AHORA: SANDY

El año después de quedarse huérfano de padre, el hijo de Curt Wilcox iba mucho por el cuartel (y cuando digo mucho es mucho), pero sin que le echara nadie, ni le preguntaran a qué puñeta volvía. Todos entendíamos su intención: no perder el recuerdo de su padre. De psicología del dolor sabemos mucho los polis; la mayoría, más de lo que nos gustaría.

Entonces Ned Wilcox asistía al último curso de secundaria en el instituto de Statler. Debía de haberse dado de baja del equipo de fútbol americano; a la hora de elegir prefirió nuestro cuerpo, Troop D. Parece raro que un adolescente elija hacer trabajitos sin cobrar y renuncie a los partidos del viernes por la noche y las fiestas del sábado por la noche, pero es lo que hizo. Dudo de que le convenciera alguno de nosotros, pero la decisión le granjeó nuestro respeto. Ned había decidido que ya era hora de no seguir jugando, y punto. Decisiones así no siempre saben tomarlas los adultos. Ned la tomó antes de tener edad para comprar alcohol. Por no poder, legalmente no podía ni comprarse tabaco. Yo creo que su padre habría estado orgulloso. No es que lo crea, es que lo sé.

Estando Ned tan a menudo en el cuartel, supongo que era inevitable que viera lo del cobertizo B y le preguntara a alguien qué era y por qué estaba allí dentro. A quien tenía más posibilidades de preguntárselo era a mí, que había sido el mejor amigo de su padre, al menos entre los que seguíamos en el cuerpo. Hasta es posible que tuviera ganas de que me lo preguntara. O te cura o te mata, como se decía antes. Démosle una buena dosis de satisfacción a este gato tan curioso.

Lo que le pasó a Curtis Wilcox fue muy sencillo. Se murió por culpa de un borracho veterano del condado, a quien conocía y había arrestado seis u ocho veces. El borracho, que se llamaba Bradley Roach, no quería hacer daño a nadie, como sucede normalmente entre borrachos. Claro que eso no te quita las ganas de patearles su culo dormido hasta Rocksburg.

A finales de una tarde calurosa de julio del año cero uno, Curtis paró a uno de esos camiones de dieciséis ruedas que viajan por todo el país. El conductor se había salido de la autopista porque tenía ganas de comer algo casero, no el típico Burger King o Taco Bell de la I-87. Curt estaba parado en la parte asfaltada de la gasolinera Jenny abandonada que hay en el cruce de la estatal 32 de Pensilvania y Humboldt Road; en el sitio exacto, por lo tanto, aunque con muchos años de diferencia, donde había aparecido en nuestra parte del universo conocido aquel maldito Buick Roadmaster. Se puede llamar coincidencia, aunque yo, que soy poli, no creo en las coincidencias, sino en las cadenas de hechos que se van haciendo más largas y frágiles hasta que las rompe la mala suerte o, sin ir más lejos, la mezquindad de las personas.

El padre de Ned siguió al camión porque tenía un neumático en mal estado. Al verlo pasar se dio cuenta de que le colgaba un trozo de goma de una de las ruedas traseras, como un molinete negro gigante. Camioneros independientes que tiren de recauchutaje hay los que quieras (la verdad es que yendo como va la gasolina casi no tienen más remedio), y a veces se les pelan y se cae el trozo. La interestatal está llena de cosas negras, o en la calzada o en los laterales, como si fueran pellejos de serpientes prehistóricas gigantes. Ir detrás de un vehículo en esas condiciones es peligroso, sobre todo en una carretera de dos carriles como la SR 32, el tramo de interestatal que va de Rocksburg a Statler; un trozo de carretera bonito, pero que no lo cuidan. Curt debía de querer que el camionero arreglase el neumático antes de que el trozo se soltara y acabase en la cara del siguiente conductor desprevenido. Dependiendo del tamaño, hasta podía romper el parabrisas. Aunque no se diera la circunstancia, el conductor que fuera detrás correría el peligro de quedarse en la cuneta, chocar con un árbol o, en caso extremo, saltarse el terraplén y acabar en el Redfern, cuyo cauce coincide punto por punto durante diez kilómetros con la 32.

Curt puso la sirena, y el camionero fue buen chico y paró. Curt aparcó justo detrás y, como paso previo, comunicó su 20 y la razón de haber parado al camión. Esperó la confirmación de Shirley. Luego salió y fue caminando hasta el camión.

Si hubiera ido directamente a donde se asomaba el conductor para mirarle, quizá en el día de hoy aún estuviera en el planeta Tierra, pero se paró a echarle un vistazo al trozo suelto de la rueda trasera exterior y hasta le pegó un tirón para ver si podía arrancarlo. El camionero lo vio todo, y declaró en el juzgado. Lo de pararse Curt fue el penúltimo eslabón de la cadena que llevó a su hijo a Troop D y acabó convirtiéndole en parte integrante de lo que somos. Para mí que el último fue que Bradley Roach se inclinara para coger otra lata del pack de seis que llevaba en el suelo de su Buick Regal (en efecto, otro Buick, que no el Buick; parece mentira, pero en los desastres y las historias de amor, vistos en retrospectiva, siempre se ve todo alineado como los planetas en las cartas de los astrólogos). Menos de un minuto después, Ned Wilcox y sus hermanas se habían quedado sin padre, y Michelle Wilcox sin marido.

El hijo de Curt empezó a rondar por el cuartel de Troop D a poco del entierro. Ese otoño yo llegaba para el turno de tres a once (o simplemente a ver cómo iba todo, porque siendo el perro que gobierna el trineo cualquiera se desentiende), y tenía muchas posibilidades de encontrarme al chaval antes que a nadie. Mientras sus amigos estaban en el campo Floyd B. Clouse, el de detrás del instituto, echándose un partido, practicando con los tackling dummies y haciendo chocar las palmas, Ned, con su chaqueta verde y oro del instituto bien abrochada, amontonaba hojas secas en el césped de delante del cuartel. Él me saludaba con la mano, y yo le devolvía el saludo: qué pasa, chaval. A veces, después de haber aparcado, salía a darle un poco de palique. Según cómo, me contaba las últimas tonterías de sus hermanas, pero aunque se riera le notabas el cariño que les tenía. Otras veces entraba por detrás y le preguntaba a Shirley cómo estaba el panorama. Sin Shirley Pasternak los cuerpos de seguridad del oeste de Pensilvania serían un desastre. Eso está más claro que el agua.

