Shirley, Huddie y Eddie: oír sus voces alternadas me producía una extraña sensación de belleza, como los personajes de alguna obra rara de teatro recitando sus papeles. Eddie dijo que el cocodrilo había cerrado la boca. Luego se interrumpió su voz, y esperé a que tomara el relevo alguna de las otras. Como no se decidían, y como tampoco seguía hablando Eddie, supe que era el final. Lo supe yo, pero Ned Wilcox no. A menos que lo supiera pero no quisiera reconocerlo.
—¿Qué? —dijo.
Volvía a poner voz de impaciencia mal disimulada.
¿Qué pasó cuando diseccionasteis el murciélago? Contadme lo del pez. Contádmelo todo. Pero (ojo, que es importante) contadme una historia, que tenga principio, desarrollo y un final donde se explique todo. Porque me lo merezco. No me sacudáis en las narices la matraca de vuestra ambigüedad. Le niego su lugar. Rechazo sus pretensiones. Quiero una historia.
Era joven, y eso en parte lo explicaba; se enfrentaba con algo que, como suele decirse, no era de este mundo, lo cual lo explicaba todavía más… pero había otra cosa, y no muy agradable. Una especie de obstinación egoísta en seguir escarbando. Y se creía con derecho. No sé si os habéis fijado, pero cuando a alguien le ha pasado una desgracia se tiende a mimarle demasiado. Y se acostumbran a que les traten así.
—¿Qué de qué? —pregunté, adoptando el menos alentador de los tonos. Para lo que iba a servir…
—¿Qué pasó cuando volvieron el sargento Schoondist y mi padre? ¿Cogisteis a Brian Lippy? ¿Había visto algo? ¿Lo contó? ¡Jo, tíos, no podéis parar aquí!
Falso, podíamos parar donde quisiéramos, pero ese hecho me lo guardé (al menos de momento) y le dije que no, que a Brian Lippy no llegamos a pillarle. Hasta el día de hoy sigue en código Kubrick.
—¿Quién redactó el informe? —preguntó Ned—. ¿Tú, Eddie? ¿O el trooper Morgan?
—George —dijo Eddie insinuando una sonrisa—. Esas cosas siempre se le daban mejor. Había tomado clases de escritura creativa en el instituto. Siempre decía que un poli estatal digno de ese nombre tenía que saber los fundamentos de la escritura creativa. Ese día, cuando empezamos a ponernos de los nervios, el que nos calmó fue George. ¿Verdad, Huddie?
Huddie asintió con la cabeza.
Eddie se levantó, apoyó las manos en la base de la espalda y se desperezó hasta que oímos crujirle los huesos.
—Tíos, que tengo que irme a casa. De camino igual paso por el Tap y me tomo una cerveza. Una o dos, a saber. De tanto hablar me he quedado seco.
Ned le miró con cara de sorpresa, enfado y reproche.
—¡No puedes marcharte así por las buenas! —exclamó—. ¡Quiero oír toda la historia!
Y Eddie, que poco a poco iba saliendo perdedor en su batalla por no volver a ser «Eddie el gordinflón», dijo lo que todos sabíamos. Lo dijo mirando a Ned de una manera no precisamente amigable.
—Ya la has oído, chaval. Lo que pasa es que no lo sabes.
Ned le vio marcharse y se volvió hacia los demás. La única que le miraba con simpatía de verdad era Shirley, y creo que en su caso la simpatía estaba atemperada por el hecho de que le daba pena.
—¿Qué ha querido decir con que ya lo he oído todo?
—Sólo quedan unas pocas anécdotas —dije—, y son variaciones sobre el mismo tema. Vienen a ser igual de interesantes que los granos de maíz que se quedan al fondo del cucurucho de palomitas.
»Respecto a Brian Lippy, en el informe que hizo George ponía: “Los troopers Morgan y Jacubois hablaron con el detenido y llegaron a la conclusión de que estaba sobrio. El detenido negó haber agredido a su novia, y el trooper Jacubois comprobó que en ese aspecto la joven le apoyaba. A continuación se procedió a dejar en libertad al detenido”.
—¡Pero si Lippy les reventó la ventanilla del coche patrulla!
—Sí, y las circunstancias ponían un poco difícil que George y Eddie le demandaran por daños y perjuicios.
—Entonces ¿qué?
—Entonces debieron de sacar el dinero para cambiarla del fondo de imprevistos. El fondo de imprevistos del Buick 8, si quieres que lo diga con pelos y señales. Sigue estando escondido donde entonces, en una lata de café de la cocina.
—Sí, de allí salió —confirmó Arky—. Con los años, a la pobre lata de café ya le han dado unos cuantos pellizcos. —Se levantó y también estiró la espalda—. Bueno, nenes, tengo que marcharme. Resulta que tengo amistades, no como algunos de aquí. Lo que en los magazines de la tele llaman vida personal. Neddie, ¿quieres saber algo más antes de que me vaya? ¿Algo sobre aquel día?
—Lo que quieras contarme.
—Enterraron a D. —Lo dijo con ese acento suyo tan peculiar—. Y al lado enterraron las herramientas que habían usado con la cosa que le envenenó. ¡Incluido mi plantador, y eso no me lo compensaron echando mano a la lata de café!
—Claro, porque no rellenaste ningún LM 1 —dijo Shirley—. Ya sé que el papeleo no hay quien lo aguante, pero… —Se encogió de hombros, como diciendo las cosas son así.
Arky la miraba receloso y con el ceño fruncido.
—¿LM 1? ¿Qué formulario es ese?
—La lista de marrones —le dijo Shirley completamente seria—. La que rellenas cada mes para enviársela al párroco. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Habrase visto tío más cuadrado! ¿A ti en el ejército no te enseñaron nada?
Arky le hizo gestos con las manos, pero sonreía. Lo que son bromas, en tantos años, os aseguro que no le habían faltado. Su acento era toda una invitación.
—¡Qué tía más bicho!
—Has caído, Arky —dije.
También sonreía. Ned no. Ned ponía cara de no captar la guasa que nos traíamos, nuestra manera de devolverlo todo a la normalidad.
—Tú, Arky, ¿dónde estabas? —preguntó—. ¿Dónde estabas al pasar todo eso?
Delante, Eddie Jacubois arrancó la camioneta y se encendieron los faros.
—De vacaciones —dijo Arky—. En Wisconsin, en la granja de mi hermano. Vaya, que por una vez tuvo que limpiar otro la porquería —dijo lo último con gran satisfacción.
Pasó Eddie y nos saludó con la mano. Le devolvimos el saludo, incluido Ned, aunque seguía poniendo cara de preocupación.
—Yo también tengo que ir tirando —dijo Phil. Arrojó la colilla, se levantó y se subió el cinturón—. Quédate con esto, chaval: tu padre era un poli estupendo, y un orgullo para el cuartel de Troop D, Statler.
—Pero es que quiero saber…
—Da igual lo que quieras saber —repuso Phil amablemente—. Está muerto, y tú no. Son los hechos, que decía Joe Friday en Dragnet. Buenas noches, sargento.
—Buenas noches —dije.
Les vi alejarse a los dos, Arky y Phil, por el aparcamiento. A esa hora ya alumbraba mucho la luna, y pude ver que ninguno de los dos volvía la cabeza hacia el cobertizo B.
Quedábamos Huddie, Shirley y yo. Además del chaval, naturalmente. El hijo de Curtis Wilcox, que había venido a cortar el césped, rastrillar las hojas y quitar la nieve amontonada cuando hacía demasiado frío para que saliera Arky; el hijo de Curt, que se había borrado del equipo de fútbol y había preferido venir y hacer el esfuerzo de que su padre estuviera vivo un poco más. Me acordé de cuando había levantado la carta de aceptación de la universidad como un juez enseñando una puntuación en las olimpiadas, y me dio vergüenza estar irritado con él, teniendo en cuenta todo lo que le había pasado y lo mucho que había perdido. Ahora bien, no era el único chaval del mundo que se quedaba sin padre; al menos había habido entierro, y el nombre de su padre figuraba en el monumento de mármol de delante del cuartel junto con los del cabo Brady Paul, el trooper Albert Rizzo y el trooper Samuel Stamson, muerto en los años setenta, y que en la PSP a veces recibe el apodo de «el Pistolero». Antes de morir Stamson llevábamos las armas en el techo, en un soporte especial. Si necesitabas la pistola solo tenías que levantar la mano hacia atrás y cogerla. Un día el trooper Stamson estaba aparcado en el arcén de la autopista, rellenando una multa de tráfico, y otro coche chocó contra el suyo por detrás. El conductor iba borracho, y en el momento del impacto conducía a unos ciento setenta. El coche patrulla se plegó como un acordeón. No explotó el depósito, pero al trooper Stamson le decapitó su propio portapistolas. Desde 1974 llevamos las pistolas debajo del salpicadero, y desde 1973 está grabado el nombre de Sam Stamson en el monumento. Nosotros decimos «en la piedra». Como Ennis Rafferty consta como desaparecido, no está en la piedra. La versión oficial sobre el trooper Morgan es que murió limpiando la pistola (la misma Ruger que acabó con los sufrimientos de Mr. Dillon), y como no murió estando de servicio tampoco está su nombre en la piedra. En la piedra no te ponen por haberte muerto de resultas del trabajo. Me lo explicó un día Tony Schoondist, al verme leyendo los nombres. Dijo: «Seguramente sea mejor, porque si no tendríamos una docena delante del cuartel».
