AHORA: SANDY

y esta vez no dije nada. Fui buen chico y les seguí.

Tenía la garganta como papel de lija. Consulté mi reloj y no acabó de sorprenderme que ya hubiera pasado más de una hora. No estando de servicio daba igual. El día estaba más nublado que antes, pero el vago murmullo de truenos se había alejado hacia el sur.

—¡Qué tiempos! —dijo alguien con una mezcla de tristeza y diversión en la voz (truco que al parecer solo dominan con un mínimo de gracia los judíos y los irlandeses)—. Nos veíamos toda la vida igual de chulos. ¿Verdad?

Giré la cabeza y vi que Ned tenía sentado a la izquierda a Huddie Royer, que ahora llevaba ropa de civil. No sé cuándo había llegado. Tenía la misma cara de granjero honrado con la que se paseaba en el setenta y nueve, pero ahora las comisuras de los labios presentaban un paréntesis de arrugas, y el pelo, que se le había puesto gris casi del todo, había retrocedido como las mareas, dejando a la vista un trecho largo y brillante de frente. Le calculé más o menos la misma edad que Ennis Rafferty cuando su misteriosa desaparición. Los planes de jubilación de Huddie comprendían una caravana y visitas a sus hijos y nietos. Yo tenía la impresión de que estaban dispersos por todas partes, incluida la provincia de Manitoba. Al que se lo preguntara (y al que no) le enseñaba un mapa de Estados Unidos con todas las rutas que pensaba hacer marcadas en rojo.

—Sí —dije—. Supongo que sí. ¿Cuándo has llegado, Huddie?

—No, es que pasaba, te he oído hablar de Mr. Dillon y quería estar seguro de que no dijeras nada malo de mi amigo. Qué perro más bueno, ¿eh? ¿Te acuerdas de que siempre que alguien decía «queda arrestado» se tiraba al suelo y rodaba?

—Sí —dije.

Y nos sonreímos como se sonríen los hombres del amor o de la historia.

—¿Qué le pasó? —preguntó Ned.

—Que la palmó —dijo Huddie—. Lo enterramos Eddie Jacubois y yo justo allí. —Señaló el campo de hierbajos que formaba el principio de una ladera al norte del cuartel—. Hará unos quince años. ¿No, Sandy?

Asentí. Quince años casi exactos.

—Pues debía de ser viejo, ¿no? —preguntó Ned.

Phil Candleton dijo:

—Sí, ya tenía sus años, pero no te creas…

—Lo envenenaron —dijo Huddie con tono de indignación. No añadió nada más.

—Si quieres oír el resto de la historia… —empecé yo.

—Sí, sí que quiero —contestó enseguida Ned.

—… pues entonces tengo que mojarme un poco la garganta.

Justo cuando empezaba a levantarme, Shirley salió con una bandeja. Traía un plato de bocadillos bien gruesos (jamón y queso, rosbif, pollo) y una jarra grande de té helado Red Zinger.

—Vuelve a sentarte, Sandy —dijo—, que te cubro yo.

—¿Eres adivina o qué?

Ella, sonriendo, dejó la bandeja en el banco.

—No, pero sé que a los hombres les da sed hablar, y que siempre tienen hambre. A veces hasta las mujeres tienen hambre y sed, aunque tú no te lo creas. Venga, tíos, a comer; y tú, Ned Wilcox, espero que te zampes como mínimo un par de bocadillos, que estás muy flaco, hombre.

La bandeja me recordó a Bibi Roth hablando con Tony y Ennis mientras su equipo (sus niños, no mucho mayores que Ned) bebía té frío y engullía bocadillos hechos en la misma cocinita. La única diferencia era el color de las baldosas del suelo y el microondas. Yo creo que el tiempo también está sujeto por cadenas.

—Vale, vale.

Ned le sonrió, pero sospecho que más por obligación que espontáneamente. No se cansaba de mirar el cobertizo B. Ya le tenía hechizado, como a tanta gente a lo largo de los años. Gente y un perro, un buen perro. Mientras me bebía el primer vaso de té bien frío, que a mi garganta seca le sentó la mar de bien (con azúcar de verdad, no esa porquería artificial que no tiene gusto a nada), tuve tiempo de dudar que estuviera haciéndole algún bien a Ned Wilcox. O que fuera a creerse el resto. Cabía la posibilidad de que se levantara y se marchara enfadado, por considerar que había estado burlándome de él y de su pena. No era imposible. Yo, en mi abono, tenía a Huddie, Arkie y Phil; y a Shirley, que al aparecer el Buick todavía no estaba, pero que había ocupado el puesto de encargada de comunicaciones a mediados de los ochenta, y desde entonces había visto (¡y hecho!) mucho. A pesar de todo, seguía siendo posible que no se lo creyera el chaval. Era algo muy gordo para tragárselo.

Sin embargo, era demasiado tarde para echarse atrás.

—¿Lo del trooper Rafferty cómo acabó? —preguntó Ned.