En invierno te encontrabas a Ned en el aparcamiento, donde los troopers, los polis del estado, aparcan sus vehículos personales, dándole al quitanieves. En principio se encargan los hermanos Dadier, dos granujillas de por aquí, pero Troop D está en zona amish, al borde de las Short Hills, y cuando hay una tormenta fuerte no sirve de casi nada haber pasado el quitanieves, porque enseguida viene el viento y te llena el aparcamiento de nieve. A mí los montones siempre me recuerdan una caja torácica blanca y gigante, pero Ned no se amilanaba. Aunque estuviéramos a trece bajo cero, y bajara un vendaval de las montañas, lo tenías allí con su uniforme de quitanieves, la chaqueta verde y oro del instituto encima, guantes de piel de los de la policía y una mascarilla de esquiar en la cara. Yo le saludaba con la mano, él me devolvía el saludo y seguía engullendo nieve con la máquina. Luego, dependiendo de los días, entraba por café o una taza de chocolate caliente, y se acercaba alguien a preguntarle por el colegio y si tenía a raya a las gemelas (me parece que en invierno de 2001 las niñas tenían diez años). Le preguntaban si su madre necesitaba algo. A veces yo también participaba en la conversación si nadie gritaba demasiado o si el papeleo no era excesivo. Nunca se hablaba de su padre y solo se hablaba de su padre. Ya me entiendes.

En realidad, el encargado de rastrillar las hojas y evitar que la nieve se apoderara del aparcamiento era Arky Arkanian, el vigilante, pero era de los nuestros y en esas cuestiones nunca se ponía agresivo ni defendía su territorio. ¡Caray, si en lo de pasar el quitanieves seguro que le daba gracias a Dios por que estuviera el chaval! Entonces Arky tendría… sí, unos sesenta años, y ya le quedaba muy lejos la época de jugar a fútbol americano. Y la de poder pasarse una hora y media a diez o doce bajo cero (o veinticinco, con el factor viento) casi sin notarlo.

Luego el chico empezó con Shirley, técnicamente agente de comunicaciones Pasternak. Para cuando empezó la primavera, Ned cada vez pasaba más tiempo con ella en el cubículo donde estaban los teléfonos, el TDD para sordos, la tabla de localización de agentes (también llamada mapa D) y la consola de ordenador, punto caliente que constituye el eje de todo ese mundillo a presión. Shirley le enseñó los teléfonos (el más importante es el rojo, nuestra terminal del 911). Le explicó que el equipo de rastreo había que probarlo semanalmente, la manera de hacerlo y que había que confirmar diariamente la lista de turnos, para saber quién patrullaba las calles de Statler, Lassburg y Pogus City, quién tenía que ir al juzgado y quién no estaba de guardia.

—Mi pesadilla es perder a un agente sin que él sepa que está perdido —oí que le decía a Ned.

—¿Ha pasado alguna vez? —preguntó Ned—. ¿Perder a uno así?

—Una —dijo ella—. Antes de entrar yo. Mira, Ned, te he hecho una copia de los códigos de llamada. Ya no tenemos que usarlos, pero los troopers siguen haciéndolo. Para llevar la radio hay que sabérselos.

Después Shirley repasó las cuatro cosas básicas del trabajo: saber la localización, saber las características del incidente, las de las heridas (si las hay) y qué unidad disponible queda más cerca. Localización, incidente, heridas y unidad disponible: era su mantra.

Yo pensé: Pronto lo llevará él. Shirley piensa dejarlo en sus manos. Le da igual que la despidan si viene el coronel Teague o alguien de Scranton y ve a Ned.

Maldita sea, a la semana teníamos a Ned sentado a la mesa de la agente Pasternak, en el cubículo de comunicaciones. Al principio solo estaba cuando ella iba al lavabo, pero cada vez se quedaba más tiempo, y ella aprovechaba para ir por café al fondo de la sala o incluso para salir a fumar.

La primera vez que Ned se dio cuenta de que yo le veía solo en los teléfonos, se sobresaltó y puso una sonrisa culpable, como cuando a un chico le sorprende su madre en el cuarto de jugar con la mano en la teta de su novia. Yo le saludé con la cabeza y seguí con lo mío sin darle más vueltas. Shirley había confiado las comunicaciones de la división D de la policía estatal de Statler a un chaval que aún no tenía edad para afeitarse más de tres veces por semana, había casi una docena de agentes pendientes del instrumental de aquel cubículo y yo ni siquiera aminoré el paso. Claro, seguíamos hablando de su padre. Shirley, Arky, yo y los demás uniformados con quienes había estado de servicio Curtis Wilcox durante más de veinte años. No siempre se habla con la boca. De hecho hay veces en que ni siquiera importa lo que se dice con la boca. Hay que expresar.

Pero cuando él ya no me veía sí que paré. Y me quedé escuchando. Al fondo, delante de las ventanas que dan a la carretera, estaba Shirley mirándome con un vaso de café de poliestireno en la mano. Tenía al lado a Phil Candleton, que justo terminaba su turno y había vuelto a ponerse la ropa de civil. Y que también miraba en mi dirección.

En el cubículo de comunicaciones crepitó la radio, y una voz dijo:

—Statler, aquí 12.

La radio distorsiona, pero yo reconozco a todos mis hombres: Eddie Jacubois.

—Aquí Statler, adelante —contestó Ned. Tranquilísimo, disimulando cualquier miedo que pudiera tener de cagarla.

—Statler, hay un Volkswagen Jetta con matrícula 14-0-7-3-9 Foxtrot, de Pensilvania, parado en la 99 del condado. Necesito un 10-28. ¿Me recibes?

Shirley empezó a cruzar la sala muy deprisa, y vertió un poco de café por el borde del vaso. Yo la retuve por el codo. Eddie Jacubois patrullaba por una carretera del condado, acababa de parar a un Jetta por alguna infracción (la hipótesis más lógica era exceso de velocidad) y quería saber si la matrícula o el conductor tenían antecedentes. Quería saberlo porque iba a salir del coche patrulla y acercarse al Jetta. Quería saberlo porque iba a hacer lo de todos los días, jugarse el culo. ¿El Jetta era robado? ¿Había participado en algún accidente durante los últimos seis meses? ¿El conductor había tenido algún juicio por malos tratos conyugales? ¿Le había pegado un tiro a alguien? ¿Había robado, violado? ¿Tenía, como mínimo, alguna multa destacable por estar mal aparcado?

Si figuraba algo así en la base de datos, Eddie tenía derecho a saberlo. Sin embargo, también tenía derecho a saber por qué la persona que acababa de contestarle Aquí Statler, adelante era un alumno de instituto. Pensé que dependía de Eddie. Si respondía ¿Dónde coño está Shirley?, yo la soltaría a ella del brazo. En cambio, si Eddie no ponía pegas, me apetecía ver la reacción del chico.

—Unidad 12, espere la respuesta.

A Ned seguía sin notársele en la voz ninguna señal de que estuviera sudando. Se giró hacia el monitor del ordenador y accedió al Uniscope, el sistema de búsqueda que usa la policía estatal de Pensilvania. Tecleó deprisa pero con precisión y apretó ENTER.

