ENTONCES

Al principio el único que estaba, el único único, era Sandy. Con los años diría (medio en broma medio en serio) que no había destacado por nada más. Los otros tardaron muy poco en llegar, pero al principio solo estaba Sandy Freemont Dearborn al lado del surtidor de gasolina, boquiabierto y apretando los párpados, convencido de que en pocos segundos se habrían convertido todos, incluidos los granjeros amish y unos cuantos no amish de la zona, en polvo radiactivo al viento.

Fue a las pocas semanas de que llegara el Buick a manos de Troop D, a principios de agosto de 1979. El interés de la prensa por la desaparición de Ennis Rafferty ya empezaba a decaer. La mayoría de los artículos sobre el agente desaparecido los publicaba el County American de Statler, pero el Post-Gazette de Pittsburgh, en su edición dominical de finales de julio, le dedicó uno de primera plana. Ponía en titulares: LA HERMANA DEL TROOPER SIGUE HACIÉNDOSE MUCHAS PREGUNTAS, y debajo: EDITH HYAMS PIDE UNA INVESTIGACIÓN A FONDO.

En líneas generales, el enfoque del artículo se ajustaba del todo a las esperanzas de Tony Schoondist. Edith consideraba que los miembros de Troop D sabían más de lo que decían sobre la desaparición de su hermano. Los dos periódicos reproducían citas suyas en ese sentido, pero dejando entrever que la pobre estaba enloquecida por el dolor (además de por la rabia), y que intentaba echarle a alguien una culpa que podía ser perfectamente suya. No hubo ningún trooper que hiciera comentarios sobre su lengua afilada y su manía de encontrarle defectos a todo, pero Ennis y Edith tenían vecinos menos discretos. Los reporteros de las dos publicaciones también señalaban que, al margen de las acusaciones, los compañeros de cuartel de Ennis estaban llevando adelante los planes de conseguirle ayuda económica, por modesta que fuera.

Tampoco hablaba a favor de Edith su foto en blanco y negro del Post-Gazette, donde parecía Lizzie Borden unos quince minutos antes de coger el hacha y matar a sus padres.

El primer lucimoto fue al anochecer. Sandy había interrumpido la patrulla hacia las seis de la tarde para hablar con Mike Sanders, el fiscal del condado. Estaba a punto de celebrarse un juicio muy desagradable, de atropello con fuga, donde Sandy era el principal testigo de la acusación y la víctima un niño que se había quedado tetrapléjico. Mike quería garantías de que el culpable, el típico empresario que le daba a la cocaína, acabara en el talego. Su objetivo eran cinco años, pero tampoco había que descartar que fueran diez. Después de asistir a una parte de la reunión, que tuvo lugar en un rincón de la sala de estar del piso de arriba, Tony Schoondist bajó a su despacho y dejó que terminaran Mike y Sandy. Al final de la sesión, Sandy decidió llenar el depósito de su coche patrulla en previsión de unas tres horas más de carretera:

Yendo hacia la puerta trasera pasó al lado de comunicaciones y oyó decir a Matt Babicki en voz baja, como si hablara solo:

—¡So cabrona! —Luego un golpe—. ¿Tanto te cuesta?

Sandy asomó la cabeza y le preguntó si estaba teniendo los días malos del mes.

A Matt no le hizo gracia.

—Escucha —dijo, y volvió a subir el volumen de la radio. Sandy vio que el botón ya estaba girado a tope en la dirección «+».

Llamó Brian Cole de la unidad 7, Herb Avery de la 5, desde Sawmill Road, y George Stankowski de a saber dónde. El último dato se lo llevó una ráfaga de estática.

—Como empeore no sé si podré seguir teniéndoles localizados, y menos pasarles información —se quejó Matt, y volvió a darle un golpe al lateral de la radio como si fuera una manera de subrayarlo—. ¿Y si avisa alguien de una denuncia? Sandy, ¿fuera está a punto de haber tormenta de truenos?

—Cuando he entrado el cielo estaba despejado —dijo Sandy. Miró por la ventana—. Sigue igual… como verías si te girara la cabeza. Yo la sé girar de nacimiento. Mira. —Hizo una demostración.

—Muy gracioso. ¿No tienes…? No sé, algún inocente que detener.

—Muy buena, Matt. Eso se llama tener reflejos.

Al reanudar su camino, Sandy oyó que arriba alguien preguntaba si se había caído la puta antena de la tele, porque había fallado la imagen en plena reposición de un capítulo muy bueno de Star Trek, el de los Tribbles.

Sandy salió. Era una tarde de calor; la atmósfera estaba brumosa y, a pesar de que se oían truenos a lo lejos, no hacía viento y el cielo estaba despejado. A occidente empezaba a declinar la luz, y brotaba de la hierba una especie de neblina que ya había alcanzado una altura de metro y medio.

Se metió en el coche patrulla (que en aquel turno era el D-14, el del apoyacabezas roto), fue hasta el surtidor de Amoco, salió y empezó a desenroscar la tapa del depósito, pero se quedó a medias. De repente se había dado cuenta de lo silencioso que estaba todo, sin cri-cri de grillos en la hierba ni canto de pájaros. El único ruido era un zumbido grave y constante, parecido a lo que se oye estando debajo de una línea de alta tensión o cerca de una subestación eléctrica.

