ENTONCES

En aquella época Arky tenía una vieja camioneta Ford, la típica de tres marchas (cuatro contando la marcha atrás, bromeaba) y con un embrague que chirriaba. La aparcaba en el mismo sitio que veintitrés años después, con la diferencia de que entre una y otra fecha la cambió por una Dodge Ram con transmisión automática y tracción en las cuatro ruedas.

En 1979, al fondo del aparcamiento había un autobús escolar desvencijado del condado de Statler, un cacharro oxidado de color amarillo que como mínimo llevaba allí desde la guerra de Corea, hundiéndose cada año más en los hierbajos y en el polvo. Que nunca se lo llevara nadie era uno de los tantos misterios de la vida. Arky le arrimó la camioneta, cruzó el aparcamiento hacia el cobertizo B y miró por una de las ventanas de la puerta de persiana, poniéndose una mano a cada lado de la cara para protegerse de la luz del sol, que estaba al oeste.

Había una luz encendida en el techo. A Arky, el Buick, que estaba debajo, le pareció un coche de exposición, el típico que iluminado queda tan bien que habría que estar loco para no tener ganas de firmar lo que fuera para llevarse a casa semejante joya. No se veía nada raro, como no fuera la tapa del maletero, que volvía a estar levantada.

Habría que informar al que esté de guardia, pensó. Él solo era vigilante, no poli, pero se le había pegado el gris trooper. Se apartó de la ventana, y por casualidad miró el termómetro que Curt y el sargento habían colgado de la viga. La temperatura del cobertizo había vuelto a subir, y bastante. Había casi dieciséis grados. Arky tuvo la idea de que el Buick era una especie de serpentín de nevera que se había apagado solo (a menos que se hubiera quemado durante la exhibición de fuegos artificiales).

Siendo el único al corriente de aquella subida repentina de temperatura, Arky estaba revolucionado. Empezó a volverse con la intención de correr al cuartel. Entonces fue cuando vio lo que había en el rincón del cobertizo.

Solo es ropa vieja amontonada, pensó; pero había algo más que indicaba… pues eso, algo más. Volvió a mirar por el cristal y a protegerse de la luz con las manos, En efecto, el bulto era algo más que ropa vieja. ¡Caramba si lo era!

Sintió una debilidad como de gripe en las rodillas y los muslos. La sensación le subió por el estómago, aflojándolo, y pasó al corazón, acelerándolo. Por un momento, Arky estuvo casi seguro de que se desmayaría y sé quedaría tirado en el suelo.

Oye, y digo yo, pedazo de cazurro, ¿no podrías volver a respirar? Quizá sirva de algo.

Arky aspiró dos bocanadas secas de aire sin importarle el ruido que pudiera hacer. Era el mismo que había hecho su padre al tener el infarto y esperar la ambulancia acostado en el sofá.

Se apartó de la puerta de persiana dándose golpes en el centro del pecho con el lado de un puño.

—Venga, majo, un poco de calma.

Le deslumbraba el sol, que se hundía en un caldero de sangre. Había seguido aflojándosele el estómago, con el efecto de que ahora tenía ganas de vomitar. De repente parecía que el cuartel estuviera a tres o cuatro kilómetros. Se encaminó hacia él recordándose que había que respirar y concentrándose en dar pasos largos y regulares. Una parte de él tenía ganas de correr; la otra comprendía que intentarlo era arriesgarse a sufrir, esta vez sí, un desmayo.

—Te tomarían tanto el pelo que no te dejarían vivir. Ya lo sabes. Pero lo que le preocupaba no eran las burlas, sino llegar con cara de desquiciado, presa del pánico, como el típico tío que llega para meter algún rollo.

Lo cierto es que al entrar se sentía algo mejor. Aún estaba asustado, pero no tanto como cuando tenía ganas de vomitar o de salir por piernas del cobertizo. Entretanto, además, había tenido una idea de efectos tranquilizadores. Quizá fuera un simple truco. Una broma. Los troopers, con él, se pasaban el día de guasa. ¿Verdad que le había comentado a Orville Garrett que quizá pasara por la tarde a echarle una miradita al Buick? Sí, y era muy posible que Orv hubiera decidido reírse a su costa. ¡Vaya panda de chistosos que tenía de compañeros! Siempre había uno tomándole el pelo.

La idea sirvió para calmarle, pero en el fondo Arky no se la creía. Una cosa era que a Orv Garrett le fuera la chunga, que le gustara reírse, como a cualquiera, y otra que fuera capaz de usar lo del cobertizo para una broma. Ni él ni nadie. ¿Habiendo insistido tanto el sargento Schoondist? Ni hablar.

Ah, pero es que el sargento no estaba. Tenía cerrada la puerta, y en el cristal esmerilado no había luz. En cambio estaba encendida la de la cocina, y salía música por la puerta: Joan Baez cantando «The Night They Drove Old Dixie Down». Arky entró y encontró a Huddie Royer en el acto de echar un trozo enorme de margarina en una olla de fideos. ¡Qué porquería!, pensó. Tu corazón no te lo agradecerá. La radio de Huddie (la pequeña con correa que se llevaba a todas partes) estaba al lado de la tostadora.

—¡Hombre, Arky! —dijo Huddie—. ¿Qué haces tú aquí? No me lo digas.

—¿Está Orv Garrett? —preguntó Arky.

—No, qué va, tenía tres días libres y vuelve mañana. Se ha ido a pescar. ¡Los hay con suerte! ¿Te pongo un tazón? —Huddie levantó la olla, miró a su compañero fijamente y se dio cuenta de que la persona que tenía delante estaba muerta de miedo—. ¡Arky, tío! ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

Arky se desplomó en una de las sillas de la cocina, con las manos colgando entre los muslos. Miró hacia arriba, a Huddie, y abrió la boca, pero al principio no le salió nada.

—¿Qué pasa? —Huddie dejó la olla de macarrones en el mármol, sin mirarla—. ¿Es algo del Buick?

—¿Estás tú de guardia, Hud?

—Sí, hasta las once.

—¿Quién más hay?

—Un par arriba. No sé. Si lo dices por el jefe, ya puedes olvidarte. Esta noche, más jefe que yo no encontrarás. O sea, que cuéntamelo.

—Sal por detrás —le dijo Arky—. Míralo tú. Y tráete unos prismáticos.

Huddie pilló unos prismáticos del almacén, pero no servían de nada. Lo que había en el rincón del cobertizo B estaba demasiado cerca, y con prismáticos se veía borroso. A los dos o tres minutos de toquetear el botón de enfocar, Huddie se dio por vencido.

—Voy a entrar.

Arky le cogió una muñeca.

—¡No, tío! ¡Avisa al sargento! ¡Que decida él!

Huddie, que podía ser muy tozudo, negó con la cabeza.

—El sargento está durmiendo. Ha llamado su mujer para decirlo, y ya sabes cuando llama lo que quiere decir: que no lo despierte ni Dios, como no haya empezado la Tercera Guerra Mundial.

—¿Y si lo de dentro es la Tercera Guerra Mundial?

—A mí no me preocupa —dijo Huddie. A juzgar por su cara, era la mentira de la década, o del siglo. Volvió a mirar por la ventana con una mano a cada lado de la cara. Los prismáticos, inútiles, se habían quedado en el suelo, al lado de su pie izquierdo—. Está muerto.

—Puede —dijo Arky—. Y puede que sea un truco.

Huddie se giró para mirarle.

—Lo dices por decir. —Una pausa—. ¿Verdad?

—No sé qué digo y qué no digo. No sé si está muerto o si solo descansa. Tú tampoco. ¿Y si quiere que entre alguien? ¿Se te ha ocurrido? ¿Y si está esperándote?

Huddie se lo pensó y dijo:

—Pues entonces tendrá lo que quiere.

Se apartó de la puerta con la misma cara de susto que Arky al entrar en la cocina, pero también de determinación. Iba en serio. Un holandés tozudo.

—Escúchame, Arky.

—Qué.

—Carl Brundage está arriba, en la sala de estar. También Mark Rushing. Me parece, vaya. A Loving, el de comunicaciones, no le avises, que no me fío de él. Es demasiado novato. Sube y cuéntales qué pasa a los otros dos. Y no pongas esa cara. Seguro que no es nada, pero más vale contar con todos los que se pueda.

—Por si no es nada.

—Exacto.

—O sea, que podría ser algo.

Huddie asintió.

—¿Estás seguro?

—Ajá.

—Vale.

Huddie caminó pegado a la puerta de persiana, dobló la esquina y se plantó delante de la puerta normal, la lateral. Luego respiró hondo, contó hasta cinco y vació los pulmones. Por ultimo desabrochó la correa de la culata de su pistola, por entonces una Ruger 357.

—¿Huddie?

Huddie se sobresaltó. Si en vez de tener la mano en el seguro la hubiera tenido en el gatillo, casi seguro lo habría apretado, y probablemente se hubiera destrozado el pie. Giró sobre los talones y vio a Arky en la esquina del cobertizo, con sus ojos grandes y oscuros perdidos en la contracción del rostro.

—¡Mierda! —exclamó Huddie—. ¿Por qué me sigues como un fantasma?

—Que no, que caminaba normal.

—¡Venga, entra! Ya te he dicho que avises a Carl y Mark.

Arky meneó la cabeza. Aunque tuviera miedo, había decidido que quería participar en los hechos. A Huddie le pareció comprensible. Estaba demostrado: el gris trooper se pegaba.

—Bueno, pues venga, tontolaba.