Siguió un momento de silencio en el que Shirley y yo nos quedamos juntos sin decir nada y con la misma esperanza: la de que el chico no se bloqueara, la de que de repente no apartara la silla y saliera pitando hacia la puerta, pero más que nada la de que hubiera enviado el código correcto al destino correcto. El momento se hizo largo. Me acuerdo de que fuera se oyó el canto de un pájaro, y el zumbido muy lejano de un avión. Hubo tiempo de pensar en esas cadenas de hechos que algunos insisten en llamar coincidencia. Una se había roto al morir el padre de Ned en la carretera 32, y ahora empezaba a formarse otra. Eddie Jacubois (que, mucho me temo, nunca ha sido la lumbrera del equipo) acababa de unirse a Ned Wilcox. Detrás, a un eslabón de distancia en la nueva cadena, había un Volkswagen Jetta. Y la persona que lo condujera.

A continuación:

—12, aquí Statler.

—Aquí 12.

—El Jetta está registrado como perteneciente a William Kirk Frady, de Pittsburgh. Tiene antecedentes de… hum… un momento…

Fue su única pausa, y oí ruido apresurado de mover papeles mientras buscaba la tarjeta que le había dado Shirley con los códigos. La encontró, la consultó y la dejó con un gruñidito de impaciencia. Eddie, mientras tanto, esperaba pacientemente en su coche patrulla, veinte kilómetros al oeste. Quizá se entretuviera mirando calesas amish, o una granja con la cortina torcida en una ventana, señal de que en esa familia amish había una hija en edad casadera; o puede que mirara en dirección a Ohio, a las montañas cubiertas de niebla. Aunque verlo no lo vería. En ese momento, lo único que veía (claramente) Eddie era el Jetta aparcado delante, en el arcén, y a su conductor, una mera silueta al volante. ¿Qué era? ¿Hombre rico? ¿Hombre pobre? ¿Hombre mendigo? ¿Hombre ladrón?

Lo que hizo Ned, al final, fue decirlo, que era la opción correcta.

—12, a Frady le han detenido tres veces por borracho. ¿Me recibes?

Un borracho: eso era el conductor del Jetta. Quizá en ese momento no lo estuviera, pero con el exceso de velocidad había muchas posibilidades de que sí.

—Recibido, Statler. —Laconismo total—. ¿Tiene el plastificado en regla? —Quería saber si el carnet de conducir de Frady era válido.

—Ah…

Ned buscaba como loco entre las letras blancas de la pantalla azul. ¡Lo tienes delante! ¿No lo ves? Contuve la respiración.

Luego:

—Afirmativo, 12. Se lo devolvieron hace tres meses.

Dejé de contenerla. Lo mismo hizo Shirley, que estaba al lado. Para Eddie también era buena noticia. Como Frady estaba en regla, tenía menos posibilidades de estar loco. Al menos la norma general es esa.

—12 acercándose —transmitió Eddie—. ¿Recibido?

—Recibido. 12 acercándose —contestó Ned.

Oí un clic y un suspiro largo y entrecortado. Entonces le hice a Shirley una señal con la cabeza y ella volvió a caminar. Me pasé la mano por la frente y no puedo decir que me sorprendiera encontrarla perlada de sudor.

—¿Qué, cómo va? —preguntó Shirley con serenidad y el tono más normal del mundo, indicando que en lo que la atañía a ella no había novedad en el frente.

—Ha llamado Eddie Jacubois —dijo Ned—. Está en un 10-27. —En cristiano, un rutinario control de carretera. Para el trooper también tiene otro significado: que nueve veces sobre diez hay que poner una multa. Un poco sí le temblaba la voz a Ned, pero ¿y qué? Ahora ya podía entrecortársele lo que quisiera—. Está en la 99 con un tío en un Jetta. He contestado yo.

—Explícame cómo —dijo Shirley—. Repite los pasos uno a uno, Ned, y todo lo deprisa que puedas.

Me marché. En la puerta de mi despacho me interceptó Phil Candleton y señaló el cubículo de comunicaciones con un gesto de la cabeza.

—¿Cómo le ha salido?

—Muy bien —dije, y entré en el mío.

Solo me di cuenta de que las piernas se me habían puesto como un flan al sentarme y notar que me temblaban.

Sus hermanas, Joan y Janet, eran gemelas. Se tenían la una a la otra, y en ellas su madre tenía un poco de su marido muerto: los ojos azules y un poco achinados de Curtis, su pelo rubio y sus labios carnosos (Curtis, en el anuario, figuraba con el apodo Elvis debajo del nombre). También tenía a su marido en su hijo, a quien se le notaba todavía más el parecido. Unas cuantas arrugas en los ojos y Ned podría haber pasado por su padre en la época en que Curtis ingresó en la policía.

Ellas tenían todo eso. Ned nos tenía a nosotros.

Un día de abril llegó al cuartel con una sonrisa de lo más efusiva. Le rejuvenecía, y le endulzaba la cara, pero pensé que a todos nos pasa lo mismo: siempre nos rejuvenece y dulcifica sonreír sinceramente, con la sonrisa de cuando somos felices de verdad, no de cuando intentamos participar en algún tonto juego social. El hecho de que me llamara tanto la atención se debía a que Ned no sonreía a menudo, y menos tan efusivamente. Hasta entonces no me había dado cuenta, porque era ducado, responsable y rápido de reflejos. Vaya, que daba gusto estar con él. Solo te dabas cuenta de lo serio que era los pocos días en que le veías poner cara de felicidad.

Se plantó en medio de la sala y todas las conversaciones se interrumpieron. Tenía un papel en la mano, con un sello dorado y complicado en el membrete.

—¡Pitt! —dijo levantándolo con las dos manos, como los jueces de las olimpiadas enseñando la tarjeta de la puntuación—. ¡Tíos, que he entrado en Pitt! ¡Y me han dado una beca! ¡Casi todo pagado!

Todos aplaudimos. Shirley le dio un beso en plena boca, y él enrojeció hasta el cuello. Huddie Royer, que no estaba de servicio y solo había venido a estudiar un caso donde tenía que testificar, salió y volvió con una bolsa de galletas L’il Debbie. Arkie usó su llave para abrir la máquina de refrescos, e hicimos una fiesta. No duró más de una hora, pero estuvo bien. Todos felicitaron a Ned, la carta de aceptación de Pitt circuló por toda la sala (creo que dos veces) y un par de polis vinieron a casa solo para decirle cuatro cosas y felicitarle.

Hasta que, como era de esperar, intervino la realidad. El oeste de Pensilvania es una zona tranquila, pero no muerta. Había un incendio en una granja de Pogus City (que tiene tanto de ciudad como yo de archiduque Fernando) y una calesa amish volcada en la carretera 20. Los amish se las arreglan solos, pero en casos así agradecen una mano del exterior. El caballo estaba bien, que era lo importante. Los peores accidentes de calesa pasan los viernes y sábados por la noche, que es cuando la juventud vestida de negro tiende a emborracharse detrás del establo. A veces le piden a alguien «mundano» que les compre una botella o una caja de cerveza Iron City, y otras se beben lo que hacen ellos, un whisky de maíz que no se lo desearías ni a tu peor enemigo. Forma parte del contexto. Es nuestro mundo, y en general nos gusta, incluidos los amish con sus granjas limpias y grandes, y los triángulos naranjas en la parte trasera de sus calesas igual de limpias.

