—Oye, tú —dijo Sandy Dearborn—, qué peste.
Se llevó una mano a la cara, pero no pudo tocarse la piel por la mascarilla de plástico que llevaba en la boca y la nariz, de las que se ponen los dentistas antes de la exploración. Sandy desconocía su eficacia con los gérmenes, pero con la peste no tenía ninguna. Se trataba del olor a col, e invadió el aire del almacén en cuanto Curt abrió la barriga de la cosa-murciélago.
—Ya nos acostumbraremos —dijo Curt, subiéndole y bajándole la mascarilla por la cara.
Las de él y Sandy eran azules, y la del sargento de una especie de rosa caramelo muy mono. Curtis Wilcox era listo, y en muchas cosas tenía razón, pero en lo del olor se equivocaba. No se acostumbraron. Ni ellos ni nadie.
Sandy, con todo, no pudo encontrarle ningún defecto a la formación del trooper Wilcox. Parecía perfecta. Al acabar el turno, Curt había pasado por casa y recogido el kit de disección. Le había añadido un microscopio bueno (préstamo de un amigo de la universidad), varios paquetes de guantes quirúrgicos y un par de lámparas Tensor de mucha potencia. A su mujer le dijo que iba a examinar un zorro que alguien había abatido a tiros detrás del cuartel.
—Ten cuidado —dijo ella—, que pueden tener la rabia.
Curt le prometió ponerse guantes, promesa que tenía intención de cumplir. Y de que la cumplieran los otros dos. Porque la cosa-murciélago podía tener algo mucho peor que la rabia, algo que conservara su virulencia hasta mucho después de muerto el portador. En caso de que hiciera falta recordárselo a Tony Schoondist y Sandy Dearborn, lo hizo Curt al cerrar la puerta de abajo de la escalera y echar el pestillo.
—Mientras esté cerrada la puerta, mando yo —dijo sin entonación, completamente seguro de sí mismo. En particular se dirigía a Tony, porque Tony le doblaba la edad, y si en aquel tema Curt tenía un socio, era el sargento jefe. Sandy era un mero acompañante, consciente de serlo—. ¿Estamos todos de acuerdo? Porque si no ya podemos dejarlo para…
—Estamos de acuerdo —dijo Tony—. Aquí dentro eres tú el general, y Sandy y yo, dos soldados rasos con aspiraciones de ascenso. Por mí no hay problema. Mientras nos demos prisa en acabar…
Curt abrió el kit, que casi era tan grande como una caja de herramientas. El interior estaba atiborrado de instrumentos de acero inoxidable envueltos con gamuzas. Las mascarillas de dentista estaban encima de todo, cada una con su correspondiente envoltorio hermético de plástico.
—¿Tú crees que hace falta? ¿En serio? —preguntó Sandy.
Curt se encogió de hombros.
—Más vale prevenir que curar. Y tampoco es que sean gran cosa. Probablemente habría que ponerse mascarillas antigás.
—No sé, pero estaría más tranquilo teniendo aquí a Bibi Roth —dijo Tony.
Curt no formuló ninguna réplica verbal, pero el brillo de sus ojos daba a entender que por su parte era lo que menos deseaba. El Buick pertenecía a Troop D. Y cualquier cosa que saliera pertenecía a Troop D.
Abrió la puerta del cubículo y entró tirando de la cadenilla que encendía la lamparita del techo, una con pantalla verde. Le siguió Tony. Debajo de la lámpara había una mesa no mucho mayor que un escritorio de alumno de primaria. El espacio era tan pequeño que casi no cabían dos, y menos tres. Sandy no puso objeciones. En toda la noche no cruzó el umbral.
Estaban rodeados por tres paredes de estanterías con carpetas viejas. Curt dejó el microscopio en la mesita y enchufó la fuente de luz en el único enchufe que había en el cubículo. Mientras tanto, Sandy montaba la cámara de vídeo de Huddie Royer en el trípode. En el vídeo de aquella autopsia tan peculiar a veces se ve entrar en la imagen una mano sujetando el instrumento que ha pedido Curt. Es la mano de Sandy Dearborn. También se oye ruido muy nítido de vomitar, al final de la cinta. También es Sandy Dearborn.
—Primero a ver las hojas —dijo Curt poniéndose unos guantes quirúrgicos.
Tony tenía un manojo en una bolsita de pruebas. Se la tendió a Curt, que la abrió y sacó los restos de las hojas con unas pinzas. Era imposible coger solo una, porque todas se habían puesto casi transparentes y pegadas. Desprendían hilillos de fluido, y enseguida notaron los tres el olor, aquella mezcla rara de col y menta. No era agradable, pero distaba mucho de ser insoportable. En ese momento lo insoportable aún estaba a diez minutos de distancia en el futuro.
Sandy usó el zoom para conseguir un buen enfoque de Curt separando un fragmento de masa mediante el diestro uso de las pinzas. Llevaba semanas practicando a fondo, y ahora obtenía la recompensa.