—De ninguna manera —dijo Huddie—. Es lo perverso que tiene desaparecer. Lo que le pasó a tu padre es horrible, eso no pienso negártelo, pero al menos lo sabes. Algo es algo, ¿no? Puedes ir a un sitio a visitarlo y poner flores. O a llevar la carta de que te aceptan en la universidad.

—Eso sólo es una tumba —dijo Ned. Hablaba con una paciencia rara que me puso nervioso—. Hay una parcelita y debajo una caja. En la caja hay algo que lleva el uniforme de mi padre, pero que no es mi padre.

—Pero sabes qué le pasó —insistió Huddie—. Con Ennis…

Extendió las manos con la palma hacia abajo y las giró como un mago al final de un truco bueno.

Arky había entrado. Debía de tener ganas de mear. Volvió a salir y se sentó.

—¿Alguna novedad? —pregunté.

—Pues… sí y no, sargento. Me ha dicho Steff que le diga que vuelve a tener muchas interferencias en la radio, las mismas cortas de siempre. Sabe, ¿no? Y tiene escacharrado el DSS. Sale todo el rato el mismo mensaje en la pantalla: BUSCANDO SEÑAL. ESPERE.

Steff era Stephanie Colucci, la sustituta de Shirley en comunicaciones para el segundo turno, y sobrina de Andy Colucci. El DSS era nuestra parabólica, la pequeñita, pagada de nuestro propio bolsillo, al igual que los aparatos de gimnasia del rincón del piso de arriba (hace uno o dos años alguien puso en la pared de al lado de las pesas un póster de tíos cachas haciendo gimnasia en el patio de la cárcel de Shabene; debajo, como chiste, ponía: ELLOS NUNCA SE TOMAN UN DÍA LIBRE).

Arky y yo nos miramos, y luego miramos el cobertizo B. O ya estaba estropeado el microondas de la cocina, o tardaría poco en estarlo. Quizá también nos quedáramos sin luz y sin teléfono, aunque eso ya hacía tiempo que no pasaba.

—Hicimos una colecta para su mujer, que era una bruja de no te menees —dijo Huddie—. Desde mi punto de vista, ahí Troop D se marcó un puntazo.

—Yo creía que era para hacerla callar —dijo Phil.

—Esa no se callaba ni muerta —recordó Huddie—. Siempre tenía que decir la suya. Lo sabía cualquiera que la conociese.

—No era exactamente una colecta, y tampoco estaban casados —dije yo—. Era su hermana. Creía que os lo había dejado claro.

—Que no, que estaban casados —insistió Huddie—. Eran como cualquier otro matrimonio mayor, con los típicos piques y manías. Hacían lo mismo que cualquier pareja, menos el mete y saca, y no sé qué decirte.

—Esa lengua… —dijo Shirley, moderada.

—Sí, más vale —dijo Huddie.

—Tony pasó la gorra y cada uno metió lo máximo que podía —le dije a Ned—. Luego el hermano de Buck Flanders, que es corredor de bolsa en Pittsburgh, se lo invirtió. Fue idea de Tony hacerlo así en vez de entregárselo en un cheque.

Huddie asentía con la cabeza.

—Lo propuso en aquella reunión, la del reservado del Country Way. Ayudar al Dragón era prácticamente lo último en el orden del día.

Huddie se giró hacia Ned.

—Entonces ya sabíamos que a Ennis no le encontraría nadie, que no aparecería en cualquier comisaría de Bakersfield, California, o Nome, Alaska, con amnesia por un golpe en la cabeza. Había desaparecido. Quizá estuviera donde el de la gabardina y el sombrero negros, o en alguna otra parte, pero el caso es que ya no volvería. No había cadáver ni señales de violencia; por no haber, no había ni ropa, pero Ennie había desaparecido. —Huddie soltó una risa amarga—. ¡Hay que ver cómo se puso el ogro que vivía con él! ¡Qué mala leche! Claro, como ya estaba medio loca…

—¿Medio? Más —dijo Arky, y cogió un bocadillo de jamón y queso—. Se pasaba el santo día llamando por teléfono. Tres o cuatro veces. Matt Babicki, el de comunicaciones, se tiraba de los pelos. Shirley, deberías dar gracias a Dios de que esté muerta. ¡Edith Hyams! ¡Vaya pieza!

—¿Ella qué creía que había pasado? —preguntó Ned.

—A saber —dije yo—. Que le habíamos matado por deudas de póquer y le habíamos enterrado en el sótano.

—¿Entonces jugabais a póquer en el cuartel? —La cara de Ned era una mezcla de fascinación y escándalo—. ¿Mi padre jugaba?

—¡Por favor! —dije yo—. Si Tony llega a pillar a alguien jugando a póquer en el cuartel, aunque fuera apostando cerillas, le habría arrancado la cabellera. Y yo ahora igual. Era una broma.

—Chaval, que no somos bomberos —dijo Huddie con tanto desprecio que me hizo reír. Después volvió al tema que nos ocupaba—. La vieja se creía que teníamos algo que ver, porque nos odiaba. A nosotros y a cualquiera que hubiera distraído a Ennis de ella. Sargento, ¿odiar es una palabra demasiado fuerte?

—No —dije yo.

Huddie volvió a girarse hacia Ned.