Además de que siempre hay papeleo, los típicos montones de duplicados y triplicados que tengo en el despacho. La verdad, me gustaría saber cómo se me ocurrió ser jefe. Pasé el examen que me daba el grado de sargento jefe por recomendación de Tony Schoondist, o sea que algún motivo debía de tener, pero ya se me ha olvidado.

Hacia las seis salí detrás a fumar. Tenemos un banco que da de cara al aparcamiento, con una vista muy bonita del oeste. En el banco estaba sentado Ned Wilcox con la carta de aceptación de Pitt en una mano y lágrimas en la cara. Me miró furtivamente y se frotó los ojos con la palma de la mano.

Yo me senté al lado, pensé en la posibilidad de pasarle un brazo por la espalda y decidí que no. Las cosas así, cuando se tienen que pensar, suelen salir forzadas. Nunca he estado casado; lo que sé acerca de ser padre cabría escrito en una cabeza de alfiler, y aún quedaría sitio para un padrenuestro. Encendí un cigarrillo y fumé un poco.

—Ned, que no pasa nada —acabé diciendo. Era lo único que se me ocurría, pero sin saber qué quería decir.

—Ya, ya lo sé —contestó él con voz de no querer llorar, y añadió como si fuera otra parte de la misma frase, una continuación de la misma idea—: No, no es asín.

Oyéndole usar aquella palabra, aquel asín, me di cuenta de que lo estaba pasando fatal, de que se le había clavado algo en el estómago. Era la típica palabra de la que seguro que se había inhibido hacía mucho tiempo, para que no le metieran en el mismo saco que a todos los garrulos del condado de Statler, los catetos de furgoneta y motonieve de pueblos como Patchin y Pogus City. Probablemente hasta sus hermanas, a quienes llevaba ocho años, ya no dirían asín y en gran medida por la misma razón.

Fumé y no dije nada. Al fondo del aparcamiento, cerca de uno de los montones de sal para las carreteras, había un grupo de construcciones de madera pendientes o bien de repaso o de derribo. Era donde antes estaban los vehículos. Hacía diez años que el condado de County había trasladado todos los quitanieves, niveladoras, bulldozers y apisonadoras a la misma carretera pero dos kilómetros más abajo, a un edificio nuevo de ladrillo que parecía la unidad de aislamiento de una cárcel. Solo quedaba un montón grande de sal (que íbamos usando nosotros, desde que no era montón sino montaña) y un par de cobertizos de madera hechos polvo, entre ellos el cobertizo B. Las letras pintadas en negro sobre la puerta (que era de esas anchas de garaje que se levantan con raíles) estaban borrosas, pero aún se leían. En ese momento, sentado al lado del chico con ganas de pasarle el brazo por la espalda pero sin saber cómo, ¿pensaba yo en el Buick Roadmaster de dentro? No lo sé. Supongo que es posible, pero no creo que sepamos todo lo que pensamos. Freud la habrá cagado en muchas cosas, pero en esa no. No sé si existe el subconsciente, pero lo que hay en la cabeza es un pulso como el del corazón, un pulso que transporta pensamientos no formados y no verbales que la mayoría de las veces ni siquiera se pueden descifrar, y que suelen ser los importantes.

Ned movió la carta.

—Yo al que quiero enseñársela es a él, que es el que (le joven quería ir a Pitt pero no tenía bastante dinero. ¡Jo, si me preinscribí por él! —Una pausa, y luego, casi inaudible—: Sandy, esto es una mierda.

—¿Tu madre qué ha dicho al enseñársela?

La respuesta fue una risa, llorosa pero sincera.

—¿Decir? Nada. Se ha puesto a chillar como si le Hubiera tocado un viaje a las Bermudas en un concurso de la tele. Y luego ha llorado. —Ned se giró hacia mí. A él ya no le corrían lágrimas por la cara, pero tenía los ojos rojos e hinchados. En ese momento aparentaba muchos menos años de sus dieciocho. Reapareció fugazmente la sonrisa dulce de antes—. La verdad es que ha reaccionado genial. Han estado geniales hasta las dos jotas. Como vosotros. Lo de que me haya dado un beso Shirley… se me ha puesto la piel de gallina, tío.

Me reí, pensando que a Shirley quizá también se le hubiera puesto un poco de carne de gallina. Ned le caía bien, era guapetón, y es posible que le pasara por la cabeza la idea de hacer de señora Robinson. Ya llevaba casi veinte años sin marido.

A Ned se le borró la sonrisa y volvió a enseñar la carta de aceptación.

—Al sacarlo del buzón ya sabía que era un sí. No sé cómo, pero lo sabía. Y he vuelto a echarle de menos igual que al principio. Mucho, tío.

—Ya lo imagino —dije; pero ¡qué iba a imaginármelo, si aún tenía vivo a mi padre! Setenta y cuatro años, el hombre, y estaba como un roble, campechano y malhablado. Mi madre, a los setenta, como una rosa, el no va más.

Ned suspiró mirando las montañas.

—Es que… qué manera más tonta de morirse —dijo—. Si tengo hijos, ni siquiera podré decirles que a su abuelo lo mataron en un tiroteo con ladrones de banco, o con unos de la milicia paramilitar que querían poner una bomba en el juzgado. Ni eso ni nada parecido.

—No, es verdad —reconocí.

—Ni siquiera puedo decir que fuera por despistarse. Él tan tranquilo, y viene un borracho y…

Inclinó el torso y jadeó como un viejo con calambres en la barriga. Esta vez sí le puse la mano en la espalda. Algo es algo. Lo que me afectó fue que se esforzara tanto por no llorar; por ser hombre, en el sentido que pudiera darle alguien de dieciocho años.

—Tranquilo, Ned.

Él sacudió con fuerza la cabeza.

—Si Dios existiera, habría una razón —dijo. Miraba el suelo. Yo, que no le había quitado la mano de la espalda, la notaba subir y bajar como si acabara de correr una carrera—. Si Dios existiera habría un hilo conductor, pero qué va. Yo al menos no loo veo.

Si tienes hijos, Ned, les dices que su abuelo murió en acto de servicio. Luego les traes aquí y les enseñas su nombre en la placa, al lado de todos los demás.

Me pareció que no me oía.

—Siempre tengo la misma pesadilla. —Se quedó callado, pensando cómo decirlo, y se lanzó—. Sueño que todo ha sido un sueño. ¿Sabes?

Asentí.

—Me despierto llorando, miro mi habitación y hace sol. Cantan los pájaros. Es por la mañana. Huelo a café en el piso de abajo y pienso: «Está bien. ¡Gracias, Dios! ¡Papá está bien!». No es que le oiga hablar ni nada, pero lo sé. Y pienso que a quién se le ocurre que pudiera estar junto a un camión por un neumático pelado y que se lo cargara un borracho porque sí, que ideas así solo se tienen en los sueños, cuando parece todo tan real… luego empiezo a bajar las piernas de la cama… a veces veo que el sol me da en los tobillos… hasta tengo sensación de calor… y de repente me despierto de verdad, está todo oscuro y tengo la manta hasta arriba pero tiemblo de frío. Entonces sé que lo que soñaba era el sueño.