Trasladó el fragmento directamente a la platina del microscopio, sin intentar montarlo en una placa. Las hojas de Phil Candleton sólo eran el tráiler de novedades. Curtis quería llegar lo antes posible a la película.
Aun así, se quedó mirando largo rato por los dos oculares, y luego llamó a Tony por señas para que mirase.
—¿Qué son las cosas negras que parecen hilos? —preguntó Tony tras unos segundos de observación. Le salía la voz un poco en sordina por la monada de mascarilla rosa que llevaba.
—No lo sé —dijo Curt—. Sandy, dame el aparato que parece un Viewmaster. Lleva un par de cables enrollados y en un lado hay una tira de Dimo donde pone PROPIEDAD DEL DEPARTAMENTO DE BIOLOGÍA DE LA H.U.
Sandy se lo pasó por encima de la cámara de vídeo, que en gran medida bloqueaba la puerta. Curt enchufó uno de los cables en la pared y el otro en la base del microscopio. Hizo una verificación, asintió y pulsó tres veces el botón lateral de la especie de Viewmaster, es de suponer que haciendo fotos de los fragmentos de hoja de la platina del microscopio.
—Las cosas negras no se mueven —dijo Tony. Seguía mirando por el microscopio.
—No.
Al final Tony levantó la cabeza, con ojos de aturdido y un poco intimidado.
—¿Son…? No sé, ¿podrían ser ADN?
La mascarilla de Curt subió y bajó un poco por la cara, a causa de una sonrisa.
—Sargento, este microscopio es muy bueno, pero no se podría ver ADN. Si quiere venir conmigo a Horlicks pasada la medianoche y hacer un registro ilegal, en el campus de física Evelyn Silver tienen un microscopio de electrones que es una maravilla, y la única que lo maneja es una viejecita de misa diaria…
—¿Qué es lo blanco? —preguntó Tony—. Eso donde flotan los hilos negros.
—Puede que nutriente.
—Pero no lo sabes seguro.
—Claro que no.
—Los hilos negros, la pasta blanca, por qué se derriten las hojas, qué es el olor… De todo eso no tenemos ni puta idea.
—No.
Tony le miró serenamente.
—¿Verdad que tocar esto es estar mal de la cabeza?
—No —dijo Curt—. La curiosidad mató al gato, y la satisfacción lo resucitó. Sandy, ¿quieres venir a echar una miradita?
—Has hecho fotos, ¿no?
—Si este trasto funciona como tiene que funcionar, sí.
—Pues ya las miraré.
—Bueno, pues ahora a lo más importante —dijo Curt—. Igual hasta descubrimos algo.
El manojo de hojas volvió a la bolsa de pruebas, y la bolsa de pruebas a un archivador del rincón. A lo largo de las dos décadas siguientes, aquel archivador verde y abollado se convertiría en un auténtico depósito de cosas raras y misteriosas.
En otro rincón del cubículo había una nevera naranja Eskimo. Dentro, debajo de dos bolsas azules de las de hielo químico que se lleva alguna gente de camping, había una bolsa de basura verde. Tony la sacó y esperó a que Curt finalizara los preparativos. Tardó poco. Lo único dilatorio fue encontrar un cable para poder enchufar las dos lámparas Tensor sin que afectara al microscopio ni a la cámara fija. Sandy fue a buscar un cable al armario de cosas sueltas del fondo del pasillo, Mientras tanto, Curt colocó el microscopio prestado en un estante que había cerca (claro que cerca, en un espacio tan pequeño, lo estaba todo) e instaló un caballete en la mesa. Encima montó un cuadrado de corcho marrón anaranjado, y debajo una bandejita de metal de las que hay en los juegos de barbacoa más elaborados, para recoger lo que gotee. Dejó en un lado una tapa de bote con chinchetas de cabeza grande.
Sandy volvió con el cable. Curt enchufó las lámparas para que iluminasen el corcho por los dos lados, bañando la superficie de trabajo con una luz cruda y homogénea que eliminaba cualquier sombra. Se notaba que lo tenía todo pensado paso a paso. Sandy se preguntó cuántas noches había pasado en vela, al lado de Michelle dormida, mirando el techo y repasando mentalmente el proceso. Recordándose que no habría segunda oportunidad. O cuántas tardes de estar aparcado a cierta distancia en un camino de granjero, apuntando a un tramo vacío de carretera con la pistola radar Genesis y calculando el número de murciélagos de prueba que harían falta antes de atreverse con lo de verdad.
—Sandy, ¿estas luces velan la imagen?
Miró por el visor.
—No. Si fuera blanco supongo que sí, pero así, en marrón, no pasa nada.
—Vale.
Tony deshizo el lazo amarillo que mantenía cerrada la bolsa de basura. En cuanto la abrió se intensificó el olor.
—¡Uf! ¡Caray! —dijo, agitando una mano con guante.
