ENTONCES

En 1979 aún estaba abierta la gasolinera Jenny del cruce de la SR 32 y Humboldt Road, pero trampeaba; al final, todas las pequeñas se las comió la OPEC. El mecánico, y dueño, era Herberg «Hugh» Bossey, y ese día, en concreto, se había ido a Lassburg para que le hicieran una revisión dental; y es que a Hugh Bossey le pirraban las barras Snickers y la RC Cola. En la ventana del garaje había un cartel pegado con celo donde ponía: NO HAY MECÁNICO DE SERVICIO POR DOLOR DE MUELAS. El encargado de poner la gasolina se llamaba Bradley Roach. Había dejado a medias los estudios y apenas salía de la adolescencia. Era el mismo que veintidós años —y a saber cuántos miles de cervezas— después mataría al padre de un chico que entonces aún no había nacido, aplastándole contra un tráiler Freuhof, haciéndole girar como una peonza, desmontándole como una carraca, haciéndole rodar por los hierbajos casi sin piel y dejando en la carretera su ropa ensangrentada, al revés, como en un truco de magia. Pero bueno, todo eso está por llegar. Ahora estamos en el pasado, en el país mágico de «entonces».

Hacia las diez de una mañana de julio Brad Roach estaba sentado en el despacho de la gasolinera Jenny con los pies en la mesa y leyendo Inside View. La portada era una imagen de un platillo volante colocado ominosamente sobre la Casa Blanca.

Sonó el timbre del garaje. Al mismo tiempo, los neumáticos de un vehículo rodaron por el asfalto y pasaron por encima de la manguera del aire. Al levantar la cabeza, Brad vio que el coche (el mismo que pasaría tantos años en la oscuridad del cobertizo B) frenaba al lado del segundo de los dos surtidores de la gasolinera, el que llevaba el indicativo ALTO OCTANAJE. Era un Buick azul oscuro muy bonito, viejo (tenía la rejilla grande cromada y la hilera de salidas de ventilación) pero en perfecto estado. La pintura relucía, el parabrisas relucía, la barra cromada del lateral de la carrocería relucía, y antes de que el conductor abriera la puerta Bradley Roach ya supo que tenía algo raro, pero no sabía el qué.

Dejó en la mesa la revista (que, de no ser porque el jefe estaba fuera pagando el precio de su afición a los dulces, no habría podido ni sacar del cajón) y se levantó justo cuando el conductor del Roadmaster abría la puerta opuesta a los surtidores y salía.

Durante la noche había llovido mucho, y seguían mojadas las carreteras (¡qué digo mojadas! En algunas partes bajas del oeste del municipio de Statler estaban inundadas), pero hacia las ocho había salido el sol y a las diez el día era luminoso y cálido. A pesar de ello, el hombre que bajó del coche llevaba gabardina negra y un sombrero grande del mismo color. «Parecía un espía de película antigua», le dijo Brad más o menos una hora después a Ennis Rafferty, permitiéndose lo que para él era un arranque de fantasía poética. De hecho la gabardina era tan larga que casi la arrastraba por los charcos del asfalto, y se hinchó por detrás al dirigirse el conductor del Buick al lateral de la gasolinera y el fragor del arroyo Redfern, que quedaba detrás. El fragor era mayor que de costumbre. Los chaparrones de la noche anterior habían producido un notable incremento de caudal.

Como Brad suponía que el de la gabardina negra y el sombrero negro de ala blanda iba al váter, le dijo:

—Está abierto. Oiga, ¿cuánto quiere de este combustible de avión?

—Lleno —dijo el cliente.

A Brad Roach no le gustó mucho la voz. Más tarde les diría a los agentes que parecía hablar con la boca llena de gelatina. Está claro que tenía el día poético. Quizá el motivo fuera la ausencia de Hugh durante toda la jornada.

—¿Le miro el aire? —preguntó.

Para entonces el cliente ya había llegado a la esquina de la gasolinera, blanca y pequeña. A juzgar por su rapidez de movimientos, Brad supuso que tenía prisa por descargarse de algo. El hombre, aun así, se detuvo y se giró un poco hacia Brad, lo justo para que este viera la curva pálida de una mejilla, casi como de cera, un ojo oscuro y con forma de almendra donde no se veía nada blanco y un rizo de pelo negro y lacio al lado de una oreja de forma extraña. Lo que más se le grabó a Brad en la memoria, de lo que se acordaba con mayor claridad, fue de la oreja. Tenía algo que le puso muy nervioso, y hasta es posible que le horrorizara, pero no consiguió explicar qué. Se le acabaron las reservas de poesía, y lo mejor que le salió fue: No sé, como deshecha, como si hubiera estado en un incendio.