Huddie abrió la puerta y entró en el cobertizo, donde seguía haciendo más frío que fuera… aunque ninguno de los dos habría podido decir hasta qué punto hacía frío, porque sudaban como cerdos tanto el uno como el otro. Huddie llevaba la pistola junto al pómulo derecho. Arkie descolgó un rastrillo de los ganchos de al lado de la puerta y chocó con una pala. Ambos se sobresaltaron. Para Arky, peor que el ruido era la forma de sus sombras en la pared: parecían moverse a saltos, como sombras de duendes.

—Huddie… —dijo.

—¡Chist!

—Si está muerto, ¿por qué me haces chist?

—¡No te hagas el listo! —contestó Huddie susurrando.

Caminó en dirección al Buick, Arky le seguía, empuñando el rastrillo con las manos sudorosas y yéndole el corazón a cien. Se notaba la boca seca, con un gusto como a quemado. Nunca había tenido tanto miedo, y el hecho de no saber exactamente de qué solo servía para empeorarlo.

Huddie se colocó detrás del Buick y echó un vistazo al maletero abierto. Tenía la espalda tan ancha que le tapaba a Arky toda la vista.

—¿Qué hay dentro, Hud?

—Nada. Está vacío.

Huddie cerró la tapa, tras una vacilación y un encogimiento de hombros. El ruido les sobresaltó a los dos, y miraron la cosa del rincón. No se movía. Huddie dio unos pasos hacia ella. Volvía a llevar la pistola a la altura de la cabeza. El roce de las suelas con el cemento era muy ruidoso.

Cuanto más se acercaban a la cosa, más se convencían de que estaba efectivamente muerta, pero no fue ningún alivio, porque ninguno de los dos había visto nada parecido. Ni en los bosques del oeste de Pensilvania, ni en un zoo, ni en una revista de animales. ¡Era tan diferente! A Huddie se le despertaron recuerdos de películas de terror, pero la cosa que estaba acurrucada en una esquina del cobertizo tampoco se parecía a nada de eso.

Siempre acababa pensando lo mismo, la misma palabra: diferente. Arky, igual. La cosa, toda ella, gritaba que no era de allí, un allí que abarcaba toda la Tierra, no solo las Short Hills. Quizá todo el universo, al menos el concepto de universo que pudieran tener alumnos de sufi en ciencias, como era el caso de ambos. Parecía que de repente se hubiera disparado algún circuito de alarma que tuvieran metido en la cabeza.

Arky pensaba en arañas. No porque la cosa del rincón tuviera aspecto de araña, sino porque… pues… porque las arañas eran diferentes. Tantas patas, y no sabías qué podían pensar, ni siquiera cómo podían existir. Con aquella cosa pasaba lo mismo, pero en peor. Se mareaba solo de mirarla, de esforzarse por encontrarle algún sentido a lo que sus ojos afirmaban ver. Se le había puesto pegajosa la piel, le latía el corazón con irregularidad y las tripas parecían pesarle más que antes. Tenía ganas de correr, de poner pies en polvorosa, huir.

Joder —dijo Huddie con una vocecita gemebunda—. Jodeeer.

Parecía una súplica para que la cosa desapareciese. Su pistola basculó hasta apuntar al suelo. Solo pesaba un kilo, pero ahora su brazo ni siquiera podía aguantar ese peso. También tenía fláccida la cara, con el resultado de que se le abrían mucho los ojos y se le caía la mandíbula hasta abrírsele la boca. Arky jamás olvidaría el brillo de los dientes de Huddie en la penumbra. Al mismo tiempo empezó a temblarle todo el cuerpo, y Arky se dio cuenta de que él también temblaba.

La cosa del rincón tenía el tamaño de un murciélago muy grande, como los que colgaban en las Cuevas del Milagro de Lassburg, o en la que llamaban Gruta Maravillosa (visitas guiadas a tres dólares por cabeza, consulte tarifas especiales para familias), en Pogus City. Las alas le tapaban casi todo el cuerpo. No estaban plegadas, sino derramadas en pliegues superpuestos y desordenados, como si hubiera intentado plegarlas y se hubiera muerto sin conseguirlo. Las alas eran o negras o de un verde muy oscuro con manchas. Lo que se veía del lomo era de un verde más claro. La zona de la barriga tenía un color blancuzco, de queso, como el centro de un tocón podrido, o el tallo de un lirio de playa marchito. La cabeza, triangular, estaba ladeada. Sobresaliendo de la cara, que no tenía ojos, había una especie de hueso que podía ser una nariz o un pico. Debajo, la boca del ser estaba abierta. Le colgaba una tira amarillenta de tejido, como si se hubiera muerto regurgitando su última comida, Solo con mirar una vez, Huddie supo que tardaría bastante en volver a comer macarrones con queso.

Debajo del cadáver, alrededor de los cuartos traseros, había un charquito de pasta negra cuajada. La idea de que una sustancia así pudiera servir de sangre le dio a Huddie ganas de gritar. Pensó: Yo no lo toco. Antes de tocarlo mataría a mi madre.

Mientras lo pensaba, por la periferia de su campo de visión penetró un palo largo de madera. Soltó un gritito y retrocedió.

—¡No, Arkie! —exclamó, pero era demasiado tarde.

Después Arky no supo explicar por qué había tocado la cosa del rincón con el rastrillo. Un simple impulso al que había cedido antes de tener conciencia de sus actos.

Cuando la punta del mango del rastrillo tocó el punto donde se juntaban las dos alas arrugadas, se oyó un ruido como de papel rozando papel, y empezó a oler mal, como a col hervida pasada. Casi no se fijaron. Se quedaron helados al ver que la parte superior del rostro de la cosa se pelaba, dejando a la vista un ojo muerto y vidrioso, de un tamaño de bola de cojinete industrial.

Arky chilló y retrocedió soltando el rastrillo, que resonó al caer, y tapándose la boca con las manos. Encima de los dedos separados, sus ojos habían empezado a supurar lágrimas de terror. Huddie se limitó a quedarse donde estaba, como clavado al suelo.

—Era un párpado —dijo en voz baja, roncamente—. Solo un párpado. Burro, que lo has movido con el rastrillo. Lo has movido y se ha abierto.

—¡Joder, Huddie!

—Está muerto.

—¡Joder, me cago en…!

—¡Que te digo que está muerto!

—Va… vale —dijo Arky con aquel acento tan raro, más marcado que nunca—. ¿Salimos?

—Para ser conserje eres muy listo.

Rehicieron el camino hacia la puerta, lentamente y de espaldas porque no querían perder de vista a la cosa. También porque ambos sabían que si veían la puerta perderían el control y echarían a correr. La puerta salvadora, la promesa de que detrás había un mundo cuerdo. Se les hizo eterno llegar.

Arky fue el primero en salir de espaldas. Empezó a respirar el aire fresco de la tarde a grandes bocanadas. Huddie salió detrás y dio un portazo. Luego se miraron un rato sin hacer nada. Ahora Arky, más que blanco, estaba amarillento. A Huddie le recordó un bocadillo de queso pero sin el pan.

—¿De qué te ríes? —preguntó Arky—. ¿Dónde está la gracia?

—En ninguna parte —dijo Huddie—. Solo intento no ponerme histérico.

—¿Qué, ahora piensas avisar al sargento Schoondist?

Huddie asintió. No se le iba de la cabeza la manera con que se había pelado la mitad superior de la cabeza de aquella cosa al tocarla Arky con el palo. Intuyó que volvería a verlo en sueños, y acertó plenamente.

—¿Y Curtis?

Huddie se lo pensó y negó con la cabeza. Curt tenía una esposa joven. A las esposas jóvenes les gustaba tener al marido en casa, y, después de unas cuantas noches seguidas de no recibir lo que querían, tendían a molestarse y hacer preguntas. Era natural. Como era natural que en ocasiones los maridos jóvenes dieran respuesta a esas preguntas, aunque supieran que estaba mal hecho.

—¿Entonces sólo al sargento?

—No —dijo Huddie—. Que también venga Sandy Dearborn. Tiene la cabeza bien amueblada.

Estando Sandy en la zona de estacionamiento de Jimmy’s, con la pistola radar sobre las piernas, oyó un aviso por radio.

—Unidad 14, unidad 14.

—14.

Al oír su número había hecho lo mismo de siempre: mirar su reloj. Eran las siete y veinte.

—Oye,14, ¿podrías volver a la base? Tenemos un código D; repito, código D. ¿Recibido?

—¿3? —preguntó Sandy.

En casi todos los cuerpos policiales de Estados Unidos, 3 significa emergencia.

—No, negativo, pero nos iría bien una ayudita.

—Recibido.

Volvió unos diez minutos antes de que llegara el sargento en su coche particular, una camioneta International Harvester que de hecho era más vieja que la Ford de Arky. Para entonces ya había empezado a correr la voz, y Sandy vio que delante del cobertizo B había una verdadera convención de troopers: la tira y media de agentes en las correspondientes ventanitas, todos mirando el interior. Brundage y Rushing, Cole y Devoe, Huddie Royer… Arky Arkanian caminaba detrás en círculos pequeños con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de los pantalones, y la frente llena de arrugas, como los peldaños de una escalera de mano. Sin embargo, no esperaba ventana libre. Arky ya había visto todo lo que quería ver, al menos en una noche.

Huddie puso a Sandy al corriente de lo sucedido. Después Sandy tuvo ocasión de mirar a fondo la cosa del rincón. También trató de adivinar lo que querría el sargento cuando llegara, y lo metió todo en una caja de cartón, al lado de la puerta lateral.

Llegó Tony, aparcó torcido detrás del autobús escolar y acudió casi corriendo al cobertizo B, donde, sin ceremonias, apartó de un codazo a Carl Brundage para mirar por la ventana que quedaba más cerca de la criatura muerta. Se la quedó mirando mientras Huddie daba el parte. Terminado este, llamó a Arky y escuchó su versión de la historia.

