—George, ¿qué le pasa? —dije con todas mis fuerzas. Mr. Dillon había conseguido volver a levantarse. Estaba volviéndose poco a poco, mientras le salía humo del pelo y la boca, una humareda gris—. ¿Qué le está pasando?
Shirley salió con las mejillas mojadas de lágrimas.
—¡Ayudadle! —gritó—. ¡Se está quemando!
Entonces llegó Huddie, jadeando como si acabara de participar en una carrera.
—¿Qué pasa, joder?
Hasta que lo vio. Mr. Dillon había vuelto a caerse. Nos acercamos con precaución. Shirley, desde el otro lado, bajó los escalones de la entrada. Como estaba más cerca, llegó antes.
—¡No lo toques! —dijo George.
Shirley no le hizo caso. Puso una mano en el cuello de D, pero tuvo que apartarla. Nos miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Se está quemando por dentro —dijo.
Mr. Dillon intentó volver a levantarse entre gemidos. Lo hizo a medias, con las patas delanteras, y empezó a moverse lentamente hacia el fondo del aparcamiento, donde estaba aparcado el Bel-Aire de Curtis al lado del Toyota de Dicky-Duck Eliot. A esas alturas era imposible que no estuviera ciego. Lo único que le quedaba de los ojos era gelatina hirviendo dentro de las órbitas. Se movía como remando, con el impulso de las patas delanteras y arrastrando el culo.
—Dios mío —dijo Huddie.
Ahora a Shirley le resbalaban lágrimas por la cara, y se le atragantaban tanto las palabras que costaba entenderla.
—Por amor de Dios —dijo—, ¿no puede ayudarle nadie? ¡por favor!
Entonces tuve una imagen muy nítida y brillante. Me vi a mí mismo cogiendo la manguera, la que Arky siempre guardaba enrollada debajo del grifo del lado del edificio. Me vi dándole a la llave, corriendo hacia Mr. D, enchufándole el pitorro frío de metal en la boca y echando agua a presión por la chimenea en que se le había convertido el cuello. Me vi apagándole.
Entonces George fue hacia la ruina moribunda que había sido el perro del cuartel, y de camino desenfundó la pistola. D, mientras tanto, seguía remando mecánicamente hacia un punto sin nada especial entre el Bel-Aire de Curt y el Toyota de Dicky-Duck, envuelto en una nube cada vez más densa de humo. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en salirle el fuego de dentro y hacerlo arder como aquellos monjes budistas suicidas que salían por la tele durante la guerra de Vietnam.
George se quedó parado y levantó la pistola para que la viera Shirley.
—Es lo único, cariño. ¿No crees?
—Sí, date prisa —dijo ella atropelladamente.