—¡Solo gasolina! —dijo el de la gabardina y el sombrero negros con aquella voz sorda, y desapareció por la esquina con un revoloteo final, murcielaguesco, de tela oscura. Aparte de las características de la voz (de su sonido desagradable y mucoso, como de gelatina), tenía un acento que a Brad Roach le recordó cuando emitían por la tele los dibujos animados de Rocky y Bullwinkle, y salía aquel ruso, Boris Badinoff diciendo a Natasha: ¡Debemos atrapag al gatón y a la agdilla!

Brad se acercó al Buick y recorrió sin prisa el lateral más cercano a los surtidores (el conductor había aparcado con descuido, dejando mucho espacio entre el coche y el surtidor), pasando una mano por el relieve cromado y la superficie de la pintura. Fue una caricia más de admiración que de descaro, aunque bien pudo tener su pizca de inocente descaro, porque entonces Bradley era muy joven y tenía la alegría de los jóvenes. Llegó a la parte trasera, y al agacharse hacia la tapa del depósito quedó en suspenso. Había tapa, pero no había matrícula trasera. Por no haber, donde tendría que haber estado la matrícula ni siquiera había hueco ni agujeros para los tornillos.

Gracias a ello, comprendió qué le había extrañado nada más oír el timbre y ver el coche por primera vez. No había adhesivo de inspección. Claro que no era asunto suyo que no llevara matrícula en la trasera ni adhesivo en el parabrisas. Ya lo pararían los polis del pueblo, o alguno de Troop D, que tenían el cuartel al lado de la carretera. O no. Tanto daba. Lo que tenía que hacer Brad Roach era poner gasolina.

Giró la manivela lateral del surtidor de alto octanaje para poner a cero la numeración, metió el pitorro en el agujero y encendió el llenado automático. Empezó a sonar la campanilla de dentro, mientras Brad finalizaba el circuito del coche por el lado del conductor. Miró por las ventanillas de la izquierda y quedó sorprendido por la desnudez del interior, poco en consonancia con un coche que en los años cincuenta había sido casi de lujo. El tapizado de los asientos era marrón, al igual que la tela del techo. El asiento trasero estaba vacío, y el de delante, y en el suelo no había absolutamente nada, ni un miserable papel de caramelo, mapa o cajetilla arrugada. El volante parecía de marquetería. Bradley se preguntó si el modelo salía así de fábrica o si era un extra. Daba un toque lujoso. Y ¿por qué era tan grande? Solo le faltaba estar erizado de barritas para parecer el timón de un yate de ricacho. Para cogerlo había que separar las manos casi tanto como la anchura del torso. Debía de estar hecho a medida. Brad dudó que fuera cómodo para largas distancias. Qué va.

El salpicadero también tenía algo raro. Parecía de nogal texturizado, y tanto los controles como los accesorios (calefacción, radio, reloj), todos cromados, se veían normales… o al menos en su sitio… También lo estaba la llave de contacto (¡anda, qué confiado!, pensó Brad), pero el efecto general llamaba la atención por algo. Pero ¿qué?

Brad volvió hacia el morro del vehículo, admiró la rejilla cromada, de mueca despectiva (puro Buick; como mínimo la rejilla era como tenía que ser hasta el último detalle), y comprobó que no había adhesivo de inspección, ni de Pensilvania ni de ninguna otra zona. De hecho el parabrisas no tenía ninguna pegatina. Por lo visto el dueño del Buick no era miembro de ninguna asociación o club, como la Triple A, los Elks, los Lions o los Kiwanis. No era hincha ni de Pitt ni de Penn State (al menos en grado suficiente para pegar un adhesivo en un cristal del Buick), y su coche no estaba protegido por Mopar ni por el bueno de Rusty Jones.

Pero vaya cochazo… aunque el jefe le habría dicho que menos admirar carrocerías y más llenar deprisa los depósitos.

El Buick se bebió siete dólares, hasta que se cortó el suministro; mucha gasolina para una época en que se podía comprar la de alto octanaje a menos de veinte centavos el litro. Una de dos, o el del abrigo negro había salido de casa con el depósito casi vacío o venía de muy lejos.