Sandy tuvo la impresión de que esa noche se ponían a prueba los métodos de Tony para lo del Roadmaster, y de que aprobaban con nota. Durante los partes de Huddie y Arky fue apareciendo personal de Troop D. La mayoría de los hombres no estaba de servicio. Al oírle a Huddie el código del Buick, los pocos que llevaban puesto el uniforme estaban bastante cerca para acercarse a echar un vistazo. A pesar de todo no hubo barullo de conversaciones, competencia por estar en primera fila, intromisiones en la investigación de Tony ni avalancha de preguntas tontas que lo liaran todo sin necesidad. Lo más importante fue que no hubo piques ni pánico. A Sandy le daba miedo pensar en que hubiera habido periodistas cerca, experimentando el poder atávico de aquella cosa, la cual, a pesar de estar muerta, seguía siendo horrible y, sin saber por qué, amenazadora. Al día siguiente, al comentárselo al sargento, Tony rió.

—El gigante de Cardiff en el infierno —dijo—. Habría pasado eso, Sandy.

Ambos, tanto el sargento como quien llegaría a serlo, conocían el término con que los periodistas definían el gestionar así la información, al menos cuando los gestores eran policías: fascismo. Sin duda era pasarse un poco, pero lo cierto es que ninguno de los dos puso en duda que estuviera cerca el límite de toda suerte de excesos. (Tony dijo una vez: «Si quieres ver polis descontrolados, vete a Los Ángeles. Por cada tres buenos tienes dos memos de las juventudes hitlerianas en moto»). Lo del Buick, sin embargo, era un auténtico «caso especial». Eso tampoco lo pusieron en duda ninguno de los dos.

Huddie quiso saber si había acertado en no avisar a Curtis. Tenía miedo de que su colega tuviera la sensación de que habían pasado de él. Propuso al sargento ir directamente al cuartel y hacer una llamada telefónica. Él con mucho gusto.

—Curtis está bien donde está —dijo Tony—, y cuando sepa por qué no le hemos avisado lo entenderá. En cuanto al resto de vosotros…

Se apartó de la puerta de persiana. Su postura era tranquila, natural, pero tenía la cara muy blanca. A él también le había afectado ver la cosa del rincón, aunque fuera a través de un cristal. Tanto como a Huddie y Arky, a Sandy le pasaba lo mismo, pero también notaba el entusiasmo del sargento Schoondist, la curiosidad desatada y frenética que compartía con Curt. La pulsación subterránea que decía: Pero ¿tú has visto eso? ¡Alucina, tío! Sandy la oía, y la reconocía, pero sin compartirla en lo más mínimo; ni él ni ninguno de los otros, que él supiera. En el caso de Huddie (y el de Arky), saltaba a la vista que se les había pasado de golpe.

—A ver, escuchadme los que estéis de servicio —dijo Tony. Tenía la típica media sonrisa, pero esa noche a Sandy le pareció un poco forzada—. Hay incendios en Statler, inundaciones en Leesburg y una racha de robos en el condado de Pogus. Sospechamos de los amish.

Hubo algunas risas.

—Bueno, pues ¿qué esperáis?

Se produjo un éxodo general de troopers de servicio, seguido por el ruido de varios motores de Chevrolet V-8 arrancando. Los que no estaban de servicio se quedaron un poco más, pero no hizo falta que les dijera nadie que circulasen, venga, tíos, a casa, que se ha acabado el espectáculo. Sandy le preguntó al sargento si también tenía que marcharse.

—No, tú te quedas conmigo —dijo Tony.

Y arrancó a caminar hacia la puerta normal, deteniéndose lo justo para examinar los objetos que Sandy había metido en la caja de cartón: una de las polaroids, película virgen, un metro y un kit de recogida de pruebas, Sandy también había cogido de la cocina unas bolsas de basura de plástico verde.

—Buen trabajo, Sandy.

—Gracias.

—¿Preparado para entrar?

—Sí.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

—¿Como yo o menos?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Lo que sé es que tengo miedo. Y mucho. Si me desmayo, me recoges.

—Bueno, pero cáete en mi dirección.

Tony rió.

—Venga. Pasa al salón, como le dijo la araña a la mosca.

Con miedo o sin miedo, investigaron los dos bastante a fondo. Unieron sus esfuerzos para hacer un esquema del interior del cobertizo, que más tarde mereció el elogio de Curt a Sandy. La reacción de este fue asentir y reconocer que estaba logrado, digno, incluso, de ser presentado en los tribunales. A pesar de todo, había muchas líneas temblorosas. Las manos empezaron a temblarles nada más entrar en el cobertizo, y no se les pasó el temblor hasta que volvieron a salir.

Abrieron el maletero porque era como estaba al mirar Arky y fijarse en la cosa del rincón, e hicieron fotos a pesar de encontrarlo tan vacío como siempre. También las hicieron del termómetro (que ya había subido hasta veintiún grados), más que nada porque Tony pensó que habría sido la voluntad de Curt. También hicieron muchas del cadáver del rincón, desde todos los ángulos imaginables. En todas las polaroids salía el indescriptible ojo único. Brillaba como alquitrán fresco. Viéndose reflejado, Sandy Dearborn tuvo ganas de gritar. Y cada pocos segundos uno de los dos hombres volvía la cabeza para mirar el Buick Roadmaster.

Cuando estuvieron hechas las fotos, algunas con el metro al lado del cadáver, Tony sacudió una de las bolsas de basura y dijo:

—Ve a buscar una pala.

—¿No quieres dejarlo hasta que Curt…?

—El agente de prueba Wilcox podrá mirarlo en el almacén —dijo Tony. Se le notaba una tensión extraña en la voz, una especie de estrangulamiento. Sandy se dio cuenta de que hacía esfuerzos ímprobos para no vomitar. El estómago de Sandy, quizá por simpatía, también sufrió un vuelquecito—. Que lo mire todo el tiempo que le dé la gana. Por una vez no tenemos que preocuparnos de romper la cadena de pruebas, porque no intervendrá ningún fiscal de distrito. De momento, a recoger esta porquería.

No levantaba la voz, pero se le notaba cierta agresividad.

Sandy cogió una pala de la pared donde colgaba y deslizó la hoja por debajo del ser muerto. Las alas hicieron un ruido como de papel, un crujido que sin saber por qué ponía los pelos de punta. De repente una dejó a la vista un flanco negro y sin pelos. Fue la segunda vez que Sandy tuvo ganas de gritar desde que habían entrado. No habría sido capaz de explicarlo con exactitud, pero en el fondo de su cerebro había algo que suplicaba no tener que ver nada más.

Y lo olían todo el rato. Una peste a col pasada.

Sandy observó que la frente de Tony Schoondist estaba perlada de sudor, Algunas gotitas le rodaban por las mejillas dejando un rastro como de lágrimas.

—Venga —dijo Tony con la bolsa abierta—. Venga, Sandy, mételo antes de que vomite yo el almuerzo.

Sandy inclinó la pala, y al resbalar el peso experimentó cierto alivio. Después de que Tony fuera a buscar un saco del serrín rojo absorbente que guardaban para cuando se derramaba gasolina, y de que lo repartiera por encima de la mancha pastosa del rincón, el alivio fue compartido. Tony retorció la bolsa por arriba, con el bicho dentro, y le hizo un nudo. Después emprendieron el camino hacia la puerta.

Tony se detuvo justo antes de llegar.

—Haz una foto —dijo, señalando un punto alto de la puerta de persiana detrás del Buick, la que había usado Johnny Parker para sacar el coche con la grúa. Tony Schoondist y Sandy Dearborn tenían la sensación de que desde entonces había pasado mucho tiempo—. De allí también, y de allí, y de allí arriba.

Al principio Sandy no vio qué señalaba el sargento. Apartó la mirada, parpadeó un par de veces y volvió a mirar. En efecto, había tres o cuatro manchas de color verde oscuro que le recordaron el polvillo que desprenden las alas de las mariposas nocturnas. De niños estaban convencidos de que era un veneno mortal, capaz de dejar ciego al que tuviera un resto en los dedos y se frotara los ojos.

—Ves qué ha pasado, ¿no? —preguntó Tony mientras Sandy levantaba la Polaroid y enfocaba la primera marca.

Le pareció que la cámara pesaba mucho, y aún le temblaban las manos, pero lo consiguió.

—Pues… no, sargento, me parece que no.

—La cosa esa, que no sé si es un pájaro, un murciélago o un zángano robot, ha salido volando del maletero al abrirse la tapa, ha chocado contra la puerta trasera (primera mancha) y ha empezado a rebotar por las paredes. ¿Has visto alguna vez cuando se queda encerrado un pájaro en un cobertizo o en un granero?

Sandy asintió.

—Pues lo mismo.

Tony se enjugó el sudor de la frente y miró a Sandy. Este jamás olvidaría su mirada. Nunca había visto tan desnudos los ojos del sargento. Pensó que era la mirada que tenían a veces los niños pequeños cuando llegaba un adulto a decirles que no armaran tanto follón.

—Jo, tío —dijo Tony con todo su aliento—. La hostia.

Sandy asintió.

Tony miró la bolsa.

—¿A ti te recuerda un murciélago?

—Sí —dijo Sandy, y luego—: No. —Al término de otra pausa añadió—: Mentira.

Tony soltó una risa bronca que delataba cansancio.

—Más claro, el agua. Si estuvieras declarando en un juicio, a eso no podría darle la vuelta ningún abogado defensor.

—No sé, Tony. —Pero Sandy sabía algo: que no tenía ganas de cháchara, sino de volver a estar al aire libre—. ¿Tú qué crees?

—Pues… si lo dibujara parecería un murciélago —dijo Tony—. En las polaroids que hemos hecho también parece un murciélago, pero… no acabo de saber cómo decirlo, pero…

—Que no da la sensación de que sea un murciélago —dijo Sandy.

