AHORA: SANDY

En el cobertizo hubo un chispazo, poca cosa, y tan claro que casi era lila. Fue seguido por oscuridad… otro chispazo… otra vez oscuridad… esta vez una oscuridad ininterrumpida.

—¿Ya está? —preguntó Huddie, y se contestó a sí mismo—: Sí creo que sí.

Ned no le hizo caso.

—¿Qué? —me preguntó—. ¿Entonces qué dijo?

—Lo que dice cualquier hombre cuando en casa va bien todo —le expliqué—. Dijo que tenía suerte.

Steff había ido a ocuparse de su micro y su pantalla de ordenador, pero fue la única que se marchó. Ned no se fijaba en nadie más. Sus ojos, hinchados y con los párpados enrojecidos, estaban fijos en mí.

—¿Dijo algo más?

—Que la semana anterior habías hecho dos home runs contra el Rocksburg Railroad, y que después del segundo, cuando ibas por la tercera base, le habías saludado con la mano. Estaba muy contento. Me lo contó riendo. Dijo que tú, en tu peor día, veías mejor la pelota que él en el mejor. También dijo que si querías ser tercer base en serio tendrías que empezar a lanzar pelotas bajas.

El chaval bajó la mirada y puso cara de contrariedad. Dejamos de mirarle para que tuviera cierto grado de intimidad. Después de un rato dijo:

—A mí me decía que nunca me rajara, pero es lo que hizo él con el coche, con el puto 8. Se rajó.

—Eligió —dije—. No es lo mismo.

Se lo pensó y asintió con la cabeza.

—Vale.

Arky dijo:

—Me voy a casa. Ahora sí, ¿eh? —Pero antes de marcharse hizo algo que nunca se me olvidará: agacharse y darle un beso a Ned en la mejilla hinchada. Me impresionó la ternura del gesto—. Buenas noches, chaval.

—Buenas noches, Arky.

Le vimos alejarse en su cacharro de camioneta, y luego Huddie dijo:

—Voy a llevar a Ned a casa en su Chevy. ¿Quién quiere seguirnos y volver conmigo aquí a recoger mi coche?

—Yo mismo —dijo Eddie—. Pero con una condición: cuando lleguemos a su casa espero fuera. Prefiero estar fuera de la zona de lluvia radiactiva, por si Michelle Wilcox se pone atómica.

—No pasará nada —le dijo Ned—. Le contaré que he visto el spray en la estantería, que lo he cogido para ver qué era y que, burro de mí, se me ha disparado en la cara.

Me gustó. Tenía la virtud de ser simple. Era justo el tipo de excusa que habría dado el padre del chaval.

Ned suspiró.

—La pega es que mañana a primera hora estaré sentado en la silla del optometrista de Statler Village.

—Daño no te hará —le dijo Shirley. También le dio un beso, ella en la comisura de los labios—. Buenas noches, chicos. Esta vez se marcha todo el mundo y no vuelve nadie.

—Santas palabras —dijo Huddie.

La vimos alejarse caminando. Tenía unos cuarenta y cinco años, pero cuando ponía en movimiento la retaguardia seguía siendo un espectáculo. Hasta con luz de luna (sobre todo con luz de luna).

Ya pasaba de largo con su coche; un sucinto hasta luego con la mano y después nada, solo las luces traseras.

En el cobertizo B, oscuridad. En ese caso no había luces traseras. Fuegos artificiales tampoco. Se había acabado la función nocturna, y llegaría el día en que todas. Pero aún no. Yo, en lo más profundo de mi cabeza, seguía notando su pulsación adormecida, un susurro de marea que si querías podían ser palabras.

Lo que había visto.

Lo que había visto teniendo abrazado al chaval, cegado por el spray.

—Sandy, ¿quieres venir? —preguntó Huddie.

—No, gracias. Me quedo aquí sentado un rato más y luego vuelvo a casa. Si hay problemas con Michelle, le decís que me llame. Aquí o a casa, da igual.

—Mamá no va a poner problemas —dijo Ned.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Pondrás alguno más?

