Es curiosa la manera que tiene de funcionar la memoria. No reconocí al tío que salía de la camioneta Ford, al menos al principio. Para mí era un gamberro como cualquier otro, con los ojos rojos, un crucifijo invertido de pendiente y una esvástica de plata colgando del cuello. Me acuerdo de las pegatinas. Aprendes a leer las pegatinas que lleva la gente en el coche. A veces son reveladoras. Ya sé que suena raro, pero es verdad. Que se lo pregunten a cualquier poli que patrulle por la carretera. A la izquierda del parachoques trasero, HAGO LO QUE ME DIGAN LAS VOCECITAS; a la derecha, ME COMO A LOS AMISH. No se tenía muy bien de pie, por causas que probablemente no se limitaran al hecho de llevar botas de vaquero con bordados y tacones altos. Los ojos enrojecidos que asomaban por debajo de sus greñas negras me hicieron sospechar que se había metido algo en el cuerpo. La sangre que tenía en la mano derecha, y salpicándole la manga derecha de la camiseta, sugerían que algo fuerte. Yo habría dicho que polvo de ángel, que entonces era el no va más, al menos por la zona. Lo siguiente era el crank, la metanfetamina. Ahora es el éxtasis, que al menos te pone a gusto. Supongo que también es posible que hubiera esnifado gasolina, lo que los chavales de ahora llaman huffing. Pero no creía conocerle hasta que me dijo:
—¡Hostia, si es Eddie el gordinflón!
Bingo. Me vino a la cabeza de repente. Brian Lippy. Nos conocíamos del instituto de Statler, donde él iba un curso por encima. Entonces ya se había especializado en Venta y Servicio de Drogas, Ahora volvía a tenerle delante, al borde de la carretera y balanceándose en los tacones altos de sus elegantes botas de vaquero, con el Cristo boca abajo colgado de la oreja, la cruz torcida nazi al cuello y las pegatinas de descerebrado en el parachoques de su camioneta.
—Hola, Brian. ¿Me haces el favor de apartarte de la camioneta? —dije.
La camioneta, que era de esas enormes, estaba aparcada en el arcén sin asfaltar de Humboldt Road a menos de dos kilómetros y medio de donde quedaba la gasolinera Jenny… que ese verano ya llevaba cerrada dos años. La verdad es que casi estaba en la cuneta. Al poner George las luces, mi viejo amigo Brian Lippy se había apartado de la carretera a lo bestia, otra señal de que no iba del todo fino.
Me alegré de tener conmigo a George Morgan. En general no pasa nada si patrullas solo, pero cuando te sale un tío que va por el medio de la carretera porque se dedica a zurrar a la persona que lleva de copiloto en su camioneta, se agradece ir con alguien. Los puñetazos se veían, tío. Primero al adelantar Lippy a nuestro 20, y luego al aparcar nosotros detrás: una silueta de conductor con el brazo derecho igual que un martillo, chocando repetidamente con el lado de la cabeza de la silueta del pasajero, demasiado ocupado para darse cuenta de que la pasma se le estaba pegando al tubo de escape hasta que George puso las rojas. Sigue, sigue, que me da gusto, pensé. Genial. Luego de eso ya tienes a mi buen amigo Brian pasándose del arcén y a punto de caerse en la cuneta como si llevara toda la vida esperándoselo, lo cual, en cierto grado, debía de ser verdad.
Tratándose de marihuana, o de tranks, no suelo preocuparme tanto. Es como con el éxtasis. Te salen con «¿Qué pasa, tío? ¿He hecho algo mal? Te quiero». En cambio con el rollo polvo de ángel o fenciclidina la gente se vuelve loca. Hasta esnifando cola puede pasar que se desquicien. Yo lo he visto. Factor añadido, el pasajero. Era una mujer, lo cual podía empeorar mucho las cosas. Que hubieran estado zurrándola a base de bien no quería decir que ella, al vernos esposar a su marciano favorito, no se volviera peligrosa.