Tony sonrió de manera sombría y encañonó a Sandy con el dedo.

—Muy zen, pequeño saltamontes, pero las manchas de la pared demuestran que como mínimo ha actuado como un murciélago, o como un pájaro encerrado. Ha revoloteado hasta caerse muerto en el rincón. ¡Coño, si hasta puede que se haya muerto de miedo!

Sandy se acordó de la ferocidad del ojo muerto, un ojo como de otro mundo, casi hasta el punto de no poder mirarlo. Por primera vez en su vida le pareció posible entender de verdad el concepto que había formulado el sargento Schoondist. ¿Morirse de miedo? Sí, era una muerte posible. Muy posible. A continuación, como parecía que el sargento esperara algo, dijo:

—O puede que chocara tan fuerte contra la pared que se haya partido el cuello. —Se le ocurrió otra idea—. O… oye, Tony, que igual lo ha matado el aire.

—¿Qué dices?

—Que igual…

Sin embargo, los ojos de Tony se habían encendido, y asentía.

—Claro —dijo—. Puede que el aire del otro lado del maletero del Buick sea diferente. A nosotros quizá nos sentara como gas venenoso… y nos reventara los pulmones…

Con esto último Sandy tuvo suficiente.

—Tony, tengo que salir. Si no el que vomite seré yo.

En realidad, lo que temía no era vomitar, sino ahogarse. De repente la anchura de su tráquea había pasado de normal a simple agujerito.

Cuando volvieron a salir (casi había anochecido y se había levantado una brisa de verano de increíble suavidad), Sandy se encontró mejor. Tuvo la impresión de que Tony también; en todo caso, las mejillas del sargento habían recuperado una parte de su color. Mientras Tony cerraba la puerta lateral, se acercaron Huddie y unos cuantos troopers más, pero nadie dijo nada. Al ver aquellas caras, un simple observador, sin contexto en que basarse, podría haber pensado que se había muerto el presidente, o que alguien había declarado la guerra.

—¿Qué, Sandy? —dijo Tony—. ¿Ya te encuentras mejor?

—Sí. —Sandy movió la cabeza para señalar la bolsa de basura, que colgaba como un péndulo inerte con su extraño peso al fondo—. Lo de que se haya muerto por el aire de aquí ¿lo decías en serio?

—Sí, claro, es posible. O por la impresión de estar en nuestro mundo. Porque te digo una cosa: yo dudo que pudiera vivir mucho tiempo en el mundo de donde ha venido este bicho, aunque sí que pudiera respirar el… —Tony se quedó callado, porque de repente Sandy volvía a poner mala cara. Más que mala, espantosa—. Sandy, ¿qué te pasa?

Sandy no estaba muy seguro de querer explicarle a su jefe qué pasaba. Ni siquiera de poder. ¿En qué había pensado? En Ennis Rafferty. La idea del trooper desaparecido, sumada a lo que acababan de descubrir en el cobertizo B, sugería una conclusión que no quería plantearse. Sin embargo, después de habérsele ocurrido costaba mucho expulsarla. Probablemente el Buick fuera un conducto hacia otro mundo. La cosa-murciélago lo había atravesado en una dirección, y casi seguro que Ennis Rafferty lo había atravesado en la contraria.

—Sandy, dime algo.

—No pasa nada, jefe —repuso Sandy.

A continuación se vio obligado a inclinarse y poner una mano en cada espinilla. Era una buena manera de evitar un desmayo, siempre y cuando se dispusiera de tiempo para recurrir a ella. Los demás, alrededor, miraban a Sandy tan callados como antes, y con las mismas caras largas de: el rey ha muerto, larga vida al rey.

Por fin volvió a estabilizarse el mundo, y Sandy se puso derecho.

—Que estoy bien, en serio —dijo.

Tony le miró a la cara y asintió. Levantó un poco la bolsa verde.

—Esto se va al armario del almacén, el pequeño donde Andy Colucci guarda las revistas guarras.

El comentario fue acogido por algunas risas nerviosas.

—A partir de ahora, en el almacén no entrará nadie aparte de mí, Curtis Wilcox y Sandy Dearborn. SCP. ¿Entendido?

Asintieron. Sólo con permiso.

—Sandy, Curtis y yo. Ahora la investigación es nuestra. —Permaneció muy erguido a la luz menguante del anochecer, casi en posición de firmes, con la bolsa de basura en una mano y las polaroids en la otra—. Esto de aquí es una prueba. ¿De qué? De momento no tengo ni idea. Si a alguien se le ocurre algo, que venga a verme. Si os parece una locura, daos aún más prisa en venir. Todo esto es una locura, pero no nos impedirá llevar el caso como cualquier otro. ¿Preguntas?

No las hubo. O, visto de otra manera (pensó Sandy), solo había preguntas.

—Dentro de lo posible, debería haber alguien en el cobertizo a todas horas —dijo Tony.

—¿Un servicio de guardia, sargento? —preguntó Steve Davoe.

—Digamos que de vigilancia —dijo Tony—. Venga, Sandy, acompáñame hasta que haya guardado esta cosa. Te juro por Dios que no tengo ningunas ganas de llevarlo abajo yo solo.

Mientras cruzaban el aparcamiento, Sandy oyó decir a Arky Arkanian que a Curt le sentaría fatal que no lo hubieran llamado, ya veréis, se pondrá el chaval como una fiera.

Pero Curtis estaba demasiado agitado para sentarle fatal lo que fuera, demasiado ocupado en intentar establecer prioridades entre lo que quería hacer, y con demasiadas preguntas. Antes de bajar disparado a ver el cadáver del ser que habían encontrado en el cobertizo B, solo formuló una de ellas: ¿dónde estaba Mr. Dillon la tarde anterior? Le dijeron que con Orville. A menudo, cuando tenía un par de días libres, Orville Garrett se llevaba a Mr. D y se iban al norte a pescar.

El que puso al día a Curtis fue Sandy Dearborn (con la ayuda esporádica de Arky). Curt escuchó atentamente, y se le arquearon las cejas al oírle describir a Arky la manera con que se había retirado la parte superior de la cabeza de la cosa, destapando el ojo. Repitió el mismo gesto al contarle Sandy lo de las manchas en la puerta y las paredes, y que le recordaban el polvillo de las mariposas nocturnas. Hizo la pregunta sobre Mr. D, se la contestaron, sacó guantes de cirujano de un kit de pruebas y se dirigió al sótano casi corriendo. Le acompañaba Sandy. Hasta allí parecía su deber, habiéndole nombrado Tony como investigador, pero se quedó en el almacén mientras Curt entraba en el cubículo donde había dejado Tony la bolsa de basura. Sandy oyó el ruido de deshacer el nudo, un ruido que le provocó un hormigueo en la piel y frío en todo el cuerpo.

Ruido, pausa, más ruido. Y después, en voz muy baja:

—Por todos los santos.

Al poco rato Curt salió corriendo con la mano en la boca. Había un lavabo a medio pasillo, yendo hacia la escalera. El trooper Wilcox llegó justo a tiempo.

Sandy Dearborn, que estaba sentado a la mesa de trabajo del almacén, llena de trastos, le oía vomitar sabiendo que el vómito difícilmente influiría en el contexto general. Curtis no renunciaría. El cadáver de la cosa-murciélago le había dado el mismo asco que a Arky, Huddie o cualquier otro, pero volvería para examinarlo más a fondo, por mucha repugnancia que le diera. El Buick —y las cosas procedentes del Buick— se había convertido en su pasión. En el propio momento en que Curtis había salido del almacén con contracciones de garganta, las mejillas blancas y una mano en la boca, Sandy le había visto en los ojos un entusiasmo irremediable, que el malestar físico solo mitigaba de manera parcial. La tiranía más severa es la de la pasión.

Del pasillo llegó ruido de agua corriente. Paró el ruido, y Curt volvió al almacén secándose la boca con una toalla de papel.

—Da asco, ¿eh? —dijo Sandy. Incluso muerto.

—Sí, bastante —convino Curt, pero ya volvía al armario—. Creía que lo había entendido, pero me ha cogido por sorpresa.

Sandy se levantó y se quedó en la puerta. Curt volvía a mirar el interior de la bolsa, pero sin meter las manos. Al menos de momento. Qué alivio. Sandy prefería no estar cerca cuando lo tocara, a pesar de los guantes. No quería ni imaginárselo.

—¿Tú crees que ha sido un intercambio? —preguntó Curt.

—¿Eh?

—Un intercambio. Ennis por esto.

Sandy tardó un poco en contestar. No podía. No porque la idea fuera horrible (que lo era), sino por la rapidez con que se le había ocurrido al chaval.

—No lo sé.

Curt se balanceaba en los talones y miraba la bolsa de basura de plástico con el entrecejo fruncido.

—Para mí que no —dijo al cabo—. Los intercambios suelen hacerse de golpe, ¿verdad?

—Sí, normalmente sí.

Cerró la bolsa y volvió a hacer el nudo (se le notaba que a regañadientes).

—Voy a diseccionarlo —dijo.

—¡No, Curtis, por Dios!

—Sí. —Se giró hacia Sandy con el rostro tenso y pálido y los ojos brillantes—. Tiene que hacerlo alguien. ¿Qué quieres, que lo lleve al departamento de biología de Horlicks? El sargento dice que no tiene que enterarse nadie; estoy de acuerdo, pero entonces esto ¿quién lo hace? O se me olvida alguien, o soy yo el único.

Sandy pensó: Tú a Horlicks no lo llevarías, aunque Tony no hubiera dicho nada de que no se entere nadie. Aceptas que lo sepamos nosotros, seguramente porque el único que quiere tener algo que ver es Tony, pero ¿compartirlo con alguien más? ¿Con alguien que no lleve el gris de Pensilvania ni sepa cuándo toca cambiarse la cinta del gorro de la nuca a la barbilla? ¿Alguien que pueda adelantarse a ti, y luego quitártelo? Lo dudo.