Vaciló y dijo:

—No lo sé.

Me pareció que en algunos aspectos era la mejor respuesta que podía haber dado. También había que reconocerle su sinceridad.

Se marcharon, Huddie y Ned hacia el Bel-Aire y Eddie hacia su coche. Antes se paró al lado del mío, se tomó la molestia de bajar la luz Kojak del techo y la arrojó dentro.

Ned se quedó al lado del parachoques trasero de su coche y se giró hacia mí.

—Sandy…

—¿Qué pasa?

—¿En serio que no tenía ni idea de dónde salía? ¿Ni de qué era? ¿O de quién era el hombre de la gabardina negra? ¿Vosotros tampoco?

—No. De vez en cuando fantaseábamos, pero nadie llegó a tener una idea que diera la sensación de ser verdad, o de acercarse a la verdad. Para mí que el que acertó fue Jackie O’Hara cuando dijo que el Buick era como una pieza que no cabía en ninguno de los huecos del puzzle. La miras, le das vueltas, pruebas a meterla en todas partes, y un día la giras y ves que por detrás es roja, mientras que las demás piezas, por detrás, son verdes. ¿Ves por dónde voy?

—No —dijo él.

—Pues piénsatelo —dije—, porque es algo con lo que tendrás que convivir.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hago?

Su voz no era de enfado. El enfado se lo habían cauterizado. Ahora solo quería instrucciones. Mejor.

—¿Verdad que tú, personalmente, tampoco sabes ni de dónde vienes ni adónde vas? —le pregunté—. Pero convives con ese hecho. No protestes demasiado. No dediques más de una hora al día a levantar el puño al cielo y maldecir a Dios.

—Pero…

—Buicks hay por todas partes —dije.

Después de marcharse los demás, Steff salió y me ofreció una taza de café. Le dije que gracias, pero no. Le pregunté si tenía un cigarrillo. Ella me miró con remilgo —casi indignada— y me recordó que no fumaba. Como si fuera su peaje, con letrero incluido: A PARTIR DE ESTE PUNTO DESVIACIÓN OBLIGATORIA PARA TODOS LOS BUICK ROADMASTER. Anda, que si viviéramos en un mundo así… Ojalá.

—¿Te vas a casa? —preguntó.

—Sí, dentro de un rato.

Entró. Me quedé solo en el banco de fumadores. Tenía cigarrillos en el coche, como mínimo medio paquete en la guantera, pero me parecía demasiado fatigoso levantarme, al menos de momento. Al final me levanté, pero entonces pensé que más valía aprovechar el ímpetu. Ya fumaría de camino, y al llegar a casa me calentaría cualquier cosa y cenaría delante de la tele; a esas horas el Country Way ya estaba cerrado, además de que dudé que Cynthia Garris se alegrara mucho de volver a verme hasta pasados unos días. Antes le había dado un buen susto; aunque para susto el mío al decantarse la moneda y darme cuenta de lo que planeaba Ned casi con toda seguridad. Y eso que mi miedo de entonces no había sido nada en comparación con el terror de mirar dentro de la luz morada con el chaval ciego en brazos y aquel pum pum pum constante en las orejas, un ruido como de pasos acercándose. Miraba a la vez como desde el borde de un pozo y como desde un avión ascendiendo como si me hubiera dividido la visión algún artilugio prismático. Había sido como mirar por un periscopio forrado de relámpagos. Lo que había visto era muy nítido —nunca se me olvidará—, e increíblemente raro. Hierba amarilla con las puntas parduscas, cubriendo una cuesta pedregosa que desde donde estaba yo subía y acababa de repente en un borde escarpado. Por la hierba se agitaban escarabajos con el dorso verde, y en un lado crecía una mata de aquellos lirios como de cera. El fondo de la escarpadura no había podido verlo, pero el cielo sí. Tenía un color rojo oscuro saturadísimo, y estaba cargado de nubes y relámpagos. Un cielo prehistórico. Lo cruzaban cosas voladoras que formaban bandadas desiguales y volaban en círculos. Quizá pájaros. O murciélagos como el que había intentado diseccionar Curtis. Estaban demasiado lejos para verlo bien. Y os recuerdo que pasó todo muy deprisa. Me parece que al pie del acantilado había un mar, pero no sé por qué me lo parece; puede que solo por el pez que aquella vez salió disparado del maletero del Buick. O por el olor a sal. Cerca del Roadmaster siempre se notaba un vago olor a sal que hacía picar los ojos.