Sandy empezó a dar media vuelta, y justo entonces todo se inundó de un color blanco-morado. Lo primero que pensó, aunque estuviera el cielo tan despejado, fue que le había caído un rayo encima. Luego vio encenderse el cobertizo B como…

Pero no se podía explicar. No se parecía a nada, al menos que hubiera vivido él.

Supuso que si hubiera mirado de frente los primeros fogonazos se habría quedado ciego, o de manera temporal o definitiva, pero tuvo la suerte de que la puerta de persiana del cobertizo no estuviera orientada hacia el surtidor de gasolina. Aun así hubo bastante luz para deslumbrarle e infundir un resplandor de mediodía al crepúsculo estival. Otro efecto fue que el cobertizo B, estructura sólida de madera, pareciera insustancial como una tienda de gasa. Salía luz por todas las rendijas, por todos los orificios de clavo sin tapar; se filtraba por debajo del alero, por un agujero que quizá hubieran hecho los dientes de una ardilla; emergía abrasadora a ras de suelo, en forma de gran barra luminosa, por donde se había soltado un listón. En el tejado había una salida de ventilación, a través de la cual salían disparados hacia el cielo haces irregulares que parecían señales de humo, pero de pura luz violeta. Los destellos que atravesaban las hileras de ventanas de las dos puertas de persiana, la delantera y la trasera, convertían la neblina que flotaba por el suelo en un vapor eléctrico fantasmagórico.

Sandy estaba tranquilo. Sobrecogido pero tranquilo. Pensó: Ya está, el muy hijo de puta va a explotar. De esta la palmamos todos. Ni siquiera le pasó por la cabeza correr o subir al coche patrulla. ¿Correr adónde? ¿Huir en coche adónde? Vaya chiste.

Tenía ganas de algo que era una locura: de acercarse. Le atraía. No le daba pánico como a Mr. D; experimentaba la fascinación, pero sin el miedo. Quería acercarse, aunque fuera absurdo. Casi oía su llamada.

Regresó, como soñando (le pasó esa posibilidad por la cabeza), se asomó por la ventanilla del conductor del D-14 y cogió las gafas de sol del salpicadero. Cuando las tuvo puestas se acercó al cobertizo. Con gafas de sol era un poco mejor, pero no mucho, Caminaba protegiéndose la vista con las manos, y cerrando tanto los párpados que solo quedaba una rendija. Alrededor todo eran fogonazos mudos, todo latidos de fuego violáceo. Sandy veía proyectarse su propia sombra en sentido lateral, naciendo de sus pies. Desaparecía y volvía a proyectarse. Vio saltar la luz por las ventanas de la puerta de persiana y reflejarse, cegadora, en la parte trasera del cuartel. Vio derramarse troopers por la puerta, apartando a Matt Babicki, el de comunicaciones, que como estaba más cerca que nadie; había sido el primero en salir. Los destellos procedentes del cobertizo hacían que todo el mundo se moviera a saltos, como actores de una película muda. Los que llevaban gafas de sol en el bolsillo se las pusieron. Entre los que no las llevaban, algunos dieron media vuelta y volvieron a entrar tropezando por unas, medio ciegos. Hasta hubo un trooper que desenfundó la pistola, la miró como diciendo ¿Qué coño hago con esto? y la devolvió a su funda. Dos de los troopers sin gafas de sol fueron bastante animosos para caminar a tientas hacia el cobertizo, con la cabeza inclinada y los brazos extendidos como dos sonámbulos. Les pasaba como a Sandy, que sentían la atracción de los destellos entrecortados, de la enloquecedora y grave vibración. Como insectos alrededor de una bombilla.

Entonces apareció Tony Schoondist y se lió a palmadas y empujones, diciéndoles que retrocedieran, joder, que volvieran al cuartel, que era una orden. Mientras tanto él también intentaba ponerse las gafas de sol, y no había manera de que diera en el blanco. Solo consiguió colocarlas en su sitio al precio de meterse una patilla en la boca y clavarse la otra en la ceja izquierda.

Sandy no veía ni oía nada de todo eso. Solo oía la vibración. Solo veía las luces que convertían la neblina del suelo en dragones eléctricos, la columna de luz violeta que surgía a parpadeos por el respiradero cónico del tejado y se clavaba en el cielo del anochecer como una lanza.

Tony le agarró y le sacudió. Dentro del cobertizo se produjo otra descarga silenciosa que convirtió los cristales de las gafas de sol de Tony en bolitas de fuego azul. Gritaba sin necesidad, por que Sandy le oía perfectamente. Algo zumbaba, alguien murmuraba Dios mío, Dios mío. Nada más.

—¡Sandy! ¿Lo has visto empezar?

—¡Sí!

Él también vociferó sin querer. En la situación había algo que lo exigía de todos. Deslumbrante, explosiva, la luz era relámpagos mudos. A cada destello parecía que se adelantara el lado del cuartel como algo vivo, con sombras de troopers saltando por su espalda de madera.