—Qué horror —dije, acordándome que de pequeño había tenido una versión del mismo sueño. En mi caso era sobre mi perro. Se me ocurrió contárselo, pero decidí que no. No es lo mismo un perro que un padre.

—Sería mejor soñarlo cada noche. Yo creo que entonces ya sabría que ni huele a café ni es por la mañana, incluso durmiendo. Pero pasa una noche y nada… otra y tampoco… y de repente vuelve a pillarme por sorpresa. Estoy tan contento, tan aliviado, que hasta se me ocurre hacerle algún detalle, como comprarle el hierro del cinco que quería para su cumpleaños. Luego me despierto. Siempre caigo. —Quizá volvieran a saltársele las lágrimas porque pensaba en el cumpleaños de su padre, que ese año no se había celebrado, ni volvería a celebrarse—. Es lo peor. Como cuando vino el señor Jones y me sacó de clase de historia universal para darme la noticia, pero peor. Porque al despertarme de noche estoy solo. El señor Grenville, que es el psicólogo del cole, dice que el tiempo lo cura todo, pero casi ha pasado un año y sigo soñando lo mismo.

Asentí. Estaba acordándome de cuando a Ten-Pound le pegó un tiro un cazador. Era un día de noviembre, con el cielo blanco, y cuando lo encontré ya estaba poniéndose tieso en un charco de sangre. El cielo blanco prometía una buena nevada invernal. En mi sueño, siempre que me acercaba resultaba que era otro perro, no Ten-Pound, y la sensación de alivio siempre era la misma. Al menos hasta despertarme. El recuerdo de Ten-Pound despertó brevemente el de la mascota que habíamos tenido en el cuartel. Se llamaba Mr. Dillon, como el sheriff de la serie de televisión que interpretaba James Arness. Un buen perro.

—Esa sensación ya la conozco, Ned.

—¿Sí?

Me miró esperanzado.

—Sí, y con el tiempo mejora. Hazme caso. De todos modos era tu padre, no un compañero de colegio ni un vecino. Es posible que sigas soñándolo dentro de diez años, solo que muy de vez en cuando.

—Pues qué horror.

—No —dije—, es la memoria.

—Si hubiera una razón… —Me miraba muy serio—. Una razón, puñeta… ¿Me entiendes?

—Sí, claro.

—¿Y tú crees que hay alguna?

Pensé en decirle que yo de razones no sabía nada, solo de cadenas y de su manera de formarse a partir de la nada eslabón a eslabón, de enlazarse con el mundo. A veces se puede coger una y usarla para salir de un sitio oscuro, pero para mí que en general te enredas con ellas. Si tienes suerte solo tropiezas. Si no… coño, te estrangulan.

Volvió a desviárseme la mirada hacia el aparcamiento, y hacia el cobertizo B. Viéndolo pensé que si yo podía acostumbrarme a lo que estaba guardado en su oscuro interior, Ned Wilcox podía acostumbrarse a vivir sin padre. La gente puede acostumbrarse a casi todo. Supongo que es lo mejor de la vida. Claro que también es lo más horrible.

—¿Sandy? ¿Hay alguna? ¿Tú qué crees?

—Pues creo que no se lo preguntas a la persona indicada. Yo solo sé del trabajo, de la esperanza y de ir guardando para la JD.

Sonrió. En Troop D hablaban todos muy en serio de la JD, como si fuera una compleja subdivisión de las fuerzas de seguridad, cuando en realidad eran las siglas de «jubilación dorada». El primero en usarlas, al menos que yo sepa, había sido Huddie Royer.

—También sé cómo se protege el nexo entre las pruebas para que no venga ningún abogado listo, te lo desmonte todo y te deje como un tonto en el juzgado. Aparte de eso soy como cualquier otro varón americano perplejo.

—Al menos eres sincero —dijo él.

¿De veras? ¿No estaría eludiendo el problema? Yo entonces no tenía la sensación de estar siendo especialmente sincero, sino la de alguien que no sabe nadar mirando a un chaval que lucha por no hundirse en aguas profundas. Volvió a írseme la mirada hacia el cobertizo B. ¿Aquí dentro hace frío?, había preguntado el padre de aquel chico en otros tiempos, tiempos remotos. ¿Aquí dentro hace frío o me lo invento?

No, no se lo inventaba.

—¿Qué piensas, Sandy?

—Nada que valga la pena repetir —dije yo—. ¿Este verano qué harás?

—¿Eh?

—Que qué harás este verano.

Tenía muy claro que no se iría a jugar a golf a Maine ni a navegar por el lago Tahoe. Al margen de que le hubieran concedido una beca, a Ned iban a hacerle falta todos los billetitos verdes que pudiera conseguir.

—Supongo que otra vez en Parques y Jardines —dijo sin ningún entusiasmo—. Es donde trabajé el verano pasado hasta que… eso.

Hasta lo de su padre. Asentí.

—La semana pasada me escribió Tom Clannahan diciendo que me guardaba una plaza. Comentaba algo sobre hacer de entrenador de los pequeños, pero solo es la zanahoria en la punta del palo. Más que nada será darle a la pala y plantar aspersores, como el año pasado. No es que no sepa usar la pala, ni que me dé miedo ensuciarme las manos, pero Tom…

Se encogió de hombros sin acabar la frase.

Yo sabía qué le impedía decir su discreción. Hay dos clases de alcohólicos en estado de trabajar, los demasiado capullos para caerse tiesos y los tan buenos que, de tanto disimular para protegerles, la gente acaba perdiendo el sentido común. Tom era de los malos, el último retoño de un árbol familiar lleno de politiquillos y sicarios que se remontaba al siglo XIX. Los McClannahan habían colocado a un senador, dos diputados a escala nacional, media docena en Pensilvania y, en el condado de Statler, tantos chupópteros que no se podían ni contar. Tom tenía fama de ser un jefe con mala leche pero sin ambición para escalar por el tótem político. Lo que le gustaba era decirles a chavales como Ned, que estaban educados para la discreción y el respeto, dónde tenían que hacer flexiones. Por descontado que para él nunca las hacían bastante bien.

—Todavía no contestes —dije—. Antes quiero hacer una llamada.

Preví que tendría curiosidad, pero se limitó a asentir. Viéndole así, con la carta en las rodillas, no me pareció la imagen de un chico a quien le ofrecen una buena beca para estudiar en la universidad que quiere, sino al revés, la del que se queda sin plaza.

Me lo pensé mejor. Sin plaza, pero no solo en la universidad, sino en la vida. No era verdad (como lo demostraba, entre muchas otras cosas, la carta que había recibido de Pitt), pero no me cabe duda de que entonces Ned tenía esa sensación. No sé por qué, pero el caso es que el éxito, a menudo, te deja más chafado que el fracaso. Además, hay que tener en cuenta que solo tenía dieciocho años, la edad hamletiana por antonomasia.