—Le robábamos tiempo y energía; y para mí que la parte más animada de la vida de Ennis era la que pasaba aquí o patrullando. Ella lo sabía, y le daba mucha rabia. Siempre decía: «¡Trabajo, trabajo, trabajo, trabajo! No piensa en nada que no sea el trabajo de los demonios». Desde su punto de vista, la vida sólo podíamos habérsela quitado nosotros. ¿No le quitábamos todo lo demás?

Ned ponía cara de sorpresa, quizá porque en su casa nunca había estado presente el odio al trabajo. Al menos que viera él. Shirley le puso amablemente una mano en la rodilla.

—¿No ves que tenía que odiar a alguien? Algún culpable tenía que encontrar.

Dije:

—Llamaba, nos amenazaba, escribía cartas a su representante del congreso y al fiscal del estado exigiendo una investigación a fondo… Para mí que Tony ya se lo veía venir, pero siguió como si nada con la reunión de unas noches después y planteó su propuesta de ayudarla. Dijo que o la ayudábamos nosotros o no la ayudaba nadie. Ennis no había dejado gran cosa, y sin nosotros Edith se quedaría prácticamente en la indigencia. Ennis tenía un seguro, y le tocaba cobrar jubilación (supongo que en esa época ya había cubierto como el ochenta por ciento), pero hasta que ella viera un centavo de uno u otra pasaría mucho tiempo. Porque…

—… había desaparecido —dijo Ned.

—Exacto. Total, que organizamos una colecta para el Dragón. También participaron algunos troopers de Lawrence, Beaver y Mercer, y entre todos sacamos unos dos mil dólares. El hermano de Buck Flanders los invirtió en acciones de informática, que en esa época acababan de salir, y Edith acabó ganando una pequeña fortuna.

»Por lo que respecta a Ennis, empezó a correr la voz por todos los cuarteles del oeste de Pensilvania de que se había fugado a México. Se pasaba el día hablando de México y leyendo artículos de revistas sobre México. En poco tiempo nadie lo ponía en duda: Ennis se había escapado de su hermana antes de que le diera tiempo a cortarle del todo en trocitos con aquella lengua-cuchillo Ginsu que tenía. Hasta hubo gente mejor informada, o que debería haberlo estado, pero que después de una temporada empezó a contar lo mismo; gente que estaba en el reservado del Country Way cuando Tony dijo delante de todo el mundo que para él el Buick del cobertizo B tenía algo que ver con la desaparición de Ennis.

—Solo le faltó decir que era una unidad de transporte del planeta X —dijo Huddie.

—Esa noche el sargento estuvo muy convincente —dijo Arky, con una manera de hablar tan peculiar que tuve que taparme la sonrisa con la mano.

—Supongo que cuando Edith escribió a su congresista no hizo ningún comentario sobre lo que teníais aquí en la Dimensión Desconocida —dijo Ned.

—¿Cómo, si no lo sabía? —dije—. El sargento Schoondist convocó la reunión más que nada por eso. La intención era recordarnos que las lenguas indiscretas hacen es…

—¿Qué pasa? —preguntó Ned haciendo el gesto de levantarse del banco.

A mí ni siquiera me hizo falta mirar para saber qué estaba viendo. Pero igual miré, claro. Shirley, Arky y Huddie, tres cuartos de lo mismo. No se podía no mirar, no sentirse fascinado. Ninguno de nosotros se había meado ni había aullado delante del Roadmaster como el pobre Mr. D, pero yo, al menos en dos ocasiones, había gritado. Sí señor. Me había lo que se dice desgañitado. Y luego, qué pesadillas. Madre de Dios.

La tormenta se había alejado hacia el sur, pero solo en cierto sentido. En otro, estaba atrapada en el interior del cobertizo B. Desde donde estábamos sentados, en el banco de fumadores, vimos que dentro se producían varias explosiones de luz muy intensas pero silenciosas. La hilera de ventanas de la puerta de persiana pasaba de estar completamente negra a adquirir un blanco azulado. Y yo sabía que a cada fogonazo la radio del despacho de comunicaciones emitiría otra descarga de estática. En el reloj del microondas no pondría 17.18, sino ERROR.

A pesar de todo, en general no fue de las peores. Los fogonazos de luz imprimían imágenes en la retina, cuadrados verdosos que flotaban delante de los ojos, pero se podía mirar. Las primeras tres o cuatro veces que había pasado aquella tormenta de bolsillo era imposible mirar. Se te habrían quedado fritos los ojos.

—¡Dios mío! —susurró Ned. Estaba boquiabierto por la sorpresa…

No, me quedo corto. Lo que le vi esa tarde en la cara era auténtico shock. Y tampoco se limitaba a eso. Cuando se le aclararon un poco los ojos, vi la misma mirada de fascinación que había visto en la cara de su padre. En la de Tony. En la de Huddie. En las de Matt Babicki y Phil Candleton. ¿No me la había notado yo en mi propia cara? Me parece que es la reacción más habitual cuando nos enfrentamos con lo profundo, con lo verdaderamente desconocido; cuando entrevemos ese lugar en que se interrumpe nuestro universo familiar y empieza la auténtica oscuridad.