—¿Qué lo ha provocado? ¿Por qué ha empezado?

—¡No lo sé!

—¡Entra! ¡Llama a Curtis! ¡Cuéntale qué pasa! ¡Dile que venga pero ya!

Sandy resistió el impulso de decirle a su sargento jefe que quería quedarse y ver qué pasaba. La idea, de por sí, era una solemne y muy real tontería, porque no se veía nada. Había demasiada luz. Hasta con gafas de sol había demasiada luz. Además, sabía reconocer una orden.

Entró tropezando con los escalones (con aquellos destellos irregulares era imposible medir la profundidad y las distancias) y caminó con pasos cortos hacia el despacho de comunicaciones; tanteando con los brazos extendidos. Su vista, desenfocada y deslumbrada, le presentaba el cuartel como simple amontonamiento de sombras. Para él, en ese momento, la única realidad visual eran los destellos morados de gran tamaño que le flotaban delante.

La radio de Matt Babicki era un fragor constante de estática, sobresaliendo algunas voces como pies o dedos de hombres enterrados. Sandy cogió el teléfono normal que había al lado de la línea de emergencia 911 pensando que también estaría fuera de servicio, pero funcionaba. Marcó el número de Curtis, que figuraba en la lista enganchada al tablón de boletines. Cada vez que iluminaba la Balita un destello blanco-morado, parecía que saltara de miedo hasta el teléfono.

Contestó Michelle, diciendo que Curt estaba en el jardín cortando el césped antes de que cayera la noche. Se le notaba en la voz que no quería llamarle. Sin embargo, al pedírselo Sandy por segunda vez, dijo:

—Vale, vale, un momento. ¿Vosotros nunca descansáis?

A Sandy la espera se le hizo interminable. La cosa del cobertizo B seguía relampagueando como un loco apocalipsis de neón, y parecía que cada vez se moviera toda la habitación y cambiara un poco de perspectiva. A Sandy le parecía casi inconcebible que algo que generase tanta luz pudiera no ser destructivo, pero él seguía vivo y respirando. Se tocó las mejillas con la mano libre para ver si había quemaduras o hinchazón. Ni una cosa ni la otra.

Al menos de momento, se dijo. Seguía esperando oír los gritos de los polis de fuera cuando explotara lo que había en el garaje, o cuando se fundiera, o cuando saliera algo de dentro, algo inimaginable con ojos eléctricos y cegadores. Eran ideas que no se parecían en nada a las típicas ideas de poli, pero Sandy Dearborn nunca había tenido tan poca sensación de ser un poli y tanta de ser un niño pequeño asustado. Al final Curt se puso al teléfono, con voz de curiosidad y respiración cansada.

—Tienes que venir ahora mismo —le dijo Sandy—. Lo dice el sargento.

Curt supo enseguida de qué se trataba.

—¿Qué está haciendo, Sandy?

—Soltar fuegos artificiales. Unos chispazos que no se puede ni mirar el cobertizo B.

—¿El cobertizo se ha incendiado?

—Me parece que no, pero no lo sé seguro. No se ve el interior. Hay demasiada luz. Ven.

Curt colgó sin más. Sandy volvió a salir. Decidió que si iban a perecer en una catástrofe nuclear, prefería estar con sus amigos.

A los diez minutos entró Curt a toda pastilla por donde ponía ACCESO EXCLUSIVO TROOPERS, al volante de su Bel-Aire restaurado con mimo, el que heredaría su hijo veintidós años después. Al doblar la esquina seguía yendo muy deprisa, y Sandy, por un momento horrible, temió que fuera a cargarse a cinco con el parachoques. Curt, sin embargo, frenó a tiempo (conservaba reflejos de chaval), y el Chevy se detuvo con una inclinación del morro.

Curt salió del coche acordándose de apagar el motor, pero no los faros. Estaba tan impaciente que se hizo un lío con los pies y estuvo a punto de caerse de bruces en el asfalto, pero recuperó el equilibrio y corrió hacia el cobertizo. Sandy tuvo el tiempo justo de ver lo que le colgaba de una mano: unas gafas de soldador con cinta elástica. Sandy había visto a mucha gente acelerada (muchísima, porque casi todos los que parabas por exceso de velocidad estaban acelerados de una u otra manera), pero nunca a nadie tan ansioso como Curt. Parecía que los ojos se le salían de las órbitas, y tenía el pelo de punta; claro que eso podía ser una ilusión debida a lo deprisa que corría.

Tony le salió al paso y le agarró de tal manera que Curt volvió a estar a punto de caerse. Sandy vio que la mano libre de su compañero se cerraba y empezaba a subir. Luego la mano se relajó. Sandy no sabía cuánto le había faltado al novato para pegarle un puñetazo a su sargento. Tampoco quería saberlo. Lo importante era que Curt reconocía a Tony (y la autoridad que tenía este sobre él), y que se sometía a ella.

Tony quiso coger las gafas de soldador.

Curt negó con la cabeza.

Tony le dijo algo.