Mientras tanto Brian, mi antiguo compañero, no hacía lo que le pedían, apartarse de la camioneta. Se quedaba plantado mirándome con una sonrisa, y cómo podía ser que no le hubiera reconocido a la primera, caray, si en el instituto de Statler era de los que si se fijaban en ti te hacían la vida imposible. Sobre todo si estabas un poco rellenito o tenías granos, requisitos que yo reunía. El sobrepeso se lo llevó el ejército —es el único programa de adelgazamiento que conozco donde te pagan por participar—, y los granos se me fueron solos, como suele pasar la mayoría de las veces, pero en el instituto de Statler el tío ese me comía vivo siempre que le daba el punto. Otra razón para alegrarme de tener conmigo a George. Estando yo solo, a mi viejo amigo Brian podría habérsele ocurrido que aún podía dejarme seco con una mirada. Cuanto más flipado, más posibilidades de que lo pensara.
—Oiga, apártese de la camioneta —dijo George con su voz inexpresiva de trooper.
Oyéndole hablar en el arcén con el fulano de turno, a nadie se le habría pasado por la cabeza que fuera capaz de quedarse ronco en los partidos de la liga de infantiles a base de gritarles a los críos que tocaran la bola y agacharan la cabeza al correr las bases. Ni de hacerles bromas en el banquillo antes de empezar el partido, para que se relajaran.
Lippy nunca le había arrancado a George la tira para colgar la camisa durante la cuarta hora, la de sala de estudio. Puede que por eso se apartara de la camioneta al oírselo decir, mirándose las botas y perdiendo la sonrisa. En el caso de tíos como Brian Lippy, la sonrisa, al borrarse, siempre deja paso a una cara entre de tonto y de enfadado.
—¿Va a darnos problemas? —preguntó George. No había desenfundado la pistola, pero tenía la mano en la culata—. En ese caso, dígamelo ahora y nos ahorrará disgustos a los dos.
Lippy no dijo nada. Se limitó a mirarse las botas.
—¿Se llama Brian? —me preguntó George.
—Brian Lippy.
Yo estaba mirando la camioneta. Veía a la mujer por la ventana trasera. Aún estaba sentada en medio, sin mirarnos y con la cabeza inclinada. Pensé que quizá Brian la hubiera dejado inconsciente, hasta que se llevó una mano a la boca y salió humo de cigarrillo.
—Brian, quiero saber si va a haber problemas. Venga, contesta, que te oiga yo. Demuestra que eres mayor.
—Depende —dijo Brian levantando el labio superior para conseguir un buen tono de desprecio.
Me acerqué a la camioneta para hacer mi parte del trabajo. En el momento en que mi sombra pasaba por la punta de las botas Brian, él dio un paso hacia atrás como si en vez de sombra fuera una serpiente. Sí que iba flipado, sí, y yo cada vez me convencía más de que de algo como fenciclidina o polvo de ángel.
—Enséñame el carnet de conducir y el registro —dijo George.
Brian no le hizo caso enseguida. Volvía a mirarme a mí.
—ED-die JACK-you-BOYS —dijo con el mismo sonsonete con que él y sus amigos se burlaban de mí en el instituto, convirtiendo el nombre en un chiste.[1]
La diferencia era que entonces no llevaba Cristos invertidos ni esvásticas nazis. Si lo hubiera intentado le habrían expulsado. Bueno, el caso es que me puso furioso oírle decir así mi nombre. Era como si Brian hubiera encontrado un interruptor viejo, polvoriento y escondido detrás de una puerta, pero que aún tenía corriente. Que aún quemaba.
Él también lo sabía. Lo vio y empezó a sonreírse.
—El gordinflón de Eddie JACK-you-BOYS. Oye, Eddie, ¿a cuántos tíos les hiciste pajas en las duchas? ¿O te ponías de rodillas y se la mamabas? Hasta el momento cumbre. Mr. Eficacia.
—¿Y si cerraras la boca, Brian? —dijo George—. A ver si te entran moscas.
Se sacó las esposas del cinturón.
Brian Lippy las vio y empezó a borrársele otra vez la sonrisa.
—¿Para qué te crees que vas a usarlas?
—Para ponértelas si no me das ahora mismo tus papeles, Brian. Y si te resistes te garantizo dos cosas: la nariz partida y dieciocho meses en Castlemora por resistencia a la autoridad. Podrían ser más, dependiendo del juez que te toque. ¿Qué, cómo lo ves?
Brian se sacó la cartera del bolsillo trasero. Era una cartera vieja y sucia, con el logo de algún grupo de rock —me parece que Judas Priest— grabado de manera inexperta. Me imagino que con la punta de un soldador. Fue pasando compartimientos con el dedo.