Ned me miró.

—Dios mío, Sandy, ¿qué es? ¿Qué es?

—Si tienes que llamarlo de alguna manera, llámalo terremoto. Uno suave. Últimamente son casi todos suaves. ¿Quieres verlo más de cerca?

No preguntó si era peligroso. No preguntó si le explotaría en la cara o si le dejaría frita la fábrica de esperma de abajo. Solo dijo:

—¡Vale!

Lo cual no me sorprendió en absoluto.

Nos acercamos todos, Ned y yo en cabeza y los otros muy rezagados. Como era tarde, el día estaba oscuro y destacaban mucho los chispazos irregulares, pero de hecho se veían hasta a pleno sol. Y, cuando tomamos posesión de él (ahora que lo pienso, fue más o menos cuando la catástrofe nuclear de Three Mile Island), el Buick Roadmaster, en pleno trance, brillaba literalmente más que el sol.

—¿Necesito gafas de sol? —preguntó Ned al acercarnos a la puerta del cobertizo.

Yo ya oía el zumbido de dentro, el mismo que le había llamado la atención al padre de Ned en la gasolinera Jenny, al sentarse al volante desmesurado del Buick.

—No, qué va, tú cierra un poco los ojos y ya está —dijo Huddie—. Pero te digo una cosa: en el setenta y nueve sí que te habrían hecho falta.

—¡Por supuesto! —dijo Arky, mientras Ned pegaba la cara a una de las ventanas y miraba con los ojos entornados.

Yo, tan fascinado como siempre, me acerqué a la de al lado. Adelante, pasen y vean al cocodrilo vivo.

El Roadmaster estaba íntegramente a la vista. Se las había arreglado para que se cayera la lona, que ahora era un bulto marrón en el suelo del lado del conductor. Me pareció más obra de arte que nunca: un dinosaurio automotor de líneas curvas y diseño de cubierta dura, con aquellas ruedas tan grandes y la mueca de desprecio de la rejilla. ¡Bienvenidos, señoras y señores! ¡Bienvenidos a la exposición vespertina de From a Buick 8! ¡Pero no se acerquen demasiado, que este es el arte que muerde!

Estaba sin moverse, como muerto… sin moverse, como muerto… y de repente se iluminó la cabina con un rojo violeta muy subido de bombilla. El volante desmesurado y el retrovisor destacaban con total claridad, como destacan los objetos en el horizonte durante una descarga de artillería. A pesar de que Ned seguía el consejo de cerrar un poco los ojos, contuvo un grito y se protegió la cara con una mano.

Se repitieron los destellos, y cada detonación silenciosa hacía saltar la sombra del coche, impresa en el suelo de cemento y la pared de tablones, donde quedaban unas cuantas herramientas colgadas con ganchos. Ahora el zumbido era muy nítido. Dirigí la vista hacia el termómetro redondo que colgaba de la viga encima del capó del Buick, y cuando volvió a brotar la luz no me costó nada leer la temperatura: doce grados. No era ni para alegrarse ni para tener miedo. En general, lo preocupante era cuando la temperatura del cobertizo B bajaba de los diez. Doce no estaba mal. De todos modos, convenía ser precavido. Con el paso de los años habíamos llegado a una serie de conclusiones acerca del Buick (establecido una serie de normas), pero no éramos tan tontos como para fiarnos demasiado de ellas.

Dentro del Buick se produjo otro fogonazo silencioso. Después transcurrió un minuto casi entero sin que pasara nada. Ned no movía ni un dedo. Seguro que ni siquiera respiraba.

—¿Ya está? —preguntó finalmente.

—Espera —le dije.

Le concedimos dos minutos más. Como no había novedad, abrí la boca para decir que volviéramos al banco a sentarnos, que por esa noche el Buick había agotado sus reservas de fuegos artificiales. Me lo impidió el último fogonazo, que fue brutal. Una cinta inestable de luz, como la chispa de un ciclotrón gigante, salió disparada hacia arriba por la ventana trasera del Buick y ascendió en diagonal irregular hacia el rincón del fondo del cobertizo, donde había un estante lleno de cajas viejas, la mayoría con piezas sueltas de ferretería. Estas brillaron con un amarillo pálido y un poco misterioso, como si las cajas, en vez de estar llenas de tornillos, tuercas y muelles sueltos, contuvieran velas encendidas. Aumentó el zumbido, que me hizo temblar los dientes, y hasta tuve la impresión de que me vibraba todo el puente de la nariz. Luego paró. La luz también. Estábamos tan deslumbrados que ahora parecía que lo del cobertizo no fuera penumbra, sino oscuridad total. El Buick solo era un bulto con las esquinas redondeadas y algún que otro reflejo furtivo que delataba las partes cromadas alrededor de los faros.

Shirley dejó de contener la respiración, soltó un suspiro prolongado y se apartó de la ventana por donde había estado mirando. Temblaba. Arky le pasó un brazo por detrás de los hombros y se los estrechó para tranquilizarla.