Curt contestó sacudiendo la cabeza con vehemencia.

A la luz de los destellos, que conservaban su intensidad, Sandy asistió a otra pugna interna, la de Tony Schoondist y sus ganas de ordenar a Curt que le diera las gafas. Al final Tony giró sobre los talones y miró a los troopers congregados. Con tanta prisa y tantos nervios, el sargento jefe les había dado lo que podía interpretarse como dos órdenes: retroceder y volver al cuartel. La mayoría había optado por obedecer la primera e ignorar la segunda. Tony respiró hondo, exhaló y le dijo algo a Dicky-Duck, que escuchó, asintió y volvió a meterse en el cuartel.

El resto vio que Curt corría hacia el cobertizo B, y que de camino tiraba al suelo la gorra de béisbol y se ponía las gafas de soldador. A pesar de que Sandy le tenía gran simpatía y respeto al miembro más reciente de Troop D, no vio nada heroico en los pasos de Curt, ni siquiera en el momento de darlos. El heroísmo consiste en arrostrar el miedo y seguir adelante. Esa noche Curt Wilcox no tenía ni pizca de miedo. Estaba borracho de entusiasmo, y de una curiosidad tan profunda que era compulsiva. Mucho después, Sandy llegaría a la conclusión de que esa noche Tony había dejado ir a Curtis porque no veía ninguna posibilidad de retenerle.

Curt se quedó a unos tres metros de la puerta de persiana. En ese momento, dentro del cobertizo, se produjo un violento fogonazo que le hizo protegerse la vista con las manos, a pesar de que llevaba puestas las gafas de soldador. Sandy vio filtrarse la luz entre sus dedos en forma de rayos entre violetas y blancos. Al mismo tiempo, la sombra de Curt se recortó en la neblina como una silueta de gigante. Luego se apagó la luz, y Sandy, a través de la mancha que se le había quedado en la retina, vio que Curt volvía a avanzar. Llegó a la puerta y miró dentro. Se quedó así hasta el siguiente fogonazo, que le hizo retroceder, aunque volvió enseguida a la ventana.

Mientras tanto Dicky-Duck Eliot, que volvía de su misterioso encargo, pasó al lado de Sandy, y este vio qué llevaba. El sargento insistía en que no saliera ningún coche patrulla sin su correspondiente cámara Polaroid. Pues bien, Dicky-Duck había corrido por una. 5e la dio a Tony, y en ese momento se encogió sin querer, porque se había encendido el cobertizo con otra descarga silenciosa de luz.

Tony cogió la cámara y corrió hacia Curtis. Este seguía mirando dentro del cobertizo y retrocediendo a cada destello (o serie de ellos). Por lo visto las gafas de soldador no eran protección suficiente para lo que estaba pasando dentro.

Sandy notó algo mojado en la mano y estuvo a punto de gritar, pero al bajar la vista vio al perro del cuartel. Seguro que hasta entonces Mr. Dillon había estado roncando en el linóleo entre el lavabo y la estufa, su lugar favorito. Ahora salía para averiguar la causa de tanto ajetreo. Viéndole los ojos tan brillantes, tan erguidas las orejas y tan tiesa la cabeza, Sandy comprendió que se daba cuenta de que pasaba algo, pero no se le notaba el miedo de ocasiones anteriores. No parecía que le pusieran nervioso las luces.

Curtis intentó coger la Polaroid, pero Tony no la soltaba. Se quedaron delante de la puerta del cobertizo B, convertidos a cada nuevo fogonazo en siluetas encogidas. ¿Discutían? A Sandy le pareció que no. Al menos no del todo. Tenía la impresión de que se trataba de una conversación acalorada como la que pudieran mantener dos científicos durante la observación de un fenómeno desconocido. O puede que no sea ni un fenómeno, pensó. Puede que sea un experimento, y nosotros los cobayas.

Empezó a medir la duración de los intervalos de oscuridad, mientras él y los demás observaban a los dos hombres delante del cobertizo: uno con unas gafas enormes y el otro con una cámara Polaroid (un armatoste), recortados como dos bailarines en una pista con iluminación estroboscópica. Al empezar, los fogonazos habían sido como relámpagos en cadena, pero ahora las pausas eran significativas. Sandy contó seis segundos… diez segundos… siete… catorce… veinte.

Buck Flanders dijo al lado:

—Me parece que ya se acaba.

Mr. D ladró e hizo el movimiento de echar a correr. Sandy lo sujetó por el collar. Quizá solo quisiera reunirse con Curt y Tony, pero también era posible que se propusiera ir hasta lo que había dentro del cobertizo. Quizá volviera a sentir su atracción. A Sandy le importaba muy poco la respuesta. No pensaba soltarlo.

Tony y Curt caminaron hacia la puerta lateral, y al llegar se enzarzaron en otra discusión. Al final Tony asintió (a Sandy le pareció que con escasa convicción) y le dio a Curt la cámara. Curt abrió la puerta, y en ese momento la cosa soltó otro fogonazo de luz fortísima. Sandy ya se temía no verle cuando se apagara, que se hubiera desintegrado o le hubieran teletransportado a una galaxia muy lejana donde se pasaría el resto de la vida engrasando cazas ala-X o a saber si sacándole brillo al culo negro de Darth Vader.