—Brian —dije.
Levantó la vista.
—Mi apellido es Jacubois, Brian. Un apellido francés muy bonito. Y ya hace bastante que no estoy gordo.
—Ya volverás a engordar —dijo él—. Es lo típico de los gordinflones.
Se me escapó la risa. No pude aguantármela. Brian hablaba como los memos que entrevistan por la tele, en los programas nocturnos. Me miró con mala leche, pero su expresión traicionaba inseguridad. Había perdido la ventaja, y lo sabía.
—Te voy a contar un secreto —dije—. Ya se ha acabado el instituto. Esto es tu vida real. Ya sé que te cuesta creértelo, pero más vale que te acostumbres. Ya no es que te castiguen. Esto cuenta de verdad.
La reacción fue mirarme boquiabierto y con cara de memo. No lo captaba. Casi nunca lo captan.
—Brian. Quiero ver tus papeles ahora mismo —dijo George—. Venga, pónmelos en la mano.
Y la enseñó con la palma hacia arriba. Quizá no fuera lo más prudente, pero George Morgan llevaba mucho tiempo de trooper y a su juicio aquella situación ya estaba bien encarrilada. Al menos bastante para decidir que no había necesidad de ponerle las esposas a mi viejo amigo Brian solo para demostrarle quién mandaba.
Me acerqué a la camioneta y consulté mi reloj. Era temprano, sobre la una y media del mediodía. Calor. Grillos cantando canciones secas en la hierba contigua a la carretera. Algún coche cuyo conductor reducía un poco la velocidad para mirar bien. Siempre da gusto que la poli pare a alguien y que no seas tú. Te alegra el día. La mujer de la camioneta estaba sentada con la rodilla izquierda apoyada en la palanca de cambios cromada Hurst. Para mí que los tíos como Brian las instalan para poder pegar una calcomanía Hurst en la ventanilla, al lado de las de Fram y Pennzoil. Aparentaba unos veinte años, con pelo castaño hasta los hombros, estirado y no muy limpio. Vaqueros y un top blanco de tirantes. Sin sostén. Granos gordos y rojos en los hombros. Un tatuaje en un brazo donde ponía y en el otro BRIAN, TE QUIERO. Las uñas pintadas de un rosa caramelo, pero mordidas y hechas polvo. Y había sangre, en efecto. Sangre y mocos colgándole de la nariz. Más sangre salpicándole las mejillas como manchitas de nacimiento. Y todavía más en los labios partidos, la barbilla y el top. La cabeza inclinada, para que las crenchas le taparan una parte de la cara. El cigarrillo subiendo y bajando, tic tac, seguro que Marlboro o Winston, porque era antes de que subieran los precios y todos los colgados se apuntasen a las marcas baratas. Y si es Marlboro, siempre es el cartón entero. He visto la tira. A veces hay un crío y el tío se reforma, pero lo más normal es que se la cargue el crío.
—Tenga —dijo ella, levantando un poco el muslo izquierdo. Debajo había un papelito amarillo—. El registro. Yo le digo que se guarde el carnet en la cartera o la guantera, pero siempre iba de un lado para otro con la demás porquería.
No tenía voz de flipada, ni había latas de cerveza o botellas de alcohol por los asientos de la camioneta. No por eso tenía que estar sobria, claro, pero era un paso en la buena dirección. Tampoco se la veía a punto de insultar. Claro que eso puede cambiar. Y muy deprisa.
—¿Cómo se llama?
—Sandra.
—¿Sandra qué?
—McCracken.
—¿Lleva algún documento identificativo, señora McCracken?
—Sí.
—Enséñemelo, por favor.
Tenía un bolsito de piel sintética al lado, en el asiento. Lo abrió y metió la mano. Se lo tomaba con calma, pero no creo que fuera porque estuviera drogada. Con la cabeza inclinada hacia el bolso, ya no se le veía nada de la cara. Aún se veía la sangre del top, pero la de la cara no; no se veían los labios hinchados que le convertían la boca en una ciruela partida, ni el ojo morado.
A mis espaldas:
—Y una mierda. Yo no entro. ¿Por qué te crees que tienes derecho a obligarme a entrar?