Phil, que había ocupado la ventana de mi derecha, dijo:

—Jefe, da igual las veces que lo vea. Nunca me acostumbro.

—¿Qué es? —preguntó Ned. Era como si el asombro le hubiera quitado diez o doce años de la cara, convirtiéndole en un niño menor que sus hermanas—. ¿Por qué pasa?

—No lo sabemos —dije.

—¿Quién más lo sabe?

—Todos los troopers que han trabajado en Troop D en los últimos veintipico años. Algunos del parque de vehículos, el jefe de la Dirección de Carreteras del Condado me parece que también…

—¿Jamieson? —dijo Huddie—. Sí, sí que lo sabe.

—… y el jefe de la policía municipal de Statler, Sid Brownell. Aparte de ellos, pocos.

Habíamos emprendido el camino de vuelta hacia el banco, la mayoría encendiendo cigarrillos. Por su aspecto, a Ned tampoco le habría ido mal fumar. O tomarse algo, no sé; un buen trago de whisky. Dentro del cuartel estaría volviendo todo a la normalidad. Steff Colucci ya debía de estar notando mejoras en la recepción radiofónica, y pronto la parabólica del tejado volvería a recibir todos los resultados deportivos, todas las guerras y seis canales de teletienda. Si con eso no se te olvida la capa de ozono es que no se te olvida con nada.

—¿Cómo es posible que no lo sepan? —preguntó Ned—. ¿Cómo no va a correr la voz, con lo grande que es?

—Tampoco es tan grande —dijo Phil—. Total, es un Buick. Si fuera un Cadillac… Eso sí que sería grande.

—Hay familias que no saben guardar secretos, y otras que sí —dije yo—. La nuestra es de las que sí, y nos parecía especialmente importante guardar este. Tony Schoondist convocó la reunión del Country Way a las dos noches de aparecer el Buick y desaparecer Ennis, más que nada para que quedara claro. Esa noche Tony nos dio instrucciones sobre varias cosas. Sobre la hermana de Ennis, claro: que la ayudaríamos, y que hasta que no se calmara no había que responder.

—Pues o no se calmó o yo no me enteré —dijo Huddie.

—También nos dijo cómo había que contestar a los periodistas, suponiendo que se enterara la prensa.

Esa noche se habían congregado unos quince troopers, y entre Huddie, Phil y yo conseguimos acordarnos de casi todos los nombres. Seguro que Ned no los conocía a todos personalmente, pero debía de haberlos oído mencionar a la hora de la cena, por poco que hablara su padre del trabajo. Que es el caso de la mayoría de los troopers. No es que comenten lo desagradable, faltaría más, y menos a la familia (las palabrotas, la sangre de la carretera), pero también hay cosas divertidas, como cuando nos avisaron que un niño amish iba en patines por el centro de Statler (el que pueda haber) cogido de la cola de un caballo al galope y riéndose como loco. O cuando tuvimos que hablar con aquel tío de Culverton Road que había hecho una escultura de nieve con un hombre y una mujer desnudos en postura sexualmente explícita. ¡Pero si es arte!, gritaba el tío. Intentamos explicarle que para los vecinos no era arte, y que estaban escandalizados. Si no llega a ser por una ola de calor y una tormenta de lluvia casi seguro que habríamos acabado en los tribunales.

Le expliqué a Ned que habíamos movido las mesas hasta formar un rectángulo grande y vacío con el centro, y que Brian Cole y Dicky-Duck Eliot hicieron salir a las camareras y cerraron las puertas. La comida se cogía directamente de las mesas de vapor puestas delante de la sala. Más tarde corrió la cerveza, que servían y cobraban los propios agentes, y se puso todo azul de humo de cigarrillos, hasta el techo. A Pete Quinland, que era el dueño de entonces del restaurante, le encantaba la Voz, y mientras comíamos, bebíamos, fumábamos y hablábamos nos llovía de los altavoces un chorro constante de canciones de Frank Sinatra: «Luck Be A Lady», «The Autumn Wind», «New York, New York» y, cómo no, «My Way», que debe de ser la canción popular más tonta del siglo XX. Todavía hoy, cuando la escucho (esa y cualquier otra de Frank Sinatra, todo sea dicho), me acuerdo del Country Way y del Buick en el cobertizo B.

Respecto al conductor desaparecido del Buick, las instrucciones eran contestar que no conocíamos ni el nombre ni las características del individuo, y que no teníamos ninguna razón para considerar que hubiera infringido la ley. Vaya, que de robo de servicios nada. En cambio las preguntas sobre Ennis había que tomárselas en serio y con sinceridad. Al menos hasta cierto punto. En efecto, nos extrañaba mucho. Sí, estábamos preocupados. Sí, habíamos puesto avisos de se busca. En efecto, era posible que Ennis, simplemente, hubiera tomado las de Villadiego. Estaban abiertas todas las posibilidades. Troop D estaba haciendo todo lo posible para ayudar a la hermana del agente Rafferty, una mujer entrañable pero tan afectada que podía salir con cualquier cosa.