Curt se quitó los guantes.

—El problema es que no he diseccionado nada desde Chauncey, mi feto de cerdo de cuando hacía biología en el instituto. Hace nueve años, y solo saqué un aprobado. No quiero cagarla, Sandy.

Pues para empezar no lo toques.

Sandy lo pensó pero no lo dijo. No habría servido de nada decirlo.

—En fin… —Ahora el chaval hablaba consigo mismo, con nadie más que consigo—. Estudiaré y me pondré al día. Hay tiempo. No tiene sentido impacientarse. La curiosidad mató al gato, pero la satisfacción…

—¿Y si es mentira? —preguntó Sandy. Le sorprendió lo harto que estaba del sonsonete—. ¿Y si no hay satisfacción? ¿Y si la equis nunca se resuelve?

Curt le miró casi escandalizado. Luego sonrió.

—¿Tú qué crees que diría Ennis? Vaya, si pudiéramos preguntárselo.

A Sandy la pregunta le pareció a la vez condescendiente e insensible. Abrió la boca para decirlo —eso o lo que fuera—, pero se quedó callado. Curtis Wilcox no tenía mala intención. Solo un subidón de adrenalina y posibilidades, como un yonqui cualquiera. Además, lo de chaval no era solo una palabra. Aunque Sandy no le llevara muchos años, lo notaba.

—Ennis te diría que cuidado —dijo Sandy—. Eso lo tengo clarísimo.

—Ya lo tendré —dijo Curtis, empezando a subir por la escalera—. Claro, hombre.

Pero solo eran palabras, como el himno que se te atropella en la boca los domingos por la mañana, para poder salir de la iglesia. El agente de prueba Wilcox no se daba cuenta, pero Sandy sí.

Durante las semanas siguientes, Tony Schoondist (por no hablar del resto del personal de Troop D) se rindió a la evidencia de que no había bastante dotación para tener vigilado el Buick las veinticuatro horas del día en el cobertizo de detrás. El clima tampoco ayudaba; la segunda mitad de aquel agosto fue lluviosa y más fría de lo normal.

Otro dolor de cabeza eran los visitantes, porque en el fondo Troop D no estaba aislado en su colina; el parque de vehículos quedaba justo al lado, y compartían carretera con el fiscal del condado (y todo su personal). Había abogados, delincuentes esperando en el rincón de los detenidos, algún que otro grupo de boy scouts, un goteo ininterrumpido de gente con denuncias (contra sus vecinos, contra sus cónyuges, contra el exceso de ocupación de la carretera en que incurrían los conductores de calesas amish, contra los propios troopers), esposas trayendo comidas olvidadas o alguna que otra caja de caramelos, y a veces simples ciudadanos con ganas de ver en qué se gastaban sus impuestos. Estos últimos solían quedar sorprendidos y decepcionados por la tranquilidad del cuartel y su ambiente de tediosa burocracia. No lo veían parecido a sus series favoritas de la tele.

Un día, a finales de mes, se presentó el congresista por Statler de la Cámara de Representantes, junto con diez o doce amigos de los medios de comunicación, los más allegados, para repartir apretones de manos y soltar un discurso sobre la ley de apoyo a la policía, pendiente de aprobación en la cámara; ley que, casualidades de la vida, contaba con su respaldo. Se trataba, como en el caso de tantos congresistas de zonas rurales, de un hombre con pinta de barbero de pueblo que ha tenido un día de suerte en el canódromo y espera no acostarse sin que se la chupen. Se plantó al lado de un coche patrulla (a Sandy le parecía que el del apoyacabezas roto) y les contó a sus amigos de los medios lo importante que era la policía, y muy en especial los hombres y mujeres de la policía estatal de Pensilvania, y todavía más en especial los hombres y mujeres de Troop D (ahí le fallaron un poco los datos, porque en aquella época D no contaba con ningún agente femenino, normal o de comunicaciones; sin que por ello lo corrigiera ninguno de los troopers, al menos con las cámaras rodando). El congresista les describió como la línea gris que salvaguardaba al contribuyente medio de un mundo caótico de bandas, etcétera etcétera, que Dios bendiga a América y ojalá que todos vuestros hijos os salgan violinistas. De Butler vino el capitán Diment, seguro que por haber considerado alguien que sus galones darían un poco más de tono a la ocasión, y más tarde le dijo a Tony Schoondist, gruñendo en voz baja:

—Ahí donde lo ves, tan puesto y con ese tupé, me viene el muy cabrón y me pide que le quite a su mujer una multa por exceso de velocidad.

Y mientras el congresista soltaba sus chorradas, mientras sus acólitos seguían la visita, mientras los informadores informaban, mientras las cámaras rodaban, el Buick Roadmaster estaba a menos de ciento cincuenta metros, con su azul profundo y sus ruedazas de lujo y franja blanca. Estaba debajo del termómetro que Tony y Curt habían colocado en la viga. Estaba con el cuentakilómetros a cero, repeliendo el polvo. Su existencia, para los troopers que la conocían, era un hormigueo entre los omóplatos, justo donde no se acaba de llegar… ay… con la mano.

Había que lidiar con el mal tiempo, con todo tipo de gente (muchos que venían a elogiar a la familia, pero sin pertenecer a ella), y también había que lidiar con las visitas de oficiales y troopers de otros cuarteles. En cierto modo era lo más peligroso, porque los polis son gente de ojo avizor y espíritu cotilla. ¿Qué habrían pensado al ver a un trooper con impermeable (o un conserje con acento raro) plantado al lado del cobertizo B como los soldados de guardia en el palacio de Buckingham, esos que llevan un gorro tan grande? ¿Al verle acercarse de vez en cuando a la puerta de persiana y mirar dentro? Un policía de visita, viendo eso, ¿habría tenido curiosidad? Los osos, en el bosque, ¿cagan?

Curt encontró la mejor solución. Le envió a Tony un memorándum donde lamentaba la insistencia de los mapaches en encontrar la basura y desperdigarla, e informaba de que Brian y Cole habían aceptado construir una barraca para guardar los cubos de basura. A Curt, con el permiso del sargento jefe, le parecía que detrás del cobertizo B era buen sitio. El sargento jefe Schoondist escribió «OK» en el encabezamiento del memorándum, que, este sí, se archivó. Lo que pasaba por alto el documento era que el cuartel no había vuelto a tener problemas serios de mapaches desde que Arky había comprado cubos de basura de plástico de Sears, de los que tienen cierre en la tapa.

Se construyó la barraca, se pintó (de gris PSA, naturalmente) y, a los tres días de aterrizar el documento en la mesa de Tony, estaba lista para su cometido. Era prefabricada, puramente funcional y del tamaño justo para dos cubos de basura, tres estantes y un trooper sentado en un taburete. Desempeñaba el doble cometido de que el agente de guardia estuviera a) protegido del mal tiempo y b) escondido. El que estuviera de guardia se levantaría cada diez o quince minutos, saldría de la barraca y miraría por una de las ventanas de la puerta trasera de persiana del cobertizo B. La barraca tenía provisiones de refrescos, cosas para picar, revistas y un cubo galvanizado. El cubo tenía pegada una tira de papel donde ponía NO HE PODIDO AGUANTARME MÁS. Era el toque de Jackie O’Hara, el payaso del cuartel, que hacía troncharse a sus compañeros. Aún se tronchaban tres años después, cuando Jackie estaba en su dormitorio muriéndose de cáncer de esófago, con los ojos vidriosos por la morfina, y susurraba con voz ronca anécdotas chuscas, entre visitas de sus antiguos colegas, que en las peores agonías le cogían la mano.

Con el paso del tiempo, Troop D se llenaría de cámaras de vídeo, como todos los cuarteles de la PSP, porque en los noventa todos los coches patrulla iban equipados con modelos Panasonic Eyewitness montados en el salpicadero. Eran fabricados especialmente para los cuerpos de seguridad, y no tenían micro. Era legal filmar en vídeo los controles de carretera, pero no grabarlos en audio, por las leyes vigentes de escuchas telefónicas. Todo eso sería después. A finales del verano de 1979 tuvieron que conformarse con la cámara de vídeo que le habían regalado a Huddie Royer por su cumpleaños. La guardaban en uno de los estantes de la barraca, metida en su caja y envuelta en plástico para estar seguros de que no se mojara. Había otra caja con pilas de recambio y una docena de cintas vírgenes con el celofán arrancado, para poderlas usar enseguida. También había una pizarra con un número escrito a tiza: la temperatura que hacía dentro del cobertizo. Si el que estaba de guardia observaba algún cambio, borraba la última observación, apuntaba la nueva y añadía a tiza una flecha hacia arriba o hacia abajo. Fue lo más parecido a un registro escrito que permitió el sargento Schoondist.

A Tony se le veía entusiasmado con el montaje. Curt intentaba emularle, pero a veces se le notaba la inquietud y la frustración.

—La próxima vez que pase algo no habrá nadie de guardia —decía—. Ya veréis, ya. Siempre pasa lo mismo. No habrá ningún voluntario desde las doce a las cuatro de la noche, y luego el que venga mirará, verá abierto el maletero y otro murciélago muerto en el suelo. Ya veréis.

Curt intentó convencer a Tony de que como mínimo pusiera una lista de vigilancia donde hubiera que firmar. Alegó que el problema no era de falta de voluntarios, sino de poca organización y planificación, y que eso se remediaba fácilmente. Tony no dio su brazo a torcer: nada escrito. El día en que Curt se ofreció voluntario para desempeñar más funciones de vigilancia (lo que los troopers llamaban «Patrulla Barraca»), Tony se negó y le recomendó un poco de calma. Dijo:

—Tienes otras responsabilidades. Para empezar, tu mujer. En el despacho del sargento jefe, Curt tuvo la sensatez de callarse, pero más tarde se desahogó con Sandy. Fue estando los dos fuera, en la esquina del fondo del cuartel, y el tono tuvo una amargura sorprendente.