Actualmente, el último nombre de la piedra es Curtis K. Wilcox, julio de 2001. En acto de servicio. Tener el nombre de tu padre grabado en una losa de granito, cuando lo que quieres —necesitas— es al padre, no es que sea muy bonito, pero es algo. También debería haber estado grabado el nombre de Ennis, para que pudiera venir la bruja de su hermana y mirar cuando le apeteciera, pero no estaba. ¿Ella qué tenía? Fama de vieja insoportable y punto, de persona que si te ve quemándote por la calle no te mearía encima para apagar las llamas. Hacía muchos años que la teníamos clavada como una espina, y era imposible tenerle aprecio, pero no era imposible tenerle compasión. Se había quedado con menos que el chaval, porque al menos él estaba seguro de que su padre estaba muerto, de que no volvería el día menos pensado con una sonrisita avergonzada y un cuento chino para explicar sus bolsillos vacíos y su bronceado de Tijuana, y por qué le dolía una barbaridad cada vez que tenía que echar una meadita.
Yo no estaba nada satisfecho con el trabajito de la noche. Había albergado la esperanza de que la verdad tuviera efectos beneficiosos (os hará libres, dijo alguien, probablemente un tonto), pero sospeché que lo había empeorado todo. Quizá la satisfacción hubiera resucitado al gato, pero no veía ninguna satisfacción en la cara de Ned Wilcox. Lo único que veía era una especie de curiosidad obstinada y cansada. A veces había visto la misma expresión en la cara de Curt, sobre todo cuando estaba delante de una de las puertas de persiana del cobertizo B con aquella pose de mirón de obras: las piernas separadas, la frente contra el cristal, los ojos un poco cerrados y la boca pensativa. Pero lo que se transmite en la sangre es la cadena más fuerte. ¿O no? La malla que se va formando con el paso de las generaciones, por aquí algo bueno, por allí algo malo, y más allá un desastre completo.
—Que se sepa —dije—, Brian Lippy se largó y punto. Hasta es posible que sea verdad. No podemos asegurar lo contrario. Además, no hay mal que por bien no venga. Puede que desaparecer de esa manera le salvara la vida a su novia.
—Lo dudo —dijo Huddie con voz cavernosa—. Para mí que el siguiente con el que se lió era clavado a Brian Lippy, sólo que con el pelo de otro color. Van con tíos que les pegan, como si los morados en la cara y los brazos fueran una manera de definirse.
—Lo que está claro es que no denunció su desaparición —dijo Shirley—. Al menos que pasara el parte por mi mesa, y yo los veo todos, los de la ciudad y los del condado. Tampoco hubo ninguna denuncia de la familia de él. A la chica no sé qué le pasó, pero el tío era un caso clarísimo de mierda que nadie echa en falta.
—¿Verdad que tú no crees que saliera por la ventanilla y se fuera corriendo? —le preguntó Ned a Huddie—. Habiendo estado allí…
—No —dijo Huddie—, la verdad es que no. Pero da igual lo que piense. La conclusión es la misma que ha estado intentando meterte toda la noche el sargento en esa cabezota tan dura que tienes: no lo sabemos.
El chaval pareció no oírle. Volvió a mirarme.
—Sandy, ¿y mi padre? ¿Él qué opinaba de lo de Brian Lippy?
—Él y Tony creían que había acabado en el mismo sitio que Ennis Rafferty y que el jerbo Jimmy. En cuanto al cadáver de la cosa que mataron ese día…
—Se pudrió enseguida, el muy cabrón —dijo Shirley con tono tajante—. Hay fotos, puedes mirarlas cuanto quieras, pero la mayoría son de algo que podría ser cualquier cosa, incluido un fraude total. No sale la manera que tenía de mirarte al intentar escapar de Mr. D, ni lo deprisa que se movía, ni lo fuerte que chillaba. La verdad es que no sale nada. Tampoco podemos explicártelo bien, para que lo entiendas. Cariño, ¿tú sabes por qué el pasado es pasado?
Ned negó con la cabeza.
—Porque no funciona. —Miró el interior de su paquete de cigarrillos, y debió de gustarle lo que veía, porque asintió con la cabeza, se lo metió en el bolso y se levantó—. Me voy a casa. Tengo dos gatos que hace tres horas que tendría que haberles dado de comer.
Shirley en estado puro: «la típica chica americana», como la llamaba Curt cuando le apetecía provocarla un poco. Sin marido (había tenido uno, recién salida del instituto), sin hijos, con dos gatos y unos diez mil ositos Beanie Babies. Estaba casada con Troop D. Un tópico ambulante, en otras palabras, y al que no le gustara, peor para él.
—¿Shirl?
El toque lastimero de la voz de Ned la hizo volverse.
—¿Qué pasa, cariño?
—¿Mi padre te caía bien?
Shirley le puso las manos en los hombros, se agachó y le plantó un beso en la frente.
—Le quería mucho. Y a ti también te quiero. Te hemos contado todo lo que podíamos, y no ha sido fácil. Espero que sirva de algo. —Hizo una pausa—. Espero que sea suficiente.
—Yo también lo espero —dijo él.
Shirley le dio un apretón en los hombros y se levantó.
—Hudson Royer, ¿acompañarías a una dama hasta su coche?
—Faltaría más —dijo el aludido, y la cogió del brazo—. ¿Nos vemos mañana, Sandy? ¿Aún estarás de servicio?
—A primera hora —dije.
—Pues entonces más te vale irte a casa y dormir.
—Es lo que pienso hacer.
Shirley y él se marcharon. Ned y yo nos quedamos sentados en el banco y les vimos alejarse. Cuando pasaron en sus respectivos coches —el New Yorker de Huddie, un cochazo viejo, y Shirley en su Subaru pequeñito, con una pegatina en el parachoques: MI KARMA HA ATROPELLADO A MI DOGMA—, levantamos las manos. Una vez hubieron desaparecido sus luces traseras por la esquina del cuartel, saqué los cigarrillos y también miré el interior del paquete. Quedaba uno. El último que fumaría antes de dejarlo. Llevaba como mínimo diez años contándome el mismo cuento de hadas.
—¿En serio que no hay nada más que puedas contarme? —preguntó Ned con vocecita de desilusión.
—No. ¿Verdad que no daría para una obra de teatro? No hay tercer acto. En los cinco años siguientes Tony y tu padre hicieron algunos experimentos más, hasta que avisaron a Bibi Roth. Debió de pasar lo de siempre, que tu padre convenció a Tony y yo me encontré en medio sin comerlo ni beberlo. Además, te digo una cosa: después de desaparecer Brian Lippy, y de morir Mr. Dillon, yo me oponía a cualquier medida que no fuera vigilar el Buick y rezar de vez en cuando por que se cayera a trozos o volviera a su lugar de origen. Ah, y matar todo lo que saliera del maletero y aún estuviera bastante vivaracho para levantarse y ser capaz de correr por el cobertizo buscando una salida.
—¿Pasó alguna vez?
—¿Que si salió otro extraterrestre con la cabeza rosa? No.
—¿Y Bibi? ¿Qué dijo?
—Escuchó a Tony y a tu padre, echó otro vistazo y se marchó. Les dijo que ya era demasiado mayor para vérselas con algo tan alejado de su manera de entender el mundo y sus reglas. Les dijo que tenía intención de borrar el Buick de su memoria, y les aconsejó a ellos lo mismo.
—¡Pero bueno! ¿Y ese tío era científico? ¡Jo, si lo normal habría sido quedarse fascinado!
—El científico era tu padre —dije—. Aficionado, sí, pero de los buenos. Las cosas que salían del Buick, y la curiosidad de tu padre por el propio Buick: fue lo que le convirtió en científico. Por ejemplo la disección de la cosa-murciélago. Era una locura, pero al mismo tiempo tenía algo de noble, como los hermanos Wright despegando en su avioncito de pega. En cambio Bibi Roth… Bibi era un mecánico del microscopio. A veces lo decía él mismo, y con todo el orgullo del mundo. Era alguien que había reducido su visión a un sector del conocimiento, sistemáticamente y a conciencia, y que iluminaba al máximo una parte pequeña. Los mecánicos odian los misterios. Los científicos —sobre todo los aficionados— los asumen. Tu padre era dos personas a la vez. Como poli, odiaba los misterios. Como especialista en el Roadmaster… digamos que cuando era esa persona, tu padre era muy diferente.
