo pensó.
—Sí, había y se ha encendido. Debería haberme fijado. ¿Cómo puede haberse encendido? ¡Si no está enchufada la batería!
—A lo mejor está alimentada con un par de pilas. —Pero no se lo creía ni él—. ¿Qué más?
—Me he dejado lo mejor para el final —dijo Curtis—. He tenido que toquetear un poco, pero he usado un pañuelo y sabía dónde tocar, o sea que no me toques tú los huevos.
Ennis no dijo nada en voz alta, pero su mirada decía que si tenía que tocarle los huevos se los tocaría.
—Todos los controles del salpicadero son falsos. Pura fachada. Los de la radio no giran, y el de la calefacción tampoco. La palanca del desempañador no se mueve. Es como un palo en un bloque de cemento.
Ennis siguió a la grúa por el camino de entrada al cuartel, que estaba en la parte trasera.
—¿Algo más?
—Más que algo, todo. Está jodido de la rehostia. —Ennis se sobresaltó, porque Curtis no solía decir palabrotas—. ¿Sabes el volante, aquel tan grande? Pues para mí que también es de mentira. Lo he movido (solo con el dorso de la mano, que no te dé una hemorragia), y gira un poco, tanto a la izquierda como a la derecha, pero solo un poco. No digo que no esté puesto algún seguro, y en el contacto igual, pero…
—Pero a ti no te lo parece.
—No.
La grúa aparcó delante del cobertizo B. Con un pitido hidráulico, el Buick abandonó su postura de morro en alto y volvió a descansar en los neumáticos de franja blanca. La grúa la conducía Johnny Parker, que la rodeó para desenganchar el Buick, jadeando a través de un cigarrillo Pall Mall. Ennis y Curtis se quedaron en el coche patrulla, mirándose.
—¿Qué coño ha pasado? —acabó preguntando Ennis—. Un coche que no se puede conducir, con un volante que no gira, se mete en la gasolinera Jenny de la 32 y frena justo al lado del surtidor de alto octanaje. No tiene pegatina de revisión… —Se le ocurrió una idea—. ¿Y el número de registro? ¿Has mirado si tiene?
—En el cambio de marchas no —dijo Curt mientras abría la puerta, impaciente por salir. Los jóvenes siempre son impacientes—. En la guantera tampoco, porque no hay. Hay tirador, y botón de cierre, pero ni se hunde el botón, ni se levanta el tirador, ni se abre la puertecita. Solo está de cara a la galería, como el resto del salpicadero. Que de hecho es falso. En los años cincuenta no hacían coches con salpicaderos de madera. Al menos en Estados Unidos.
Salieron y miraron la parte trasera del Buick huérfano.
—¿Y el maletero? —preguntó Ennis—. ¿Eso se abre?
—Sí, no está cerrado con llave. Aprietas el botón y salta como el maletero de cualquier otro coche, pero huele fatal.
—¿Cómo?
—A podrido.
—¿Hay algún muerto?
—No, ni muertos ni nada.
—¿Y un neumático de recambio? Un gato, al menos.
Curtis negó con la cabeza. Vino Johnny Parker quitándose los guantes oscuros.
—¿Qué, hay que hacer algo más?
Ennis y Curt negaron con la cabeza.
A los pocos pasos de alejarse, Johnny se detuvo.
—Una cosa: ¿eso qué coño es? ¿Alguna bromita?
—Aún no lo sabemos —le dijo Ennis.
Johnny asintió.
—Pues si os enteráis me lo decís. La curiosidad mató al gato, y la satisfacción lo resucitó. ¿No?
Lo de la curiosidad y el gato formaba parte de la vida de Troop D; no podía decirse que fuera una broma entre ellos, sino un componente que se había introducido en el lenguaje del cuerpo.
Ennis y Curt vieron alejarse al viejo.
—¿Te falta algo que decir antes de que hablemos con el sargento Schoondist? —preguntó Ennis.
—Sí —dijo Curtis—. Aquí dentro es zona de terremotos.
—¿Terremotos? ¿Y eso qué coño quiere decir?
Curtis le explicó un programa que había visto la semana anterior en el canal PBS, cerca de Pittsburgh. Para entonces se habían acercado varias personas, entre ellas Phil Candleton, Arky Arkanian, Sandy Dearborn y el propio sargento Schoondist.
Era un programa sobre predicción de terremotos. Curtis dijo que a los científicos todavía les faltaba mucho para encontrar una manera segura al cien por cien de pronosticarlos, pero que la mayoría lo consideraba factible en el futuro. Porque había indicios previos. Los sentían los animales, y la gente a menudo también. Los perros se ponían nerviosos y ladraban para que los dejaran salir. El ganado se alborotaba en los establos, o echaba abajo las vallas de los pastos. Había veces en que las gallinas movían tanto las alas en las jaulas que se les partían (las alas). Ciertas personas afirmaban oír un zumbido muy agudo procedente de la tierra quince o veinte minutos antes de un terremoto importante (y si lo oían algunas personas, era de cajón que la mayoría de los animales lo oiría con más claridad). Otro indicio: hacía frío. Las bolsas frías pre-terremoto no las sentía todo el mundo, pero sí mucha gente. Había, incluso, datos meteorológicos en apoyo de las informaciones subjetivas.