Tuvo el tiempo justo de ver que Curt seguía en el mismo sitio de antes, con una mano delante de las gafas. A su derecha, un poco rezagado, Tony Schoondist quedó retratado en el acto de dar la espalda a la luz con las manos protegiéndose la cara. Las gafas de sol no servían de nada, como bien sabía Sandy, que también llevaba unas. Cuando volvió a ver algo, Curt había entrado en el cobertizo.

En ese momento la atención de Sandy se volcó por completo en Mr. Dillon, el cual, pese a retenerlo Sandy por el collar, seguía intentando soltarse. Había perdido toda la calma de antes. Gruñía y gañía con las orejas pegadas a la cabeza, y enseñando los dientes.

—¡Que me ayude alguien!

Buck Flanders y Phil Candleton también sujetaron el collar del perro, al principio en vano. El perro proseguía su terco avance, tosiendo, llenando el suelo de baba y con la mirada fija en la puerta lateral. Normalmente era lo más dócil del mundo, pero en ese momento Sandy habría agradecido una correa y un bozal. Como se girara y soltara un mordisco, se corría el riesgo de que alguien se quedara sin uno o dos dedos.

—¡Cerrad la puerta! —le dijo Sandy al sargento a voz en grito—. ¡Cerradla, joder, o también entrará el perro!

Tony puso cara de sorpresa, pero al ver el problema cerró la puerta. Mr. Dillon se relajó casi enseguida. Primero cesaron los gruñidos y luego los gañidos. Lo último fueron un par de ladridos atónitos, como si no recordara muy bien por qué se había alterado tanto. Sandy se preguntó si se debía al zumbido, que con la puerta abierta sonaba bastante más alto, o bien a algún olor. Se inclinaba por lo segundo, pero no podía estar seguro. Más tarde, hablando con cierto número de personas (entre ellas el hijo de Curtis Wilcox), diría que con el Buick no era cuestión de lo que se sabía, sino de lo que no se sabía.

Viendo avanzar algunos hombres, Tony les dijo que se detuviesen. Tranquilizaba oírle la voz normal, pero seguía flotando una sensación extraña. La de Sandy, incontenible, era de que debería haber habido un fondo de gritos y explosiones de banda sonora de película, sumándose a ello quizá el ruido de la propia tierra protestando.

Tony se volvió de nuevo hacia la hilera de ventanas de la puerta de persiana y miró por una.

—¿Qué hace, sargento? —preguntó Matt Babicki—. ¿Está bien?

—Sí, perfecto —dijo Tony—. Se dedica a rodear el coche y hacer fotos. Oye, Matt, ¿se puede saber qué haces fuera? Haz el favor de volver a tu despacho.

—Es que la radio está escacharrada, jefe. Por la estática.

—Pues quizá ahora funcione mejor. Como esto.

Superficialmente, Sandy le notaba la voz normal, pero seguía habiendo un trasfondo de euforia. Cuando Matt se volvió, Tony añadió:

—Oye, que de esto ni mu, al menos en la frecuencia normal. Ni ahora ni nunca. Si tienes que hablar del Buick, es… es código D. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Matt.

Y subió por los escalones de detrás con los hombros caídos, como si le hubieran dado unos azotes.

—¡Sandy! —dijo Tony—. ¿Al perro qué le pasa?

—Ahora está bien. ¿Y al coche?

—Parece que también está bien. No está quemándose nada, ni se nota que haya explotado nada. En el termómetro pone doce grados. Dentro hace un frío…

—Si está tan bien el coche, ¿por qué le hace fotos Curt? —preguntó Buck.

—Buena pregunta —contestó el sargento Schoondist, y se quedó tan pancho.

Seguía vigilando a Curt, que continuaba con sus vueltas al coche como si fuera un fotógrafo de modas caminando alrededor de una modelo. Hacía fotos, y cada vez que salía una Polaroid por la ranura se la metía en la goma de la cintura de los viejos shorts caquis que llevaba. Entretanto, Tony permitió que se acercara el resto de los presentes en grupos de cuatro y mirara. Cuando le llegó el turno a Sandy, quedó sorprendido por lo verdes que se le ponían a Curtis los tobillos a cada destello del Buick. ¡Radiación!, pensó. ¡Coño, que tiene quemaduras por la radiación! Hasta que se acordó de lo que había estado haciendo y no pudo aguantarse la risa. Michelle no quería que se pusiera al teléfono porque estaba cortando el césped. Que era lo que tenía en los tobillos: manchas de hierba.

—Venga, sal —murmuró Phil a la izquierda de Sandy. Seguía aguantando al perro por la correa, aunque ahora a Mr. D se lo veía dócil—. Sal, no te la juegues.

Curt empezó a retroceder hacia la puerta, como si hubiera oído a Phil; o a todos, porque todos pensaban lo mismo. Lo más probable era que se le hubiera acabado el carrete.