A continuación la introdujo en la bolsa y sacó otra de pruebas, esta grande.
Sandy miraba por encima de la cámara. La cosa de la bolsa parecía una monstruosidad de barraca de feria, gastada de tanto enseñarla. De las dos alas oscuras, una estaba plegada sobre el abdomen y la otra ejercía presión sobre el plástico claro de la bolsa de pruebas, de tal manera que a Sandy le recordó una mano aplicada a un cristal. A veces, cuando se le echaba el guante a un borracho y se le encerraba en la parte trasera del coche patrulla, ponía las manos en el cristal y miraba hacia fuera entre las dos, como estrellas marinas enmarcando un rostro oscuro y aturdido. Era más o menos parecido.
—El cierre está abierto por el medio —dijo Curt con una mirada de reprobación a la bolsa de pruebas—. Por eso huele.
En opinión de Sandy, el olor no tenía explicación.
Curt abrió del todo la bolsa y metió la mano, Sandy, mareado, notó que se le contraía el estómago, convertido en una bola, y se preguntó si habría sido capaz de obligarse a hacer lo que estaba haciendo Curt. Lo dudaba. En cambio el trooper Wilcox no vaciló ni un instante. Cuando los dedos de los guantes tocaron el cadáver dentro de la bolsa, Tony retrocedió un poco. No movió los pies, pero echó hacia atrás el torso como esquivando un puñetazo. E hizo un ruido involuntario de asco a través de su mascarilla rosa, tan mona.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Curt.
—Sí —dijo Tony.
—Bueno, pues voy a montarlo. Tú sujétalo.
—Vale.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Que sí, caray.
—Porque yo también estoy un poco raro.
Sandy veía que a Sandy le resbalaban gotas de sudor por un lado de la cara, mojando la goma elástica de la mascarilla.
—Oye, ¿y si dejamos la clase de sensibilización para otro momento y vamos al grano?
Curt llevó la cosa-murciélago al corcho. Durante el traslado, Sandy oyó un ruido extraño y bastante inquietante. Quizá se tratara de una mera combinación de escuchar demasiado y roce de ropa y guantes, pero la verdad es que lo dudaba. Era un frotamiento de pieles muertas, generando un sonido que parecían palabras pronunciadas en voz muy baja e idioma extranjero. A Sandy le dio ganas de taparse los oídos.
Al mismo tiempo que se daba cuenta de aquel roce tenebroso, tuvo la sensación de que se le aguzaba la vista. El mundo adquirió una nitidez sobrenatural. Veía el color rosa de la piel de Curtis a través de los guantes finos que llevaba, y las espirales aplastadas que formaba el vello de sus dedos. Lo blanco del guante quedaba muy luminoso por contraste con la parte central del ser, que se había vuelto gris mortecino. La boca de la cosa estaba abierta. Su ojo único, negro, estaba desenfocado y con una superficie apagada y vidriosa. A Sandy le pareció del tamaño de una taza de té.
El olor empeoraba, pero Sandy no dijo nada. Curt y el sargento estaban dentro, justo al lado de su origen. Pensó que si podían aguantarlo ellos, él también.
Curt retiró el ala que cubría la barriga de la criatura, dejando a la vista un pelaje verde cetrino y una cavidad pequeña y arrugada que quizá contuviera los genitales. Aplicó el ala al corcho.
—Fíjala —dijo.
Tony clavó una chincheta. El ala era gris oscuro, y toda de membrana. Sandy no apreció ninguna señal de huesos o vasos sanguíneos. Curt desplazó la mano por la barriga de la cosa para poder levantar la otra ala. Sandy volvió a oír el mismo ruido líquido, como de succión. Empezaba a hacer calor, y más haría dentro del cubículo. Con aquellas lámparas Tensor…
—Clava, jefe.
Tony fijó la otra ala. Ahora la criatura estaba clavada en el corcho como algo salido de una película de Bela Lugosi. Aunque en realidad, viéndola en su conjunto, no se parecía mucho a un murciélago, ni a una ardilla voladora, y menos a ninguna clase de pájaro. No se parecía a nada. Por ejemplo, aquella protuberancia amarilla que le salía del medio de la cara. ¿Era un hueso? ¿Un pico? ¿Una nariz? Si era una nariz, ¿dónde estaban los orificios? A Sandy le parecía más garra que nariz, y más espina que garra. ¿Y el ojo único? Sandy trató de pensar en algún ser terrestre que solo tuviera un ojo, y no se le ocurrió ninguno. Alguno tenía que haber, ¿no? En alguna parte: la selva sudamericana, el fondo oceánico, quizá…
La cosa, además, carecía de patas. El cuerpo le acababa en una culata que parecía un pulgar verde negruzco. Curt se ocupó personalmente de fijar al corcho aquella parte de la anatomía del espécimen. Lo hizo separando la piel peluda del cuerpo con los dedos y atravesando un pliegue suelto. Tony ejecutó los últimos retoques, consistentes en clavar chinchetas en el corcho a través de las axilas de la cosa. Por llamarlas de alguna manera, pensó Sandy. Esta vez fue Curtis quien profirió un ruido involuntario de asco detrás de la mascarilla. Se pasó el antebrazo por la frente.