—¿Me tomas el pelo? —repuso Tony Schoondist.
Curt contestó que en absoluto. En San Francisco, dos horas antes del gran terremoto de 1906, había bajado la temperatura ni más ni menos que cuatro grados. Era un hecho comprobado, y ello a pesar de no haber variado ninguna otra condición climática.
—Fascinante —dijo Ennis—, pero ¿qué tiene que ver con el Buick?
Entonces ya se habían reunido bastantes troopers para formar un pequeño corro de oyentes. Curtis los miró sabiendo que corría el peligro de que durante seis meses en las llamadas por radio le bautizaran como Terremoto, pero estaba demasiado embalado para darle importancia. Dijo que durante el interrogatorio a Bradley Roach, estando Ennis dentro de la gasolinera, él se había sentido detrás de aquel volante tan raro y tan grande (procurando, entonces y en todo momento, no tocar nada excepto con el canto de la mano) y que, mientras estaba sentado, había empezado a oír un zumbido muy agudo. Dijo que además de oírlo lo había sentido.
—No paraba. Estaba en todas partes. Lo he notado vibrándome en las tripas. Creo que si hubiera sido un poco más fuerte habría hecho sonar la calderilla que llevo en el bolsillo. Me parece que tiene un nombre; lo aprendíamos en física, pero ahora mismo no me acuerdo.
—Un armónico —dijo Tony—. Es cuando empiezan a vibrar dos cosas juntas, como los diapasones o las copas de vino.
Curtis asentía.
—Eso, eso. No sé cuál sería la causa, pero es muy potente. Parecía que se me metiera en el centro de la cabeza, como el ruido de las líneas de alta tensión de los Bluffs cuando estás justo debajo. Os parecerá que estoy loco, pero más o menos al minuto de oírlo casi parecía que el zumbido hablase.
—Yo una vez, en los Bluffs, me tiré a una —dijo Arky, todo sentimiento y con más voz de Lawrence Welk que nunca—, y sí que era bastante armónico, sí. Bzzz, bzzz, bzzz…
—Tío, eso te lo guardas para las memorias —dijo Tony—. Sigue, Curtis.
—Al principio he pensado que era la radio —dijo Curtis—, porque también se parecía un poco: como cuando está encendida una radio antigua de tubo de vacío y capta música de muy lejos. Cojo el pañuelo, estiro la mano para desconectarla… y entonces he comprobado que no se movían los botones, ninguno. Tiene tan poco de radio de verdad como… como Phil Candleton de trooper de verdad.
—Muy gracioso, el nene —dijo Phil—. Casi tanto como una gallina de goma, o…
—Calla, que quiero oírlo —dijo Tony—. Sigue, Curtis. Y menos chistes.
—Sí, señor. Al probar los botones de la radio me di cuenta de que hacía frío. Hoy hace calor, y el coche estaba al sol, pero dentro hacía fresquito. Y como con humedad. Entonces he recordado el programa sobre los terremotos. —Curt meneó lentamente la cabeza—. No sé por qué, pero me han dado ganas de salir lo más deprisa posible. El zumbido empezaba a oírse menos, pero hacía más frío que antes. Parecía una nevera.
Tony Schoondist, por entonces sargento jefe de Troop D, se acercó al Buick, pero no lo tocó; solo se agachó para meter la cabeza por la ventanilla, y se quedó así durante casi un minuto, mirando el interior del coche azul oscuro con la espalda inclinada pero recta, y las manos juntas en la espalda. El resto de los troopers se apiñaron alrededor de Curtis en espera de que Tony terminara con lo que estuviera haciendo. Para la mayoría, Tony Schoondist era el mejor jefe que habían tenido desde que llevaban el gris de Pensilvania. Era duro, valiente, justo y todo lo astuto que hiciera falta. Cuando un trooper llegaba al rango de sargento jefe, intervenía la política. Las reuniones mensuales. Las llamadas de Scranton. Sargento jefe no era precisamente el tope del escalafón, pero daba para eso. Schoondist seguía el juego con bastante habilidad para no perder la silla, pero sabía tan bien como sus hombres que nunca llegaría más arriba. Tampoco quería. Porque para Tony sus hombres eran siempre lo primero; sus hombres y, desde que Shirley sustituyó a Matt Babicki, su mujer. En otras palabras, Troop D. No lo sabían porque dijera nada, sino por su manera de caminar.
Acabó volviendo con sus hombres, se quitó la gorra, se acarició el pelo cortado a cepillo y volvió a ponérsela. Con la correa detrás, siguiendo la normativa de verano. En invierno la correa iba en la punta del mentón. Era la tradición, y en la policía estatal de Pensilvania, como en cualquier organización con cierta trayectoria, había mucha. Hasta 1962, por ejemplo, los troopers no podían casarse sin permiso del sargento jefe (atribución que usaba este para eliminar a cualquier novato o trooper joven que no le pareciera hecho para el cargo).