—¡Coño, si necesitara un consejero matrimonial habría buscado en las páginas amarillas! —dijo Curt.

Sandy le dirigió una sonrisa que no destacaba por su buen humor.

—Yo te aconsejaría que estuvieras atento para cuando oigas el pop —dijo.

—¿De qué hablas?

—Del pop. Es un ruido muy curioso, Se oye cuando acaba de salirte la cabeza por el culo.

Curtis se quedó mirándolo con el fuego de dos manchitas muy definidas en los pómulos.

—Oye, Sandy, ¿se me está escapando algo?

—Sí.

—¿Qué? Coño, tío, ¿qué?

—Tu trabajo y tu vida —dijo Sandy—. No necesariamente en ese orden. Estás sufriendo un problema de perspectiva. Empiezas a ver demasiado grande el Buick.

—¡Demasiado…! —Curt hizo aquello tan suyo de darse una palmada en la cabeza. Después dio media vuelta y miró las Short Hills. Por último volvió a mirar a Sandy—. Es de otro mundo, Sandy; de otro mundo, ¿cómo puede verse demasiado grande?

Justamente. Es el problema que tienes —repuso Sandy—. La perspectiva.

Como sospechaba que lo siguiente que dijera Curt sería el principio de una discusión quizá desagradable, entró sin darle tiempo de decir nada más. Es posible que la conversación tuviera efectos benéficos, porque a finales de agosto y principios de septiembre cesaron las peticiones de reforzar la vigilancia, que por parte de Curt habían sido casi constantes. Sandy Dearborn nunca tuvo la tentación de convencerse a sí mismo de que el chaval hubiera visto la luz, pero la impresión fue de que había comprendido que no se podía llegar más lejos, al menos de momento. Sandy sospechaba que a Curtis el Buick siempre iba a parecerle demasiado grande, pero bueno, en el mundo siempre ha habido dos clases de personas, y Curt era de los que creen que la satisfacción, efectivamente, es capaz de rescatar a los felinos del más allá.

Empezó a llegar al cuartel con libros de biología en vez de revistas de pesca Field and Stream. El más visto debajo de su brazo, o encima de la cisterna del váter del lavabo, era Twenty Elementary Dissections, del doctor John H. Maturin, Harvard University Press, 1968. Una noche, con Buck Flanders y señora invitados a cenar en casa de Curt, Michelle Wilcox se quejó de que su marido tuviera «un hobby nuevo tan asqueroso». Dijo que Curt había empezado a traer especímenes de una casa de suministros médicos, y que ahora la parte del sótano que el año anterior había sido designada como futuro cuarto de revelado olía a productos químicos de depósito de cadáveres.

Curt empezó con ratones y una cobaya, siguió con pájaros y acabó con un búho chico. A veces traía especímenes al trabajo. Una vez Matt Babicki les dijo a Orville Garrett y Steve Devoe:

—El que no haya bajado al sótano por una caja de bolígrafos y se haya encontrado encima de la fotocopiadora un bote de formol con un ojo de búho no sabe qué es la vida. ¡Anda que no te despierta eso!

Después de conquistar el búho, Curtis pasó a los murciélagos. Se trabajó ocho o nueve, de una especie diferente cada espécimen. Un par los cazó en el patio trasero de su casa, y el resto los encargó en una tienda de suministros de biología de Pittsburgh. A Sandy se le quedó grabado el día en que Curtis le enseñó un murciélago vampiro sudamericano clavado a una tabla. Era peludo, con la barriga marrón y las alas membranosas de color negro terciopelo. Una sonrisa psicótica le desnudaba los dientecitos puntiagudos. Gracias a la técnica de Curt, que cada día dominaba más, los intestinos estaban fuera, en forma de lágrima.

Sandy sospechó que el profesor de biología de Curt, el que le había puesto un suficiente en el instituto, se habría llevado una sorpresa ante la rapidez con que aprendía su ex alumno.

Claro que cuando hay ganas puede llegar a profesor hasta el más tonto.

Jimmy y Rosalynn se instalaron en el Buick 8 en la misma época en que Curt Wilcox aprendía el noble arte de la disección con el doctor Maturin. Se le había ocurrido la genialidad a Tony, en el centro comercial Tri-Town, mientras su mujer se probaba ropa en Country Casuals. Le llamó la atención un letrero inverosímil en el escaparate de My Pet: ¡ENTRE Y APÚNTESE A LA LOCURA DE LOS JERBOS!

Tony no se apuntó inmediatamente a la locura de los jerbos —su mujer le habría hecho mil preguntas—, pero al día siguiente mandó a George Stankowski con más dinero del fondo de imprevistos y órdenes de comprar una pareja de jerbos, además de un hábitat de plástico donde vivirían.

—¿También les compro comida? —preguntó George.

—No —contestó Tony—. Ni hablar. Compraremos una pareja de jerbos y dejaremos que se mueran de hambre en el cobertizo.

—¿En serio? Parece un poco cruel de cara a…

Tony suspiró.

—Sí, George, cómprales comida. Que no se te olvide.

El único requisito que puso Tony en relación con el hábitat fue que cupiera sin apretaras en el asiento delantero del Buick. George trajo uno muy bonito, no el más caro pero casi. Era de un plástico amarillo traslúcido, y se componía de un pasillo largo con una habitación cuadrada en cada extremo. Una era el comedor de jerbos, y el otro un gimnasio en miniatura. El comedor tenía un comedero y una botella de agua enganchada al lateral. El gimnasio tenía una rueda de ejercicios.

—Viven mejor que según qué gente —dijo Orvie Garrett.

Phil, que estaba viendo cagar a Rosalynn en el comedero, dijo:

—Habla por ti.

Dicky-Duck Eliot, que en el gran hipódromo de la vida quizá no fuera el caballo más veloz, se interesó por el motivo de que tuviéramos jerbos en el Buick. ¿No era un poco peligroso?

—Eso ya lo veremos, ¿no? —preguntó Tony con una afabilidad un poco rara—. Ya se verá en su momento.

Un día, poco después de la adquisición de Jimmy y Rosalynn por Troop D, Tony Schoondist cruzó su Rubicón personal y mintió a la prensa.

No es que en ese caso impresionara mucho el representante del cuarto poder, porque sólo era un chaval pelirrojo y larguirucho de unos veinte años que aprovechaba el verano para hacer prácticas de County American de Statler, y que en cuestión de una o dos semanas volvería a su estado de Ohio. Tenía una manera de escuchar con la boca medio abierta que, en palabras de Arky, le ponía cara de tonto de requetenacimiento. Sin embargo no lo era, y se pasó casi toda una tarde dorada de septiembre escuchando a Bradley Roach. Brad se despachó a gusto, hablando del tío con acento ruso (para entonces tenía la seguridad de que era ruso) y el coche que se había dejado. El pelirrojo larguirucho, un tal Homer Oosler, pretendía dedicar todo un artículo al tema, y que su regreso a la universidad fuera un bombazo. Sandy se imaginó a Oosler concibiendo un titular con las palabras COCHE MISTERIOSO. Quizá incluso COCHE MISTERIOSO DE ESPÍA RUSO.

Tony no tuvo la menor vacilación en mentir. Seguro que habría hecho lo mismo si ese día, en vez de Oosler, se les hubiera presentado un veterano tan curtido como Trevor Ronnick, el propietario del County American, que había olvidado más noticias de las que pudiera llegar a escribir el pelirrojo.

—El coche ya no está —dijo Tony.

Mentira dicha, Rubicón cruzado.

—¿Que ya no está? —pregunto Homer Oosler con cara de decepción. Encima de las piernas tenía una cámara Minolta grande y vieja. Detrás de la caja había una cinta Dimo con las palabras PROPIEDAD DE COUNTY AMERICAN—. Pues ¿dónde está?

—En la Oficina Estatal de Incautados —dijo Tony; el nombre de la organización imponía respeto, pero acababa de inventársela—. En Filadelfia.

—¿Por qué?

—Sacan a subasta el material rodante que no reclama nadie. Eso después de haberlo registrado por si hay drogas, claro.

—Claro. ¿Tiene algún documento sobre el coche?

—Me imagino que sí —dijo Tony—. Como de todo. Lo busco y te llamo.

—¿Cuánto calcula que tardará, sargento Schoondist?

—Bastante, hijo. —Tony movió la mano en dirección a su cesta de documentos, donde había un buen montón de papeles. Oosler no tenía por qué saber que la mayoría eran papeluchos, propaganda de Scranton (donde cabía todo, incluido el calendario de la temporada de otoño de softball), y que acabarían en la papelera antes de marcharse a casa el sargento. El gesto cansino que había hecho con la mano sugería la existencia de similares montañas de papel por todos lados—. Es que con tanto papeleo cuesta estar al día. Dicen que cuando empecemos a estar informatizados cambiará, pero no será para este año.

—Yo vuelvo a la facultad esta semana.

Tony, que estaba sentado, inclinó el torso y miró a Oosler fijamente.

—Y espero que trabajes mucho —dijo—. La vida es dura, pero trabajando mucho podrás apañártelas.

Un par de días después de la visita de Homer Oosler, el Buick se arrancó con otro lucimoto. Esta vez coincidió con un día de mucho sol, pero siguió siendo bastante espectacular. Y el miedo de Curtis de perderse la siguiente manifestación se demostró infundado.