Tony había dedicado palabras muy enérgicas a la responsabilidad del cuartel en que el Roadmaster no hiciera más daño… suponiendo que hubiera hecho alguno. En ese sentido, la principal estrategia sería tener presente que las lenguas indiscretas hacen estragos. Le conté a Ned el firme apoyo que había prestado su padre a la idea, y lo importante que había sido que la secundara. Curtis era joven, ciertamente, pero había sido compañero de patrulla de Ennis, y todo el mundo sabía que eran uña y carne. Ahora que faltaba Ennis, muchos agentes consideraban que el Buick era de Curt. Casi podía decirse que le pertenecía por derecho de herencia. A fin de cuentas había sido uno de los agentes que habían respondido al aviso. Parecer que compartía Curt.

Un murmullo general de aprobación había borrado temporalmente la interpretación de «It Was A Very Good Year» por la Voz. Sí, sí que lo habían captado.

Ned levantó una mano y yo me callé, la verdad que con mucho gusto. No me apetecía demasiado acordarme de una reunión que hacía mucho tiempo que era agua pasada.

—¿Y las pruebas que hizo el tío ese, Bibi Roth?

—No hubo ninguna concluyente —dije—. Lo que parecía vinilo no era exactamente vinilo; se parecía mucho, pero… La pintura que rascó Bibi no coincidía con ninguna de sus muestras de pintura de coche. La madera era madera. «Yo diría que roble», dijo Bibi, pero no quiso ir más lejos, y eso que Tony le insistía. Le preocupaba algo, pero no quiso decirnos qué.

—Quizá no pudiera —dijo Shirley—. Quizá no lo supiera.

Asentí.

El cristal de las ventanillas y del parabrisas es el típico cristal de seguridad, pero sin marca; vaya, que no fue instalado en ninguna cadena de montaje de Detroit.

—¿Y las huellas dactilares? Las enumeré con los dedos.

—Ennis. Tu padre. Bradley Roach. Final de la lista. No había ninguna del de la gabardina negra.

—Debía de llevar guantes —dijo Ned.

—Sí, sería lo lógico. Brad no estaba seguro, pero le parecía haberle visto los dedos y haber pensado que los tenía igual de blancos que la cara.

—Ya, pero esos detalles la gente a veces se los inventa más tarde —comentó Huddie—. Los testigos oculares no son todo lo fiables que nos gustaría.

—¿Ya has acabado de filosofar? —pregunté.

Huddie hizo un gesto solemne con la mano.

—Prosiga.

—Bibi no encontró rastros de sangre en el coche, pero las muestras de tela recogidas en el interior del maletero presentaban restos microscópicos de materia orgánica. Bibi no consiguió identificar ninguno, y el material se desintegró. En una semana ya no quedaba nada en ninguna de las placas, solo la tintura.

Huddie levantó la mano como en el colegio. Yo le hice una señal con la cabeza.

—Después de una semana ya no se veía dónde habían rascado el salpicadero y el volante para recoger las muestras. Volvió a crecer la madera, como cuando te rascas y crece la piel. El forro del maletero, igual. Al rascar un guardabarros con una navaja o una llave, a las seis o siete horas ya no se veía nada.

—¿Cicatriza solo? —dijo Ned—. ¿Tiene ese poder?

—Sí —dijo Shirley. Había encendido otro Parliament y lo fumaba a base de caladitas nerviosas—. Una vez tu padre me arrastró a uno de sus experimentos. Me hizo filmar con una cámara de vídeo. Hizo una marca larga en la puerta del conductor, justo debajo de la banda cromada. Dejamos la cámara funcionando. A los quince minutos volvimos los dos.

»No era nada dramático, como en las películas, pero te quedabas de piedra, oye. La marca se iba haciendo menos profunda y empezaba a oscurecerse por los bordes como si intentara ponerse del mismo color que la pintura. Al final ya no se veía. Nada de nada.

—¿Y los neumáticos? —dijo Huddie—. Les clavabas un destornillador y pasaba lo normal, que empezaba a salir aire; pero iba saliendo cada vez menos, un silbidito, y a los pocos segundos ni eso. Luego salta el destornillador. —Apretó los labios e hizo un ruido: zap—. Como escupir semillas de sandía.

—¿Está vivo? —me preguntó Ned. Hablaba tan bajo que me costaba oírle—. Si se cura solo…

—Tony siempre decía que no —dije—. Lo tenía clarísimo. Siempre decía: «Solo es un chisme, un aparatito de nada; lo que pasa es que no lo entendemos». Tu padre opinaba justo lo contrario, y al final lo tenía tanto o más claro que Tony. Si no se hubiera muerto Curtis…

—¿Qué? ¿Qué pasaría si no se hubiera muerto?

—No lo sé —dije.

De repente me había entrado una especie de desánimo, de tristeza. Quedaba mucho por contar, pero ya no me apetecía. No me sentía con fuerzas, y la idea de hacerlo me oprimía el corazón como cuando tienes por delante algo que hay que hacer pero que cuesta, y que es una tontería: arrancar tocones antes de que se vaya el sol, guardar la paja en el pajar antes de que empiece a llover, fregar suelos, hacer camas…

—Con toda franqueza: no tengo ni idea de qué habría pasado si no llega a morirse.