—Ojalá se nos hubiera ocurrido traer el ventilador —dijo.
Sandy, a quien empezaba a darle vueltas la cabeza, estuvo de acuerdo. O bien apestaba más que antes, o el hedor tenía efectos acumulativos.
—Sí, tú enchufa otra cosa y seguro que salta el fusible —dijo Tony—. Entonces nos quedaríamos a oscuras con este bicho tan feo. Y encerrados, gracias a que Cecil B. DeMille tiene montada la cámara en la puerta. Sigue, Curt. Si tú estás bien, yo también.
Curt retrocedió un paso, respiró una bocanada de aire un poco más puro y volvió a aproximarse a la mesa.
—No lo mido —dijo—. Ya lo hicimos en el cobertizo, ¿no?
—Sí —repuso Sandy—. Catorce pulgadas de largo. O, si lo prefieres, treinta y seis centímetros. El cuerpo, en el punto más ancho, mide más o menos un palmo. Quizá un poco menos. ¡Venga, hombre, a ver si podemos salir!
—Dame los dos escalpelos y retractores.
—¿Cuántos retractores?
Curt le miró como diciendo no seas memo.
—Todos. —Otro gesto rápido de secarse la frente; y, una vez que Sandy hubo entregado el material por encima de la cámara—: Oye, mira por el visor, ¿vale? Métele toda la caña que puedas al zoom. Que salga una filmación de puta madre.
—Seguirían diciendo que es trucada —dijo Tony suavemente—. Te das cuenta, ¿no?
—Yo intuyo que esta cinta la verá muy poca gente —dijo Curt. A continuación añadió algo que a Sandy se le quedó grabado de por vida. Consideraba que Curtis, sometido ya a una gran presión mental y a una tensión física en aumento, había expresado su verdad sin rodeos, con palabras que no suele atreverse a usar la gente porque revelan demasiado el fondo de quien las pronuncia—. Que se joda el ciudadano —fue lo que dijo Curtis—. Esto es para nosotros.
—Lo tengo muy bien encuadrado —dijo Sandy—. Apestará, pero lo que es la luz, es divina.
Al pie de la pantallita interior, el código horario anunciaba 19:49:01.
—Cortando —dijo Curt, y deslizó el escalpelo más grande por la parte central del cuerpo de la criatura clavada con chinchetas.
No le temblaron las manos. Si la inminencia del momento decisivo le produjo miedo escénico, debió de pasársele enseguida. Se oyó un reventón, un ruido a mojado como de explotar una burbuja de líquido espeso, y de repente la bandeja de debajo del caballete empezó a recibir un goteo de pasta negra.
—¡Jo, qué peste! —dijo Sandy.
—Coño, esto no hay quien lo aguante —añadió Tony con voz aflautada de consternación.
Curt no hizo caso. Abrió el abdomen de la cosa y efectuó las incisiones estándar a ambos lados, en dirección a las axilas clavadas con chinchetas, creando el corte en Y que se usa en cualquier autopsia humana. A continuación empleó las pinzas para abatir la piel sobre la zona torácica, dejando más a la vista una masa esponjosa verde oscuro detrás de un hueso estrecho y arqueado. Sandy nunca había visto nada parecido.
—¡Joder! ¿Dónde tiene los pulmones? —preguntó Tony.
Sandy le oía respirar por inhalaciones breves y roncas.
—Esto verde podría ser uno —dijo Curt.
—Se parece más a…
—Sí, a un cerebro, ya lo sé. Un cerebro verde. Vamos a echarle un vistazo.
Curt utilizó la parte sin filo del escalpelo para dar unos golpecitos al arco blanco de encima del órgano verde estriado.
—Si lo verde es un cerebro, es que su evolución le ha protegido con cinturón de castidad en vez de con caja fuerte. Sandy, dame las tijeras. Las pequeñas.
Sandy se las pasó y volvió a inclinarse hacia el visor de la cámara de vídeo. Tenía el zoom al máximo, de acuerdo con las instrucciones, y una imagen muy nítida.
—Corto. Ya.
Curt pasó la hoja inferior de las tijeras por debajo del arco de hueso y lo cortó limpiamente, como la cuerda de un paquete. Saltó por los dos lados, como una costilla, y en el mismo momento la superficie de la esponja verde que tenía la cosa en el pecho se volvió blanca y emitió un silbido como de radiador. El aire empezó a oler mucho a menta y clavo. Al silbido se añadió un ruido de burbujas, parecido al de una paja buscando restos de batido en el fondo de un vaso.
—¿Qué, salimos? —preguntó Tony.
—Demasiado tarde.