La temperatura del cobertizo era indicio seguro de que el Buick se preparaba para otra de las suyas, porque en cinco días bajó de unos veinticinco grados a unos quince. Había verdadera impaciencia por estar en la barraca; todos querían estar de guardia para presenciarlo, fuera lo que fuera esta vez «lo».

El gordo recayó en Brian Cole, pero fue una experiencia compartida en mayor o menor grado con todos los troopers del cuartel. Brian entró en el cobertizo B hacia las dos de la tarde para ver qué hacían Jimmy y Rosalynn. Estaban los dos como unas castañuelas, Rosalynn en el comedor del hábitat y Jimmy haciendo ejercicio en la rueda del gimnasio. Sin embargo, cuando Brian se acercó más al Buick con la intención de ver si quedaba agua, oyó un zumbido. Era una nota grave e ininterrumpida, de las que hacen vibrar los ojos y los empastes. Por debajo (o mezclado con él) había algo mucho más inquietante, una especie de susurro sin palabras, escamoso. El salpicadero y el volante estaban siendo bañados lentamente por un resplandor violáceo y muy tenue.

Acordándose de Ennis Rafferty, que para entonces ya hacía un mes que había desaparecido sin dejar ninguna dirección, el trooper Cole se apresuró a abandonar las inmediaciones del Buick, aunque actuó sin pánico: fue a la barraca en busca de la cámara de vídeo, la enroscó al trípode, puso cinta virgen y verificó el código horario (era correcto) y el nivel de la batería (hasta el tope de lo verde). Entonces colocó el trípode delante de una de las ventanas, pulsó RECORD y comprobó que el Buick estuviera centrado en el visor. Lo estaba. Caminó hacia el cuartel, hizo chasquear los dedos y regresó a la barraca. Dentro había una bolsa pequeña con accesorios de la cámara, entre ellos un filtro de luminosidad. Brian lo ajustó al objetivo de la cámara sin molestarse en pulsar el botón de pausa (hay un momento en que las formas de sus manos, grandes y oscuras, tapan la imagen del Buick, y al apartarse reaparece el coche como en pleno anochecer). Si hubiera habido alguien observándolo —el típico visitante que viene a ver en qué se gastan sus impuestos, por ejemplo—, no habría sospechado lo deprisa que latía el corazón del trooper Cole. Se le mezclaba el miedo con el entusiasmo, pero estuvo acertado. Tratándose de contactos con lo desconocido, hay muchos argumentos a favor de una buena dosis de formación policial. En total solo se olvidó de una cosa.

Hacia las dos y siete metió la cabeza en el despacho de Tony y dijo:

—Sargento, estoy bastante seguro de que al Buick le pasa algo.

Tony levantó la vista de su libreta amarilla, donde escribía el primer borrador del discurso que tenía que pronunciar en un simposio sobre fuerzas de seguridad programado para otoño, y dijo:

—Bri, ¿qué tienes en la mano?

Brian bajó la mirada y vio que llevaba el depósito de agua de los jerbos.

—Bah, total… —dijo—. Igual no vuelven a necesitarlo.

A las dos y veinte, los troopers que había en el cuartel oían nítidamente el zumbido. Lo cierto es que no había muchos; la mayoría se repartían por las ventanas de las dos puertas de persiana del cobertizo B, cadera con cadera y hombro con hombro. Al verlo, Tony se planteó darles la orden de apartarse, pero acabó decidiendo que les dejaría quedarse. Con una excepción.

—Arky.

—Sí, sargento.

—Ve delante y corta el césped.

—¡Si lo corté el lunes!

—Ya lo sé, y me pareció que te pasabas una hora haciendo la parte de debajo de la ventana de mi despacho. Da igual, vuelve a cortarlo. Con esto en el bolsillo de atrás. —Le tendió un walkie talkie—. Y si aparece alguien que no debería ver a diez troopers de Pensilvania mirando por las ventanas de este cobertizo como si dentro hubiera una pelea de gallos con apuestas millonarias, me avisas. ¿Vale?

—Vale, vale.

—Perfecto. ¡Matt! ¡Matt Babicki, al frente!

Matt acudió a la carrera, jadeante y rojo de entusiasmo. Tony le preguntó por Curt. Matt dijo que estaba de patrulla.

—Dile que vuelva a la base, código D, y discreto. ¿Entendido?

—Recibido: código D y discreto.

«Discreto» quiere decir sin luces ni sirena. Cabe suponer que Curt acatara el mandato, pero no fue obstáculo para que volviera al cuartel a las tres menos cuarto. Nadie se atrevió a preguntarle qué distancia había recorrido en media hora. Al margen de los kilómetros que fueran, llegó vivo y antes de que volvieran a empezar los fuegos artificiales silenciosos. Lo primero que hizo fue quitarle el trípode a la cámara de vídeo. Mientras duraran los fuegos, la grabación visual correría a cargo de Curtis Wilcox.

La cinta (una de las muchas que hay guardadas en el almacén) conserva lo que pudo verse y oírse. El zumbido del Buick se oye mucho y suena a cable flojo en un altavoz de equipo de música. Con el tiempo se nota que aumenta de volumen. Curt filmó el termómetro grande con la aguja roja un poco por encima de doce. Se oye la voz de Curt pidiendo permiso para entrar y comprobar el estado de Jimmy y Rosalynn, y la del sargento Schoondist contestando casi enseguida «permiso denegado», enérgica y segura, sin discusión posible.

A las 15.08.41, según el código a pie de pantalla, en el parabrisas del Buick se inicia un amanecer violeta. Al principio el espectador podría confundirlo con un fallo técnico, una ilusión óptica o alguna clase de reflejo.

Andy Colucci:

—¿Qué es?

Voz desconocida:

—Una subida de corriente, o…

Curtis Wilcox:

—Los que tengan gafas de soldar más vale que se las pongan; los que no, cuidado, que es peligroso; yo me apartaría cagando leches. Tenemos…

Jackie O’Hara (probablemente):

—¿Quién se me ha…?

Phil Candleton (probablemente):

¡Dios mío!

Huddie Royer:

—Para mí que no deberíamos…

Sargento jefe Schoondist, con la tranquilidad de un guía naturalista en una excursión por el campo:

—Tíos, yo de vosotros me pondría las gafas. ¡Venga, venga!

A las 15.09.44, la luz violeta dio un salto auroral en todas las ventanillas del Buick, convirtiéndolas en espejos brillantes de color rojo violáceo. Si se pasa la cinta a cámara lenta y se reproduce imagen a imagen, se ven reflejos de verdad en el cristal, donde hasta entonces no los había: las herramientas en los ganchos, la pala naranja de quitanieves apoyada contra una pared y los hombres fuera mirando. La mayoría llevan gafas de soldar y parecen extraterrestres de película barata de ciencia ficción. A Curt se le reconoce por la cámara de vídeo, que le tapa la parte izquierda de la cara. El zumbido va subiendo de volumen, hasta interrumpirse unos cinco segundos antes de que el Buick empiece a soltar sus fogonazos. El espectador oye un murmullo de voces agitadas; no se reconoce a nadie, pero parece que todas hagan preguntas.

A continuación desaparece la imagen por primera vez, Tanto el Buick como el cobertizo se han fundido en blanco.

—¡Jo, tíos! ¿Lo habéis visto? —exclama Huddie Royer.

Hay gritos de Apartaos, La hostia y el favorito de todos en momentos difíciles, Mierda. Alguien dice No lo miréis, y otro ¡Qué de relámpagos! en el tono peculiar de las grabaciones de cabina de avión, de pura constatación, cuando habla un piloto sin darse cuenta y solo sabe que le quedan diez o doce segundos de vida.

Entonces el Buick vuelve del país de la sobreexposición. Al principio parece una simple mancha, hasta que retoma su forma real. A los tres segundos suelta otro chispazo. El resplandor proyecta rayos gruesos por todas las ventanas, hasta que la imagen vuelve a ponerse blanca. Es cuando dice Curt: Necesitamos un filtro mejor, y Tony contesta: Quizá la próxima vez.

El fenómeno se prolonga cuarenta y seis minutos, todos los cuales están recogidos en cinta. Al principio el Buick se funde en blanco y desaparece a cada destello. Luego, a medida que va debilitándose el fenómeno, el espectador ve una forma imprecisa de coche sumergida en estallidos mudos de luz, más morados que blancos. A veces la imagen se mueve y ofrece una panorámica borrosa de rostros humanos. Es cuando Curtis corre hacia otro punto de observación con la esperanza de una revelación (o de mejor enfoque, a saber).

A las 15.28.17 se observa una línea irregular de fuego que brota del maletero cerrado del Buick (o lo atraviesa). Sale disparada hacia el techo y al llegar parece abrirse y salpicar como el agua de una fuente.

Voz no identificada:

—¡Me cago en la leche! ¡Alto voltaje, alto voltaje!

Tony:

—Que no, joder; que no hay calor ni fuego. —A continuación, es de suponer que a Curt—: Sigue filmando.

Curt:

—Tú dirás.

Siguen varios relámpagos más, algunos saliendo por las ventanillas del Buick y otros brotando de la tapa del maletero. Uno salta de debajo del coche y sale disparado hacia la puerta trasera de persiana. Se oyen los chillidos de sorpresa de los hombres al retroceder, pero la cámara permanece en su sitio, más que nada porque Curt estaba demasiado entusiasmado para tener miedo.

A las 15.55.03 se produce el último y flojo destello —procedente del asiento trasero, detrás del del conductor—, y no le sigue ninguno más. Se oye decir a Tony Schoondist:

—Curt, ¿por qué no ahorras batería? Parece que se ha acabado el espectáculo.

Hay un salto en la cinta.

En la siguiente imagen, a las 16.08,16, aparece Curt en pantalla. Tiene enrollado algo amarillo a la altura del estómago. Hace un saludo jovial con la mano y dice:

—Ahora vuelvo.

