ENTONCES

Ningún rastro de papel: lo había decretado Tony Schoondist, y se acató. No por ello dejaba la gente de saber manejar lo relativo al Buick, ni qué canales tocaba usar. No era difícil. Se informaba a Curt, al sargento o a Sandy Dearborn, que eran los del Buick. Sandy suponía que su ingreso en el triunvirato se debía a algo tan sencillo como a haber asistido a la infausta autopsia. No era, evidentemente, por especial curiosidad hacia la cosa.

A pesar del edicto antipapel de Tony, Sandy estaba casi seguro de que Curt llevaba un registro personal —notas y conjeturas— sobre el Buick. En tal caso fue discreto. Mientras tanto, parecía que las bajadas de temperatura y las descargas de energía —los espectáculos de luces— fueran a menos. La cosa estaba perdiendo vitalidad.

Al menos era la esperanza de todos.

Sandy, que no tomaba notas, habría sido incapaz de facilitar una secuencia fiable de acontecimientos. A esto último, en caso de necesidad, quizá hubieran contribuido las cintas de vídeo acumuladas con los años, pero seguiría habiendo lagunas y preguntas. No estaban grabados todos los espectáculos de luces. ¿Y qué si lo estuvieran? En el fondo eran todos iguales. Entre 1979 y 1983 debió de haber una docena. La mayoría eran pequeños. Hubo un par de la misma magnitud que el primero, y uno incluso mayor. Este, el grande —el récord absoluto— se produjo en 1983. Sus testigos, a veces, seguían llamando a 1983 el Año del Pez, como si fueran chinos.

Entre el setenta y nueve y el ochenta y tres Curtis hizo una serie de experimentos consistentes en dejar varias plantas y animales dentro y alrededor del Buick cuando bajaba la temperatura, pero todos los resultados venían a ser repeticiones de lo de Jimmy y Rosalynn. Que es lo mismo que decir que a veces desaparecían cosas y a veces no. No había ningún medio de pronosticarlo. Parecía todo igual de aleatorio que tirar una moneda al aire.

Durante una bajada de temperatura, Curt dejó una cobaya al lado del neumático delantero izquierdo del Roadmaster. La metió en un cubo de plástico. A las veinticuatro horas de finalizar los fuegos artificiales púrpuras, y de que la temperatura del cobertizo volviera a la normalidad, la cobaya seguía en el cubo dando saltos y, dentro de lo que cabía, contenta. Antes de otro espectáculo de luces, Curt metió una jaula con dos ranas debajo mismo del Buick. Al final del espectáculo seguía habiendo dos ranas. Sin embargo, un día después en la jaula solo quedaba una rana.

Y pasado otro día la jaula estaba vacía.

Luego estuvo lo del célebre Experimento del Maletero del ochenta y dos. Fue idea de Tony. Él y Curt metieron seis cucarachas en una caja de plástico transparente, y la caja en el maletero del Buick. Era justo después del final de una de las sesiones de fuego artificiales, y dentro del Buick aún hacía bastante frío para que al agacharse en dirección al maletero les saliese vapor por la boca. Pasaron tres días, con comprobaciones diarias a cargo de uno u otra (siempre con una cuerda atada a la cintura del que fuera a ver, y preguntándose todos de qué coño iba a servir una cuerda contra al que había sido capaz de sacar a Jimmy de su casita de jerbos sin abrir ninguna de las tapas… por no hablar de las ranas y su jaula con el cierre puesto). El primer día las cucarachas estaban bien, así como el segundo y el tercero. El cuarto, Curt y Tony fueron a buscarlas, un experimento fallido más, a pensar otro. Pero las cucarachas habían desaparecido, o lo pareció al abrir el maletero.

—¡No, espera! —exclamó Curt—. ¡Sí que están! ¡Las he visto! ¡Corriendo como locas!

—¿Cuántas? —le preguntó Tony. Estaba al otro lado de la puerta lateral del cobertizo, sujetando el extremo de la cuerda—. ¿Están todas? Curtis, ¿cómo coño han salido de la caja?

Curtis solo contó cuatro, no seis, pero no quería decir gran cosa. A las cucarachas, para desaparecer, no les hace falta ningún coche embrujado; tienen ese don de por sí, como sabe el que haya intentado matarlas con una zapatilla. En cuanto a su manera de salir de la caja de plástico, a la vista estaba. Seguía puesto el cierre, pero ahora la caja tenía un agujerito redondo en un lado, de unos dos centímetros de diámetro. A Curt y el sargento les recordó un agujero de bala de gran calibre. No había fisuras en disposición radial, lo cual también podía indicar que había pasado algo a través a una velocidad extremadamente alta. Pasado o quemado. Ninguna respuesta. Solo espejismos. Lo mismo de siempre. Y pasó lo del pez, en junio de 1983.

Hacía como mínimo dos años y medio que no se vigilaba el Buick día y noche, porque a finales de 1979 o principios de 1980 habían decidido que con las debidas precauciones no había gran cosa que temer. Una pistola cargada es peligrosa, claro, pero no hace falta montar guardia las veinticuatro horas del día para estar seguro de que no se disparará sola. Si la pones en una estantería alta y evitas que se acerquen los críos, suele ser más que suficiente.

Tony compró una lona para vehículos a fin de evitar que alguien que pasara por la parte de atrás mirara dentro del cobertizo, viera el coche e hiciera preguntas (en el ochenta y uno, uno del parque de vehículos aficionado a los Buicks había hecho una oferta de compra). La cámara de vídeo se quedó en la barraca, montada en su trípode y con una bolsa de plástico encima para que no se mojara. La silla seguía donde siempre (con su montón de revistas debajo), pero Arky usaba cada vez más la barraca para cuestiones de jardinería. El equipo de vigilancia del Buick fue viéndose asediado por bolsas de turba y fertilizante, bolsas de tierra y macetas que acabaron expulsándolo. La única ocasión en que la barraca recuperaba su destino original era justo antes, durante y después de un espectáculo luminoso.

Junio del Año del Pez fue uno de los meses de principios de verano más bonitos que recordaba Sandy: el césped rozagante, el canto afinado de los pájaros y, en el aire, una especie de calor delicado, como el primer beso de verdad de una pareja adolescente. Tony Schoondist estaba de vacaciones, visitando a su hija en la costa Oeste (era la de la maternidad problemática). El sargento y su mujer intentaban limar algunas asperezas antes de que fueran a más. Probablemente no fuera mal plan. En ausencia de Tony estaba al mando Huddie Royer, pero en el Buick mandaba, sin la menor duda, Curtis Wilcox —que ya no era novato—. Y un día de ese junio esplendoroso vino Buck Flanders a verle en esa función.

—En el cobertizo B ha bajado la temperatura —dijo.

Curtis arqueó las cejas.

—No es que sea la primera vez.

—No —reconoció Buck—, pero nunca la había visto bajar tan deprisa. Seis grados desde esta mañana.

Al enterarse, Curt fue corriendo al cobertizo con la típica chispa de entusiasmo en los ojos. Al aplicar la cara a una de las ventanas de la puerta de persiana, lo primero que le llamó la atención fue la lona que había comprado Tony. Estaba tirada en el suelo por el lado del conductor, como una alfombra arrugada. Tampoco era la primera vez. A veces parecía que el Buick temblara (o se encogiera de hombros) y se quitara de encima la cubierta de nailon como una señora quitándose un chal con un movimiento de hombros. La aguja del termómetro redondo indicaba 16.

—Fuera hay veintitrés —dijo Buck. Estaba codo con codo con Curt—. Antes de entrar a hablar contigo he mirado el termómetro junto al comedero de pájaros.

—O sea que ha bajado siete grados, no seis.

—Es que dentro, al ir a verte, había diecisiete. Claro, como baja tan deprisa… Como si… no sé, como si se acercara un frente frío. ¿Quieres que avise a Huddie?