Curt estaba inclinado hacia el pecho abierto de la cosa, donde ahora la masa esponjosa había empezado a sudar gotitas de líquido blanco verdoso. Más que interesado, estaba fascinado. Viéndolo, Sandy entendió al que se había infectado a propósito con la fiebre amarilla, o a la Curie, que de tanto manipular radiaciones había contraído cáncer. «Me he convertido en destructor de mundos», musitó Robert Oppenheimer durante la primera detonación de bomba atómica hecha con éxito en el desierto de Nuevo México, y empezó a trabajar directamente en la bomba H sin concederse ni un descanso para tomar té con pastas. Porque te obsesionas, pensó Sandy. Y porque, así como la curiosidad es un hecho demostrable, la satisfacción se parece más a un rumor.
—¿Qué le pasa? —preguntó Tony.
Sandy pensó que, a juzgar por lo que se veía encima de la mascarilla rosa, el sargento ya tenía bastante clara la respuesta.
—Que se descompone —contestó Curt—. Sandy, ¿lo tienes bien enfocado? ¿No se interpone mi cabeza?
—No, está perfecto —contestó Sandy con voz un poco ahogada. Al principio la variación a menta y clavo casi había parecido refrescante, pero ahora la tenía detrás de la lengua como un regusto a aceite de motor. Y volvía la peste a col. A Sandy cada vez le daba más vueltas la cabeza, y habían empezado a revolvérsele las tripas—. Aunque yo aquí no me quedaría mucho tiempo, porque podemos asfixiarnos.
—Abre la puerta del fondo del pasillo —dijo.
—Pero si me habías dicho…
—Venga, haz lo que te dicen —dijo Tony, y Sandy obedeció.
Volvió justo cuando Tony le preguntaba a Curt si le parecía que cortar el arco de hueso había acelerado el proceso de descomposición.
—No —dijo Curt—. Creo que ha sido por tocar lo esponjoso con la punta de las tijeras. ¿Verdad que parece que todo lo que salga del coche no se lleve muy bien con nosotros?
Ni Tony ni Sandy tenían ganas de discutírselo. Para entonces la esponja verde ya no parecía ni un cerebro, ni un pulmón, ni nada reconocible. Solo era un saco purulento en descomposición dentro del pecho abierto del cadáver.
Curt miró a Sandy de reojo.
—Si lo verde era el cerebro, ¿en la cabeza qué tendrá, según vosotros? Esto se averigua deprisa.
Y, sin concederles tiempo de darse cuenta de qué hacía, desplazó el escalpelo más pequeño y clavó la cuchilla en el ojo vidrioso de la cosa.
El ruido fue como cuando se hace pop metiendo el dedo en la boca. El ojo se deshinchó y cayó entero de la órbita como una repugnante lágrima. Tony chilló de miedo sin querer. Sandy gritó en voz baja. El ojo deshinchado rebotó en el hombro peludo de la cosa y cayó en la bandeja recogegotas. Poco después empezó a sisear y ponerse blanco.
—Ya basta —se oyó decir Sandy—. Esto no tiene sentido. No averiguaremos nada, Curtis. No hay nada que averiguar.
No tuvo la impresión de que Curtis le oyera.
—Me cago en Dios —susurraba este—. Me cago en la hostia consagrada.
En la órbita vacía empezó a asomar una sustancia fibrosa y rosada. Parecía algodón de azúcar, o el aislante que usa la gente en los altillos. Salió, formó un nódulo amorfo, se puso blanco y empezó a licuarse igual que lo verde.
—¿Estaba viva esta mierda? —preguntó Tony—. ¿Estaba viva al…?
—No, solo ha sido la despresurización —dijo Curtis—. Estoy seguro. Esto está tan poco vivo como la espuma de afeitar al salir del bote. ¿Lo has filmado, Sandy?
—No sé si sirve de algo, pero sí.
—Vale. Ahora miramos el abdomen y basta.
Lo siguiente que salió hizo que se pasaran como mínimo un mes sin conciliar bien el sueño. Sandy tuvo que conformarse con esas cabezaditas de las que te despiertas sobresaltado y con la seguridad de haber tenido agazapado en el pecho, robándote el aliento, algo que no acabas de ver.
Curt retiró la piel de la zona abdominal y le pidió a Tony que clavara chinchetas, primero a la izquierda y luego a la derecha. Tony lo consiguió, aunque con mucho esfuerzo; se había convertido en un trabajo de precisión, y los dos tenían la cara cerca de la incisión. Sandy pensó que dentro del cubículo la peste debía de ser tremenda.
Curt buscó algo a tientas sin mover la cabeza, encontró una de las lámparas Tensor y la giró un poco, intensificando todavía más la luz que bañaba la incisión. Sandy vio una cuerda enrollada de sustancia roja parecida al hígado —intestinos— amontonada encima de una bolsa gris azulada.
—Cortando —murmuró Curt, y acarició la superficie grumosa y abultada de la bolsa con el filo del escalpelo.