—¿Tú qué versión preferías?
Reflexioné.
—Eso es como cuando un niño les pregunta a sus padres si le quieren más a él o a su hermana. No es justo preguntarlo. No obstante, el Curt aficionado solía darme miedo. A Tony un poco también.
Se quedó pensativo.
—Aparecieron algunas cosas más —dije—. En 1991 salió un pájaro con cuatro alas.
—¡Cuatro…!
—Sí. Voló un poquito, chocó contra una pared y cayó al suelo muerto. En otoño de 1993, luego de uno de esos espectáculos de luces, el maletero se llenó y estaba medio lleno de tierra. Curt quería que la dejáramos, para ver qué pasaba, y al principio Tony estuvo de acuerdo, pero empezó a oler mal. Yo no sabía que la tierra pudiera descomponerse, ni yo ni nadie, creo, pero supongo que es cuestión de que sea tierra del lugar indicado. Así que… es una locura, pero enterramos la tierra. ¿Te lo crees?
Asintió.
—¿Y mi padre? ¿Vigilaba el sitio donde estaba enterrada? Seguro que sí. Solo para ver qué crecía.
—Para mí que esperaba que salieran unos cuantos de aquellos lirios raros.
—¿Y tuvo suerte?
—Supongo que depende de lo que consideres suerte. Puedo decirse que no ha florecido nada. La tierra del maletero acabó bastante cerca de donde habíamos enterrado a Mr. D y las herramientas. En cuanto al monstruo, lo que no se hizo pasta lo quemamos en el incinerador. Encima de la tierra sigue sin crecer nada. Cada primavera intentan salir algunas cosas, pero hasta ahora siempre se marchitan. Supongo que a la larga cambiará.
Me puse el último cigarrillo en la boca y lo encendí.
—Más o menos un año y medio después de que apareciera la tierra, salió otro lagarto de esos como palos rojos. Muerto. Ha sido lo último. Dentro sigue siendo zona de terremotos, pero el suelo ya no se mueve tanto. Tendría tan poco sentido descuidar el Buick como descuidar un rifle viejo sólo porque esté oxidado y tenga el cañón obstruido de suciedad, pero lo más probable es que tomando precauciones sensatas haya poco peligro. Y un día (lo creía tu padre, lo creía Tony y yo también lo creo) el coche acabará cayéndose a trozos. Así, de repente, como el carruaje del poema.
Ned me miró con inseguridad, y me di cuenta de que no sabía a qué poema me refería.[2] El mundo ha empeorado mucho, Luego dijo:
—Yo lo noto.
Su tono tenía algo que me dio un susto de muerte. Le miré con dureza. Pensé que seguía sin representar los dieciocho años que tenía. Solo era un crío, un simple crío con zapatillas deportivas, cruzado de piernas y con la luz de las estrellas en la cara.
—¿En serio? —pregunté.
—Sí. ¿Tú no?
Supuse que todos los troopers que habían pasado por Troop D en tantos años habían experimentado la atracción. Es como la gente que vive en la costa, que al final nota el movimiento del mar y el corazón se le sincroniza con las mareas. La mayoría de los días y las noches lo notábamos tan poco como se puede notar conscientemente la nariz, un bulto en la base de todo lo que vemos. En cambio a veces aumentaba la atracción, y entonces no sé cómo pero te dolía.
—Bueno, vale —dije—, digamos que sí. En el caso de Huddie está clarísimo. ¿Tú qué crees que habría pasado si ese día no llega a gritar Shirley? ¿Qué crees que le habría pasado si llega a meterse en el maletero, que es la intención que al parecer tenía?
—Sandy, ¿en serio que antes de esta noche nunca lo habías oído contar?
Negué con la cabeza.
—Pues no se te veía muy sorprendido.
—Ya no me sorprende nada que tenga que ver con el Buick.
—¿Crees que pensaba hacerlo en serio? ¿Meterse y cerrar la tapa?
—Sí. Lo que no creo es que fuera cosa suya. Es el tirón, la atracción que ejerce el coche. En esa época era más fuerte, pero aún existe.
No contestó. Se quedó sentado y mirando el cobertizo B.
—No has contestado mi pregunta, Ned. ¿Qué crees que habría pasado si llega a meterse?
—No lo sé.
Supongo que como respuesta era sensata —está claro que es la típica respuesta de los críos, porque la dicen una docena de veces al día—, pero me dio rabia. Ned se había borrado del equipo de fútbol, pero no parecía habérsele olvidado todo lo aprendido sobre fintar. Chupé un humo que tenía sabor a heno caliente y lo volví a exhalar.
—No lo sabes.
—No.
—Después de lo de Ennis, lo de Jimmy (probablemente) lo de Brian Lippy, no lo sabes.
—Es que no se va todo a otra parte, Sandy. Piensa en el otro jerbo, por ejemplo; Rosalie, o Rosalynn, o como se llamara.
Suspiré.
—Bueno, piensa lo que quieras. Yo me voy al Country Way a comerme un cheeseburger. Si quieres venir, encantado, pero sólo si cambiamos de tema.
Se lo pensó y negó con la cabeza.
—Me parece que me voy a casa. A pensar.
—Vale, pero a tu madre no le comentes nada de lo que pienses.
Puso una cara de susto casi cómica.
—¡No, claro!
Me reí y le di una palmada en el hombro. Habían desaparecido las sombras de su rostro, y de repente era posible volver a tenerle simpatía. En cuanto a sus preguntas, y a su insistencia infantil en que la historia tenía que tener final, ya se encargaría el tiempo de solucionarlas. Es posible que yo hubiera esperado demasiado de mis respuestas. Las vidas de imitación que vemos por la tele y en el cine nos susurran la idea de que la existencia humana consiste en revelaciones y cambios bruscos en la manera de ver las cosas. En el momento en que nos hacemos adultos del todo, yo creo que solemos acabar aceptando esa idea a algún nivel. Puede que de vez en cuando pasen cosas así, pero me parece que en general es mentira. En la vida los cambios son lentos. Son como la respiración de mi sobrino pequeño cuando duerme profundamente, que a veces tengo ganas de ponerle una mano en el pecho sólo para cerciorarme de que sigue vivo. Vista en ese contexto, la idea de gatos curiosos que alcanzan la satisfacción resultaba un poco absurda. El mundo casi nunca acaba sus conversaciones. Si veintitrés años de convivencia con el Buick 8 me habían enseñado algo, debería ser como mínimo eso. En aquel momento, el aspecto del hijo de Curt era de haber dado un paso hacia la recuperación. Puede que hasta dos. Y si yo no era capaz de conformarme con haberlo conseguido en una noche, es que también tenía mis problemas.
—Mañana vienes, ¿no? —pregunté.
—A primera hora, sargento.
—Pues no sé, pero te convendría dejarlo de pensar para más tarde y dormir un poquito.
—Supongo que se puede intentar. —Me tocó brevemente la mano—. Gracias, Sandy.
—De nada, hombre.
—Si me he puesto pelma en algún momento…
—No, qué va —dije.
La verdad es que sí, que había estado un poco pelma, pero consideré que no había podido evitarlo. Además, seguro que a su edad yo me habría puesto muchísimo más pelma. Le vi caminar hacia el Bel-Aire restaurado que había dejado su padre, un coche más o menos de la misma época que el de nuestro cobertizo pero bastante menos vivaracho. Se detuvo a medio aparcamiento, mirando el cobertizo B, y yo quedé en suspenso, con la colilla ardiente colgando de los labios, atento a lo que hiciera.
Siguió caminando en la misma dirección, sin acercarse. Mejor. Di la última calada al delicioso tubo de la muerte, pensé en aplastarlo en el asfalto y acabé por encontrarle sitio en el cubo de las colillas, donde habían sido sepultadas en posición vertical más o menos otras doscientas colillas. Los demás, si querían y estaba lleno el cubo, podían apagar los pitillos en el suelo —ya los barrería Arky sin quejarse—, pero a mí me convenía no hacerlo. Para algo era el sargento, la persona que ocupaba la silla grande.
Entré en el cuartel. Stephanie Colucci estaba en comunicaciones, bebiendo una Coca-Cola y leyendo una revista. Al verme dejó el refresco y se cubrió las rodillas con la falda.
—¿Qué, maja, qué novedades hay? —pregunté.
—Poca cosa. Están aclarándose las comunicaciones, aunque no tan deprisa como suele pasar después de… de eso. Se recibe bastante bien para estar al corriente.
—¿Al corriente de qué?
—9 se encarga de un coche incendiado en la salida 9 de la I-87. Mac dice que el conductor es un representante que iba a Cleveland, que está como una cuba y que se niega a pasar el control de alcoholemia. 16 tiene una posibilidad de robo en Statler Ford. Jeff Cutler, un caso de vandalismo en el instituto de enseñanza media de Statler, pero solo ayuda, porque ya se encarga la poli local.