—Más vale no molestarle. Organiza un turno de guardia. Que te ayude Matt Babicki. Pon… hum… «limpieza de coches». Durante el resto del día que vigilen dos el Buick, y esta noche lo mismo. Eso si Huddie dice que no, o no vuelve a subir la temperatura.

—Vale —dijo Buck—. ¿Quieres la primera guardia?

Curt no solo quería, sino que se moría de ganas —intuía que iba a pasar algo—, pero negó con la cabeza.

—No puedo. Tengo un juicio, y luego lo de la trampa de camiones en Cambria. —Oyendo a Curt llamar trampa al pesaje de camiones de la carretera 9, Tony habría puesto el grito en el cielo, pero en el fondo era eso. Porque había alguien pasando heroína y cocaína desde New Jersey por aquella ruta, y se tenía la idea de que viajaba en algunos cargamentos de camioneros independientes—. La verdad es que tengo más trabajo que un cojo en un concurso de patadas en el culo. ¡Mierda!

Se dio un puñetazo en el muslo, puso una mano a cada lado de la cara y volvió a mirar por el cristal. No se veía nada, aparte del Roadmaster con dos franjas de sol cruzándose en el largo capó azul oscuro, como dos focos de teatro.

—Llama a Randy Santerre. ¿A que estaba Chris Soder por aquí ganduleando?

—Sí. Técnicamente no está de servicio, pero aún tiene en casa a las dos hermanas de su mujer, que viven en Ohio, y ha venido a ver la tele. —Buck bajó la voz—. Oye, Curt, no es que quiera meterme, pero para mí que son un par de botarates.

—Puede ser, pero para esto servirán. Qué remedio. Ah, y diles que quiero informes regulares. Código D estándar. Y antes de salir del juzgado llamaré por línea de tierra.

Después de la última mirada al Buick, que casi fue de angustia, Curt reemprendió el camino hacia el cuartel, donde pensaba afeitarse y prepararse para declarar. Por la tarde se dedicaría a fisgar partes traseras de camiones con algunos de Troop G, buscando coca y esperando que a nadie se le ocurriera desenfundar un arma automática. Con tiempo habría encontrado a alguien que le remplazara, pero no disponía de él.

La vigilancia del Buick recayó en Soder y Santerre, que se lo tomaron bien. Los botarates se lo toman todo bien. Estaban fuera de la barraca fumando, de palique, con alguna que otra miradita al Buick (Santerre demasiado joven para saber qué esperar, además de que no duró mucho en el cuerpo), contando chistes y disfrutando del día. Era un junio tan sencillo, tan bonito que incluso un botarate no tenía más remedio que disfrutarlo. En un momento dado, Buck relevó a Randy Santerre, y algo más tarde Orville Garrett a Chris Soder. A las tres, cuando Sandy vino a probarse la silla vacía de sargento jefe en el pompis, volvió Curtis Wilcox y relevó a Buck junto al cobertizo B. Para entonces la temperatura interior, lejos de volver a subir, había descendido otros seis grados, y el aparcamiento empezaba a llenarse de coches personales de troopers que no estaban de servicio. Había corrido la voz. Código D.

Hacia las cuatro de la tarde Matt Babicki metió la cabeza en el despacho del sargento jefe y le dijo a Sandy que se le estaba estropeando la radio.

—Mucha estática, jefe. Más que nunca.

—Mierda. —Sandy cerró los ojos, se los frotó con los nudillos y deseó que estuviera Tony. Era la primera vez que hacía de sargento jefe, pero aquella pega, a diferencia del abultamiento temporal de su paga de final de mes, no tenía nada de satisfactoria—. Follón con el coche de los huevos. Justo lo que me hacía falta.

—No te lo tomes a pecho —dijo Matt—. Soltará unos cuantos chispazos y volverá a quedarse todo normal. Incluida la radio. Siempre pasa lo mismo, ¿no?

Sí, siempre pasaba lo mismo. A decir verdad, Sandy no estaba especialmente preocupado por el Buick. Pero ¿y si le surgían problemas a alguien de patrulla estando escacharradas las comunicaciones? Alguien que tuviera que avisar de un 33 —Ayudadme deprisa—, o de un 47 —Enviad una ambulancia—, o lo peor de todo, de un 10-99: Baja de un agente. Sandy tenía patrullando a bastante más de una docena, y en ese momento la sensación era de llevarles a todos a cuestas.

—Oye, Matt, coge mi coche (es la unidad 17) y llévatelo al pie de la colina. En principio allá abajo no tendría que haber interferencias. Llama a todos los de Troop D que estén en la carretera y diles que la base de comunicaciones, provisionalmente, es el 17. Código D.

—¡Pero Sandy! ¿No es un poco…?

—Ahora mismo no tengo tiempo para peros —dijo Sandy. Nunca le había impacientado tanto como ahora esa manera quejica que tenía el agente de comunicaciones de ser un lento—. Hazlo y no se hable más.

—Pero es que no estaré para ver…

—No, lo más probable es que no. —Sandy había subido un poco el tono de voz—. Otra cosa que no puede faltar en tu lista de quejas para cuando se la envíes a tu párroco.

Matt iba a decir algo más, pero prestó atención al rostro de Sandy y tuvo la prudencia de no abrir la boca. A los dos minutos, Sandy le vio bajar por la colina al volante de la unidad 17.

—Menos mal —murmuró Sandy—. Quédate un rato abajo, pelmazo, que siempre tienes que tener la última palabra.

Sandy salió y fue al cobertizo B, donde había una multitud considerable. La mayoría eran troopers, pero también había gente del parque de vehículos con el mono verde manchado de aceite que constituía su uniforme no oficial. Después de cuatro años de convivir con el Buick, no podía decirse que hubiera nadie asustado, pero como grupo tenían un día bastante nerviosillo. Habiendo visto bajar once grados el termómetro en un día caluroso de verano, en un recinto cuyo aire acondicionado consistía en alguna que otra apertura de puertas, costaba no creer que se preparara algo gordo.

Ya hacía bastante rato que Curt había vuelto para organizar una serie de experimentos, supuso Sandy que todos los que había tenido tiempo de montar. En el asiento delantero del Buick había colocado una caja de zapatillas Nike con varios grillos dentro. La jaula de las ranas estaba en el asiento trasero. Esta vez solo contenía una rana, pero era un pedazo de bicho, de esas ranas toro de pantano con ojos saltones amarillos y negros. También había cogido la maceta de flores que había fuera de la ventana del despacho de Matt Babicki y la había metido en el maletero del Buick. En último lugar, pero no en importancia, sacó de paseo a Mr. Dillon por la zona. Le hizo rodear el coche a tirones de correa, trescientos sesenta grados a ver qué pasaba. A Orvie Garrett no le hizo mucha gracia, pero Curt le convenció. En general no estaba del todo pulido, sino un poco verde, pero tratándose del Buick tenía una labia de jugador del Mississippi.

Durante el paseo de D no pasó nada —esta vez no—, pero saltaba a la vista que la mascota de Troop D habría preferido estar en cualquier otra parte. Estiraba tanto la correa que lo estrangulaba un poco, y caminaba con la cabeza gacha y la cola hacia abajo, soltando de vez en cuando una tos seca. Lo miraba todo, no solo el Buick, como si lo que no le gustaba se hubiera propagado desde el falso coche hasta contaminar todo el cobertizo.

Cuando Curt volvió a sacarlo y le devolvió a Orville la correa, dijo:

—Pasa algo; él lo nota, y yo también. Pero no es como las veces anteriores.

Vio a Sandy y lo repitió: no era como las veces anteriores.

—No —dijo Sandy, y señaló a Mr. D con la cabeza—. Al menos no aúlla.

—Todavía —dijo Orville—. Venga, D, otra vez al cuartel. Lo has hecho muy bien. Te daré un Bonz.

A Curt, lo que le dio Orvie fue una mirada final de reproche. Mr. Dillon, que ya no necesitaba correa para no escaparse, trotaba vivazmente junto a la rodilla derecha del trooper Garrett.