Se abrió, y salió un chorro de humor negro que golpeó a Curt en plena cara, embadurnándole las mejillas y salpicándole la mascarilla. Otros salpicones aterrizaron en los guantes de Tony. Los dos hombres retrocedieron gritando, mientras Sandy permanecía junto a la cámara de vídeo, petrificado y boquiabierto. La bolsa, que se desinflaba por momentos, expulsaba un torrente de bolitas negras y rugosas, cada una de las cuales llevaba un envoltorio de membrana gris. A Sandy le parecieron tentempiés de araña en sudarios de telaraña. Entonces vio que cada bola tenía un ojo vidrioso y abierto, y que todos parecían mirarle a él fijamente. Fue cuando le fallaron los nervios. Se apartó chillando de la cámara. Los gritos fueron sustituidos por arcadas. Poco después se vomitaba la pechera de su camisa. Él apenas se acordaba de todo eso. Era como si le hubieran borrado a fuego de la memoria los cinco o seis minutos después de la última incisión de Curt, y lo consideraba una suerte.
Al otro lado de aquella quemadura de cigarrillo en la superficie de la memoria, su primer recuerdo era Tony diciendo:
—Venga, id tirando. Ya podéis volver a subir. Aquí está todo controlado.
Cerca de su oreja izquierda, Curt murmuraba otra versión de lo mismo, y le decía a Sandy que estaba tranquilísimo, todo controlado.
Todo controlado: fue el anzuelo que repescó a Sandy de sus breves vacaciones en el país de la histeria. Sin embargo, si todo estaba tan controlado, ¿por qué Curt respiraba tan deprisa? Y ¿por qué estaba tan fría la mano que tenía Sandy en el brazo? Hasta a través de la goma del guante (que aún no se había acordado de quitarse) estaba fría la mano de Curt.
—He vomitado —dijo Sandy, y notó en las mejillas el impacto de un calor sordo, el de la sangre al subir. No se acordaba de ninguna otra ocasión en que hubiera estado tan avergonzado y desmoralizado—. ¡Ay, por Dios! Me he vomitado encima.
—Sí —dijo Curt—, te ha salido un chorro de héroe. No te preocupes.
Sandy respiró e hizo una mueca, porque el estómago se le hacía un nudo y estuvo a punto de volver a traicionarle. Estaban afuera, en el pasillo, pero la peste a col seguía siendo casi insoportable. Al mismo tiempo se dio cuenta con exactitud de en qué punto del pasillo se encontraba: delante del armario donde había encontrado el cable. La puerta del armario estaba abierta. Sandy no estaba seguro, pero sospechaba que había salido corriendo del almacén y se había plantado allí delante con la voluntad, quizá, de meterse en el armario, cerrar la puerta y hacerse un ovillo en la oscuridad. Le pareció gracioso y profirió una sola y aguda carcajada.
—Así me gusta —dijo Curt.
Le dio a Sandy una palmadita, y al verle apartarse puso cara de contrariedad.
—No, no es por ti —dijo Sandy—. Es la mierda esa… la pasta…
No pudo acabar. Se le había agarrotado la garganta. Señaló la mano de Curt. La sustancia viscosa que había salido del útero muerto y preñado de la cosa-murciélago estaba embadurnada por todos los guantes de Curt, y ahora también había un poco en el brazo de Sandy. La mascarilla de Curt, que se la había bajado y la tenía colgando a la altura del cuello, también presentaba churretes y manchas. En la mejilla tenía una especie de costra negra.
En la otra punta del pasillo, más allá de la puerta abierta del almacén, estaba Tony al pie de la escalera, hablando con cuatro troopers embobados y nerviosos. Hacía gestos de ahuyentarles, intentando que volvieran a subir, pero no se les veía muy dispuestos.
Sandy rehizo su camino por el pasillo hasta la puerta del almacén y se quedó donde le vieran todos.
—Tíos, que estoy bien. Yo estoy bien, vosotros estáis bien y estamos todos bien. Ahora subís, os calmáis un poco y, cuando lo tengamos todo listo, podréis mirar el vídeo.
—¿Querremos? —preguntó Orville Garrett.
—Lo dudo —dijo Sandy.
Los troopers subieron por la escalera. Tony, cuyas mejillas, de tan descoloridas, parecían de cristal, se giró hacia Sandy y le hizo una señal escueta con la cabeza.
—Gracias.
—Era lo mínimo. Me ha dado pánico, jefe. Lo siento muchísimo.
Esta vez lo de Curtis en el hombro no fue una palmadita, sino una auténtica palmada. Sandy estuvo a punto de volver a apartarse, hasta que vio que se había quitado los guantes manchados. O sea que no pasaba nada. O casi nada.
—No has sido el único —dijo Curt—. Nos tenías detrás a Tony y a mí, pero estabas demasiado histérico para fijarte. Durante la estampida hemos tirado al suelo la cámara de vídeo de Huddie. Espero que no se haya roto. Si resulta que sí, supongo que habrá que pasar la gorra para comprarle otra. Ven, vamos a verlo.