Volví a mirar el aparcamiento y el cobertizo B, pensando en lo que había dentro. En el fondo no lo sabía ninguno de nosotros.

A quien llamé a la mañana siguiente fue al coronel Teague, que está en Butler, la jefatura regional. Le expliqué la situación y esperé a que él hiciera otra llamada, supongo que a Scranton, que es donde están los peces gordos. Teague tardó poco en volver a llamarme, y con buenas noticias. Luego hablé con Shirley; simple formalidad, por otro lado, puesto que si el padre le había caído bien, con el hijo se le caía la baba.

Por la tarde, cuando Ned vino del cole, le pregunté si prefería pasarse el verano aprendiendo a llevar la radio (pero con sueldo) u oyendo rezongar Tom McClannahan en Parques y Jardines. Al principio puso cara de sorpresa, como si se hubiera quedado paralizado; luego expresó su entusiasmo con una sonrisa de oreja a oreja, y tuve la impresión de que iba a echárseme encima. Yo creo que para abrazarme solo faltó que el día antes por la tarde mi idea de pasarle el brazo por la espalda se hubiera convertido en acto. Optó por apretar los puños, ponérselos a ambos lados de la cara y decir:

—¡Ssssí!

—Shirley está de acuerdo en tenerte de aprendiz, y cuentas con el visto bueno oficial de Butler. Claro que no es lo mismo que darle a la pala para McClannahan, pero…

Esta vez me abrazó, riendo, y me gustó. No me importaría que me lo hicieran más a menudo.

Cuando se dio la vuelta, Shirley estaba con un agente a cada lado: Huddie Royer y George Stankowski. Los tres llevaban el uniforme gris, y una seriedad de infarto. Con gorra, Huddie y George parecían medir unos dos metros y medio.

—¿En serio que te parece bien? —le preguntó Ned a Shirley.

—Te enseñaré todo lo que sé —dijo ella.

—¿Ah, sí? —dijo Huddie—. Y ¿qué hará después de la primera semana?

Shirley le propinó un codazo que dio en el blanco, justo encima de la culata de la Beretta. Huddie soltó un ¡uf! exagerado y se tambaleó.

—Chaval, que tengo algo para ti —dijo George con calma, clavando en Ned su mejor mirada de ibas a cien por hora por delante de un hospital. Tenía una mano en la espalda.

—¿Qué? —preguntó Ned, y a pesar de lo feliz que se le veía delató cierto nerviosismo en la voz.

Detrás de George, Shirley y Huddie se habían reunido unos cuantos agentes más.

—Como lo pierdas… —dijo Huddie, con la misma calina y seriedad que George.

—¿Qué, tíos, qué es?

El nerviosismo iba en aumento.

George sacó una cajita blanca de detrás de la espalda y se la dio. Ned la miró, miró al grupo de agentes que le rodeaba y la abrió. Contenía una estrella grande de plástico, con la leyenda DEPUTY DAWG, el sheriff tonto de los dibujos animados.

—Bienvenido a Troop D, Ned —dijo George.

Intentó conservar la gravedad de su expresión, pero no pudo. Se le escapó la risa, y en cuestión de segundos todo eran risas y esperar turno para darle la mano a Ned.

—Muy gracioso —dijo este—. Para morirse de risa.

Sonreía, pero me pareció que volvía a estar al borde del llanto. Más que vérsele se le notaba, casi como un olor que desprendiera su piel. Yo creo que Shirley Pasternak también se dio cuenta. Luego dijo que iba un momento al lavabo, y adiviné que lo hacía para recuperar la compostura o cerciorarse de que no volvía a soñarlo. A veces, cuando alguien lo pasa mal, le ayudan más personas de las que esperaba. Y a veces, aun así, no es suficiente.

Fue un placer tener a Ned en verano. Le caía bien a todo el mundo, y él también estaba a gusto. Lo que más disfrutaba eran las horas con Shirley, dedicadas a repasar códigos, pero sobre todo a aprender las respuestas correctas y a recibir varias llamadas a la vez. En poco tiempo lo tenía todo dominado: dar la información solicitada a las unidades de carretera, pulsar el teclado del ordenador como un piano de garito y, en caso de necesidad, enlazar con otros troops, como una tarde de finales de junio en que el oeste de Pensilvania quedó expuesto a una serie de tormentas. Por suerte no hubo tornados, pero sí mucho viento, granizo y rayos.

La única vez que estuvo al borde del pánico fue uno o dos días después, al presentarse un tío a juicio en el tribunal de Statler, volverse loco y empezar a correr por la sala quitándose la ropa y pegando berridos sobre Jesús Pene. Le llamaba así; lo tengo en un informe, no sé dónde. Llamaron cuatro agentes, cada uno por su lado; dos que estaban allí y dos que iban a todo gas para llegar. Mientras Ned intentaba encontrar la manera de solucionarlo, llamó un agente de Butler diciendo que estaba en la 99 persiguiendo a toda mecha a… ¡pof! Corte en la transmisión. Ned supuso que el coche patrulla había volcado, y supuso bien (el agente, un novato, se salvó, pero el coche se le hizo chatarra y cl sospechoso escapó). Ned empezó a implorar que viniera Shirley y se apartó del ordenador, los teléfonos y el micro como si de repente quemaran. Ella se hizo cargo muy deprisa, pero antes de ocupar el asiento que había dejado vacío Ned tuvo tiempo de darle un abrazo rápido y un besito en la mejilla. No hubo muertos, ni siquiera heridos graves; en cuanto al loco que corría en pelotas, se lo quedaron en observación en el Statler Memorial. Es la única vez que he visto a Ned perdiendo los papeles, pero lo superó. Y le sirvió de lección.

En general me impresionó.

A Shirley también le gustaba mucho enseñarle. La verdad es que no fue ninguna sorpresa, puesto que ya se había jugado el empleo haciéndolo sin permiso oficial. Ya sabía (como todos) que Ned no tenía ninguna intención de hacer carrera en la policía (nunca nos había dado el menor indicio en ese sentido), pero le daba igual. Además de que a Ned le gustaba estar en el cuartel, y eso también lo sabíamos. Le gustaba la presión y la tensión. Se crecía con ellas. Tuvo un fallo, ya lo he dicho, pero fue el único, y confieso que me gustó presenciarlo. Me alegró ver que no se lo tomaba como un jueguecito más de ordenador. Se daba cuenta de que lo que se movía por su tablero de ajedrez electrónico era gente de carne y hueso. Además, ¿si lo de Pitt no le salía bien? Ya lo hacía mejor que Matt Babicki, el predecesor de Shirley.

A principios de julio (a saber si el mismo día del primer aniversario de la muerte de su padre) el chico vino a preguntarme por el cobertizo B. Oí llamar a mi puerta (que suelo dejar abierta) y, al levantar la cabeza, le vi con una camiseta sin mangas de los Steelers de Pittsburgh y unos vaqueros viejos con dos trapos de limpiar, uno en cada bolsillo. Enseguida supe de qué iba la cosa, no sé si por los trapos o por la mirada de Ned.