—Aquí no zumba nada —dijo Tony—, y para mí que la temperatura interior es más o menos la que debería ser. Puede que un poco más fresca que el aire de fuera, pero…
Se encogió de hombros.
Curtis se ruborizó.
—Sargento, le juro que…
—No te cuestiono —dijo Tony—. Si dices que vibraba como un diapasón, te creo. ¿De dónde dirías que salía el zumbido? ¿Del motor?
Curtis negó con la cabeza.
—¿Del maletero?
Otra negativa.
—¿De debajo?
Otra. Ahora los mofletes de Curtis ya no estaban rosados, sino rojos, al igual que el cuello y la frente.
—Pues ¿de dónde?
—Del aire —dijo de mala gana Curtis—. Ya sé que parece una chorrada, pero… sí, del aire.
Miró alrededor como si esperara risas, pero no las hubo.
Más o menos entonces llegó Orville Garrett. Venía de la zona fronteriza del condado, de una obra donde por la noche habían destrozado maquinaria pesada. Le acompañaba, tranquilísimo, Mr. Dillon, la mascota de Troop D. Era un pastor alemán, pero con un toque puede que de collie. Orville y Huddie Royer lo habían encontrado de cachorro, chapoteando en el pozo de una granja abandonada, cerca de Sawmill Road. Es posible, pero no probable, que se cayera de manera accidental.
Mr. D no era un perro especial K-9, pero solo porque nadie lo había entrenado en ese sentido. Era listísimo, además de protector. Si se le ocurría a alguien levantarle la voz a uno de Troop D y ponerse chulo estando cerca Mr. Dillon, corría el riesgo de pasarse el resto de la vida buscándose los mocos con un lápiz.
—¿Qué, tíos, qué pasa? —preguntó Orville.
Antes de que pudieran contestar, Mr. Dillon empezó a aullar. Sandy Dearborn, que era el que estaba más cerca del perro, nunca le había oído aullar así. Mr. D retrocedió deprisa y se agachó mirando el Buick. Tenía erguida la cabeza y los cuartos traseros tocando el suelo. Era la típica postura de perro a punto de cagar, menos el pelaje, que lo tenía erizado por todo el cuerpo, vertical cada pelo. A Sandy se le heló la piel.
—Pero bueno, ¿qué le pasa? —preguntó en voz baja Phil, extrañadísimo.
Entonces Mr. D soltó otro aullido largo y tembloroso y dio, como al acecho, tres o cuatro pasos hacia el Buick, pero sin abandonar la postura agachada, y apuntando todo al rato con el hocico al cielo. Era un espectáculo que daba repelús, como si el Buick, al mismo tiempo, le provocara un miedo atroz y lo atrajera. Después de dos o tres pasos más, se echó en el asfalto jadeando y gañendo.
—¡Pero bueno! —dijo Orv.
—Ponle la correa —dijo Tony—. Y mételo dentro.
Orv siguió las indicaciones de Tony, y no solo fue a buscar la correa de Mr. Dillon, sino que lo hizo corriendo. Phil Candleton, que siempre había tenido debilidad por el perro, acompañó a Orv una vez puesta la correa; iba al lado de Mr. D y de vez en cuando se agachaba para tranquilizarlo con una caricia y buenas palabras. Más tarde dijo a los demás que al perro le temblaba todo el cuerpo.
Nadie dijo nada. Tampoco hacía falta. Todos pensaban lo mismo, que Mr. Dillon había demostrado la veracidad de Curt. No temblaba el suelo, ni Tony había oído nada al meter la cabeza por la ventanilla del Buick, pero estaba claro que al coche le pasaba algo raro, algo que no se reducía al tamaño del volante ni a que la llave de contacto fuera una simple lengüeta. Algo peor.
En los años setenta y ochenta, los investigadores forenses de la policía estatal de Pensilvania era gente itinerante, personal de la jefatura del distrito que iba por todos los cuarteles de una zona determinada. En el caso de Troop D, la jefatura era Butler. No había furgonetas forenses. Lujos así, de capital, eran el sueño de muchos, pero a la Pensilvania rural no llegarían casi hasta finales de siglo. Los forenses se desplazaban en coches de policía sin distintivo, llevaban el equipo en el maletero o el asiento de atrás y lo acarreaban por los escenarios del crimen en bolsas grandes de tela con el logo de la policía estatal de Pensilvania (la PSP) en los laterales. La mayoría de los equipos forenses se componía de tres personas: el jefe y dos técnicos. A veces también había alguien de prácticas, gente con aspecto, por lo general, de ser demasiado jóvenes para comprar alcohol.
Por la tarde, en Troop D, apareció uno de esos equipos. Venía de Shippenville a petición personal de Tony Schoondist. Fue una visita peculiar, informal; un examen de vehículo que no acababa de ser de servicio. El jefe del equipo era Bibi Roth, un veterano (circulaba la broma de que había aprendido el oficio sentado en las rodillas de Sherlock Holmes y el doctor Watson). Con Tony Schoondist se llevaba bien, y no le importaba hacerle un favorcillo al sargento jefe de Troop D. Siempre y cuando no se supiera.