En la hierba amarilla, cerca del borde inferior de mi ventana (suponiendo que fuera una ventana), había un adorno plateado con una cadenita: la esvástica de Brian Lippy. Los años a la intemperie le habían quitado brillo. Un poco más lejos había una bota de vaquero, de las que tienen bordados y tacones de varias capas. El cuero tenía trozos muy grandes tapados con un musgo entre gris y negro, parecido a telarañas. Un lado de la bota estaba desgarrado, y por la boca formada por los dos jirones vi un brillo amarillo de hueso. Sin carne; la habrían descompuesto veinte años de aire cáustico. Y no sé si la ausencia de carne no se debía a algo más que a simple podredumbre. Mi teoría es que al compañero de colegio de Eddie J se lo habían comido. Vivo, probablemente. Y chillando, siempre que hubiera tenido bastante aire para eso.

Y dos cosas más, cerca del confín superior de mi ventana momentánea. La primera era un sombrero, que también tenía costras peludas de musgo negruzco. Le habían crecido por todo el ala, y en la hendidura de la copa. El sombrero no era exactamente el que llevamos ahora, porque desde los años setenta ha cambiado el uniforme, pero era un Stetson de la PSP, eso seguro. El sombrero grande. No se había ido volando porque alguien o algo lo había clavado al suelo con una estaca de madera astillada. Como si el asesino de Ennis Rafferty hubiera tenido miedo del intruso alienígena incluso después de su muerte, y hubiese clavado la parte más llamativa de su indumentaria para estar seguro de que no se levantaría y se pasearía de noche como un vampiro hambriento.

Cerca del sombrero estaba la pistola de Ennis, oxidada y casi cubierta por los hierbajos. No la Beretta automática que llevamos hoy en día, sino la Ruger. Como la que usaba George Morgan. ¿Ennis también había usado la suya para suicidarse? ¿O había visto venir algo y se había muerto pegándole tiros? ¿Había llegado a haber tiros?

No se podía saber, y tampoco tuve tiempo de fijarme, porque entonces Arky había gritado a Steff que le ayudara y me habían sacado hacia atrás con Ned colgándome de los brazos como una muñeca muy grande. No vi más, pero al menos quedaba contestada una pregunta. Sí que habían acabado allí, tanto Ennis Rafferty como Brian Lippy.

Donde fuera ese allí.

Me levanté del banco y me acerqué por última vez al cobertizo. Estaba donde siempre, azul oscuro y no del todo como tenía que ser, echando sombra como si fuera cuerdo. Sólo gasolina, le había dicho a Bradley Roach el hombre de la gabardina negra, antes de hacer mutis y dejar aquella tarjeta de visita de metal tan insólita.

En algún momento de la última —y lánguida— tormenta de luz el maletero se había cerrado solo. Había una docena de escarabajos muertos desperdigados por el suelo. Ya los limpiaríamos mañana. No tenía sentido guardarlos, hacerles fotos ni nada de eso. Ya no nos tomábamos tantas molestias. Acabarían en el incinerador de atrás. Yo mismo delegaría la faena en dos hombres. Estar sentado en la silla grande también tiene que ver con delegar, y al final le coges el gusto. A este la mierda y al otro el bombón. ¿Pueden quejarse? No. ¿Pueden ponerlo en su lista de marrones y pasársela al párroco? Sí. Para lo que va a aprovecharles…

—Te ganaremos a esperar —le dije a la cosa del cobertizo—. Podemos.

Se limitó a quedarse donde estaba, con sus neumáticos de franja blanca, y muy dentro de mi cabeza la pulsación susurró: Tal vez.

… y tal vez no.