Volví la cabeza. George tenía abierta la puerta trasera del coche patrulla. Ni un chófer de limusina lo habría hecho con más cortesía. Claro que el asiento trasero de las limusinas no tiene puertas que no se pueden abrir desde dentro, ventanillas que no se pueden bajar ni malla entre la parte delantera y la de atrás. Y no hablemos del tufillo a vómito. Nunca he conducido ningún coche patrulla —bueno, menos la primera o segunda semana de recibir los Caprice nuevos— que no oliera un poco así.
—La razón de que me crea con derecho, Brian, es que estás detenido. Acabo de leerte tus derechos. ¿Qué pasa, que no me has oído?
—Coño, y ¿eso por qué? ¡Si no iba deprisa!
—Es verdad. Estabas demasiado ocupado zurrando a tu chavala para darle en serio al pedal, pero conducías temerariamente y de manera peligrosa. Luego está la agresión, no lo olvidemos. O sea que adentro.
—Jo, tío, no puedes…
—Entra, Brian, o te arrimo al coche y te pongo las esposas. Fuerte, para que duela.
—Eso me gustaría verlo.
—¿Sí? —preguntó George, con una voz tan grave que hasta en aquella hora de silencio y modorra fue difícil de oír.
Brian Lippy vio dos cosas. Lo primero, que George era capaz. Lo segundo, que George tenía como quien dice ganas de hacerlo. Y Sandi McCracken lo presenciaría. No es buena cosa que tu putita te vea esposado. Ya es bastante malo que te vea detenido.
—Ya hablaréis con mi abogado —dijo Brian Lippy antes de subir a la parte trasera del coche patrulla.
George cerró de un portazo y me miró.
—Se ve que hablaremos con su abogado.
—Qué marrón, ¿no? —dije.
La mujer me pinchó con algo el brazo. Me volví y vi que era la esquina plastificadora de su carnet de conducir.
—Tenga —dijo.
Me miraba. Solo tardó un momento en volver a apartar la cara y buscar algo en el bolso, del que esta vez sacó un par de kleenex, pero bastó aquel momento para convencerme de que estaba serena. Muerta por dentro, pero serena.
—Trooper Jacubois, el conductor del vehículo afirma que tiene el registro dentro de la camioneta —dijo George.
—Sí, lo tengo yo.
George y yo nos reunimos al lado del parachoques trasero de la camioneta, el del adhesivo ridículo —HAGO LO QUE ME DIGAN LAS VOCECITAS, ME COMO A LOS AMISH—, y le entregué el documento.
—¿Ella querrá? —preguntó George en voz baja.
—No —dije yo.
—¿Seguro?
—Casi seguro.
—Inténtalo —dijo George, y volvió al coche patrulla.
En cuanto metió la cabeza por la ventanilla del lado del conductor para coger el micro, mi ex compañero de colegio empezó a pegarle gritos. Sin hacerle caso, George estiró al máximo el cable para poder ponerse al sol.
—Base, aquí 6. ¿Me recibes?
Volví a la puerta abierta de la camioneta. La mujer había aplastado el cigarrillo en el cenicero, que estaba a rebosar, y había encendido otro. El nuevo subía y bajaba. Entre las dos crenchas de pelo, casi juntas, salía humo a chorro.
—Señora McCracken, nos llevamos al señor Lippy a nuestro cuartel; el de Troop D, en la colina, ¿sabe? Le agradecería que nos siguiera.
Ella negó con la cabeza y empezó a usar el kleenex, pero más que levantarlo hacia la cara lo que hacía era bajar la cabeza, cerrando aún más las cortinas de su pelo. Ahora la mano del cigarrillo estaba apoyada en una pernera de los vaqueros, y el humo subía en vertical.
—Le agradecería que nos siguiera, señora McCracken.