Hacia las cuatro y veinte se estropeó de golpe la tele del piso de arriba, la de la sala de estar. Hacia las cinco menos veinte la temperatura del cobertizo B había bajado a nueve grados y pico. A las cinco menos diez, Curtis Wilcox exclamó:

—¡Ya empieza! ¡Lo oigo!

Sandy había entrado a ver cómo estaban las comunicaciones (para entonces jodidísimas, reducidas a un rugido de estática de cojones), y el grito de Sandy le pilló a medio camino por el aparcamiento, ahora tan lleno de vehículos particulares que parecía el mercadillo benéfico de la policía, o el carnaval para niños con distrofia muscular que organizaban cada julio. Sandy echó a correr, cortando el grupo de espectadores que forzaban el cuello para mirar por la puerta lateral, la cual, por increíble que parezca, aún estaba abierta de par en par. Y en el umbral estaba Curt. Salían oleadas de frío, pero no parecía que las notara. Tenía los ojos enormes, y al volverse hacia Sandy presentaba el aspecto de alguien soñando.

—¿Lo ves? Sandy, ¿lo ves?

Por supuesto que sí: un resplandor rojo cada vez más intenso que se derramaba por las ventanillas del coche, se filtraba por la rendija que delimitaba la tapa del maletero y bajaba por los flancos como un ligero fluido radiactivo. Dentro del coche, Sandy vio claramente las formas de los asientos y el volante desmesurado. Eran contornos, siluetas. El resto de la cabina se lo tragaba un brillo frío y del mismo color rojo violáceo, más intenso que cualquier horno. El zumbido, que era fuerte, iba constantemente en aumento. A Sandy le daba dolor de huesos, y sus oídos casi habrían preferido estar sordos. Tampoco es que hubiera servido de nada, puesto que era como si el ruido se oyera, además de con las orejas, con todo el cuerpo.

Sandy dio un estirón a Curt y le hizo bajar al pavimento. Luego cogió el pomo con la intención de cerrar la puerta. Curt le agarró por la muñeca.

—¡No, Sandy, no! ¡Quiero verlo! Quiero…

Sandy se liberó de la mano sin contemplaciones.

—¿Estás loco? Aquí hay un procedimiento a seguir; un procedimiento, puñeta. ¡Deberías ser tú el primero en saberlo! ¡Si fuiste de los que lo pensaron, hombre!

En el momento en que Curt daba un portazo e imposibilitaba cualquier visión directa del Buick, temblaron los párpados de Curt, sobresaltado como cuando alguien se despierta de un sueño profundo.

—Vale —dijo—. Vale, jefe. Perdona.

—No pasa nada.

Sin acabar de creérselo. Porque el muy idiota se habría quedado allá en la puerta. De eso no tenía Sandy la menor duda. Se habría quedado y habría acabado frito, siempre y cuando aquella cosa tuviera en su repertorio la fritura.

—Tengo que ir a buscar las gafas de soldador —dijo Curt—. Las tengo en el maletero de mi coche. Llevo de repuesto, y extraoscuras. Toda una caja. ¿Quieres unas?

Sandy conservaba la impresión de que Curt no estaba del todo despierto, de que solo fingía, como se puede llegar a fingir cuando suena el teléfono de madrugada.

—Por mí… Pero tendremos cuidado, ¿vale? Porque esto tiene pinta de ser gordo.

—¡De lo que tiene pinta es de que será una maravilla! —dijo Curt, y la exaltación de su voz, pese a dar cierto miedo, tranquilizó un poco a Sandy. Al menos ya no ponía voz de sonámbulo—. Pero bueno, sí mamá: nos ajustaremos al procedimiento y seremos la hostia de prudentes.

Fue corriendo hacia su coche —no el patrulla, sino el suyo, el Bel-Aire restaurado que acabaría conduciendo su hijo— y abrió el maletero. Mientras revolvía entre las cajas de todo lo que llevaba, el Buick explotó.

No explotó en el verdadero sentido de la palabra, pero faltaban otras para describirlo. A los que estaban presentes se les grabó en la memoria, pero era curioso lo poco que hablaban del tema, ni siquiera entre ellos, porque no parecía haber ninguna manera de expresar la magnificencia aterradora del fenómeno. Su poder. A lo máximo que llegaban era a decir que había oscurecido el sol de junio, y que parecía que el cobertizo se hubiera vuelto transparente, como fantasma de sí mismo. Era imposible entender que entre aquella luz y el mundo exterior pudiera interponerse un simple cristal. El brillo pulsátil manaba por las planchas del cobertizo como suero a través de una gasa; se destacaban las formas de los clavos como los puntos de las fotos de prensa, o como gotitas de sangre en un tatuaje recién hecho. Sandy oyó exclamar a Carl Brundage: ¡Esta vez sí que explota! ¡Seguro! Detrás, en el cuartel, oía aullar de terror a Mr. Dillon.

—Y eso que seguía queriendo salir a buscarlo —le contó más tarde Orville a Sandy—. Lo tenía yo en la sala de estar de arriba, lo más lejos posible del puñetero cobertizo, pero como si nada. Él sabía que estaba. Supongo que lo oía, que oía el zumbido. Luego vio la ventana. ¡Santo Dios! Llego a ser más lento de reflejos y a no cogerlo enseguida, y para mí que habría saltado a través, aunque fuera un primero. Se me meó encima, pero fíjate si yo tenía miedo que no me di cuenta hasta media hora después.

Orville sacudió la cabeza, serio y pensativo.

—No he vuelto a ver un perro en ese estado. Nunca. Tenía todo el pelaje erizado, echaba espuma por la boca y los ojos parecían a punto de salirle disparados. Santo Dios.

Curt, mientras tanto, llegó corriendo con una docena de gafas protectoras. Los troopers se las pusieron, pero seguía siendo imposible mirar hacia el Buick. Ni siquiera era posible acercarse a las ventanas. Además volvía a haber un silencio muy raro, cuando la sensación era de que deberían haber estado inmersos en una cacofonía, oír truenos, deslizamiento de tierra y erupciones volcánicas. Con las puertas del cobertizo cerradas, ni siquiera oían el zumbido (a diferencia de Mr. D). Solo había ruido de pies, de alguien carraspeando, de Mr. Dillon aullando en el cuartel y Orvie Garrett tranquilizándolo, y desde el despacho de comunicaciones, cuya ventana (desprovista ya, gracias a Curt, de su maceta) se había quedado abierta, el de la radio de Matt Babicki, ahogada por la estática. Nada más.

Curt se acercó a la puerta de persiana como con la cabeza inclinada y las manos en alto. Intentó levantar dos veces la cara y mirar dentro del cobertizo B, pero no pudo. Había demasiada luz. Sandy le cogió por un hombro.

—No intentes mirar, que no podrás. Al menos de momento. Se te reventarían los ojos.

—Sandy, ¿qué es? —susurró Curt—. ¿Qué es, por Dios?

Sandy solo pudo menear la cabeza.

Durante la media hora siguiente, el Buick protagonizó el no va más de los espectáculos de luces, convirtiendo el cobertizo B en una especie de bola de fuego, disparando paralelas de luz por todas las ventanas y encadenando fogonazos como un horno fluorescente y chillón, sin calor ni sonido. Si en ese momento hubiera aparecido alguien ajeno al cuerpo, a saber qué habría pensado, qué habría contado o qué caso le habrían hecho sus oyentes. Sin embargo no hubo intrusos. Y hacia las cinco y media los troopers volvían a distinguir fogonazos aislados, como si la fuente de alimentación del fenómeno hubiera empezado a vacilar. A Sandy le recordó cuando fallaban las motos teniendo casi vacío el depósito.

Curt volvió a acercarse a las ventanas y, a pesar de que cada estallido de luz le forzaba a agacharse, consiguió intercalar vistazos sueltos. Se le unió Sandy, que apartaba la cara de las palpitaciones más intensas (Debe de parecer que hacemos algún simulacro raro, pensó), entrecerraba los ojos y sufría de deslumbramiento, a pesar de la triple capa de cristal polarizado de las gafas de soldar.