Volvieron al almacén con paso bastante decidido, pero al principio ninguno de los tres fue capaz de entrar. En parte se debía al olor, como a sopa podrida, pero sobre todo a saber que la cosa murciélago seguía enganchada al corcho, desollada y repugnante. Pendiente de limpieza, como los accidentes de carretera de los fines de semana, en que al llegar, el olor a sangre, tripas reventadas, gasolina derramada y goma quemada era como un conocido de toda la vida, alguien insoportable que nunca va a cambiar de pueblo; olerlo era saber que había alguien muerto o casi muerto, otra persona llorando y gritando, y que encontrarías un zapato —con suerte no de niño, aunque demasiado a menudo lo era— tirado en la carretera. Sandy lo veía así. Te los encontrabas en la carretera o en la cuneta, con los cuerpos que les había dado Dios diciendo Toma, úsalo lo mejor que puedas para vivir en formas nuevas y torturadas: huesos reventando pantalones y camisas, cabezas medio torcidas pero que seguían hablando (y chillando), ojos colgando, una mujer ensangrentada con un niño ensangrentado en brazos, como una muñeca rota, y diciendo ¿Está viva? Por favor, compruébelo. Yo no puedo, No me atrevo. Siempre había sangre en los asientos, charcos de sangre, huellas dactilares de sangre en los restos de las ventanillas. Cuando la sangre estaba en la carretera, también formaba charcos y se ponía morada a la luz intermitente de las luces rojas, y había que limpiarlo todo, la sangre, la mierda y los trozos de cristal, claro, porque el ciudadano medio no querría verlo al ir a misa el domingo por la mañana. Y era el que pagaba.
—Tenemos que encargarnos nosotros —dijo el sargento—. Ya lo sabéis.
Lo sabían. Sin embargo, ninguno de los tres se movió.
¿Y si hay algunos que aún estén vivos? Era lo que pensaba Sandy. Idea ridícula, puesto que la cosa-murciélago llevaba seis semanas o más en una bolsa de pruebas de plástico metida en una nevera hermética Eskimo, pero no bastaba con saber que era ridícula. La lógica había perdido su poder, al menos provisionalmente. Cuando había que enfrentarse con una cosa de un solo ojo y con el cerebro (cerebro verde) en el pecho, la propia idea de lógica se antojaba risible. A Sandy no le costaba nada imaginarse las bolitas negras con envoltorio de gasa empezando a latir y agitarse en la mesita como brincadores, esas judías que saltan, a medida que la luz intensa de las lámparas Tensor les infundía calor y les devolvía la vitalidad. Más fácil de imaginar, imposible. Y haciendo ruidos. Trinos agudos o grititos. Sonidos de bebés de pájaro o rata en el esfuerzo de nacer. Pero joder, él que había sido el primero en salir, ahora podía ser el primero en volver a entrar. Tampoco era pedir demasiado.
—Venga —dijo Sandy, y cruzó el umbral—. A ver si acabamos de una vez. Luego me pasaré el resto de la noche duchándome.
—Tendrás que hacer cola —dijo Tony.
Limpiaron, pues, la porquería, como la habían limpiado tantas veces en la carretera. En total tardaron casi una hora y, aunque fue difícil poner manos a la obra, al acabar la faena casi volvían a ser los de siempre. Lo que más les ayudó a recuperar el equilibrio fue el ventilador. Teniendo apagadas las lámparas Tensor podían usarlo sin miedo de que saltaran los fusibles. En cuanto a lo de tener cerrada la puerta del almacén, Curt no volvió a comentarlo. Sandy supuso que había llegado a la conclusión de que la endeble cuarentena que pudieran haber respetado quedaba infringida a título definitivo.
El ventilador no consiguió despejar del todo la peste a col y menta amarga, pero la ahuyentó al pasillo en cantidad suficiente para devolver la paz a sus estómagos. Tony verificó el estado de la cámara de vídeo y dijo que no parecía estropeada.
—Me acuerdo de que antes lo japonés siempre se estropeaba —dijo—. Curt, ¿quieres mirar algo por el microscopio? Si te quedas un rato más, nosotros también podemos. ¿Verdad que sí, Sandy?
A Sandy no le entusiasmaba la idea, pero asintió con la cabeza. Aún le duraba la vergüenza de haber vomitado y salido corriendo, y no tenía la sensación de haberse enmendado del todo.
—No —dijo Curt. Se le notaba cansado y desanimado—. Los osos Gummi que han salido eran las crías. Lo negro debía de ser la sangre. ¿El resto? Ni idea de qué he visto.