Huddie acudió en mi rescate.

—Tu padre estaba como borracho, Ned. Iba a verlo cada minuto libre, daba vueltas, hacía fotos, lo tocaba… Sobre todo eso, tocarlo y tocarlo como si quisiera asegurarse de que era real.

—Igual que el sargento —intervino Arky.

Yo pensé que no del todo, pero me lo callé. Curt lo había vivido de otra manera. Al final el Buick le pertenecía como no había llegado a pertenecer a Tony. Y Tony lo sabía.

—Pero ¿y el trooper Rafferty, Sandy? ¿Tú crees que el Buick…?

—Se lo comió —dijo Huddie, convencido—. Sigo pensando lo mismo que entonces. El sargento también.

—¿Sí? —me preguntó Ned.

—Sí. O se lo comió o se lo llevó a alguna parte.

Volvía a presentárseme la idea de un trabajo tonto: hileras de camas por hacer, montones de platos que lavar, hectáreas de heno que segar y embalar…

—Pero ¿qué quieres decir? —dijo Ned—. ¿Que desde que lo encontraron el agente Rafferty y mi padre no ha podido estudiarlo ningún científico? ¿Nunca? ¿Ni físicos ni químicos? ¿Nunca le han hecho un análisis espectrográfico?

—Bibi volvió como mínimo una vez —dijo Phil Candleton con cierto tono de estar a la defensiva—, pero solo, sin los chavales que solían ir con él. Entre él, Tony y tu padre, metieron una máquina en el cobertizo… Me parece que sí, que era un espectrógrafo. Pero no sé qué salió. ¿Y tú, Sandy?

Negué con la cabeza. No quedaba nadie para contestar esa pregunta. Ni esa ni muchas otras. Bibi Roth había muerto de cáncer en 1998. También estaba muerto Curtis Wilcox, con su costumbre de pasearse alrededor del Buick con una libreta de espiral anotando (y a veces dibujando) cosas. Tony Schoondist, alias «el sargento de antes», estaba vivo, pero con más de setenta años y en ese purgatorio de penumbra y confusión que está reservado a los enfermos de Alzheimer. Me acuerdo de haber ido a visitarle con Arky Arkanian a la residencia donde vive. Fue justo antes de las últimas Navidades. Le llevamos una medalla de oro de san Cristóbal, comprada con la participación de unos cuantos veteranos más. Me pareció que el sargento tenía un día de los buenos. No le costó demasiado abrir el envoltorio, y puso cara de gustarle mucho el medallón. Hasta abrió solo el cierre, aunque después de puesto, Arky tuvo que ayudarle a volver a cerrarlo. Después Tony me había mirado atentamente con las cejas muy juntas y, en los ojos turbios, una parodia de su mirada penetrante de antaño. Hasta hubo un momento en que pareció él mismo. Luego se le llenaron de lágrimas y desapareció la ilusión.

—¿Quiénes sois? —había preguntado—. Casi me acuerdo. —Y, con el tono de constatación de un parte meteorológico—: Estoy en el infierno. Esto es el infierno.

—Escucha, Ned —dije—. En el fondo, la reunión del Country Way se redujo a una cosa. La tienen los polis de California en algunos coches patrulla. Puede que les falle un poco la memoria y lo necesiten por escrito. Nosotros no. ¿Sabes de qué hablo?

—Servir y proteger —dijo Ned.

—Exacto. Tony pensaba que aquella cosa había caído en nuestras manos casi por voluntad divina. No lo dijo tan claro, pero lo entendimos. Y tu padre compartía su opinión.

Le conté a Ned Wilcox lo que me parecía que le convenía oír. Lo que me callé fue el brillo de los ojos de Tony, y el de los de su padre. Ya podía Tony echarnos sermones sobre nuestro compromiso de servicio. Ya podía decir que los hombres de Troop D eran los más capacitados para ocuparse de una res tan peligrosa. Ya podía insinuar la posibilidad de que con el tiempo lo entregáramos a un equipo científico bien escogido, tal vez al mando de Bibi Roth. Podía largarnos todos esos cuentos, y lo hizo, pero no querrían decir nada, ni un carajo. Tony y Curt querían el coche porque no soportaban desprenderse de él. Lo demás, subterfugios. El Roadmaster era algo raro y exótico, y era de ellos, de los dos. No concebían renunciar a él.

—Ned —pregunté—, ¿tú sabes si tu padre dejó alguna libreta? De las de espiral, como las que usan en el cole.

La reacción de Ned fue apretar los labios, inclinar la cabeza y contemplar un punto entre las rodillas.

—Sí, de todo tipo. Mamá decía que debían de ser agendas; pero él en su testamento dejaba dicho que mamá quemara todos sus papeles privados, y lo hizo.

—Tiene su lógica —dijo Huddie—. Al menos cuadra con lo que sé de Curt y el sargento.

Ned le miró.

—Los dos desconfiaban de los científicos —aclaró Huddie—. ¿Sabes cómo les llamaba Tony? Los fumigadores de la muerte. Decía que su gran misión en la vida era llenarlo todo de veneno diciéndole a la gente que podían comer lo que quisiera, que era conocimiento y que no les haría daño; que les haría libres. —Se quedó callado—. También había otro tema.