—Pensaba que hoy era tu día libre.

—Sí —dijo él, y se encogió de hombros—, pero es que tenía pendientes algunas faenillas, y… nada, que cuando salgas a fumar quería preguntarte una cosa. —Ponía voz de estar bastante impaciente.

—Pues por mí ahora mismo.

—¿Seguro? Porque si tienes trabajo…

—No, qué va —mentí—. Venga, vamos.

Empezaba la tarde del típico día de mediados de verano de la región amish de las Short Hills: nublado, caluroso y con tina humedad viscosa que acentuaba el bochorno, enturbiando el horizonte y haciendo que nuestra parte del mundo, que suele parecerme grande y generosa, se vea pequeña y borrosa, como una foto vieja que ha perdido casi todo el color. Al oeste se oían truenos dispersos. Quizá a la hora de la cena volviéramos a tener tormenta (parecía que desde mediados de junio hubiera tres días de lluvia semanales), pero de momento solo había calor y una humedad que en cuanto salías del aire acondicionado empezaba a exprimirte el sudor.

Delante de la puerta del cobertizo B había dos cubos de plástico, uno con agua y jabón y el otro solo con agua. Sobresalía de uno el mango de una escobilla de goma. El hijo de Curt era un trabajador concienzudo. En ese momento, el banco de fumar estaba ocupado por Shirley y Phil Candleton, que al pasar yo y Ned hacia el aparcamiento me miraron con la misma cara de complicidad.

—Estaba limpiando las ventanas del cuartel —me explicaba Ned—, y al terminar he llevado allá los cubos para vaciarlos. —Señaló la zona de residuos que había entre los cobertizos B y C, con un par de palas oxidadas de quitanieves, otro de neumáticos viejos de tractor y muchos hierbajos—. Luego he pensado: ¿sabes qué?, que antes de tirar el agua les doy un repasito a las ventanas de los cobertizos. Las del C estaban hechas una porquería, pero las del B estaban bastante limpias.

No me sorprendió. Las ventanitas de la fachada del cobertizo B las habían cuidado dos (y puede que hasta tres) generaciones de troopers, desde Jackie O’Hara hasta Eddie Jacubois. Me acuerdo de cuando se ponían delante de la puerta corredera como niños en una barraca de feria de terror. Shirley había esperado turno, igual que Matt Babicki, su predecesor; acercaos, acercaos a ver al cocodrilo vivo. Observad cómo le brillan los dientes.

Una vez había entrado el padre de Ned con una cuerda en la cintura. Yo también había estado dentro. Yo y Huddie, claro, y Tony Schoondist, el jefe de antes. Cuando Ned entró a trabajar oficialmente en el cuartel, Tony, cuyo apellido nadie sabía escribir a causa de su extraña pronunciación («Sheindinks»), llevaba cuatro años en una institución de asistencia. En el cobertizo B habíamos entrado mucha gente. No porque quisiéramos, sino porque de vez en cuando no había más remedio. Curtis Wilcox y Tony Schoondist se hicieron expertos, verdaderos licenciados, no en Rhodes sino en Roadmaster. El que colgó el termómetro redondo con números grandes que se leían desde fuera fue Curt. Para verlo bastaba con apoyar la frente en un cristal de los que cruzaban la puerta corredera a una altura aproximada de un metro sesenta y cinco y poner una mano a cada lado de la cara para protegerse de la luz. Era la única limpieza que debían de haber recibido esas ventanas antes de aparecer el hijo de Curt: el contacto de las frentes de los que querían ver al cocodrilo. O, siendo literales, el bulto tapado que casi parecía un Buick de ocho cilindros. Tapado porque le habíamos echado encima una lona, como una sábana sobre un cadáver. De vez en cuando, sin embargo, resbalaba. No había ninguna razón, pero resbalaba. Lo de dentro no era ningún cadáver.

—¡Fíjate! —dijo Ned cuando llegamos, poniendo el acento en la última sílaba como un niño pequeño entusiasmado—. Qué cochazo, ¿eh? ¡Así de bonito no es ni el Bel-Aire de mi padre! Es un Buick. Se reconoce por las salidas de ventilación y la rejilla. Parece de mediados de los cincuenta, ¿no?

De hecho, según Tony Schoondist, Curtis Wilcox y Ennis Rafferty, era un modelo del cincuenta y cuatro; más o menos, porque en realidad de 1954 nada de nada. Como tampoco de Buick. Ni de coche. Era otra cosa, como decíamos en mi desaprovechada juventud.

Ned, mientras tanto, seguía hablando como una cotorra.

—Aunque está como nuevo, ya se ve desde aquí. ¡Ha sido rarísimo, Sandy! Miro y al principio solo veía un bulto, porque tenía encima la lona. Empiezo a limpiar las ventanas… —en realidad lo dijo con el acento de esta parte del mundo— y de repente se oye un ruido, o mejor dicho dos: uno como de resbalar algo, y luego un golpe. ¡La lona ha resbalado justo cuando limpiaba las ventanas! ¡Como si quisiera dejarse ver! ¡No me negarás que es raro!

—Sí, bastante —dije.

Apoyé la frente contra el cristal (como tantas veces) y me hice pantalla con las manos para eliminar el poco reflejo que pudiera haber en un día nublado. En efecto, parecía un Buick de los de antes, pero casi como nuevo, tal como había dicho el chaval. La típica y reconocible rejilla Buick de los cincuenta, que me recordaba la boca de un cocodrilo metálico. El adorno de los guardabarros traseros, que siempre nos parecía «tan guapo». La franja blanca en los neumáticos. Con lo oscuro que estaba el interior del cobertizo B, cualquiera habría dicho que era negro. En realidad era azul oscuro, lo que se llama «azul medianoche».

Es verdad que en 1954 Buick fabricaba Roadmasters en azul oscuro —lo había verificado Schoondist—, pero no de ese modelo exacto. A la pintura se le veía una especie de textura irregular, como de coche repintado de adolescente.

Aquí dentro es zona de terremotos, dijo Curtis Wilcox.

Me llevé un susto tan grande que retrocedí. Llevaba un año muerto, pero me había hablado directamente en el oído izquierdo. O él o algo.

—¿Qué pasa? —preguntó Ned—. Pareces haber visto un fantasma.

Estuve a punto de decir he oído uno, pero mi respuesta fue otra:

—Nada.

—¿Seguro? Has dado un brinco.

—Es que me ha dado un escalofrío. Pero no me pasa nada.

—Bueno, y ¿del coche qué me dices? ¿De quién es?

Vaya preguntita.

—No lo sé —dije.

—Pues ¿por qué está aquí dentro tan a oscuras? ¡Anda, que si tuviera yo un modelito así, con tantos accesorios, lo iba a dejar en esta porquería de barraca! ¡Encima antiguo! —Se le ocurrió algo—. ¿Qué pasa, es el coche de algún delincuente? ¿Es una prueba de algún caso?