El Buick permanecía intacto del todo, sin que se le apreciara ningún cambio. La lona, que formaba la montañita de pliegues de siempre, no estaba chamuscada por ningún fuego. Las herramientas de Arky colgaban tal cual de la pared, y los montones de viejas revistas County American seguían en su rincón del fondo, atados con cordel. Habría bastado una simple cerilla de cocina para convertir aquellas pilas secas de noticias viejas en columnas de fuego, pero tanta luz roja no había carbonizado ni una sola esquina de un prospecto.

—Sandy… ¿ves los especímenes?

Sandy negó con la cabeza, retrocedió y se quitó las gafas que le había prestado Curt. Se las pasó a Andy Colucci, que se moría por mirar dentro del cobertizo. Por su parte regresaba al cuartel. Estaba visto que al final el cobertizo B no iba a explotar, y él estaba de sargento jefe y tenía trabajo.

De camino se detuvo y miró hacia atrás. Ni con gafas acababan Andy y los demás de atreverse a acercarse a la hilera de ventanas. Solo había una excepción, Curtis Wilcox. Allí estaba —hecho un tiarrón, como habría dicho la madre de Sandy—, lo más cerca posible y un poco agachado. De hecho tenía pegadas las gafas al cristal, y se limitaba a girar un poco la cabeza cada vez que la cosa emitía un fogonazo de especial intensidad, lo cual seguía ocurriendo más o menos cada veinte segundos.

Sandy pensó: Este se queda sin ojos, o como mínimo unos días ciego. Pero no. Casi parecía que tuviera calculados los chispazos, que les hubiera cogido el ritmo. De hecho, desde donde estaba Sandy, al otro lado del aparcamiento, parecía que Curtis apartara la cara uno o dos segundos antes de cada fogonazo. Y, al producirse el siguiente, por un instante quedaba convertido en sombra exclamatoria de sí mismo, en bailarín exótico captado inmóvil con un vasto trasfondo de luz morada. Daba miedo verle así. Para Sandy era como mirar algo que a la vez estaba y no estaba, que era real pero que no lo era, algo sólido que al mismo tiempo era espejismo. Más tarde se le ocurriría pensar que en relación con el Buick 8 existía un parecido curioso entre Curt y Mr. Dillon. Curt no hacía lo mismo que el perro, aullar en la sala comunitaria, pero daba la impresión de estar en contacto con la cosa, en sincronía. Bailando con ella: así se le aparecería a Sandy, tanto entonces como más tarde.

Bailando con ella.

La misma tarde, a las seis menos diez, Sandy estableció contacto radiofónico con Matt, que estaba al pie de la colina, y le preguntó si había alguna novedad. Matt dijo que no (lo que le oyó Sandy, con su tono, fue Nada, abuela), y Sandy le ordenó volver al cuartel. Cuando estuvo Matt de vuelta, Sandy le dijo que si quería tenía permiso para cruzar el aparcamiento y echarle un vistazo al modelo del cincuenta y cuatro. Matt salió disparado. Volvió a los pocos minutos con cara de decepción.

Eso ya se lo había visto hacer —dijo, provocando en Sandy reflexiones sobre lo lerdos e ingratos que eran en su gran mayoría los seres humanos, en lo deprisa que se les embotaban los sentidos, convirtiendo lo maravilloso en banal—. Todos dicen que hace una hora echaba unos petardos de la hostia, pero nadie ha sabido describírmelo.

Lo dijo con un desdén que a Sandy no le causó sorpresa. En el mundo del agente de comunicaciones, todo es descriptible; la cartografía del mundo debe y puede ser trazada en códigos de dos cifras.

—Pues a mí no me mires —dijo Sandy—. Pero te pudo asegurar una cosa: que brillaba mucho.

—Ya. Brillaba.

Matt le miró como diciendo encima de abuela, tonto. A continuación volvió a entrar.

Hacia las siete se había normalizado la recepción televisiva de Troop D (elemento que cuando no se patrulla siempre es importante). Las comunicaciones también volvían a ser normales. Mr. Dillon se había comido el cuenco grande de Gravy Train habitual, y luego había andado por la cocina en busca de restos, señal de que incluso él se había normalizado. A las ocho menos cuarto, cuando Curt metió la cabeza en el despacho del sargento jefe para decirle a Sandy que quería ir al cobertizo para ver los especímenes, a Sandy no se le ocurrió cómo detenerle. Esa tarde en Troop D mandaba Sandy, eso no se podía discutir, pero tratándose del Buick Curt tenía tanta autoridad como él, y quizá hasta un poco más. Por otro lado, Curt ya tenía en la cintura la cuerda amarilla de los demonios. El resto lo llevaba enrollado por encima del antebrazo.

—No es buena idea —le dijo Sandy. Fue lo más parecido a un no que le salió.

—Pamplinas.

En 1983 era la palabra favorita de Curtis. Sandy la odiaba. Le parecía una palabra engreída.

Miró por encima del hombro de Curt y vio que estaban solos.

—Curtis —dijo—, tienes en casa a tu mujer, y la última vez que hablamos de ella me dijiste que podía estar embarazada. ¿Ha habido algún cambio?

—No, pero no ha ido al…

—O sea que mujer seguro que tienes, y niño puede que también. Si ahora no está embarazada, será la próxima vez. Está muy bien. Como tiene que ser. Lo que no entiendo es que te lo juegues todo por el puñetero Buick.

—Venga ya, Sandy; si me lo juego cada vez que subo al coche y salgo a patrullar. Cada vez que me bajo y me acerco a un vehículo. En este trabajo se puede decir lo mismo de cualquiera.

—Esto es diferente. Lo sabes tan bien como yo, o sea, que no me vengas con debates de instituto. ¿No te acuerdas de lo que le pasó a Ennis?

—Sí que me acuerdo —dijo Curt.

Sandy supuso que era verdad, pero desde la desaparición de Ennis Rafferty ya habían pasado cuatro años. En cierto modo Ennis estaba tan desfasado como los montones de County Americans del cobertizo B. De los sucesos más recientes, ¿qué decir? Pues que las ranas eran simples ranas. En cuanto a Jimmy, aunque le hubieran puesto nombre de presidente, seguía siendo un vulgar jerbo. Curtis, además, llevaba la cuerda. Se suponía que la cuerda lo arreglaba todo. Sí, claro, pensó Sandy, y nunca se ha ahogado ningún crío en la piscina llevando flotador. Si se lo decía a Curtis, ¿se reiría? No. Porque esa noche Sandy estaba sentado en la silla grande, hacía de sargento jefe, era el símbolo visible del cuerpo. Sin embargo, Sandy previó que le vería la risa en la mirada. Curt olvidaba que la cuerda nunca había sido puesta a prueba, que si la fuerza escondida en el interior del Buick decidía ir por él podía ser que, después del último fogonazo de luz violeta, solo quedara un trozo de cuerda amarilla en el suelo de cemento, con un nudo corredizo al final; adiós muy buenas, que te vaya bonito. Otro gato curioso que se ha ido a cazar satisfacción a la nada. Sandy, sin embargo, no podía ordenarle renunciar, como le había ordenado a Matt Babicki bajar en coche al pie de la colina. Lo máximo que podía hacer era discutir con él, y de poco servía discutir con alguien de mirada tan alucinada y brillante, mirada de vamos a jugar al bingo. Se podían suscitar muchos rencores, pero no convencer al otro de que no tenía la razón.

—¿Quieres que aguante la otra punta de la cuerda? —le preguntó a Curt. Has venido buscando algo, y dudo mucho que sea mi opinión.

—¿Estarías dispuesto? —dijo Curt enseñando los dientes—. Yo encantado.