Tony Schoondist —que en ese momento es el que maneja la cámara— contesta:

—Más te vale.

Y su voz no tiene nada de jovial.

Curt quería entrar para ver a los jerbos y saber si les había pasado algo, suponiendo que aún estuvieran. Tony le denegó el permiso categóricamente y sin vacilar. Dijo que en el cobertizo B no entraba nadie mientras no tuvieran la certeza de que fuera seguro. Es posible que a continuación se repitiera la frase mentalmente y se diera cuenta de lo absurda que era, porque vaciló y la corrigió:

—Aquí no entra nadie hasta que vuelva a haber más de dieciocho grados.

—Pues alguien tiene que entrar —dijo Brian Cole.

Hablaba con paciencia, como si le explicase un problema sencillo de suma a una persona de inteligencia limitada.

—No veo por qué, trooper —dijo Tony.

Brian metió la mano en el bolsillo y sacó el depósito de agua de Jimmy y Rosalynn.

—Para comer tienen bolitas de sobra, pero sin esto se morirán de sed.

—No enseguida.

—Sargento, la temperatura puede que tarde un par de días en subir hasta dieciocho. ¿A usted le gustaría pasarse cuarenta y ocho horas sin beber?

A mí no, seguro —dijo Curt.

Tratando de no sonreír (pero sonriendo un poquito), le cogió a Brian el tubo de plástico calibrado. A continuación lo cogió Tony, sin darle tiempo a acostumbrarse a la mano de Curt. Lo hizo, el sargento jefe, sin mirar a su compañero de investigaciones. Tenía la mirada fija en el trooper Brian Cole.

—O sea, que tengo que dejar que arriesgue la vida uno de mis hombres para llevarles agua a una pareja de ratones con pedigrí. ¿Es lo que quieres decir, trooper? Más que nada para tenerlo claro.

Si esperaba ver sonrojarse o ponerse nervioso a Brian, quedó decepcionado. Brian se limitó a mirarle con la misma paciencia de antes, como diciendo: Sí, jefe, sí, ya te puedes ir olvidando; cuanto antes lo olvides, antes podrás relajarte y hacer lo que hay que hacer.

—No me lo creo —dijo Tony—. Uno de los dos se ha vuelto loco. Debo de ser yo.

—Son tan pequeños… —dijo Brian. Tenía la voz igual de paciente que la cara—. Y los hemos metido nosotros, sargento. No puede decirse que se presentaran voluntarios. Son responsabilidad nuestra. Ahora, que si quiere lo hago yo, que soy el que se ha olvidado de…

Tony levantó las manos al cielo como si pidiera la intervención divina y volvió a bajarlas. Se le extendió una mancha roja por el cuello y la mandíbula, hasta juntarse con las de las mejillas; hola, vecino, qué tal.

¡Mecachis! —musitó.

Sus hombres ya se lo habían oído decir, y sabían que no era para tomárselo a broma. En efecto: aquel taco tan suave siempre era el medio por el que el sargento jefe Anthony Schoondist expresaba sus dudas y contrariedad más profundas. En un momento así, la reacción espontánea de muchos (puede que hasta de la mayoría) habría sido exclamar «¡Joder, tío, haz lo que quieras!» y marcharse hechos unas furias, pero cuando ocupas un puesto importante y te pagan un sueldo importante por tomar decisiones importantes, no puedes reaccionar así. Lo sabían los troopers reunidos delante del cobertizo B, y lo sabía, naturalmente, Tony. Se quedó donde estaba mirándose los zapatos. En la fachada del cuartel se oía el balido incesante de la cortadora de césped de Arky, una Briggs & Stratton roja y vieja.

—Sargento… —empezó Curtis.

—Chaval, haznos a todos un favor y cállate.

Curt se calló.

Al poco rato Tony levantó la cabeza.

—Te había pedido una cuerda. ¿La tienes?

—Sí. Es de las buenas. Se podría usar para alpinismo. Al menos es lo que me ha dicho el de Calling All Sports.

—¿Está dentro?

Tony señaló el cobertizo con la cabeza.

—No, en el maletero de mi coche.

—Un favorcito que hay que agradecerle a Dios. Tráela. Y espero que no tengamos que averiguar lo resistente que es. —Miró a Brian Cole—. Trooper Cole, no sé si quieres ir al Agway o al Giant Eagle y traerles unas botellitas de Evian o de Poland Spring Water. ¡No, coño, de Perrier! ¿Qué te parece un poco de Perrier?

Brian se quedó callado y se limitó a mirar un poco más al sargento con su cara de paciencia. Tony no pudo soportarlo y desvió la mirada.

—¡Ratones con pedigrí! ¡Me-ca-chis!

Curt trajo la cuerda, que era de nailon amarillo, trenzado triple y medía treinta metros como mínimo. Hizo un nudo corredizo, se la ató a la cintura y pasó el rollo a Huddie Royer, que pesaba ciento diez kilos y durante el picnic del 14 de julio, cuando Troop D jugaba al tira y afloja con otros octetos de la PSP, siempre se ponía el último.

—Cuando te avise —dijo Tony a Huddie—, tiras de ella como si se estuviera quemando. Y no tengas miedo de romperle la clavícula o ese cráneo tan gordo que tiene al hacerle pasar por la puerta. ¿Lo has entendido?

—Sí, sargento.

—Si ves que se cae, o que empieza a tambalearse como si estuviera mareado, no esperes a que te avise. Tú tira. ¿Comprendido?

—Sí, sargento.

—Menos mal. Me alegro de que al menos haya alguien que lo entienda. Esto es una puta mierda de merienda de negros. —Se tocó el pelo, cortado a cepillo, y se volvió de nuevo hacia Curt—. ¿Hace falta que te ordene dar media vuelta y salir en cuanto notes algo mínimamente raro?

—No.

—Y otra cosa, Curtis: si se abre el maletero del coche, tú sales volando. ¿Captas? Como un pajarraco.

—Vale.

—Dame la cámara de vídeo.

Curtis se la tendió y Tony la cogió. Sandy no estaba —se lo perdió todo— pero luego, al contarle Huddie que era la única vez que había visto al sargento con cara de asustado, se alegró de haberse pasado la tarde de patrulla. Algunas cosas valía más no verlas. —Dispones de un minuto en el cobertizo, trooper Wilcox. Luego ya puedes estar desmayándote, tirándote pedos o cantando el himno de Columbia, que te saco a rastras.

—Noventa segundos.

—No. Y como vuelvas a intentar regatear, te lo rebajo a treinta segundos.

Curtis Wilcox está al sol delante de la puerta del lado norte del cobertizo B, la normal. Tiene atada la cuerda en la cintura. En la grabación se le ve joven, más joven a cada año que pasa. Él de vez en cuando también la miraba, y debía de tener la misma sensación, aunque nunca lo dijo. No se le ve asustado. Para nada. Solo entusiasmado. Saluda a la cámara y dice:

—Ahora vuelvo.

—Más te vale —contesta Tony.

Curt da media vuelta y entra en el cobertizo. Por unos instantes queda tan desdibujado que casi no se le ve, hasta que Tony avanza con la cámara para que no le dé el sol, y vuelve a verse claramente a Curt. Va directo hacia el coche y lo rodea hacia la parte trasera.

—¡No! —exclama Tony—. Tonto, ¿qué quieres, enredar la cuerda? ¡Mira cómo están los jerbos, ponles el agua de una puta vez y sal cagando leches!

Curt levanta una mano sin girarse y enseña el pulgar. Tony usa el zoom para encuadrarle de más cerca, y la imagen se mueve.

Curtis mira por la ventanilla del conductor, se pone tenso y exclama:

—¡Me cago en la hostia!

—Sargento, ¿tiro de la…? —empieza Huddie.

Entonces Curt vuelve la cabeza por encima del hombro. Tony manipula de nuevo el encuadre. No tiene la destreza de Curt con la cámara, y la imagen se mueve constantemente, pero sigue siendo fácil ver lo impresionado que está Curt, con los ojos muy abiertos.

—¡No me saquéis! —vocifera—. ¡Que no, que estoy estupendamente!

Dicho lo cual abre la puerta del Roadmaster.

—¡No entres! —le ordena Tony desde detrás de una cámara que no se está quieta.

Curt no le hace caso y saca del coche el pisito de plástico para jerbos, orientándolo con suavidad para superar el obstáculo del volante sobredimensionado. Usa la rodilla para cerrar la puerta del Buick y regresa hacia la del cobertizo llevando el hábitat con los dos brazos. Como tiene una salita cuadrada en cada punta, parece una especie de balanza rara.

—¡Fílmalo! —se desgañita Curt, tan agitado que parece hervir—. ¡Fílmalo!

Tony lo filmó. En cuanto sale Curt del cobertizo y vuelve a iluminarle el sol, la imagen hace un zoom por el extremo izquierdo del hábitat y aparece Rosalynn. Ya no come, pero corretea tan tranquila. Al ver a los humanos que hacen corro alrededor, se gira hacia la cámara y husmea el plástico amarillo con los bigotes temblando y los ojos brillantes de interés. Era un gesto mono, pero en ese momento los troopers del cuartel de Statler no estaban para monerías.

La cámara retrocede a saltos y recorre el pasillo vacío en dirección al gimnasio de jerbos del extremo contrario, que también está vacío. Las dos trampillas del hábitat están bien cerradas, y por el tubo del agua no podría pasar nada más grande que un mosquito, pero el jerbo Jimmy, a pesar de todo, ha desaparecido; tanto como Ennis Rafferty o el hombre con acento de Boris Badinoff, el responsable, como conductor del Buick Roadmaster, de que haya entrado este en sus vidas.