—¿Ya está?
—Paul Loving está 10-98 a casa en el coche patrulla. Su hijo tiene un ataque de asma.
—Eso podrías olvidarte de ponerlo en el informe.
Steffie me miró con cara de reproche, como diciendo que me ahorrara mis lecciones sobre lo que era evidente.
—¿Qué pasa en el cobertizo B?
—Nada —dije—. Vaya, no gran cosa. Normalizándose. Yo me marcho. Si pasa algo a… —Del susto no acabé la frase.
—¡Sandy! —dijo ella—. ¿Te pasa algo?
Había estado a punto de decir Si pasa algo avisa a Tony Schoondist, como si no hubieran pasado veinte primaveras y el sargento de antes no babeara con la mente en blanco en una residencia de Statler, con viejas series de polis en la tele.
—No, nada —dije—. Si pasa algo avisa a Frank Soderberg. Es su turno.
—Descuida. Y buenas noches.
—Gracias, Steff, igualmente.
Cuando salí, el Bel-Aire rodaba lentamente hacia el camino de entrada con uno de los grupos que le gustan a Ned —Wilco, o puede que los Jayhawks— a todo trapo por los altavoces de encargo. Levanté la mano y él me devolvió el saludo. También me sonrió. Encantadoramente. Volvió a costarme entender que me hubiera enfadado tanto con él.
Me acerqué al cobertizo y adopté la pose de piernas abiertas, la de mirón de obras, que no sé por qué, pero siempre te da la sensación de ser un republicano a punto de arrojar todo su desprecio a los que se aprovechan de las prestaciones sociales, y a los extranjeros quemabanderas. Miré dentro. Ahí estaba el lastre de Troop D, silencioso debajo de la luz del techo, proyectando su sombra como si fuera algo cuerdo, bien gordote y lujoso, con sus neumáticos de franja blanca. Un volante muchísimo más grande de lo normal. Una piel que repelía el polvo y cicatrizaba sola (ahora menos deprisa que antes, pero seguía pasando). ¡Sólo gasolina! Lo había dicho aquel hombre antes de doblar la esquina, había sido su última palabra al respecto, y el Buick seguía donde siempre, una obra de arte que por alguna razón se ha quedado en una galería que ya no funciona. Se me puso piel de gallina en los brazos, y noté que se me apretaban los huevos. La boca me sabía a pelusa seca, como siempre que sé que está la cosa jodida. Con la mierda hasta la rodilla y subiendo, como decía Ennis Rafferty. No zumbaba ni brillaba, y la temperatura volvía a estar por encima de quince, pero noté que me arrastraba, que me susurraba que fuera a mirar. Me susurraba que podía enseñarme cosas, sobre todo ahora, estando los dos a solas. Viéndolo así se me aclaró una cosa: que me había enfadado con Ned porque tenía miedo por él. Claro. Verlo así, sentir aquel tirón como de marea en medio de la cabeza —latiéndome en las tripas, y en la entrepierna también—, era todo más fácil de entender. El Buick criaba monstruos. Sí, pero a veces seguías queriendo acercarte, como cuando estás en una altura y te apetece asomarte al borde, o cuando tienes ganas de mirar por el cañón de la pistola y ver el agujero del fondo convertido en un ojo. Un ojo que te mira, exclusivamente a ti. Esos momentos no tenía sentido interpretarlos de manera racional, ni intentar comprender aquella atracción neurótica. Lo mejor era apartarse del borde, volver a enfundar la pistola, subir al coche y alejarse del cuartel. Y del cobertizo B. Hasta quedar fuera del alcance de aquella voz susurrante y sutil. Hay ocasiones en que huir es una reacción totalmente razonable.
Sin embargo, me quedé un poco más, notando la vaga pulsación en la cabeza y alrededor del corazón, y mirando el Buick Roadmaster azul oscuro. Después retrocedí, respiré hondo el aire de la noche y levanté la vista hacia la luna hasta volver a sentirme yo del todo. Entonces caminé hacia mi coche, subí y arranqué.
En el Country Way no había demasiada gente. Hace una temporada que nunca está lleno, ni siquiera los viernes y sábados por la noche. Los restaurantes del Wal-Mart y del centro comercial nuevo de Statler están cargándose a los del centro, como cuando la nueva multisala de la 32 se cargó al Gem del centro, el cine de toda la vida.
Como siempre, me miraron al entrar. Claro que en realidad lo que miran es el uniforme. Un par de tíos —uno ayudante del sheriff, y el otro fiscal del condado— me saludaron y me dieron la mano. El fiscal me invitó a tomar algo con él y su mujer, pero dije que no, gracias, que había quedado con alguien. La idea de estar con gente, de tener que hablar más de lo que había hablado (aunque solo fuera por dar conversación), me daba náuseas.
Me senté en un reservado de los pequeños al fondo de la sala principal, y Cynthia Garris vino a tomarme el pedido. Era una rubia muy mona, de ojos muy grandes y bonitos. Al entrar la había visto haciéndole a alguien un sundae, y valoré que entre el momento de servirlo y el de traerme la carta se hubiera desabrochado el primer botón del uniforme, con el resultado de que se le veía el corazoncito de plata que llevaba en la base del cuello. No sabía si era por mí personalmente, o solo otra reacción al uniforme. Esperé que lo primero.
—Hombre, Sandy, ¿dónde te habías metido? ¿En el Oliver Garden? ¿En el Outback? ¿En el Macaroni Grille? ¿En alguno de esos? —Hizo ruido por la nariz, fingiendo desprecio.
—No, es que comía en casa. ¿Qué tienes del día?
—Pollo guisado, conchas rellenas con salsa de carne (las dos cosas un poco pesadas para una noche así, en mi humilde opinión) y bacalao frito. Por un dólar más comes todo lo que quieras. Ya conoces el sistema.
—Me parece que me conformo con un cheeseburger y una Iron City para bajarlo.
Lo apuntó en la libreta y luego me observó.
—¿Te encuentras bien? Tienes cara de cansado.
—Es que lo estoy. Aparte de eso, bien. ¿Esta noche has visto a alguien de Troop D?
—Antes ha pasado George Stankowski. Aparte de ti ha sido el único. Digo de polis. Bueno, los de allá, pero…
Se encogió de hombros, como queriendo decir que no eran polis de verdad. Yo, dicho sea de paso, estaba de acuerdo.
—Pues nada, si entran atracadores les pararé los pies solito.
—Mira, héroe, si dan el quince por ciento de propina, que roben, que roben —dijo ella—. Ahora te traigo la cerveza.
Y se fue, meneando su culito respingón debajo del nailon blanco.
Ya hacía tiempo que había muerto Pete Quinland, el primer dueño del garito, pero aún estaban los mini juke-boxes que había instalado en las paredes de los reservados. Las canciones estaban en una especie de librito, y encima había palanquitas cromadas para pasar de página. Eran aparatos antiguos, que ya no funcionaban, pero costaba resistirse a la tentación de toquetear las palancas, pasar las páginas y leer las canciones en las etiquetitas rosas. Más o menos la mitad eran del ídolo de Pete, la Voz: temas de los que hacen chasquear los dedos, como «Witchcraft» y «Luck Be a Lady Tonight». FRANK SINATRA, ponía en las etiquetitas rosas, y debajo, en letra más pequeña: THE NELSON RIDDLE ORCH. El resto era rock and roll, de esos éxitos del año de la castaña que se descuelgan de las listas y caen en el olvido; las típicas canciones que en las emisoras de canciones antiguas nunca acaban de ponerlas, aunque lo lógico sería que les hicieran un rinconcito; porque, bien pensado, ¿cuántas veces se puede escuchar «Brandy (You’re a Fine Girl)» sin ponerse a chillar? Fui hojeando las páginas del juke-box y mirando canciones que ya no sonarían al meter una moneda de veinticinco centavos. Que pasa el tiempo, chaval. Estándote quieto puedes oír su paso arrastrado y tristón.
Si pregunta alguien por el Buick 8 decid que está incautado. Lo había dicho Tony la noche de la reunión en la sala del fondo del local. Era después de haberse marchado las camareras, cuando ya nos servíamos solos las cervezas, llevábamos solos la cuenta y lo apuntábamos todo escrupulosamente, hasta el último centavo. Libertad bajo palabra. Y ¿por qué no? Éramos gente de honor cumpliendo nuestro deber tal como lo veíamos nosotros. Éramos y somos. La policía estatal de Pensilvania, vaya. Guerreros de la carretera, pero de los de verdad. Como decía Eddie —de más joven, y de más delgado—, más que un simple trabajo es una aventura, coño.
Pasé la página y encontré «Heart of Glass», de BLONDIE.