Sandy salió con él y sujetó la cuerda enrollándosela casi entera en la muñeca, mientras Dicky-Duck Eliot, a quien tenía detrás, estaba preparado para cogerle por las presillas del cinturón si pasaba algo y Sandy empezaba a resbalar. El sargento jefe en funciones en la puerta lateral del cobertizo B, sin hacer fuerza pero listo para hacerla si pasaba algo raro; mordiéndose el labio inferior y respirando un poco demasiado deprisa. Se notaba el pulso como a ciento veinte por minuto. Seguía acusando el frío del cobertizo, a pesar de que el termómetro estaba en plena subida; en el cobertizo B había sido revocado el principio de verano, y al pasar por la puerta se encontraba uno con el frío húmedo de un campamento de caza al que se llega en noviembre, con la estufa en el centro de la sala más muerta que un dios excomulgado. No acababan de pasar los minutos. Sandy abrió la boca para preguntarle a Curt si pensaba quedarse para siempre, pero entonces miró su reloj y vio que sólo habían pasado cuarenta segundos. Lo que sí le dijo a Curt fue que no rodeara al Buick. Había peligro de que se enganchara la cuerda.

—Ah, oye, Curt, y cuando abras el maletero ¡apártate!

—Recibido.

Ponía voz casi de divertido, de indulgente, como un chico prometiendo a sus padres que no, que no conducirá deprisa, que en la fiesta no beberá, que vigilará al otro, que sí, claro, cómo no. Lo que sea con tal de que estén contentos y le dejen marcharse de casa pitando, y a partir de ahí… ¡Yujuuu!

Abrió la puerta del conductor y metió la cabeza más allá del volante. Sandy volvió a prepararse para la tensión que se esperaba, el tirón. Debió de comunicar la sensación hacia atrás, porque notó que Dicky le cogía las presillas del cinturón. Curt siguió estirando los brazos hasta que se levantó con la caja de zapatos que contenía los grillos. Miró por los agujeros.

—Parece que aún están todos —dijo con cierta desilusión.

—Lo normal habría sido que se asaran —dijo Dicky-Duck—. Con tanto fuego…

Sin embargo no había habido fuego, sólo luz. En las paredes del cobertizo no había ni una sola quemadura. El termómetro se mantenía por debajo de quince, y la elección de no creerse el número, con la humedad y el frío del cobertizo en plena cara, era bastante poco factible. Con todo, Sandy comprendía a Dicky Eliot. Cuando aún duraba en la cabeza el martilleo del deslumbramiento, y se tenía la sensación de que la retina conservaba las últimas manchas de luz, costaba creer que pudieran salir ilesos unos cuantos grillos situados en primera línea de fuego.

Y sin embargo era así, y sin excepción. La rana toro también estaba, aunque se le habían enturbiado y apagado los ojos amarillos y negros. Estaba presente, pero al saltar lo hacía directamente contra la pared de la jaula. Se había vuelto ciega.

Curt abrió el maletero y se apartó con un movimiento único, casi de ballet, que conocen casi todos los policías. Sandy, en la puerta, volvió a afianzarse y a aferrar la cuerda floja, listo para cuando se tensara. De nuevo Dicky-Duck le asió fuertemente las presillas del cinturón. Y de nuevo no ocurrió nada.

Curt se inclinó sobre el maletero.

—Dentro hace frío —dijo. Su voz sonaba hueca, extrañamente lejana—. Noto el mismo olor a col. Y a menta. Y… espera…

Sandy esperó, y como no pasaba nada le llamó por su nombre.

—Me parece que es sal —dijo Curt—. Casi como el mar. El centro está aquí, justo en el maletero. Estoy seguro.

—Por mí como si es la mina perdida del holandés —le dijo Sandy—. Quiero que salgas ahora mismo.

—Solo un segundo.

Curt se inclinó más. Sandy casi se esperaba verle precipitarse dentro como si algo tirara de él, lo que entendía Curt Wilcox por una broma de las de partirse el culo. Es posible que a Curt se le ocurriera, pero triunfó el sentido común. Se limitó a coger la maceta de Matt Babicki y sacarla. Luego se volvió y la levantó para que la vieran Sandy y Dicky. Las flores se veían en buen estado, abiertas. A los dos días se habían marchitado, pero no tenía nada de sobrenatural; estar en el maletero del coche las había congelado con la misma eficacia que si Curtis las hubiera metido un rato en el congelador.

—¿Qué, ya has acabado? —A Sandy empezaba a ponérsele voz de vieja cascarrabias, pero era más fuerte que él.

—Sí, supongo.

La de Curtis era de decepción. Volvió a cerrar el maletero, con tanta fuerza que Sandy se asustó y los dedos de Dick se pusieron rígidos en la parte trasera de los pantalones del primero. Sandy sospechaba que el bueno de Dicky-Duck había estado a punto de arrastrarle de culo hasta el aparcamiento. Mientras tanto, Curt volvió a paso lento con la jaula de la rana, la caja de zapatos y la maceta amontonadas en los brazos. A medida que se acercaba, Sandy iba enrollando la cuerda para que no tropezara con ella.

Cuando volvieron a estar todos fuera, Dicky cogió la jaula y miró la rana toro ciega con cara de sorpresa.

—Esto ya es el no va más.

Curt se quitó el lazo de la muñeca, se arrodilló en el asfalto y abrió la caja de zapatos. Habían acudido cuatro o cinco troopers más. Los grillos saltaron fuera casi en cuanto Curt levantó la tapa, pero antes Curtis y Sandy tuvieron ocasión de pasar lista. Ocho: el número de cilindros del motor inservible del Buick. Ocho: el mismo número de grillos que habían estado dentro.

Curt puso cara de asco y decepción.

—Nada —dijo—. El balance final siempre es el mismo: nada. Si hay alguna fórmula (un teorema del binomio, una ecuación de cuarto grado o algo por el estilo), yo no la veo.

—Señal de que quizá sea mejor no insistir, —dijo Sandy.

Curt bajó la cabeza y vio saltar a los grillos por el aparcamiento, cada vez más separados entre sí; seguían caminos diferentes, y su destino no podía predecirlo ninguna ecuación ni teorema inventado por ningún matemático, vivo o muerto. Las gafas de soldador seguían colgadas del cuello de Curt. Las tocó y miró a Sandy. Tenía la boca tensa. Se le había pasado la mirada de decepción, sustituida por la otra, la desquiciada, la de venga, a jugar al bingo hasta que no nos quede ni un duro.

—No sé si quiero —dijo—. Tiene que haber…

Sandy le dio tiempo de acabar la frase, y al ver que no lo hacía preguntó:

—¿Tiene que haber qué?

Curtis, sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza como si no lo supiera. O no quisiera decirlo.

Pasaron tres días. Estuvieron pendientes de si aparecía otra cosa-murciélago, u otro ciclón de hojas, pero el espectáculo de luces no tuvo secuelas inmediatas. El Buick se estuvo quieto. En el sector de Pensilvania, el correspondiente a Troop D reinaba la tranquilidad, sobre todo en el segundo turno, para satisfacción de Sandy Dearborn. Un día más y tendría dos libres. Luego, al volver, estaría Tony Schoondist en la silla grande, la que le correspondía. La temperatura del cobertizo B todavía no se había igualado con la exterior, pero estaba en vías de hacerlo. Había superado los quince, valor que en Troop D se asociaba con falta de peligro.

Durante las primeras cuarenta y ocho horas después del gran espectáculo de luces hubo vigilancia continua. Pasadas veinticuatro horas sin novedad, algunos empezaron a quejarse del trabajo extra, y Sandy no se lo criticaba. Horas extras sin pagar, por supuesto. Qué remedio. ¿Cómo iban a enviar a Scranton partes de horas extras por vigilancia del cobertizo B? ¿Cómo habrían rellenado el encabezado MOTIVO DE LA ACTIVIDAD SUPLEMENTARIA?

A Curt Wilcox no le entusiasmaba la idea de renunciar a la vigilancia continua, pero se daba cuenta de que no había más remedio. En una breve reunión con el sargento jefe en funciones, se inclinaron por una semana de inspecciones periódicas, compitiendo la mayoría de ellas a los troopers Dearborn y Wilcox. Y si a Tony, al volver de la soleada California, no le gustaba, que lo cambiara.