Bradley decidió que la segunda opción tenía que ser necesariamente falsa. ¿Por qué? Pues hombre, porque las carreteras todavía estaban mojadas, con las cunetas a rebosar, pero en la piel azul y tersa del Buick no había la menor mancha o salpicadura de barro. Los neumáticos (unos señores neumáticos, con franja blanca), igual de inmaculados. Y eso a Bradley Roach le pareció ni más ni menos que imposible.

Claro que no era de su incumbencia, pero podía mencionar la falta de adhesivo en regla (jo, si en la esquina del parabrisas, por no haber, no había ni uno caducado). Quizá le dieran propina, y le llegara para unas cervecillas. Aún le faltaban seis u ocho meses para tener edad de comprar alcohol, pero esforzándose siempre había una manera, y Bradley en eso se esforzaba.

Volvió al despacho, se sentó, cogió el Inside View y esperó el regreso del de la gabardina negra. Mucho calor para ir vestido así, eso clarísimo, pero Brad consideraba que ese misterio ya lo tenía desentrañado. Era un PG, un poco diferente de los de la zona de Statler, pero no mucho. Por lo visto su secta permitía ir en coche. A los amish, Bradley y sus amigos los llamaban PG. Eran las siglas de paletos gilipollas.

Pasado un cuarto de hora, cuando Brad, una vez concluida la lectura de «¡Nos han visitado!» por el experto en ovnis Richard T. Rumsfeld (militar retirado), hubo prestado toda su atención a la rubia de la página cuatro (recogida en el acto de pescar con caña en un río de montaña en bragas y sostén), se dio cuenta de que todavía esperaba. Por lo visto aquel tío no había ido al váter para hacer un depósito de calderilla. Era, evidentemente, un millonario del cagadero.

Brad, con la sonrisa de imaginárselo en la letrina debajo de las cañerías oxidadas, a oscuras (hacía un mes que se había fundido la única bombilla y todavía no se habían decidido a cambiarla ni Bradley ni Hugh) y con el abrigo negro desparramado, mojándose y recogiendo cacas de ratón, volvió a coger la revista y la abrió por la página de chistes. Le dio para otros diez minutos. Algunos eran tan cómicos que Brad los leía tres y hasta cuatro veces con una risa sorda. Volvió a dejarla en la mesa y miró el reloj de encima de la puerta. Fuera, al lado de los surtidores, el Buick Roadmaster reflejaba el sol. Había pasado casi media hora desde que su conductor había contestado «¡Solo gasolina!» con aquella voz de estrangulado, antes de esfumarse por la esquina del edificio con un remolino de tela negra. ¿Era un PG o no? ¿Los PG iban en coche? A Brad le pareció que no, que los PG pensaban que cualquier cosa con motor era obra de Satanás.

Señal de que no debía de serlo. Bueno, que fuera lo que quisiera, pero ¿por qué no volvía?

De repente ya no le pareció tan graciosa la imagen del cliente sentado a oscuras en la taza descolorida, al lado del surtidor de diésel. Mentalmente seguía viéndole con la gabardina desparramada por el linóleo sucio y los pantalones a la altura de los tobillos, pero ahora le veía con la cabeza inclinada, la barbilla en el pecho y el sombrero de ala ancha (que bien pensado no parecía de amish) tapándole los ojos. Sin moverse. Sin respirar. Sin cagar, sino muerto. Infarto, embolia cerebral o algo por el estilo. Posible era. ¡Joder! Si el rey del rock era capaz de palmarla haciendo aguas mayores, podía todo el mundo.

—Qué va —dijo en voz baja Bradley Roach—. No, qué va… no puede ser… ¡Qué va!

Cogió la revista, intentó leer lo de los ovnis que nos vigilaban y no logró convertir las palabras en ideas coherentes. La dejó y miró por la puerta. El Buick seguía donde antes, reflejando el sol.

Del conductor ni rastro.

Media hora… no, ya llevaba treinta y cinco minutos. ¡Mecachis! Pasaron cinco minutos más, y le venció el impulso de arrancar tiras de la revista y dejarlas caer en la papelera, donde formaban montones nerviosos de confeti.

—Cago en… —dijo, y se levantó.