En este tema toda la discreción es poca. Más sabias palabras de Tony Schoondist, dichas mientras subían al techo las nubes azules de humo de cigarro. En esa época fumaba todo el mundo, con la posible excepción de Curt, y ya ves tú cómo acabó. Sinatra cantaba «One For My Baby» por los altavoces de arriba, y de las mesas empezaba a llegar un olor delicioso de cerdo a la brasa. Fe en la discreción, al menos en lo tocante al Buick, Tony la había tenido hasta la despedida a la francesa de su cerebro: primero simples pelotones de células grises huyendo al amparo de la noche, luego secciones enteras, y luego regimientos a pleno sol. Una vez me había dicho: Lo que no consta en acta no puede hacerte daño. Era la época, más o menos, en que ya estaba claro que el sucesor de Tony, el que se sentaría en su despacho, iba a ser yo, no Curt. ¡Abuelito, qué silla más grande tienes! ¿Y yo qué acababa de hacer? Pues pasar de discreciones, ¿no? Hasta el fondo. Abrir la boca y soltar la historia entera. Con una ayudita de mis amigos, with a little help from my friends, que dice la canción. Se lo habíamos contado a un chaval que aún estaba perdido en el parque de atracciones de la pena. Que a pesar de esa pena se moría de una curiosidad naturalísima. ¿Un chaval perdido? Es posible. En la tele las historias como las de Ned acaban bien, pero soy testigo de que en Statler, Pensilvania, la vida no se parece un carajo a los telefilmes lacrimógenos. Yo me había dicho que conocía los riesgos, pero ahora me preguntaba hasta qué punto. Porque nunca hacemos nada pensando que saldrá mal. No. Lo hacemos con la convicción de arreglar el puto día, y seis veces sobre diez pisamos la punta de un rastrillo escondido entre la hierba, se levanta el mango y ¡taca! Justo entre los ojos.
¿Qué pasó cuando diseccionasteis el murciélago? Contadme lo del pez.
Otra: «Pledging My Love», de JOHNNY ACE.
Despreciando todos mis esfuerzos —míos y de los demás— en el sentido de dar a entender que la clase no versaba sobre aprendizaje, sino sobre renuncia. Nada, él adelante caiga quien caiga. Qué raro que no nos hubiera leído los derechos, porque en el fondo la sesión había tenido tanto de interrogatorio como de contar historias de cuando aún vivía su padre. Vivo y joven ¿O no?
Aún me duraban las náuseas. Podía beberme la cerveza que me iba a traer Cynthia, y hasta era posible que me sentaran bien las burbujas, pero ¿comerme un cheeseburger? Lo dudaba. Desde la noche de la disección de la cosa-murciélago por Curtis habían pasado muchos años, pero ahora me acordaba. De cuando había dicho Esto se averigua deprisa y le había clavado el escalpelo en el ojo. El ojo había hecho ruido de reventarse, y luego se había deshinchado, cayéndose de la órbita como una lágrima negra. Tony y yo habíamos gritado. Con eso en la memoria, ¿cómo se suponía que tenía que comerme un cheeseburger? Ya basta. Esto no tiene sentido, había dicho yo; pero él ni caso. El padre era tan impermeable como el hijo a las verdades como puños. Ahora miramos el abdomen y ya está, había dicho; pero no, nunca estaba. Cortaba, pinchaba, investigaba, y el Buick había pagado sus desvelos con la muerte.
Me pregunté si el chaval lo sabía. Me pregunté si comprendía que el Buick Roadmaster había matado a su padre, igual que Huddie, George, Eddie, Shirley y Mr. Dillon a la monstruosidad que había salido gritando del maletero en 1988.
Otra: «Billy Don’t Be a Hero», de BO DONALDSON AND THE HEYWOODS. Desaparecida de las listas, y de nuestros corazones.
Contadme lo del murciélago, contadme lo del pez, contadme lo del extraterrestre con cabeza de hilos rosas, la cosa pensante, la cosa que apareció con algo parecido a una radio. Y habladme de mi padre, porque con él aún tengo cuentas pendientes. Cómo no voy a tenerlas, si cada vez que me pongo delante del espejo para afeitarme veo su vida en mi cara y su fantasma en mis ojos. Contádmelo todo… pero no me digáis que no hay respuesta. No os atreváis. Lo rechazo. Lo niego.
—Sólo gasolina —murmuré, y toqueteé un poco más deprisa las palanquitas metálicas del mini juke-box. Tenía la frente sudada, y el estómago peor que antes. Ojalá hubiera podido echarle la culpa a la gripe, o a haberme sentado algo mal, pero sabía que no se trataba de esas cosas—. Con gasolina va que te cagas.
Salieron «Indiana Wants Me», «Green-Eyed Lady» y «Love Is Blue». Canciones que se habían caído por alguna rendija, no sé cómo. «Surfer Joe», de los Surfaris.
Contádmelo todo, decidme las respuestas, decidme la única respuesta.
Había que reconocer que el chaval había sido claro sobre lo que quería. Lo había pedido con el egoísmo puro y sin contaminar de los perdidos, de los que están de luto.
Menos una vez.
Había empezado a preguntar algo del pasado… y de repente había cambiado de idea. ¿De qué se trataba? Lo busqué a tientas y noté que el muy pillo rehuía mis manos. En esos casos no vale la pena perseguirlo. Hay que apartarse y dejar que acuda el recuerdo por su propia voluntad.
Fui pasando al derecho y al revés las páginas del juke-box que ya no funcionaba. Etiquetitas rosas como lenguas.
«Polk Salad Annie», de TONY JOE WHITE, y «Cuéntame lo del Año del Pez».
«When», de THE KALIN TWINS, y «Cuéntame lo de la reunión, cuéntamelo todo, cuéntamelo todo menos lo único que podría agitar bandera roja en tu desconfiado cerebro de poli…».
—Toma, tu cerveza… —empezó Cynthia Garris, pero se le cortó la respiración.
Yo aparté la mirada de las palanquitas metálicas (el movimiento de páginas detrás del cristal casi había acabado hipnotizándome). Cynthia me miraba con una mezcla de espanto y fascinación.
—Sandy, cariño… ¿Tienes fiebre? Porque estás chorreando sudor.
Entonces se me ocurrió. Al contarle lo del picnic del día del Trabajo de 1979. Cuanto más hablábamos, más bebíamos, había dicho Phil Candleton. Tuve dolor de cabeza dos días.
—¿Sandy?
Cynthia con una botella de Iron City y un vaso. Cynthia con el primer botón del uniforme desabrochado, para enseñarme su corazón. Es una manera de decir Presente, pero sin estarlo. En ese momento estábamos separados por varios años de distancia.
Tanto hablar y ni una conclusión, había dicho yo. Luego habíamos pasado a otro tema —entre ellos al de la granja de los O’Day—, hasta que de repente el chaval había preguntado… había empezado a preguntar…
Sandy, ¿el día del picnic alguien dijo algo de…?
Y había dejado la pregunta a medias.
—¿Alguien dijo algo de destruirlo? —dije yo—. Es la pregunta que no ha acabado de hacer. —Miré la cara asustada y preocupada de Cynthia Garris—. Ha empezado a preguntarlo pero se ha callado.
¿Qué me había creído, que al final de la sesión de cuentos el hijo de Curt se iría a casa? ¿Que renunciaría tan fácilmente? Cuando llevaba recorridos más o menos dos kilómetros de carretera, me había cruzado con unos faros en dirección contraria, la de vuelta al cuartel, y a bastante velocidad, aunque sin pasarse del límite. ¿Detrás de los faros iba el Bel-Aire de Curt Wilcox? ¿Y al volante el hijo de Curt Wilcox? ¿Había vuelto nada más estar seguro de que nos habíamos marchado?
Pensé que sí.
Cogí la botella de Iron City de la bandeja de Cynthia, y vi mi brazo extenderse, y mi mano cogiendo el cuello, como se ve uno mismo en sueños. Noté entre los dientes la fría anilla del cuello de la botella, y pensé en George Morgan en su garaje, sentado en el suelo y oliendo la hierba cortada con su cortacésped. Aquel olor verde tan agradable. Me bebí entera la cerveza. Luego me levanté y dejé un billete de diez en la bandeja de Cynthia.
—¿Sandy?
—No puedo quedarme a comer —dije—. He olvidado algo en el cuartel.
Tenía una luz Kojak de pilas en la guantera de mi coche. La monté en el techo nada más salir del pueblo, puse el coche a ciento treinta y confié en que la luz roja hiciera apartarse a los demás. No había casi nadie. Los días laborables, la gente del oeste de Pensilvania suele volver temprano a casa. El cuartel solo quedaba a seis kilómetros, pero tuve la sensación de que tardaba una hora. No se me iba de la cabeza mi eterno sobresalto al ver entrar en el cuartel a la hermana de Ennis —el Dragón—, debajo de aquella montaña de pelo que parecía un pajar, con cantidades industriales de henna. Siempre pensaba Sal, que estás demasiado cerca. Y ni siquiera me caía bien. ¡Cuánto peor sería tener que dar la cara con Michelle Wilcox, sobre todo si estaban con ella las gemelas!