Llegamos así a las ocho de una tarde de verano, rondando el solsticio; no se ha puesto el sol, sino que rojo y abotargado reposa en las Short Hills proyectando sus últimos rayos de larga y melancólica luz. Sandy estaba en el despacho, enfrascado en la lista de turnos para el fin de semana. En ese momento se encontraba muy a gusto en la silla grande. Había veces en que se imaginaba ocupándola de modo más o menos permanente, y uno de ellos era aquella tarde de verano. Me parece que me amoldaría bien al cargo, fue la idea que le cruzó por la cabeza en el momento en que George Morgan aparecía por el camino de entrada al volante de la unidad D-11. Sandy le saludó con la mano, y al verle contestar con un toque en la visera de la gorra, sonrió.

Durante ese turno George estaba de patrulla, pero resultó que pasaba por ahí y había entrado a llenar el depósito. En los noventa, la policía estatal de Pensilvania ya no tendría esa posibilidad, pero en 1983 aún se podía ir a casita a buscar la gasolina y ahorrarle unos centavos al estado. Puso el surtidor en automático lento y se acercó tranquilamente al cobertizo B para echar un vistazo.

Dentro había luz (siempre la dejaban encendida) y, cómo no, el niño mimado de Troop D: el modelo del cincuenta y cuatro con sus brillos de cromo, tan pancho, como si no se hubiera comido a ningún trooper, cegado a ninguna rana ni engendrado ningún murciélago deforme. George, a quien todavía le quedaban algunos años para cruzar su meta personal (dos latas de cerveza y luego la pistola bien metida en la boca, pasado el velo del paladar para no correr riesgos; cuando un poli toma la decisión de morir, casi siempre hace las cosas bien), se había puesto al lado de la puerta de persiana como lo hacían todos en uno u otro momento, adoptando la postura de todos, un poco floja, con las piernas separadas a la manera del típico mirón de obras que hay en todas las ciudades, con las manos en las caderas (postura A) o cruzadas en el pecho (postura B) o, si hacía un día de mucho sol, tapándose los lados de la cara (postura C). El significado de esa postura es que el referido mirón es alguien que tiene respuestas para casi todo, un experto de tomo y lomo a quien le sobra tiempo para hablar de impuestos, de política o del corte de pelo de los jóvenes.

Cumplido el vistazo, y a punto George de dar media vuelta, de repente se produjo dentro un impacto, sordo y pesado. Siguió una pausa (lo bastante larga, le contó después a Sandy, para pensar que el ruido se lo había imaginado), y a continuación otro golpe. George vio que la tapa del maletero del Buick se abollaba hacia arriba por el centro, solo una vez y deprisa. Se dirigió a la puerta lateral con la intención de investigar, hasta que se acordó de con qué se las tenía: con un coche que a veces se comía a la gente. Entonces se detuvo y buscó a alguien más con la mirada, algún apoyo, pero no vio a nadie. Ya se sabe que la poli nunca está cuando hace falta. Se planteó entrar solo en el cobertizo, pero se acordó de Ennis —cuatro años y seguía sin volver a casa a comer— y prefirió ir corriendo al cuartel.

—Sandy, que tendrías que venir. —George en la puerta con cara de susto y sin aliento—. Creo que algún idiota de esos ha encerrado a otro idiota en el maletero del trasto que hay en el cobertizo B. De broma, como quien dice.

Sandy se le quedó mirando estupefacto. Le parecía imposible, o se resistía a creer, que hubiera alguien capaz de algo así, ni siquiera el gilipollas de Santerre. Aunque en el fondo sabía que sí. Y sabía otra cosa: que, por increíble que parezca, en muchos casos es sin mala intención.

George confundió la sorpresa del sargento jefe en funciones con incredulidad.

—No sé, igual me equivoco, pero te juro que no te tomo el pelo. Hay algo dando golpes a la tapa del maletero. Desde dentro. Por el ruido es con el puño. Iba a entrar solo, pero al final me lo he pensado.

—Bien hecho —dijo Sandy—. Vamos.

Salieron deprisa, parando lo justo para que Sandy pudiera mirar en la cocina y pegar cuatro berridos a la sala de estar del piso de arriba. Nadie. El cuartel nunca estaba vacío, pero ahora sí. ¿Por qué? Pues porque la poli nunca está cuando la necesitas. Esa noche Herb Avery se ocupaba de la radio; ya era alguien, y se les unió.

—Sandy, ¿quieres que llame a alguien de patrulla? Si quieres puedo.

—No. —Sandy miraba alrededor intentando acordarse de dónde había visto el rollo de cuerda por última vez. Probablemente en la barraca. A menos que se lo hubiera llevado a casa algún majadero para subir algo al piso de arriba, que en el fondo sería lo más normal—. Venga, George.

Los dos cruzaron el aparcamiento al resplandor rojo de la puesta de sol, arrastrando unas sombras prácticamente infinitas. Primero fueron a la puerta de persiana para echar una ojeada. El Buick estaba en el mismo sitio donde lo había metido Johnny Parker a la zaga de su grúa (ahora Johnny estaba jubilado y pasa las noches con una bombona de oxígeno al lado de la cama, pero seguía fumando). También proyectaba su sombra en el suelo cemento.

Sandy empezó a volverse para ir a ver si la cuerda estaba en la barraca, y justo entonces se oyó otro golpe. Fuerte, sordo y sin énfasis. La tapa del maletero vibró, se abolló hacia arriba y al poco rato volvió a descender. No solo eso, sino que Sandy tenía la impresión de que el Roadmaster había oscilado un poco en sus muelles.

—¡Mira! ¿Lo ves? —dijo George.

Iba a decir algo más, pero en ese momento se abrió el cierre del maletero del Buick, la tapa saltó en sus goznes y el pez cayó al suelo.

Claro que era tan poco pez como murciélago la cosa-murciélago, pero enseguida supieron que no era nada hecho para vivir en tierra firme; no una, sino cuatro agallas alineadas le apreciaron, rajas paralelas en la piel, que tenía un color de plata ennegrecida. Su cola era recortada y membranosa. Salió del maletero con un estertor de agonía. Su parte inferior se curvó a medias, se dobló, y Sandy vio cómo podía haber provocado el ruido de golpes. Eso estaba bastante claro, sí, pero lo que ya excedía el entendimiento de los dos era que algo de un tamaño así pudiera haber llegado a caber en el maletero cerrado del Buick. Lo que cayó contra el suelo de cemento del cobertizo B con un ruido a mojado tenía el tamaño de un sofá.

George y Sandy, como niños, se cogieron mutuamente y chillaron. Durante unos instantes lo fueron, fueron niños, expulsado del cerebro cualquier pensamiento adulto. Dentro del cuartel Mr. Dillon empezó a ladrar.

Estaba tirado en el suelo, con tan poco de pez como un lobo de mascota, aunque pueda parecerse un poco a un perro. En todo caso aquel pez solo tenía de pez las rajas violetas de las branquias. Donde tendría que haber habido una cabeza de pez —algo que como mínimo ofreciera la cordura tranquilizadora de unos ojos y una boca— había una masa enredada y desnuda de cosas rosadas, demasiado finas y rígidas para ser tentáculos y demasiado gruesas para ser cabello. Terminaba cada una en un bulto negro, y la primera idea coherente de Sandy fue: Una gamba, la parte superior es una especie de gamba, y las cosas negras son ojos.

—¿Qué ha pasado? —vociferó alguien—. ¿Qué pasa?

Sandy se volvió y vio a Herb Avery en la puerta de atrás. Tenía la mirada desquiciada y la Ruger en la mano. Sandy abrió la boca, pero lo único que le salió fue un resuello mucoso. George, que estaba a su lado, ni siquiera se había vuelto. Aún miraba por la ventana con cara de idiota y la mandíbula flácida y caída.

Sandy respiró hondo y lo intentó otra vez. Lo que pretendían ser palabras enérgicas se quedaron en resuello de puñetazo en la barriga, pero algo era algo.