En cuanto apareció en la puerta, Tony le pasó un brazo por los hombros y le dijo algo. En ese momento se produjo el último coletazo de luz, que fue un simple chispazo. Sandy miró su reloj. Eran las nueve menos diez. En total no había llegado a la hora.

Tony y Curt miraban las polaroids con una intensidad que a Sandy le resultaba incomprensible, suponiendo que fuera verdad lo que había dicho Tony de que no había cambiado ni el Buick ni el resto de lo del cobertizo. La impresión de Sandy era que no, que no habían cambiado.

Al final Tony asintió como si hubieran acordado algo, y se reunió con el resto de los troopers, mientras Curt iba a echar el último vistazo por la puerta de persiana. Ya se había puesto las gafas de soldar en la frente. Tony dio órdenes de que volvieran todos al cuartel menos George Stankowski y Herb Avery. Herb había vuelto de patrullar en pleno espectáculo de luces. Probablemente quisiera cagar. Era capaz de desviarse diez kilómetros de su camino para hacer caca en el cuartel. Lo sabía todo el mundo, pero él soportaba estoicamente las bromas. Decía que en los váteres ajenos se podían pillar enfermedades, y que el que no se lo creyera tendría merecido lo que le pasara. A juicio de Sandy, era tan sencillo como que Herb les tenía afición a las revistas del cagadero de arriba. El trooper Avery, que diez años más tarde moriría en un accidente de coche con vuelta de campana, era fiel a American Heritage.

—Os toca el primer turno de vigilancia —dijo Tony—. Si veis algo raro me avisáis. Aunque solo os lo parezca.

Ante la perspectiva de hacer de centinela, Herb rezongó y se dispuso a protestar.

—Chitón y punto en boca —dijo Tony señalándole—. No quiero oír ni una palabra.

Herb se fijó en que el sargento jefe tenía manchas rojas en las mejillas, y cerró la boca. Sandy lo consideró muy sensato.

Cuando los demás cruzaron el cuartel, con el sargento Schoondist en cabeza, Matt Babicki hablaba por la radio. Pidió el veinte a la unidad 6, y la respuesta de Andy Colucci se oyó a la perfección. De nuevo no había estática.

Ocuparon los asientos de la salita de estar del piso de arriba. Los últimos de la fila tuvieron que conformarse con parcelitas de alfombra. La sala de abajo era más grande y tenía más sillas, pero Sandy juzgó que la decisión de Tony de hacer subir a sus hombres había sido acertada. No era un asunto policial, sino de familia.

En todo caso, no estrictamente policial.

El último en llegar fue Curtis Wilcox con las polaroids en una mano, las gafas de soldar en la frente y calzando chancletas en los pies verdes. Llevaba una camiseta donde ponía DEPARTAMENTO DE ATLETISMO DE LA UNIVERSIDAD DE HORLICKS.

Se acercó al sargento y mantuvieron un coloquio de murmullos, mientras el resto esperaba. A continuación Tony volvió a dirigirse al resto de sus hombres.

—No ha habido ninguna explosión, y tanto Curt como yo consideramos que tampoco ninguna fuga de radiación.

La frase fue acogida con grandes suspiros de alivio, aunque varios troopers siguieron poniendo cara de no del todo convencidos. Sandy, a falta de espejo, no sabía qué cara ponía, pero las dudas las tenía dentro.

—Pasadlas, por favor —dijo Curt.

Repartió el montón de polaroids en grupos de dos y tres. En las que estaban hechas durante los fogonazos casi no se veía nada: un enrejado brillante, una porción de techo del Buick… Había otras más claras. La mejor tenía esa textura tan rara, plana y teatral, que es exclusiva de las fotos polaroid. Parece que digan: Veo un mundo donde solo existen causas y efectos. Un mundo donde cada objeto es un avatar, y sin dioses moviéndose entre bambalinas.

—A la película Polaroid le pasa lo mismo que a los carretes normales y a las chapas que tienen que llevar los que trabajan en zonas de mucha radiación —dijo Tony—: si recibe rayos gamma, se vela. Algunas de estas fotos están sobreexpuestas, pero no hay ninguna velada. Vaya, que no somos radiactivos.

Phil Candleton dijo:

—No se moleste, sargento, pero a mí no es que me entusiasme la idea de jugarme la vida y las pelotas por la compañía Polaroid.

—Mañana a primera hora iré a Pittsburgh y compraré un contador Geiger —dijo Curt. Hablaba con sosiego, pero se le seguía notando un temblor de entusiasmo. Bajo su tono imperturbable de por favor, baje del coche. Curt Wilcox estaba a punto de perder los papeles—. En la tienda de excedentes militares de la calle mayor venden. Me parece que cuestan unos trescientos dólares. Si no le parece mal a nadie, cogeré el dinero del fondo de imprevistos.

No hubo objeciones.

—De momento —dijo Tony—, se impone más que nunca la discreción. No sé si ha sido suerte o la providencia, pero creo que esa cosa ha caído en manos de gente capaz de tener discreción. ¿Vais a tenerla?

Se oyeron murmullos de asentimiento.