—Se podría decir que está embargado. Robo de servicios.

Era el argumento que habíamos usado nosotros. No mataba, pero ya había dicho el propio Curtis que para colgar el sombrero solo se necesita un clavo.

—¿Qué servicios?

—Siete dólares de gasolina.

No tuve el coraje de decirle quién la había puesto en el depósito.

—¿Solo siete dólares?

—Hombre —dije yo—, para colgar el sombrero solo se necesita un clavo.

Me miró con cara de perplejidad. Yo también le miré, pero no dije nada.

—¿Podemos entrar? —acabó preguntando—. Para verlo más de cerca.

Volví a apoyar la frente contra la ventana y leí el termómetro colgado en la viga, redondo y soso como la luna. Lo había comprado Tony Schoondist en el Tru-Valer de Statler, y lo había pagado de su propio bolsillo, no con la calderilla del cuartel. El padre de Ned lo había colgado de la viga. Como un sombrero en un clavo.

A pesar de que fuera, donde estábamos nosotros, había como mínimo treinta grados, y ya se sabe que en los cobertizos mal ventilados siempre hace más calor, la aguja roja del termómetro estaba justo entre el uno y el tres de 13.

—No, ahora no —dije.

—¿Por qué? —Y añadió, como dándose cuenta de que era una respuesta un poco descortés, por no decir ligeramente grosera—. ¿Qué pega hay?

—Ahora mismo no es seguro.

Me observó varios segundos, en el transcurso de los cuales se le borró de la cara el interés y la curiosidad y volvió a ser el mismo niño a quien tantas veces había visto yo en el cuartel, y nunca más claro que el día de conseguir plaza en Pitt. El niño sentado en el banco de fumadores con lágrimas en las mejillas, y ganas de saber lo que quiere saber cualquier niño del mundo cuando le arrebatan a un ser querido: ¿Por qué ha pasado? ¿Por qué me ha pasado justo a mí? ¿Hay alguna razón o solo es una especie de ruleta desquiciada? Si tiene algún sentido, ¿cómo reacciono? Si no, ¿cómo lo aguanto?

—¿Tiene algo que ver con mi padre? —preguntó—. ¿Era su coche?

Su intuición daba miedo. No, no había sido el coche de su padre… ¿Cómo iba a serlo, si en realidad ni siquiera era un coche? Pero , había sido el coche de su padre. Y mío… de Huddie Royer… de Tony Schoondist… de Ennis Rafferty… Quizá de Ennis del que más. De Ennis en un sentido que nunca habíamos podido entender ninguno de los otros. Ni querido. Ned había preguntado de quién era el coche. Supuse que la auténtica respuesta era que de Troop D, de la policía estatal de Pensilvania. Pertenecía a todos los polis, de antes y de ahora, que estaban al corriente de lo que guardábamos en el cobertizo B. Sin embargo, durante casi todos los años que había estado en nuestra custodia, el Buick había sido propiedad especial de Tony y del padre de Ned. Eran sus conservadores, los eruditos del Roadmaster.

—No es que fuera de tu padre —dije, consciente de haber dudado demasiado—, pero él estaba al tanto.

—¿Al tanto de qué? ¿Y mi madre? ¿También lo sabía?

—Ahora solo lo sabemos nosotros —dije.

—Quieres decir Troop D.

—Exacto. Y seguirá siendo así. —Tenía un cigarrillo en la mano, pero casi no me acordaba de haberlo encendido. Lo tiré al asfalto y lo aplasté—. No es cosa de nadie más.

Respiré hondo.

—Ahora, que si tienes muchas ganas de saberlo te lo cuento. Ya eres de los nuestros. Aunque te falte un poco de rodaje. —Era una frase habitual de su padre, de esas que se te pegan—. Hasta puedes entrar y mirar.

—¿Cuándo?

—Cuando suba la temperatura.

—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver la temperatura que haga dentro?

—Hoy salgo a las tres —dije, y señalé el banco—. Si no llueve, quedamos aquí; si llueve, en el piso de arriba, o si tienes hambre en el Country Way. Supongo que tu padre habría querido que lo supieras.

¿Era verdad? Confieso que no tenía ni idea, pero mi impulso de contárselo era bastante fuerte para merecer el calificativo de intuición, y a saber si de orden directa del más allá. No soy religioso, pero vaya, que en esas cosas un poco sí que creo. Y me acordé de lo que se decía antes: o te cura o te mata; démosle una buena dosis de satisfacción a este gato tan curioso.

¿Saber satisface? En general, que yo sepa, no, pero no quería que Ned se fuera a Pitt en septiembre estando igual que en julio, con un carácter alegre que se encendía y se apagaba como las bombillas mal enroscadas. Me pareció que tenía derecho a conocer algunas respuestas. Ya sé que a veces no las hay, pero tuve ganas de intentarlo. Me pareció que estaba obligado, a pesar de los riesgos.

Terremotos —me dijo al oído Curtis Wilcox—. Cuidado, que aquí dentro es zona de terremotos.

—¿Qué, Sandy, otro escalofrío? —me preguntó el chaval.

—Sí, parece que sí —dije.

No llegó a llover. Cuando salí a reunirme con Ned en el banco que está de cara al aparcamiento y al cobertizo B, encontré a Arky Arkanian fumándose un cigarrillo y hablando con él de béisbol. Al aparecer yo hizo ademán de marcharse, pero le dije que se quedara.

—Voy a contarle a Ned lo del Buick que guardamos allí dentro —dije, señalando el desvencijado cobertizo con la cabeza—. Así, si se le ocurre avisar a los de blanco porque el sargento jefe de Troop D ha perdido la chaveta, me respaldas tú, que por algo también estabas.

A Arky se le borró la sonrisa. Se había levantado una brisa caliente que le alborotaba el pelo gris.

—Sargento, ¿seguro que es buena idea?

—La curiosidad mató al gato —dije—, pero…

—… la satisfacción lo resucitó —terminó Shirley a mi espalda—. Como decía el agente Curtis Wilcox, «con una buena dosis». ¿Se puede, o está reunido el club de los hombres?

—En el banco de fumadores no hay discriminación de sexos —dije—. Siéntate, por favor.

Shirley, como yo, acababa de terminar el turno, y la había relevado Steff Colucci en comunicaciones.

Se sentó al lado de Ned, le sonrió efusivamente y se sacó del bolso una cajetilla de Parliament. Corría el año 2002, estábamos informados desde hacía mucho tiempo y seguíamos suicidándonos sin manías. Increíble. Claro que, teniendo en cuenta que vivimos en un mundo donde los borrachos pueden atropellar a polis del estado justo al lado de un camión de dieciocho ruedas, y donde de vez en cuando aparecen Buicks falsos en gasolineras de verdad, tampoco es tan increíble. El caso es que entonces, para mí, tanto daba.

Entonces tenía una historia que contar.