Más que desánimo, era algo que lindaba con la desesperación, aunque tanto Tony como Sandy tardarían cierto tiempo en darse cuenta. En el caso de Sandy, fue una de esas noches de insomnio que acababa de ganarse. Acostado en el dormitorio de su casita de East Statler Heights, con las manos detrás de la cabeza, la lámpara de la mesita de noche encendida, la radio muy baja y el sueño a mil kilómetros. Comprendiendo con qué había topado Curt por primera vez desde la aparición del Buick, y a saber si por primera vez en su vida: con que seguramente no llegaría a saber lo que quería saber. Lo que se había dicho a sí mismo que necesitaba saber. Su ambición había sido descubrir, desvelar, pero ¿y qué? Todo Estados Unidos pululaba de críos de primaria cuyo sueño declarado era jugar en la NBA. Su porvenir, en casi todos los casos, iba a resultar bastante más prosaico. Llega un día en que la mayoría de la gente ve cómo está el panorama y se da cuenta de que no arruga los labios para darle un beso en la boca a un destino sonriente, sino porque la vida acaba de meterles en la boca una pastilla de sabor amargo. ¿Lo que estaba viviendo Curtis Wilcox no era lo mismo? A Sandy le parecía que sí. Lo más probable era que su interés por el Buick tuviera continuidad, pero ese interés, con el paso de los años, aparecería cada vez más como lo que era: trabajo normal de policía. Vigilar, hacer partes escritos (en libros de contabilidad que su mujer acabaría echando al fuego) y realizando tareas de limpieza cada vez que el Buick diera a luz otra monstruosidad, muerta tras breves forcejeos.
Ah, y superar alguna que otra noche de insomnio. Claro que eso eran gajes del oficio, ¿no?
Curt y Tony desengancharon del corcho la monstruosidad y volvieron a meterla en la bolsa de pruebas. Lo mismo hicieron, después, con todas las bolitas negras menos dos: meterlas en la bolsa de pruebas con ayuda de una escobilla para huellas dactilares. Esta vez Curt se cercioró de que fuera hermético todo el cierre de la bolsa.
—¿Arky aún ronda por aquí? —preguntó.
Tony dijo:
—No. Quería quedarse, pero le he mandado a casa.
—Pues a ver si uno de los dos me hace el favor de subir y pedirle a Orv o Buck que encienda el incinerador de atrás. También habría que poner agua a hervir en los fogones. Una olla grande.
—Ya lo hago yo —dijo Sandy, y lo cumplió tras sacar la cinta de la cámara de vídeo de Huddie.
Durante su ausencia, Curt cogió muestras de la sustancia negra viscosa que había salido de las tripas y el útero de la cosa. También las recogió del fluido blanco que había salido del órgano del pecho. Envolvió cada muestra con celofán Sanan y las metió en otra bolsa de pruebas. Las dos criaturas nonatas que quedaban, cada una envuelta en sus minúsculas alas (y mirando fijamente con el ojo único, desasosegante) acabaron en otra bolsa de pruebas, la tercera. Curt obró con eficacia pero sin entusiasmo, como pudiera haber hecho en cualquier escenario de crimen.
Los especímenes y el cuerpo deshinchado de la cosa-murciélago recalaron en el armario verde y abollado, que empezó a llamar George Morgan «la barraca de feria de Troop D». En cuanto el agua hirvió, Tony dio su permiso para que bajaran dos de los troopers de arriba. Los cinco se pusieron guantes de goma de cocina y fregaron hasta donde alcanzaban. Los desperdicios orgánicos que nadie quería acabaron en una bolsa de plástico, junto con los trapos de fregar, los guantes de cirujano, las mascarillas de dentista y las camisetas. La bolsa fue derecha al incinerador, y el humo al cielo, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, amén.
Sandy, Curtis y Tony tomaron sendas duchas, suficientemente largas y calientes para gastar no una sino dos veces el depósito del sótano. A continuación, sonrosados de mejillas, recién peinados y con ropa limpia, acabaron en el banco de fumadores.
—Estoy tan limpio que casi rechino —dijo Sandy.
Durante un rato se quedaron sentados mirando el cobertizo sin hablar.
—Nos ha caído encima mucha mierda de esa —acabó diciendo Tony—. Mucha mierda. —Encima, en el cielo, colgaba como piedra pulida una luna de tres cuartos. Sandy notaba un temblor en el aire. Pensó que debía de ser el cambio inminente de estación—. Si nos ponemos enfermos…
—Para mí que si fuéramos a ponernos enfermos ya lo estaríamos —dijo Curt—. Hemos tenido suerte. La hostia de suerte. ¿Estando en el lavabo os habéis mirado bien los ojos en el espejo?
Por supuesto que sí. Tenían los ojos con el borde enrojecido e inyectados en sangre, ojos de hombres que han tenido un largo día de combatir un incendio.
—Yo creo que se nos pasará —dijo Curt—, pero creo que al final habrá sido buena idea ponerse las mascarillas. No protegen contra los gérmenes, pero al menos la porquería negra no nos ha entrado en la boca. Yo creo que las consecuencias de algo así podrían haber sido bastante feas.
Tenía razón.