Dicky-Duck estaba en el suelo, con las piernas cruzadas y acariciando la cabeza de Mr. D. El perro dormía con el hocico encima de las patas. Se notaba que para la mascota del cuartel había pasado el momento de los nervios.

—Estoy de acuerdo, pero a condición de que la aguja del Geiger no pase de lo verde —dijo Dicky-Duck—. Si pasa, voto por avisar a los federales.

—¿Qué te crees, que lo harían mejor que nosotros? —repuso Curt, acalorado—. ¡Pero hombre, Dicky! El FBI ya tiene bastante trabajo, y…

—A menos que pienses forrar de plomo el cobertizo B con el fondo de imprevistos… —empezó alguien.

—Vaya comentario más ton… —se dispuso a replicar Curt; pero Tony le puso una mano en el hombro y evitó que se expusiera a daños mayores.

—Si hay radiación —dijo Tony—, nos lo quitamos de encima. Os lo prometo.

Curt puso cara de sentirse traicionado. Tony le sostuvo la mirada sin alterarse. La suya decía: Ya sabemos que no es radiactivo; lo demuestran las fotos. ¿De qué sirve buscar guerra?

—No sé, pero a mí me parece que habría que entregárselo al gobierno —dijo Buck—. Quizá pudieran ayudarnos… digo yo… o inventarse algo… defensivo…

La voz fue perdiéndosele a medida que se percataba de la oposición general. Los agentes de la policía estatal de Pensilvania colaboraban a diario con algún organismo gubernamental: el FBI, la oficina de recaudación de impuestos, la agencia antidrogas, la dirección de seguridad y salud ocupacional, y sobre todo la comisión interestatal de comercio. No hacía falta llevar mucho tiempo en el cuerpo para darse cuenta de que la mayoría de los federales no eran más listos que cualquier hijo de vecino. A juicio de Sandy, cuando los federales tenían alguna chispa de inteligencia, tendía a ser en ayuda de ellos mismos; eso cuando no había mala intención. En general eran esclavos del trabajo, adoradores del altar de santa Rutina. Antes de ingresar en la policía estatal de Pensilvania, la PSP, Sandy había visto la misma actitud anodina y respetuosa con las normas en el ejército. Por otro lado, como no era mucho mayor que el propio Curtis, seguía siendo bastante joven para aborrecer la idea de ceder el Roadmaster. En caso de necesidad, más valía ponerlo en mano de científicos del sector privado, y hasta de un grupo de la universidad de la que Curt llevaba propaganda en su camiseta de cortar el césped.

De todos modos, como el Troop, la familia gris, nada.

Buck se había quedado callado.

—Supongo que no es buena idea —dijo.

—Tranquilo —dijo alguien—, que no te vas con las manos vacías. Has ganado la enciclopedia Grolier y nuestro divertidísimo juego de la casa.

Antes de seguir, Tony aguardó a que se propagaran y apagaran unas cuantas risas por la sala.

—Quiero que se enteren de lo de esta noche todos los que estén trabajando fuera del cuartel, para que sepan a qué atenerse si se repite. Que corra la voz. Ah, y que también se divulgue el código del Buck: D de dinero. Solo D. ¿De acuerdo? Ya os tendré informados, empezando por lo del contador Geiger. Se hará la prueba mañana, antes del segundo turno de vigilancia. Tenéis mi palabra. A nuestras mujeres, hermanas, hermanos y mejores amigos que no sean del cuerpo no les contaremos nada de lo que pasa, pero entre nosotros os prometo que la información será exhaustiva. Lo haremos a la antigua usanza, por parte verbal. Por ahora no hay ningún documento sobre el vehículo de ahí fuera, suponiendo que sea un vehículo, y tampoco va a haberlo. ¿Está todo claro?

Otro murmullo de aquiescencia.

—No pienso consentir que se vaya de la lengua nadie de Troop D. Quedan prohibidos los chismorreos y las confidencias a la parienta. ¿También está claro?

Por lo visto sí.

—Mirad esta —dijo Phil de repente, enseñando una polaroid—. Está abierto el maletero.

Curt asintió.

—Sí, aunque creo que ahora vuelve a estar cerrado. Se ha abierto durante uno de los chispazos, y me parece que al siguiente ha vuelto a cerrarse.

A Sandy se le presentó una imagen brevísima pero muy clara del maletero del Buick abriéndose y cerrándose como una boca hambrienta. Pasen y vean el cocodrilo vivo, pero no se les ocurra meterle los dedos en la boca.

Curt siguió hablando.

—También me parece que el limpiaparabrisas ha funcionado un rato, aunque no estoy seguro, porque yo estaba demasiado deslumbrado y no sale en ninguna foto.

—¿Por qué? —preguntó Phil—. ¿Por qué iba a pasar eso?

—Una subida de tensión —supuso Sandy—. Lo mismo que ha estropeado la radio del despacho de comunicaciones.

—El limpiaparabrisas puede que sí, pero los maleteros no se abren eléctricamente. Solo hay que apretar el botón y levantar la tapa.

Sandy no tenía respuesta.