—No pasa nada, Herb. Todo controlado. Vuelve a entrar.

—Pues ¿por qué…?

—¡Entra! —Vamos mejorando, pensó Sandy—. Venga, Herb. Y mete eso en la funda.

Herb bajó la mirada hacia la pistola, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de haberla sacado. La devolvió a su funda y miró a Sandy como queriendo preguntarle si estaba seguro. Sandy hizo una especie de aleteo con las manos y pensó: ¡La yaya Dearborn te ha dicho que vuelvas a entrar, pillastre!

Herb se marchó gritándole a Mr. D que dejase de ladrar como un tonto.

Sandy volvió a girarse hacia George, que había palidecido.

—Respiraba, Sandy; o lo intentaba. Se le movían las branquias, y el flanco le subía y bajaba. Ahora ha parado. —Tenía los ojos como platos, ojos de niño que ha participado en un accidente de coche—. Me parece que está muerto. —Le temblaban los labios—. Jo, tío, espero que lo esté.

Sandy miró dentro. Al principio creyó que George se había equivocado: la cosa aún estaba viva. Seguía respirando, o intentando respirar. Luego se dio cuenta de qué estaba viendo y le dijo a George que fuera a la barraca a buscar la cámara de vídeo.

—¿Y la cu…?

—La cuerda no la necesitaremos, porque no vamos a entrar; de momento no entramos, pero tú trae la cámara. ¡Deprisa!

George rodeó la esquina del garaje moviéndose con cierta dificultad. Del susto se había vuelto patoso. Sandy volvió a mirar dentro del cobertizo con las manos en los lados de la cara para protegerse del resplandor rojo del crepúsculo. Dentro del cobertizo se movía algo, en efecto, pero no era un movimiento de vida. Era vaho subiendo del flanco plateado de la cosa, así como de las rajas moradas de las branquias. La cosa-murciélago no se había descompuesto, pero las hojas sí, y deprisa. Aquella cosa empezaba a pudrirse igual que ellas, y Sandy tenía la intuición de que una vez el proceso estuviera encarrilado no sería largo.

Incluso estando fuera, con la puerta entre él y la cosa, lo olía. Un hedor rancio y acuoso, mezcla de col, pepino y sal, como podría oler un caldo administrado a una persona a quien no se quiere curar sino poner más enferma.

Le salía más vapor del costado. También le goteaba del amasijo de filamentos rosas enredados que tenía aspecto de servirle de cabeza. Sandy tuvo la impresión de que oía un siseo apagado, pero era consciente de que podían ser imaginaciones suyas. Entonces apareció una hendidura negra en las escamas plateadas, que le arrancaba en los jirones de nailon de la cola y subía hasta la agalla trasera. Empezó a gotear un fluido negro que debía de ser el mismo que habían encontrado Huddie y Arky alrededor del cadáver de la cosa-murciélago; al principio se derramaba muy lentamente, pero poco a poco fue animándose. Ahora Sandy veía crecer un bulto de mal agüero detrás de la hendidura de la piel. No era ninguna alucinación, ni lo era el ruido sibilante. El pez experimentaba algo más radical que descomposición, estaba deshinchándose, vencido por algún cambio inimaginable de presión, o de todo, del entorno en general. Se acordó de algo que había leído (o visto por la tele, en un documental de National Geographic) sobre que ciertos bichos de las profundidades, al sacarlos de su hábitat, explotaban. Sandy pensó que quizá estuviera a punto de ver lo mismo.

¡George! —Berreaba a pleno pulmón—. ¡Date prisa, joder!

George llegó volando por la esquina del cobertizo con el trípode en alto, cogido por la parte donde se juntaban las patas de aluminio. Encima de su puño brillaba el objetivo de la cámara de vídeo, que a la luz roja de la puesta de sol parecía un ojo de borracho.

—No he podido desmontarla del trípode —jadeó—. Hay algo, un seguro. Si hubiera tenido tiempo de buscarlo… Eso si no he intentado girarlo al revés, al muy jodido…

—No te preocupes.

Sandy le arrebató la cámara. De hecho el trípode no planteó ningún problema, porque ya hacía varios años que tenía ajustadas las patas a la altura de las ventanas de las dos puertas de persiana del cobertizo. El problema surgió al apretar el botón de ON y mirar por el visor. En vez de imagen solo había letras rojas formando las palabras BATERÍA BAJA.

—¡Me cago en Judas Iscariote! Vuelve, George. Mira en el estante de al lado de la caja de cintas vírgenes y trae la otra batería.

—Es que quiero ver…

—¡Me da igual! ¡Muévete!

Fue corriendo. Se le había inclinado el sombrero en la cabeza, dándole un curioso toque de desenfado. Sandy pulsó el botón de la cámara sin saber qué pasaría, pero esperando algo. Sin embargo, el volver a mirar por el visor se estaban borrando hasta las letras BATERÍA BAJA.

Curt me matará, pensó.

Volvió a mirar por la ventana del cobertizo justo a tiempo de ver la pesadilla. La cosa reventó por toda la extensión de su flanco, y ya no le salía un hilillo sino un chorro del mismo licor negro de antes, que se derramó por el suelo como el rebufo de una cañería atascada. Lo siguiente fue una efusión hedionda de tripas, bolsas fofas de gelatina entre amarilla y roja, la mayoría de las cuales se partieron y empezaron a soltar vapor al contacto con el aire.

Sandy se volvió tapándose la boca con el dorso de la mano hasta que estuvo seguro de que no vomitaría. Entonces vociferó:

—¡Herb! ¡Si aún quieres mirar, es el momento! ¡Corre y ven!

Posteriormente Sandy no se explicaría que su primera idea hubiera sido avisar a Herb Avery pero en ese momento le pareció lo más normal. Si hubiera llamado a su madre, le habría sorprendido igual de poco. Hay veces en que simplemente el cerebro pasa la frontera del control racional y lógico. En ese momento quería que viniera Herb. Siempre tiene que haber alguien en comunicaciones; es una regla que en los cuerpos de seguridad rural conoce todo el mundo. Sin embargo, las reglas son para romperlas, y ni Herb ni nadie volvería a ver algo así en toda su vida. Ya que Sandy no podía filmarlo, al menos contaría con un testigo o dos, suponiendo que volviera George.

Herb salió deprisa como si llevara todo el rato esperando al lado de la puerta trasera y mirando por la mosquitera. Bajo un atardecer rojo, cruzó corriendo el aparcamiento, casi vacío. Ponía cara a la vez de susto y de impaciencia. Llegó justo cuando George aparecía por la esquina a toda prisa enseñando una batería nueva para la cámara de vídeo. Parecía un concursante que acaba de ganar el premio gordo.

—¡Caray! ¿Qué es esta peste? —preguntó Herb tapándose la boca y la nariz con una mano, con el resultado de que después de caray le salió todo en sordina.

—Lo peor no es la peste —dijo Sandy—. Te aconsejo que mires, ahora que puedes.

Miraron los dos, y profirieron gritos casi idénticos de repugnancia. El pez ya se había reventado de arriba abajo, y se desinflaba bañado en la extraña sustancia negra de su propia sangre. Su cuerpo, y las entrañas que ya se habían derramado por el boquete en la piel, desprendían una humareda blanca. El vapor tenía la densidad de cuando se le prende fuego a una montaña de mantillo mojado. Tapaba el Buick a partir del maletero abierto, hasta convertir el modelo del cincuenta y cuatro en un fantasma de coche.