Lo más suave que pude. Procurando adoptar un tono atento y de complicidad, de tú a tú. Es como dicen que hay que actuar los psiquis y los terapeutas familiares, pero ¿ellos qué saben? En el fondo, y aunque me esté mal decirlo, les tengo bastante odio, a los muy hijos de puta. Vienen de su clase media oliendo a laca de pelo y desodorante y nos hablan de malos tratos conyugales y de baja autoestima, pero no han visto en su vida un sitio como Lassburg County, que ya se fue a pique una vez al acabarse el carbón, y luego otra al marcharse lo gordo del acero a Japón y China. De hecho una mujer como Sandra McCracken, ¿oye lo que es suave y atento, lo que no es agresivo? Antes puede que sí, pero creo que ya no. Por otro lado, si le cogía el pelo a puñados, se lo apartaba de la cara para obligarla a mirarme y le gritaba «¡TÚ VIENES! ¡TÚ VIENES Y LE PONES UNA DENUNCIA POR AGRESIÓN! ¡TÚ VIENES, ZORRA DE MIERDA, QUE SÓLO RECIBES HOSTIAS! ¡PUTA CONSENTIDA! ¡TE DIGO QUE VIENES! ¡JODER QUE SI VIENES!», quizá cambiara la cosa. Quizá funcionara. Tienes que hablarles en su idioma. Eso los psiquis y los terapeutas no quieren oírlo. Ni siquiera quieren creerse que haya un idioma que no sea el suyo.
Volvió a negar con la cabeza. Sin mirarme. Fumando y sin mirarme.
—Me gustaría que nos acompañara y presentara una denuncia por agresión contra el señor Lippy. Piense que lo tiene que hacer. Lo digo porque le hemos visto pegándola, mi compañero y yo íbamos justo detrás y lo hemos visto claramente.
—Mentira —dijo ella—. Ni tengo que hacerlo ni pueden obligarme.
Seguía usando aquella pelambrera castaña apelmazada para taparse la cara, pero lo cierto es que su tono, aun siendo tranquilo, poseía cierta autoridad. Sabía que no podíamos obligarla a presentar denuncia, porque lo tenía muy visto.
—¿Qué, cuánto tiempo piensa seguir aguantándolo? —le pregunté.
Nada. La cabeza inclinada. La cara tapada. La misma manera de bajar la cabeza y taparse la cara de los doce años, cuando la profe le hacía una pregunta difícil en clase o cuando las demás niñas se burlaban de que estuvieran saliéndole tetas (tetas grandes) antes que a ellas, lo cual la convertía en un polvazo. Las chicas así se dejan el pelo largo para eso, para esconderse. Saberlo, sin embargo, no me hacía tener más paciencia con ella. Al contrario. Es que en este mundo hay que cuidarse. Sobre todo si no eres guapa.
—Sandra.
Un ligero movimiento de los hombros al oírme llamarla por el nombre de pila. Aparte de eso nada. Me ponen histérico, la verdad. Con qué facilidad se rinden. Son como pájaros en tierra.
—Sandra, mírame.
No quería, pero acabaría haciéndolo. Estaba acostumbrada a obedecer a los hombres. Obedecer a los hombres se había convertido un poco en su trabajo.
—Vuelve la cabeza y mírame.
Volvió la cabeza, pero sin levantar la vista. Aún tenía casi todas las manchas de sangre en la cara. La cual no estaba mal. Probablemente cuando no la zurraban sí era un poco guapa. Tampoco se la veía tan tonta como parecía que tuviera que ser. Tan tonta como quería ser ella.
—Quiero ir a casa —dijo con voz débil de niña—. Me ha sangrado la nariz, y tengo que lavarme.
—Sí, claro. ¿Por qué? ¿Te has dado un golpe con alguna puerta? Seguro que es por eso. ¿A que sí?
—Exacto. Una puerta. —Su expresión ni siquiera era desafiante. Ni rastro de la actitud ME COMO A LOS AMISH de su novio. Ella sólo esperaba a que acabara. Aquella conversación en el arcén no era la vida real. La vida real era que le pegaran. Sorberse los mocos, la sangre y las lágrimas y tragárselo todo junto como jarabe para la tos—. Iba por el pasillo, hacia el lavabo, y no sabía que estaba Bri; total, que de repente sale el tío muy deprisa y la puerta…
—¿Hasta cuándo, Sandra?
—¿Hasta cuándo qué?
—¿Hasta cuándo piensas ir tragando?
Se le abrieron un poco los ojos. Nada más.
—¿Hasta que te deje sin dientes?
—Quiero irme a casa.
—Si te busco en el registro del Statler Memorial, ¿cuántas veces encontraré tu nombre? Porque chocas mucho con las puertas, ¿no?
—¿Por qué no me deja en paz? Yo no le hago nada.
—¿Hasta que te parta el cráneo? ¿Hasta que te mate?
—Agente, que quiero irme a casa.