—Dentro del cobertizo ha bajado la temperatura uno o dos grados más —dijo Curt—. Valdrá la pena vigilarlo.

Finalizó la reunión, y Sandy reanudó su patrulla. De vez en cuando, al comunicarse con el cuartel, le preguntaba a Matt Babicki si iba todo bien con «el D». La respuesta siempre era afirmativo, el D está de coña. Con el paso de los años se convertiría en un clásico de la zona de Short Hills alrededor de Statler, Pogus City y Patchin. Hasta se les pegó a unos cuantos cuarteles más, incluidos dos de más allá de la frontera con Ohio. La usaban en el sentido de ¿Va todo bien en él cuartel? A los de Troop D les hacía gracia, porque la pregunta de si iba todo bien con el D quería decir justamente eso.

En efecto: a la mañana siguiente se había enterado todo Troop D, aunque fue un día más. Curt y Tony fueron a Pittsburgh por un contador Geiger. Sandy no estaba de servicio, pero pasó dos o tres veces para interesarse por el Buick. Dentro estaba todo en calma, el coche inmóvil y con aspecto de obra de arte, pero la aguja del termómetro grande y rojo que habían colgado de la viga seguía bajando. A todo el mundo le parecía muy raro, la confirmación silenciosa de que pasaba algo. Algo que excedía, no ya las facultades de comprensión de unos simples troopers, sino su control.

De hecho nadie entró en el cobertizo hasta que volvieron Curt y Tony en el Bel-Aire de Curt. Órdenes del sargento jefe. Cuando aparecieron, Huddie Royer estaba mirando el Buick por las ventanas del cobertizo. Se acercó a ellos, mientras Curt abría la caja que había encima del capó del coche y sacaba el contador Geiger.

—¿Y los uniformes de La amenaza de Andrómeda? —preguntó Huddie.

Curt le miró sin sonreír.

—Muy gracioso —dijo.

Curt y el sargento se pasaron una hora dentro repasando la carrocería del Buick con el contador Geiger, pasando el detector por el motor, metiéndolo en la cabina y por los asientos, el salpicadero y aquel volante tan raro, desproporcionado. Curt se metió debajo con una plataforma, y el sargento se ocupó del maletero, que mereció especiales precauciones. Cuando estuvo abierto lo apuntalaron con un rastrillo. Durante todo el proceso, la aguja del contador casi no se movió. La única ocasión en que se intensificó el clic clic clic del pequeño altavoz fue cuando Tony acercó el detector a su reloj de pulsera, a fin de asegurarse de que el aparato funcionaba. Funcionaba, pero el Roadmaster no tenía nada que decirle.

Solo hicieron una pausa, que sirvió para ir en busca de jerseys. Fuera hacía calor, pero dentro del cobertizo B la aguja del termómetro se había estabilizado un pelo por debajo del nueve. Sandy estaba intranquilo, y cuando salieron les propuso abrir las dos puertas de persiana y dejar que entrara un poco de calor. Dijo que Mr. Dillon dormitaba en la cocina, y que podían encerrarlo.

—No —dijo Tony, y Sandy vio que Curt estaba de acuerdo con el veredicto.

—¿Por qué?

—No lo sé. Simple corazonada.

A las tres de la tarde, mientras Sandy, diligente, inscribía su nombre en el libro de turnos debajo de 2.º turno/3P-11P y se disponía a salir de patrulla, la temperatura del cobertizo había bajado casi hasta ocho. Eran catorce grados de diferencia con la temperatura veraniega que hacía al otro lado de las delgadas paredes de madera.

Debió de ser sobre la seis, estando Sandy aparcado junto al restaurante Jimmy’s de la autopista vieja de Statler, bebiendo café y vigilando excesos de velocidad, cuando parió por primera vez el Roadmaster.

Arky Arkanian fue la primera persona que vio lo que había salido del Buick, pero sin saber qué veía. En el cuartel de Troop D la situación era tranquila, no serena del todo, pero tranquila. La causa, en gran medida, era el informe de Curt y Tony sobre la ausencia de radiactividad en el cobertizo B. Arky venía de su remolque de Dreamland Park, encima de los Bluffs, para lo mismo que todos: echarle un vistazo al coche embargado sin estar de servicio. Se evitó compartirlo. De momento en el cobertizo B no había ni un alma. A unos cuarenta metros, el cuartel presentaba la calma del medio turno, que en cuestión de calma era el no va más. Matt Babicki tenía la noche libre, y las comunicaciones las llevaba uno de los agentes más jóvenes. En cuanto a Curt, que se había inventado un cuento chino para justificarle a su mujer la salida de la noche anterior, debía de haberse vuelto a poner las chancletas y, como buen chico, estaría terminando de cortar el césped.

A las siete y cinco minutos, el guardián de Troop D (que se había puesto muy pálido, muy pensativo y muy asustado) pasó al lado del cubículo de comunicaciones, y del chaval que lo ocupaba, y entró en la cocina para ver a quién encontraba. Buscaba a alguien que no fuera un novato, alguien avezado. Encontró a Huddie Royer en el acto de darle los últimos retoques a una cazuela grande de macarrones con queso Kraft.