Si hubiera habido algo más que ver, quizá Sandy se hubiera entretenido más con la cámara; quizá al primer intento hubiera metido la batería al revés, o con las prisas lo hubiera tirado todo al suelo y se le hubiera roto. El hecho de que por muy deprisa que actuara, fuera a haber muy poco que filmar, tuvo efectos calmantes, e introdujo bien la batería a la primera. Al volver a mirar por el visor se le ofreció una imagen nítida de muy poquito: una cosa anfibia desapareciendo, algo que tanto podía haber sido un espectacular monstruo marino varado en tierra como la versión en pez del gigante de Cardiff sobre un bloque de hielo seco escondido. En la cinta que grabó aquella tarde, la masa rosa que hacía de cabeza del anfibio se ve bastante clara durante unos diez segundos, al igual que una serie de bultos rojos en rápida licuefacción repartidos a lo largo del cuerpo; se ve algo con aspecto de espuma sucia de mar rezumando de la cola y formando un arroyuelo pastoso en el suelo. Después la criatura que había salido retorciéndose del maletero del Roadmaster se queda en simple sombra a través de la niebla. De hecho casi no se ve ni el coche. Con todo, la niebla deja ver el maletero abierto, que parece una boca. Niños, acercaos a ver al cocodrilo vivo.

George, que tenía arcadas, se apartó sacudiendo la cabeza.

Sandy volvió a pensar en Curtis, que para variar se había marchado justo al acabar el turno. Con Michelle tenían grandes planes: cenar en el Cracked Platter de Harrison y luego al cine. A esa hora ya debían de haber acabado de cenar, y seguro que estaban en el cine. ¿Cuál? Que quedaran cerca había tres. Si hubiera habido hijos, y no una simple posibilidad de embarazo, Sandy podría haber telefoneado a casa de Curt para consultar a la niñera. Aunque ¿habría llamado? Quizá no. Probablemente no, la verdad. Hacía unos dieciocho meses que Curt había empezado a calmarse un poco, y Sandy confiaba en la continuidad del proceso. Más de una vez le había oído a Tony que en lo relativo a la policía estatal de Pensilvania (o a cualquier cuerpo de seguridad digno de ese nombre) la mejor manera de evaluar a una persona es que conteste sinceramente a una sola pregunta: ¿en casa qué tal? No sólo era un trabajo peligroso, sino una verdadera locura, con muchas oportunidades de ver lo peor del ser humano. A largo plazo, hacerlo bien, hacerlo rectamente, requería que el poli tuviera un ancla. Curt tenía a Michelle, y ahora (quizá) al niño. Era conveniente que sólo volviera corriendo al cuartel en caso de absoluta necesidad, sobre todo teniendo que mentir sobre el motivo. La cantidad de zorros rabiosos y de cambios inesperados en la línea de turnos que puede tragarse una esposa es limitada. Curt se enfadaría por no haber sido avisado, y más al ver aquella birria de cinta, pero ya lo arreglaría Sandy. No tenía más remedio. Con la ayuda de Tony, que estaba a punto de volver.

El día siguiente fue templado, con brisa fresca. Subieron las dos puertas de persiana del cobertizo B y lo dejaron airearse unas seis horas. Luego cuatro troopers, encabezados por Sandy y un trooper Wilcox inescrutable, entraron con mangueras. Limpiaron el cemento y arrojaron los últimos trozos pútridos de pez a la hierba alta de detrás del cobertizo. Lo cierto es que fue una repetición del cuento del murciélago, pero con más porquería y menos que enseñar al final de la jornada. Al final los protagonistas, más que los despojos del gran pez desconocido, fueron Curtis Wilcox y Sandy Dearborn.

Confirmando las expectativas, Curt se enfadó por que no le hubieran avisado, y los dos agentes de la ley sostuvieron una discusión en extremo acalorada acerca de ese y otros temas. Esperaron a encontrarse donde no pudiera oírles nadie de guardia. El lugar en cuestión resultó ser el aparcamiento de detrás del Tap, adonde habían ido a tomar una cerveza al final de la operación de saneamiento. En el bar solo hablaron, pero al salir empezaron a levantar la voz. Tardaron poco en intentar hablar a la vez, y claro, acabaron gritándose. Casi siempre pasa.

Tío, es que alucino de que no me avisaras.

No estabas de guardia, habías salido con tu mujer y encima no había nada que ver.

Eso preferiría que me lo dejaras decidir…

¡No había…

… decidir a mí, Sandy…

… tiempo! Pasó todo…

Lo mínimo que podrías haber hecho es adjuntarle al informe un vídeo más o menos potable…

¿Qué informe ni qué leches? ¿Eh, Curtis? ¿Quién lo redacta?

A esas alturas estaban con las narices casi tocándose y los puños cerrados, a punto de pasar a mayores. Sí, francamente a punto de pasar a mayores. La vida tiene momentos que no importan, otros que sí y unos cuantos decisivos —puede que una docena— en que nos lo jugamos todo. Allá en el aparcamiento y con ganas de darle un puñetazo al chaval que ya no era ningún chaval, al novato que ya no era novato, Sandy se dio cuenta de que estaba viviendo uno de esos momentos. Curt le caía bien, y él a Curt. Llevaban varios años trabajando bien juntos. Sin embargo, como siguiera aquello, la situación cambiaría. Dependía de lo siguiente que dijera.

—Apestaba como una cesta llena de visones. —Fue lo que dijo. Era un comentario como caído del cielo, cuya procedencia ignoraba—. Hasta de fuera.

—¿Y tú cómo sabes a qué huele una cesta de visones?

Curt empezaba a sonreír. Solo un poco.

—Digamos que es una licencia poética.

Sandy también empezaba a sonreír, pero igual de poco. Habían tomado la dirección correcta, pero aún no habían salido del bosque.

Entonces Curtis preguntó:

—¿Olía peor que los zapatos de aquella puta? ¿La de Rocksburg?

Sandy se echó a reír, y Curt le imitó. Así de fácil pasó el momento crítico.

—Vamos dentro —dijo Curt—. Te invito a otra cerveza.

A Sandy no le apetecía, pero dijo que vale. Porque ya no se trataba de la cerveza, sino de minimizar los daños. De dejar atrás la mierda.

Una vez dentro, sentados en un reservado de la esquina, Curt dijo:

—Sandy, yo he metido las manos en el maletero. He dado golpes en el fondo.

—Yo también.

—Y he estado debajo. No es ningún truco de magia como esas cajas que tienen fondo falso.

—Aunque lo fuera. Ayer lo que salió no era ningún conejo blanco.

Curtis dijo:

—Para que desaparezca algo solo hace falta que esté cerca. En cambio, cuando aparecen cosas, siempre salen del maletero. ¿Estás de acuerdo?

Sandy lo meditó. En realidad nadie había visto salir la cosa-murciélago del maletero, pero sí, la tapa estaba abierta. En cuanto a las hojas… en efecto, Phil Candleton las había visto salir arremolinadas.

—¿Estás de acuerdo? —Ahora el tono era de impaciencia, de que Sandy no podía no estar de acuerdo, de que era evidente, caray.

—Parece probable, pero considero que aún no tenemos bastantes pruebas para estar seguros al cien por cien —acabó por contestar Sandy. Sabía que diciéndolo quedaba como un pesado a ojos de Curtis, pero era lo que creía—. «Una golondrina no hace verano.» ¿Lo habías oído?

Curt adelantó el labio inferior y se sopló en la cara de exasperación.

—A ver si has oído tú esto: «Más claro que el agua».

—Curt…

Curt levantó las manos como diciendo que no, que no, que no hacía falta que volvieran a salir al aparcamiento y retomarlo donde lo habían dejado.

—No, si ya te entiendo, aunque no esté de acuerdo. ¿Vale?

—Vale.

—Solo quiero saber una cosa: ¿cuándo tendremos bastante para sacar conclusiones? No digo de todo, ¿eh? Digo de algunas de las cosas más gordas. Por ejemplo, de dónde salían el murciélago y el pez. Yo, si solo pudiera elegir una respuesta, sería esa.

—Sospecho que nunca.

Curt levantó las manos hacia el techo con manchas de humo y volvió a dejarlas caer sobre la mesa.

¡Aaah! ¡Sabía que lo ibas a decir! ¡Te estrangularía, Dearborn!

Se miraron por encima de la mesa y de las cervezas que no les apetecían a ninguno los dos, y Curt se echó a reír. Sandy sonrió. La sonrisa se ensanchó hasta descubrir los dientes, y luego él también rió.