Enfilé demasiado deprisa el camino de entrada, igual que Eddie y George diez años antes, cuando querían desembarazarse de su desagradable prisionero para poder ir a Poteenville, donde al parecer se quemaba medio mundo. Mi cabeza era un absurdo guirigay de títulos de canciones viejas («I Met Him On a Sunday», «Ballroom Blitz», «Sugar Sugar»…). Era una tontería, pero más valía eso que preguntarme qué haría si había vuelto el Bel-Aire pero estaba vacío; qué haría si Ned Wilcox había desaparecido de la faz de la tierra.
Sí que estaba el Bel-Aire. Lo sabía. Ned lo había aparcado donde antes había estado la camioneta de Arky. Y estaba vacío. Me di cuenta al iluminarlo con los faros. Entonces se me cayeron de la cabeza los títulos de canciones, sustituidos por una frialdad y un estar dispuesto a todo. Es la típica sensación que se presenta sola, con las manos vacías y sin planes, dispuesta a improvisar.
El Buick se había apoderado del hijo de Curt. En el mismísimo instante en que estábamos con él en el banco, dedicándole a su padre un peculiar velatorio de nuestra cosecha y haciendo esfuerzos por ser amigos suyos, el Buick había tendido su mano invisible y se había apoderado de él. Si quedaba alguna posibilidad de recuperarle, me convenía no cagarla pensando demasiado.
Steff, que debía de haberse alarmado al ver solo un faro Kojak en vez de las luces habituales, sacó la cabeza por la puerta trasera.
—¿Quién es? ¿Quién es?
—Yo, Steff. —Salí del coche dejándolo aparcado tal cual, con la luz roja parpadeando en el techo, del lado del conductor. Al menos si venía alguien por detrás no me lo abollaría—. Vuelve a entrar.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Él ha dicho lo mismo.
Señaló el Bel-Aire y se marchó indignada.
Fui corriendo hacia la puerta de persiana del cobertizo B, a la luz intermitente del Kojak. ¡Cuántos momentos de mi vida iluminados por luces de sirena! Cuando paras o iluminas a alguien con ellas, siempre se asusta. No tiene ni idea del efecto que pueden llegar a producirnos a nosotros. Ni de lo que hemos visto a su luz.
Siempre dejábamos luz encendida en el cobertizo, pero ahora, dentro, había más que la de una simple bombilla, y la puerta lateral estaba abierta. Pensé desviarme hacia ella, pero al final no cambié de trayectoria. Lo primero era echarle un vistazo al campo de juego.
Lo que más miedo había tenido de ver era el Buick y nada más que el Buick. Al mirar descubrí algo merecedor de aún más miedo. El chaval estaba sentado al enorme volante del Roadmaster, con el pecho hundido. En vez de camisa solo había una ruina sanguinolenta. Empezaron a fallarme las piernas, hasta que me di cuenta de que lo que veía no era sangre. Quizá no fuera sangre. La forma era demasiado regular. Justo debajo del cuello redondo de la camiseta azul de Ned había una línea recta roja… y esquinas… ángulos rectos…
No, no era sangre.
El bidón de gasolina que tenía Arky para el cortacésped.
Detrás del volante, Ned cambió de postura, y apareció una de sus manos. Se movía lenta, soñadoramente. Tenía cogida una Beretta. ¿Se había paseado en coche con la pistola de su padre en el maletero del Bel-Aire? ¿En la guantera, incluso?
Decidí que no importaba. Estaba sentado en aquella trampa mortal con gasolina y una pistola. O te cura o te mata, pensé. Nunca se me había ocurrido que pudiera intentar las dos cosas a la vez.
No me veía. Lo lógico habría sido que sí —desde donde estaba sentado, mi cara blanca de susto llenando el espacio de una de las ventanillas debía de ser muy visible—, y que también viera la luz roja intermitente que se proyectaba desde el techo de mi coche. No veía nada. Estaba igual de hipnotizado que Huddie Royer al tomar la decisión de meterse en el maletero del Roadmaster y cerrar la tapa. Hasta de fuera lo notaba yo. Aquella pulsación de marea. Aquella vivacidad. Contenía palabras, incluso. Supongo que es posible que me las inventara, pero casi no tiene importancia, porque lo que las engendraba era la pulsación, el latido que todos habíamos notado alrededor del Buick desde el principio. Un latido que algunos —entre ellos el padre de aquel joven— habían acusado con más fuerza que otros.
Entra o quédate fuera, me dijo la voz de mi cabeza, con una indiferencia total, escalofriante. Yo voy a llevarme a uno o dos, y luego duermo. Es el último daño que haré. A uno o dos, me da igual.
Levanté la vista hacia el termómetro redondo montado en la viga. Antes de marcharme al Country Way, la aguja roja indicaba dieciséis, pero ahora había bajado a catorce. Seguí mirando con la impresión de que la veía bajar aún más, y de repente surgió un recuerdo tan nítido que me dio miedo.
Había sido en el banco de fumadores. Yo fumaba, y Curt solo estaba sentado. En los seis años desde que la prohibición de fumar se había hecho extensiva al mismísimo cuartel, el banco de fumadores había ido revistiendo una importancia singular. Era donde íbamos a comparar notas sobre los casos que llevábamos, resolver problemas de turnos y reflexionar sobre los planes de jubilación. En el banco de fumadores me había dicho Carl Brundage que su mujer se separaba y se llevaba a los niños. No le había temblado la voz, pero hablaba con lágrimas en las mejillas. Tony, sentado entre Curt y yo («Jesucristo y los dos ladrones», había dicho con una sonrisa sardónica), nos había explicado que cuando se jubilara y dejara el cargo vacante me ascendería a mí a sargento jefe. Si quería, claro. Con una chispita en los ojos, señal de que sabía de sobra que sí. Curtis y yo habíamos asentido con la cabeza y no habíamos dicho gran cosa. El banco de fumadores también había sido el escenario de la última discusión entre Curt y yo sobre el Buick 8. ¿Cuánto faltaba para que muriera? Me di cuenta con un escalofrío de que podía haber sido el mismo día. Era una manera de explicar que me desasosegara tanto la nitidez del recuerdo.
¿Piensa?, había preguntado Curt, refiriéndose al Buick. Me acordé de que el sol de la mañana le daba mucho en la cara, y de que tenía —creo— una taza de café en la mano. ¿Observa y piensa? ¿Espera la oportunidad? ¿Escoge los momentos?
Estoy casi seguro de que no, había contestado yo, pero no las tenía todas conmigo. Porque casi, cubre mucho territorio, ¿verdad? Es posible que la única palabra que cubra más sea sí.
Pero se reservó la función más terrorífica para cuando aquí no había casi nadie, había dicho el padre de Ned. Pensativo. Dejando el café para girar entre las manos su Stetson, vieja costumbre suya. Si era verdad lo del día, al sombrero le faltaban menos de cinco horas para salir volando de la cabeza de Curtis y aterrizar ensangrentado entre las malas hierbas, donde posteriormente lo encontrarían entre envoltorios de McDonald’s y latas vacías de Coca-Cola. Como si lo supiera. Como si fuera capaz de pensar. De observar. De esperar.
Yo me había reído. De esas risas bruscas, ja ja, que en el fondo no son humorísticas. Le dije que el tema le había trastornado. Le dije: Pronto me dirás que mandó un rayo o no sé qué para que aquel camión cisterna de Norco chocara con el autobús escolar.
No contestó verbalmente, pero su manera de mirarme contenía una pregunta: ¿Cómo sabes que no?
Yo, entonces, le había hecho la pregunta del chaval. Le había preguntado…
Una alarma se disparó en mi cabeza, muy difusa y muy al fondo. Me aparté de la ventana y me tapé la cara con las manos, como si no ver el Buick fuera una manera de no sentir aquel dolor. Y de no ver a Ned, tan blanco y perdido detrás del enorme volante. Se había apoderado de él, y justo ahora, durante unos segundos, se había apoderado de mí. Había intentado distraerme con muchos recuerdos inservibles, viejos. Daba igual que hubiera esperado conscientemente la oportunidad de ir por Ned, o que no. Lo importante era que dentro la temperatura bajaba deprisa, casi en caída libre, y si mi intención era actuar había llegado el momento.
Quizá te conviniera buscar refuerzos, susurró aquella voz en mi cabeza. Sonaba igual que la mía, pero no lo era. Por ejemplo alguien del cuartel. Yo de ti iría a mirar. No es que me importe, ¿eh? Lo que me importa es volver a hacer daño antes de dormir. En el fondo es lo único que me importa. ¿Por qué? Pues porque puedo, tío. Así de simple.
