EDDIE

o si la había abierto algo desde dentro. Alguna fuerza originada en el Buick; supongo que a eso me refiero. No sé si era el caso. Lo único que sé es que la puerta estaba abierta. Era de donde salía más concentrada la peste, y adonde iba Mr. Dillon.

Shirley bajó corriendo por los escalones con Huddie detrás, los dos pegándole gritos a Mr. D para que volviera. Nos adelantaron. George les siguió corriendo, y yo a él.

Hacía dos o tres días que el Buick había protagonizado un espectáculo de luces. Yo no estaba, pero me lo había contado alguien, y la temperatura del cobertizo B se había pasado una semana baja, aunque no mucho, solo tres o cuatro grados. Vaya, que indicios había algunos, pero en el fondo nada espectacular. Nada como para levantarse en plena noche y escribirles a tus padres. Nada que pudiera habernos hecho sospechar qué encontraríamos al entrar.

La primera fue Shirley, que pasó de gritar el nombre de D a… gritar a secas. Al segundo siguiente también gritaba Huddie. Mr. Dillon, para entonces, ladraba en un registro más grave, una mezcla de ladridos y gruñidos. Es el ruido que hacen los perros cuando tienen algo acorralado o en un árbol. George Morgan exclamó:

—¡Dios mío! ¡Por todos los santos! ¿Qué es?

Yo entré en el cobertizo, pero no llegué muy lejos, Shirley y Huddie estaban codo con codo, y George inmediatamente detrás. Entre los tres no dejaban pasar. Olía fatal —se te nublaban los ojos y se te cerraba la garganta—, pero casi no me fijé.

El maletero del Buick volvía a estar abierto. Detrás del coche, en el rincón del fondo del cobertizo, había una pesadilla amarilla, flaca y arrugada con una cabeza que en realidad no era tal, sino un manojo de filamentos rosados agitándose. Debajo se veía más carne amarilla y arrugada. Era muy alta, como mínimo dos metros y pico. Algunos filamentos golpearon una viga del techo. Hacían un ruido de revoloteo, como mariposas nocturnas chocando contra el cristal cuando intentan llegar a la luz que ven o sienten que hay detrás. Tengo el ruido grabado. A veces, soñando, vuelvo a oírlo.

En el interior del amasijo formado por aquellas cosas rosas temblando y retorciéndose había algo en la carne amarilla que se abría y se cerraba. Algo negro y redondeado. Podía ser una boca. Podía estar intentando gritar. Lo de debajo no puedo describirlo. Era como si mi cerebro no pudiera encontrar coherencia a lo que veían mis ojos. De lo que estoy seguro es de que no eran piernas, y me parece que en vez de dos había tres. Acababan en garras negras y curvadas. Las garras estaban sembradas de matas sueltas de pelo muy recio; a mí me parece que era pelo, y que en los mechones había bichos saltando, como piojos o pulgas. El pecho de la cosa tenía colgando una manguera gris de carne palpitante, con redondeles de carne brillantes y negros. Quizá fueran ampollas. O, Dios no lo quiera, sus ojos.

La cosa tenía delante a nuestro perro, que ladraba, gruñía y soltaba baba por el morro. Hizo ademán de ir a embestir, pero la cosa le pegó un chillido por el agujero negro. La manguera gris se sacudió como un brazo sin hueso o una pata de rana al someterla a una descarga eléctrica. Salieron gotas de algo por la punta y aterrizaron en el suelo del cobertizo. Empezó a salir humo de las manchas, y vi que corroían el cemento.

El chillido hizo retroceder un poco a Mr. D, que sin embargo siguió ladrando y gruñendo con las orejas pegadas a la cabeza y los ojos saliéndosele de las órbitas. La cosa volvió a chillar. Shirley gritó y se tapó las orejas con las manos. Yo entendí su impulso, pero dudé que sirviera de algo. Parecía que los chillidos no se te metieran en la cabeza por los oídos, sino al revés: como si empezaran dentro de la cabeza y luego salieran por las orejas, escapándose como vapor. Tuve ganas de decirle a Shirley que no se las tapara, que como siguiera guardándose dentro aquel chillido tan horrible se provocaría una embolia o algo, pero bajó las manos por iniciativa propia.

Huddie la rodeó con un brazo, y ella