Cruzó la puerta, y después la esquina del cubo blanco de cemento donde llevaba trabajando desde dejar el instituto. Los servicios quedaban en la parte trasera, la que daba al este. Brad aún dudaba entre adoptar un registro serio (Oiga, ¿se encuentra bien?) o humorístico (Oiga, que si quiere tengo un petardo), pero tal como fueron las cosas no llegó a pronunciar ninguna de las dos frases, elaboradas con tanto esfuerzo.

La puerta del lavabo de hombres tenía suelta una bisagra, y si no la cerraban por dentro corría el peligro de abrirse al primer golpe de aire. Por eso Brad y Hugh siempre metían un trozo doblado de cartón en la rendija, para que se quedara cerrada no habiendo nadie dentro. Si el del Buick estaba en el lavabo, el trozo de cartón estaría o bien dentro, con él (dejado, con toda probabilidad, al lado de uno de los grifos mientras él iba a lo que iba), o bien tirado al pie de la puerta, en la plaquita de cemento de la entrada. La opción más frecuente, como poco después explicaría Brad a Ennis Rafferty, era la segunda. Él y Hugh estaban cansados de volver a meter el cartoncito al marcharse los clientes. También solía ser necesario tirar de la cadena. Fuera de casa, la gente pasaba mucho de hacerlo. Hablando claro: fuera de casa, la gente no se comportaba.

En ese momento, la cuña de cartón estaba en su sitio, asomando por la rendija entre la puerta y el marco, justo encima del pestillo, que era donde surtía mayor efecto. A pesar de todo, Brad abrió la puerta para comprobarlo, y recogió al vuelo el cartoncito con tanta habilidad como la que, corriendo el tiempo, adquiriría en el arte de abrir botellas de cerveza con el tirador de la puerta izquierda de su propio Buick. El cubículo, tal como intuía, estaba vacío. No se apreciaba ninguna señal de uso de la taza, ni se había oído ruido de tirar de la cadena mientras Brad leía la revista en el despacho. Tampoco había gotas de agua en la pila oxidada del agua.

Entonces se le ocurrió que el cliente no había rodeado la gasolinera para ir al lavabo, sino para ver el arroyo Redfern, cuya belleza, para quien no lo conociera, bien merecía un vistazo (y hasta darle al botón de la Kodak); con los Statler Bluffs dominando la orilla norte, y tantos sauces encima, cuyas verdes ramas parecían cabelleras de sirenas (fijo que el chico tenía alma de poeta, de Dylan McYeats en potencia)… Sin embargo, detrás tampoco había ni rastro del conductor del Buick. Lo único que había eran piezas sueltas de coche y un par de ejes de tractor del año de la castaña, tirados en los hierbajos como huesos oxidados.

El arroyo estaba ancho, con mucha espuma y cantando a pleno pulmón. Naturalmente que el aumento de caudal solo era provisorio (en el oeste de Pensilvania las inundaciones son cosa de la primavera), pero el Redfern, por un día, se había despertado de su habitual somnolencia y era un señor torrente.

Al ver lo profunda que estaba el agua, el cerebro de Bradley Roach vio dibujarse una posibilidad espantosa. Calculo la distancia de la cuesta (que era empinada) hasta el agua. La hierba aún estaba mojada por la lluvia, y probablemente muy resbaladiza, sobre todo para un PG paseándose con zapatitos de suela de cuero. Al darle vueltas en su cerebro, la posibilidad cuajó en casi certeza. No había ninguna otra explicación para el lavabo sin usar y el coche parado en el surtidor de alto octanaje, con el depósito a tope y la llave de contacto puesta. El tío del Buick Roadmaster había rodeado la gasolinera para echarle una miradita al Redfern, se había atrevido, tonto de él, a meterse por la cuesta de la orilla para verlo más de cerca… y ¡zas! Se acabó.

Lentamente, Bradley bajó hasta el agua; a pesar de sus Georgia Giants resbaló un par de veces, pero sin caerse, porque cada vez que perdía el equilibrio se cogía a alguna pieza de desguace. En la orilla no había ni rastro del hombre, pero al mirar el agua vio algo enganchado cerca de un abedul caído, a unos doscientos metros de donde estaba él. Subía y bajaba con la corriente. Negro. Podía ser perfectamente la gabardina del tío del Roadmaster.

—Mierda —dijo, y se apresuró a volver al despacho para llamar a Troop D, que quedaba unos tres kilómetros más cerca que la comisaría local. Que fue como