Lo de los refuerzos parecía buena idea. La idea de entrar solo en el cobertizo B, y de acercarme al Buick en su presente estado, me daba un miedo atroz. Lo que me puso en marcha fue saber que yo era el causante de todo, el que había abierto la caja de Pandora.
Fui corriendo a la barraca sin detenerme en la puerta lateral, y eso que noté un olor muy fuerte y cargado a gasolina. Ya sabía lo que había hecho Ned, Solo quedaba por saber cuánta gasolina había derramado debajo del coche, y cuánta había dejado en el bidón.
La puerta de la barraca estaba cerrada con candado. El candado había pasado muchos años abierto, con la pieza curvada de acero un poco metida en el orificio, lo justo para que no se abriera con un golpe de viento. Ahora volvía a estar abierto. Juro que es verdad. En el exterior no es que fuera mediodía, pero por la puerta lateral del cobertizo, que estaba abierta, salía bastante luz Para ver bien el candado. Justo cuando iba a tocarlo la barra se insertó en el cuerpo principal, oyéndose un clic muy ligero. Lo vi… y también lo noté. Por breves instantes, la pulsación de mi cabeza se agudizó y se concentró. Había sido como un esfuerzo físico brusco.
Yo tengo dos llaveros: uno de llaves de poli y otro con las personales. En el «oficial» había unas veinte, y recurrí a un truco que me había enseñado hacía mucho tiempo Tony Schoondist. Dejé caer las llaves en la palma de una mano, tal cual, como Palillos chinos, y luego las palpé sin mirar. No siempre funciona, pero esta vez sí, supongo que porque la llave del candado de la barraca era más pequeña que todas las demás, menos la de mi armario de la planta baja, y la llave del armario tiene cabeza cuadrada.
Oí que empezaba el zumbido, muy débil. Se oía muy lejos, como el ruido de un motor enterrado, pero se oía.
Cogí la llave que habían encontrado mis dedos y la encajé en el candado. La barra de acero saltó. Retiré el candado y lo arrojé al suelo. Luego abrí la puerta de la barraca y entré.
El pequeño espacio de almacenaje contenía un calor inmóvil y explosivo, como sólo se encuentra en los desvanes, los cobertizos y los cubículos que se quedan cerrados mucho tiempo en época de calor. Últimamente no entraba casi nadie, pero las cosas que se habían acumulado con los años (entre las que se había tenido la prudencia de renovar los artículos inflamables, con la excepción de la pintura y el diluyente) seguían en su sitio. Las distinguí con la poca luz que había. Pilas de revistas, casi todas de las que leen los hombres (las mujeres se creen que nos gusta mirar mujeres desnudas, pero sospecho que disfrutamos más mirando herramientas). El taburete de cocina con el asiento arreglado con cinta aislante. La cámara de vídeo, que seguro que tenía gastada la batería, en el estante de siempre, al lado de la vieja caja de cintas vírgenes. En una pared había un adhesivo de coche: APOYE A LOS DISMINUIDOS PSÍQUICOS. INVITE A COMER A UN AGENTE DEL FBI. Noté olor a polvo. En mi cabeza no dejaba de fortalecerse la pulsación que era la voz del Buick.
En la pared había una bombilla y un interruptor, pero ni siquiera lo probé, intuyendo que o la bombilla estaba fundida o el interruptor aún daba bastante guerra para meterme en el cuerpo un calambre del copón.
Se cerró la puerta a mis espaldas, obstruyendo la luz de la luna. Era imposible, porque cuando la dejabas a su aire siempre basculaba hacia afuera. Lo sabíamos todos. Por eso trabábamos el cierre con el candado. Sin embargo, estaba siendo una noche de dos imposibles al precio de uno. La fuerza que habitaba el Buick quería dejarme a oscuras. Quizá lo considerara una manera de ponerme obstáculos.
Craso error. Yo ya había visto lo que me hacía falta: el rollo de cuerda amarilla, que aún colgaba de la pared, debajo del adhesivo del chiste y al lado de unos cables de arranque olvidados. También vi algo más, algo que había puesto Curt Wilcox cerca de la cámara de vídeo poco después de la aparición del extraterrestre de los filamentos rosas.
Lo cogí, me lo metí en el bolsillo trasero y descolgué el rollo de cuerda de la pared. Luego salí escopeteado. Estuve a punto de gritar, porque delante tenía un bulto negro. Durante un momento de locura, estuve seguro de que era el hombre de la gabardina y el sombrero negros, el de la oreja deforme y el acento ruso. Sin embargo, cuando habló, el coco tenía un acento cien por cien Lawrence Welk.
—Ha vuelto el puto crío —susurró Arky—. Ya estaba a medio camino de casa y ¡zas! Doy media vuelta. No sé cómo, pero lo sabía. Ha si…
Le interrumpí en ese punto, le dije que no me siguiera y volví corriendo al cobertizo B, cuya esquina rodeé con la cuerda enrollada en el brazo.
—¡No entres, sargento! —dijo Arky. Es posible que quisiera gritar, pero tenía demasiado miedo para hacer grandes proezas en cuestión de volumen—. Ha echado gasolina y tiene una pistola. Lo he visto.
Me planté delante de la puerta y con la cuerda empecé a atar un cabo en el gancho que había, y que era muy fuerte. En vez de seguir le pasé el rollo a Arky.
—¿Tú lo notas, Sandy? —preguntó él—. Y ha vuelto a joderse la radio; solo se oye estática. He oído a Steff por la ventana, insultándola.
—Da igual. Haz un nudo con la punta de la cuerda. Usa el gancho.
—¿Eh?
—Ya me has oído.
Yo, que tenía sujeto el bucle del otro extremo de la cuerda, me lo pasé por el cuerpo, me lo subí hasta la cintura y lo ajusté. Era un nudo corredizo que había hecho Curt, y que se cerró sin dificultad.
—Sargento, no puedes hacerlo.
Arky intentó cogerme por el hombro, pero la verdad es que sin fuerza.
—Tú haz el nudo y aguanta —dije—. No entres pase lo que pase. Si… —Pero no, no iba a decir si desaparecemos; esas palabras no quería oírlas de mi boca—. Si pasa algo, dile a Steff que emita un código D en cuanto se despeje la estática.
—¡Pero bueno! —En boca de Arky se parecía más a «¡Bero bueeeno!»—. ¿Tú estás loco o qué? ¿No lo notas?
—Sí que lo noto —dije.
Y entré. De camino iba sacudiendo la cuerda para que no se enganchara. Me sentía como un buzo bajando a profundidades desconocidas, y vigilando el tubo del aire no porque crea en serio que sirva de algo vigilarlo, sino como una manera de estar ocupado y no pensar en lo que pueda estar nadando en la oscuridad de alrededor, justo donde no alcanza tu luz.
El Buick 8, nuestro secretito, tan gordo y lujoso con sus neumáticos de franja blanca, zumbaba muy adentro, en sus cavernas interiores. La pulsación era más fuerte que el zumbido, y yo, ahora que estaba dentro, noté que interrumpía sus tibios esfuerzos por no dejarme entrar. Ahora, en vez de empujar con su mano invisible, estiraba.
El chaval estaba sentado al volante con el bidón de gasolina en el regazo, las mejillas y la frente blancas, y la piel tersa y brillante en esas mismas zonas. Al acercarme, su cabeza pivotó en su cuello con lentitud de robot, y me miró. Tenía los ojos muy abiertos y negros. Era la mirada estúpidamente serena de los que están muy drogados, o de los que tienen el cuerpo destrozado. La única emoción que quedaba en sus ojos era una tozudez tremenda, cansada; la misma insistencia adolescente en que tenía que haber una respuesta, y él tenía que saberla. Tenía derecho. Que era, claro, lo que había usado el Buick. Lo que había usado contra él.
—Ned.
—Yo de ti saldría, sargento. —Pronunciando bien cada sílaba, pausadamente—. No queda mucho tiempo. Ya viene. Parecen pasos.
Y tenía razón. De repente fui presa del pánico. Quizá el zumbido fuera de alguna clase de maquinaria. Casi seguro que la pulsación era una especie de telepatía. Aquello, sin embargo, era otra cosa, la tercera.
Venía algo.
—Ned, por favor. No puedes entender qué es, y matarlo está claro que menos. Lo único que puedes hacer es que te chupe como una aspiradora aspirando el polvo. Entonces tu madre y tus hermanas se quedarían solas. ¿Es lo que quieres? ¿Dejarlas solas con mil preguntas que nadie puede contestar? Me cuesta creer que pueda ser tan egoísta el mismo chaval que vino aquí con tantas ganas de buscar a su padre.
La última frase le hizo mover un poco los ojos, como cuando alguien está muy concentrado y oye un ruido fuerte en el edificio de al lado. Después recuperaron su anterior serenidad.
—Este jodido coche mató a mi padre —dijo.