—¿Qué tema? —preguntó Ned.

—La discreción —dijo Huddie—. Los polis saben guardar secretos, pero, según Curt y Tony, los científicos no. Una vez le oí decir a Tony: «Fíjate, los muy idiotas, lo deprisa que han fumigado la bomba atómica por todo el mundo. Por culpa de eso freímos a los Rosenberg, pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que en dos años los rusos habrían tenido la bomba de cualquier manera. ¿Por qué? Pues porque a los científicos les va la cháchara. Puede que lo que tenemos guardado en el cobertizo B no sea el equivalente de la bomba atómica, pero puede ser que sí. Lo que está claro es que mientras lo tengamos escondido con la lona encima no será la bomba atómica de nadie».

Pensé que sólo era una parte de la verdad. De vez en cuando me he preguntado si Tony y el padre de Ned lo habían discutido tan sin tapujos, no sé, cualquier día por la tarde, cuando estuviera la actividad del cuartel bajo mínimos, con la gente arriba echándose un sueñecito, otros mirando una película de vídeo y comiendo palomitas de microondas, y ellos dos los únicos en la planta baja, en el despacho de Tony y con la puerta cerrada. No digo más o menos, de aquella manera, como quien dice… Digo si llegaron a expresar las cosas tal como eran: Como esto no hay nada en el mundo, y vamos a quedárnoslo nosotros. Yo creo que no, por la simple razón de que habrían tenido bastante con mirarse a los ojos y reconocer la misma ansiedad, el mismo deseo de tocarlo y curiosear. ¡Aunque solo fuera caminar alrededor, caray! Era algo secreto, un misterio, un prodigio. Pero yo no estaba seguro de que el chico fuera capaz de aceptarlo. Sabía que además de añorar a su padre estaba enfadado con él por haberse muerto. Con ese estado de ánimo se corría el peligro de que lo viera como un robo, lo cual no era verdad. Al menos no toda la verdad.

—Entonces —dije— ya habíamos visto lo de las luces. Tony le había puesto el nombre de «fenómeno de dispersión», Consideraba que el Buick se quitaba algo de encima, descargándolo como electricidad estática. Aparte de lo de la discreción, y de la custodia, a finales de los setenta, en Pensilvania (y no hablo sólo de nosotros, sino de todo el mando), se tenían razones de peso para desconfiar de los científicos y los técnicos.

—Three Mile Island —dijo Ned.

—Sí. Además, el coche hace más cosas que curarse solo los rasguños y repeler el polvo. Bastantes más.

Me quedé callado. Parecía demasiado difícil, excesivo.

—Venga, cuéntaselo —dijo Arky con voz casi de enfado, un director de orquesta cabreado en el crepúsculo—. Le has contado la tira de cosas que importan un carajo. Ahora cuéntale el resto. —Miró a Huddie y después a Shirley—. Incluido lo de 1988. Sí, hasta esa parte. —Hizo una pausa, suspiró y miró el cobertizo B—. A estas alturas ya no se puede parar.

Me levanté y empecé a cruzar el aparcamiento. Oí decir detrás a Phil:

—No, no, chaval; deja que se vaya, que ya volverá.

Es lo que tiene ser el jefe: que la gente puede decirlo y tener razón casi siempre. Con excepciones, claro: un derrame, un infarto, un conductor borracho… La mano de lo que esperamos los mortales que sea Dios. La gente que es jefe de algo, la que ha trabajado para llegar tan arriba y que trabaja para quedarse, nunca lo manda todo a freír espárragos. No. Los jefes seguimos haciendo las camas, fregando los platos y embalando el heno, y encima nos esmeramos. La gente dice: Jo, no sé qué haríamos sin ti. La respuesta es que la mayoría haría lo que les diera la santísima gana, como siempre. Al infierno todos en la misma cesta.

Me planté delante de la puerta de persiana del cobertizo B y miré el termómetro por una de las ventanitas. Había bajado hasta once. Seguía sin ser preocupante, pero hacía bastante frío para hacerme sospechar que el Buick se marcaría una o dos sacudidas más antes del descanso nocturno. Por lo tanto, no tenía sentido volver a ponerle la lona, puesto que lo más probable era tener que repetirlo.

Está perdiendo fuerza: respecto al Roadmaster era artículo de fe, el evangelio según Schoondist y Wilcox. Ralentizándose como un reloj al que no se le da cuerda, bamboleándose como una peonza agotada, pitando como un detector de humos que ya no percibe el calor. Escoge tu metáfora favorita de la sección de ofertas. Y quizá fuera verdad. O no, claro. En realidad no sabíamos nada del coche. Convencernos de lo contrario era una estrategia que empleábamos para poder seguir viviendo al lado sin demasiadas pesadillas.

Volví al banco mientras encendía otro cigarrillo, me senté entre Shirley y Ned y dije:

—¿Quieres que te cuente la primera vez que vimos lo que acabamos de ver?

El ansia que le vi en la cara me facilitó un poco seguir.