Me gustaría decir Fue cuando supe que se me iba de las manos, pero sería mentira, porque no se puede ir lo que nunca ha estado. Iba a quedarse sentada hasta que se helara el infierno, o hasta que me cabreara bastante para hacer algo que luego se volviera en mi contra. Como pegarle. Porque tenía ganas de pegarle. Al menos pegándole me haría caso.
Siempre llevo un tarjetero en el bolsillo trasero. Lo saqué, fui pasando tarjetas y encontré la que buscaba.
—Es una mujer que vive en Statler Village. Ha hablado con centenares de chicas como tú y a muchas las ha ayudado. Si necesitas que te asesore gratis, no habrá problema. Alguna solución encontraréis. ¿De acuerdo?
Le puse la tarjeta delante de la cara, sosteniéndola con los primeros dedos de la mano derecha, y como no la cogía la dejé caer al asiento. Luego volví al coche patrulla por el registro. Brian Lippy estaba sentado en medio del asiento trasero con la barbilla apoyada en el cuello de la camiseta, y me miraba fijamente por debajo de las cejas. Parecía una especie de Napoleón pirado y agresivo.
—¿Qué, ha habido suerte? —preguntó George.
—Qué va —dije—. Aún tiene ganas de juerga.
Volví a la camioneta con el registro. Ella se había puesto al volante. El motor V-8 de la camioneta estaba en marcha. Había apretado el embrague y tenía la mano derecha en el cambio de marchas. Contraste de uñas mordidas y metalizado. Si los sitios como la Pensilvania rural tuvieran bandera, se le podría poner ese dibujo. O un pack de seis cervezas Iron City y una cajetilla de Winston.
—Conduzca con cuidado, señorita McCracken —dije al darle el papel amarillo.
—Sí —dijo ella, y arrancó.
Con ganas de ponerse descarada, pero sin atreverse, porque la habían adiestrado bien. Al principio la camioneta sufrió algunas sacudidas —no dominaba tanto la transmisión manual como debía de creerse—, y ella igual. Adelante y atrás, volándole el pelo. De repente volvió a aparecérseme todo, él por el medio de la carretera conduciendo una de sus dos propiedades con una sola mano y dándole unas hostias que te cagas a la segunda con la otra mano, y me entraron náuseas. Justo antes de que ella consiguiera poner la segunda, algo blanco salió volando por la ventanilla del lado del conductor. Era la tarjeta que le había dado yo.
Volví al coche patrulla. Brian aún estaba sentado y con la barbilla en el pecho, mirándome a lo Napoleón pirado por debajo de las cejas. O a lo Rasputín. Subí por el lado del copiloto con una sensación de mucho calor y cansancio. Para redondearlo, Brian inició una cantinela.
—El gordinflón de ED-die JACK-you-BOYS. ¿A cuántos tíos…?
—Cállate —dije.
—Ven tú detrás y hazme callar, gordinflón. ¿Por qué no vienes y lo intentas?
En otras palabras: otro día maravilloso en la PSP. A las siete de la tarde volvería a estar el tío en su mierda de casa, bebiéndose una cerveza y mirando La rueda de la fortuna. Eché un vistazo a mi reloj —13.44— y a continuación cogí el micrófono.
—Base, aquí 6.
—Recibido, 6.
Shirley con la voz tranquila, como una brisa fresca. Shirley a punto de recibir las flores de Islington y Avery. En la CR 46 de Poteenville, a unos treinta kilómetros de nuestro 20, un camión cisterna de Norco West acababa de chocar con un autobús escolar matando a la conductora del autobús, una tal Esther Mayhew. George Stankowski estaba bastante cerca para haber oído el impacto de la colisión. ¿Quién dice que la poli nunca está cuando hace falta?
—Código 15 y 17-base. ¿Recibido?
Dicho de otra manera, que llevábamos detenido a un gilipollas y volvíamos.
—Recibido, 6. ¿Cuántos elementos detenidos? ¿Uno? Corto.
—Uno, afirmativo.
—Aquí Gordinflón Uno, corto y cambio —dijo Brian desde el asiento de atrás.
Y empezó a reírse —una risa aguda y espasmódica de drogata veterano—. También empezó a dar golpes en el suelo con las botas de vaquero. Íbamos a tardar media hora en volver al cuartel. Sospeché que el viaje se haría largo.