EDDIE

Te advierto de que no tengo un recuerdo normal, como el que se suele tener de las cosas. En mi caso se parece más a acordarse del final de una mala borrachera. El que cogió los primeros guantes de goma del montón que había encima de las bolsas de abono para el césped, al lado de la puerta, no era Eddie Jacubois. Era alguien soñando que era Eddie Jacubois. Al menos ahora lo parece. Me parece que entonces también.

¿Pensaba en Mr. Dillon? Me gustaría creer que sí, chaval. Es lo máximo que puedo decir. Porque acordarme, acordarme de verdad, no me acuerdo. Lo más probable es que sólo tuviera ganas de hacer callar a aquella cosa amarilla y gritona, sacármela de dentro de la cabeza. Odiaba tenerla dentro. Lo detestaba. Tenerla dentro era como que te violasen.

Aunque ¿sabes qué? Que debía de pensar. Seguro que en algún nivel sí pensaba, porque me puse los guantes de goma antes de coger el pico de la pared. Recuerdo que los guantes eran azules. En el montón de encima de las bolsas había una docena de pares, y de todos los colores del arco iris, pero los que cogí eran azules. Me los puse deprisa, tanto como los médicos de aquella serie, Urgencias. Luego descolgué el pico y pasé al lado de Shirley, empujándola tan fuerte que casi la tiro al suelo. De hecho creo que la habría tirado, pero Huddie la sostuvo a tiempo.

George gritó algo, creo que «Cuidado con el ácido». No me acuerdo de haber tenido miedo, y menos de sentirme valiente. De lo que me acuerdo es de estar indignado y asqueado. Como te sentirías si despertaras con una sanguijuela en la boca chupándote la sangre de la lengua. Una vez se lo dije a Curtis, y usó una expresión que se me ha quedado grabada: Lo horrible de la transgresión. Era eso, lo horrible de la transgresión.

Mr. D aullando, pataleando, gruñendo y queriendo escaparse; la cosa encima de él, con los filamentos rosados que le salían moviéndose cada uno por su lado como algas en una ola; el olor a pelaje quemándose; la peste a sal y col; la pasta negra brotando del mordisco del perro, corriendo como barro por las arrugas de la piel amarilla y goteando al suelo; mi necesidad de matarla, borrarla, hacerla desaparecer del mundo: lo tenía todo en la cabeza como un remolino, un verdadero remolino, igual que si la impresión de lo que habíamos encontrado en el cobertizo B me hubiera batido los sesos, los hubiera hecho puré y, de tanto removerlos, hubiera creado un furibundo ciclón ajeno a la cordura, la locura, el trabajo de policía, el de vigilante o Eddie Jacubois. Ya te digo que me acuerdo, pero no como te acuerdas de las cosas normales. Se parece más a un sueño. Y me alegro. Ya es bastan malo el hecho de acordarse. Pero no puedes no acordarte. Aunque bebas, lo único que consigues es alejarlo un poco, y cuando paras vuelve a echársete encima. Como si te despertaras con una sanguijuela en la boca.

Llegué hasta la cosa, descargué el pico y la punta se clavó en el medio. La cosa chilló y se lanzó de espaldas contra la puerta de persiana. Mr, Dillon quedó libre y retrocedió arrastrando la barriga. Ladraba de rabia y aullaba de dolor, una mezcla de los dos sonidos. Tenía una tira quemada en el pelaje, detrás del collar. Se le había chamuscado medio morro, como si lo hubiera metido en una hoguera. Salían hilillos de humo.

La cosa, apoyada de espaldas contra la puerta de persiana, levantó del pecho la manguera gris, y sí, tenía ojos incrustados. Me miraban, y yo no lo aguantaba. Giré el pico y le asesté un golpe con la parte de cuchilla. Se oyó ruido de cortar, y una parte de la manguera rodó por el suelo. También había hecho un agujero en la zona del pecho. Salieron nubes de algo como espuma de afeitar de color rosa, a chorro, como si estuviera a presión. A lo largo de la trompa gris —me refiero a la parte cortada— los ojos giraban espasmódicamente, como si miraran a todas partes a la vez. Salieron gotas de un líquido claro, supongo que el veneno de la cosa, y quemaron el cemento.

Luego estaba George a mi lado. Tenía una pala. La clavó por el centro de los zarcillos de la cabeza del ser. La hundió en la carne amarilla de la cosa hasta el mango de madera de fresno. La cosa gritó. Lo oí en mi cabeza con tanta intensidad que fue como si me empujara los ojos fuera de las órbitas, como cuando coges una rana con la mano, le aprietas el cuerpo fofo y se le abultan los ojos.