Con calma. Con paciencia, incluso.
Yo no pensaba discutírselo.
—Vale, puede que sí. Puede que en cierto sentido tenga tanta culpa de lo que le pasó a tu padre como Bradley Roach. Pero ¿eso quiere decir que también tiene permiso para matarte a ti? ¿Qué es, Ned, una oferta de dos por uno?
—Voy a matarlo —dijo. Por fin aparecía algo en sus ojos, quebrando su superficie serena. Era más que rabia. Me pareció una especie de locura. Levantó las manos. En una tenía la pistola, y en la otra un encendedor de cocina—. Antes de que me chupe le incendiaré el puto transportador. Así no volverá a abrirse la puerta por este lado. Paso número uno. —Lo dijo con la temible, la inconsciente arrogancia de la juventud, con la convicción de que la idea no se le había ocurrido a nadie antes que a él—. Y si sobrevivo a la experiencia mataré a lo que esté esperando al otro lado. Será el paso número dos.
—¿Esperando? —Caí en la cuenta de la barbaridad de sus premisas, y me quedé pasmado—. ¡Pero Ned, por Dios!
Ahora la pulsación era más fuerte. El zumbido también. Noté que se me pegaba a la piel el frío anómalo que distinguía los períodos de actividad del Buick. Y vi luz púrpura, una luz que al principio brotaba en el aire justo encima del volante gigante, y que luego empezó a resbalar por su superficie. Venía. Sí, venía. Diez años antes ya habría llegado. Puede que hasta cinco. Ahora tardaba un poco más.
—¿Qué crees, Ned, que habrá una fiesta de bienvenida? ¿Esperas que manden al Excelentísimo Presidente del Pueblo de la Piel Amarilla y el Pelo Rosa? ¿O al Emperador del Universo Alternativo, a decirte hola y entregarte las llaves de la ciudad? ¿Tú crees que se molestarían? ¿Para qué? ¿Por un chaval que es incapaz de aceptar el hecho de que su padre ha muerto, y seguir con su propia vida?
—¡Cállate!
—¿Sabes qué creo?
—¡Me da igual lo que creas!
—Creo que lo último que verás será muy poca cosa, justo antes de asfixiarte con lo que respiren.
Volvió a encendérsele una chispa de duda en la mirada. Una parte de él quería imitar a George Morgan y acabar de una vez, pero también había otra parte, a la que quizá ya no le importara tanto Pitt, pero que seguía teniendo ganas de vivir. Y por encima de las dos, por encima, por debajo y alrededor, atándolo todo, la pulsación y la voz queda llamando. Ni siquiera era seductora. Se limitaba a arrastrarte.
—¡Sargento, sal! —dijo Arky.
Yo no le hice caso y seguí mirando al hijo de Curt a los ojos.
—Ned, usa el cerebro que te ha llevado a donde estás. Por favor.
Sin gritarle, pero levantando la voz para que me oyera por encima del zumbido, cada vez más intenso. Al mismo tiempo toqué lo que me había guardado en el bolsillo trasero.
—Puede que la cosa donde estás sentado esté viva, pero sigue sin ser una razón para que pierdas tu vida. ¿No te das cuenta de que en el fondo es como cualquier planta carnívora? Contra algo así no hay venganza posible. Cero. No tiene cerebro.
Empezó a temblarle la boca. Era un inicio, pero pensé que ojalá soltara la pistola, o que como mínimo la bajara. Luego estaba el encendedor de cocina, con menos peligro que la automática, pero que también tenía el suyo; yo, junto a la puerta del conductor, pisaba gasolina, y había bastantes emanaciones para que me lloraran los ojos. El resplandor violeta había empezado a tejer perezosos hilos de luz por los mandos del falso salpicadero, y a llenar el dial del indicador de velocidad, haciendo que pareciera la burbuja del nivel de los carpinteros.
—¡Mató a mi padre! —exclamó Ned con voz de niño, pero no me lo decía a mí. No conseguía encontrar al objetivo de sus acusaciones. Era, precisamente, la causa de su desespero.
—No, Ned. Mira, te digo una cosa: si este coche, esta tontería, pudiera reírse se estaría riendo. Al final no cazó al padre de la manera que quería (como a Ennis y Brian Lippy), pero ahora tiene al hijo muy a tiro. Si Curt lo sabe, si lo ve, debe de estar revolviéndose en su tumba. Todo lo que le daba miedo, todo lo que luchó por impedir. Vuelve a pasar todo igual. Y a su propio hijo.
—¡Cállate, cállate!
Le rebosaban lágrimas por los párpados.
Me agaché y acerqué la cara al resplandor violeta (que aumentaba), al frío que brotaba. Acerqué mi cara a la de Ned, donde por fin la resistencia se desmoronaba. Solo faltaba otro golpe. Me saqué del bolsillo trasero el tubo que había cogido en la barraca, me lo aguanté en la pierna y dije:
—Debe de oírlo reírse, Ned; debe de saber que es demasiado tarde…
—¡No!
—… que no puede hacer nada. Nada de nada.
Levantó las manos para taparse las orejas, con la pistola en la izquierda, el encendedor de cocina en la derecha, el bidón de gasolina en equilibrio entre los muslos y una niebla de color lavanda borrándole las piernas por debajo de las espinillas; el resplandor, mientras tanto, subía como el agua en un pozo, y no es que lo que yo había conseguido fuera fabuloso —no le había desequilibrado tan completamente como me habría gustado—, pero tendría que servir. Quité la tapa del spray con el pulgar, solo tuve una fracción de segundo para preguntarme si después de tantos años de desuso en el estante de la barraca quedaba algún resto de presión, y luego se lo disparé a la cara. Era de esos de defensa personal.
Ned pegó un alarido de sorpresa y dolor al recibir el spray en los ojos y la nariz. Su dedo apretó el gatillo de la Beretta de su padre. Dentro del cobertizo la detonación fue ensordecedora.
—¡Hos-TIA! —oí exclamar a Arky, con los oídos zumbándome.
Cogí el tirador de la puerta, y en ese momento bajó solo el pitorro del seguro, igual que la barra del candado en la puerta de la barraca. Entonces metí el brazo por la ventanilla abierta y di un puñetazo al lateral del bidón de gasolina. Saltó del regazo del chaval, que estaba en plenas convulsiones, se hundió en la brumosa luz violeta que subía del suelo del coche y desapareció. Tuve la sensación fugaz de que rebotaba, como cuando tiras algo desde muy arriba. Volvió a dispararse la pistola, y noté la bala. La verdad es que no había pasado cerca —Ned seguía disparando a ciegas al techo del Buick, y hasta dudo que fuera consciente de disparar—, pero cuando notas moverse el aire por el paso de una bala es que ha pasado demasiado cerca.
Palpé la puerta por dentro, acabé encontrando el tirador interior y lo estiré. Si no se levantaba, no sabría muy bien qué hacer —Ned era demasiado grande y pesado para sacarle por la ventanilla—, pero se levantó, y la puerta se abrió. Entonces brotó un fogonazo violeta de donde habían estado las planchas del suelo del Roadmaster, saltó ruidosamente la tapa del maletero y empezó el estirón de verdad. Como una aspiradora aspirando el polvo, había dicho yo, pero sin saber de la misa la mitad. De repente el latido pegó un acelerón y se convirtió en un martilleo feroz y arrítmico, como olas precursoras antes del tsunami que lo destruirá todo. La sensación era de un viento que procedía del interior, y que en vez de empujar estiraba; un viento que quería sacarte los ojos de las órbitas y despellejarte la cara, pero a mí no se movía ni un pelo de la cabeza.
Ned chilló. De repente se le bajaron las manos, como si tuviera atadas cuerdas invisibles en las muñecas y alguien las estirara desde abajo. Empezó a hundirse en el asiento, con la salvedad de que éste ya no existía con precisión. Estaba desapareciendo, disolviéndose en la burbuja borrascosa de luz violeta ascendente. Le agarré por las axilas, tiré de él y retrocedí a trompicones, primero un paso y luego dos. Combatiendo la increíble tracción de la fuerza que intentaba chuparme por la garganta morada en que se había convertido el interior del Buick. Caí de espaldas con Ned encima. Las perneras de los pantalones se me empaparon de gasolina.
—¡Tira! —le grité a Arky.
Me impulsé con los pies, intentando alejarme a rastras del Buick y de la luz que salía. Mis pies no acababan de conseguir buen agarre. Resbalaban con la gasolina.
Ned sufrió un estirón hacia la puerta abierta del conductor con tanta fuerza que casi me fue arrebatado de las manos. Al mismo tiempo noté que la cuerda me apretaba la cintura. Los dos sufrimos un tirón muy brusco hacia atrás, mientras yo afianzaba las manos en el pecho de Ned. Aún tenía cogida la pistola, pero el brazo se le extendió y el arma le resbaló de la mano. Se la tragó la luz morada y palpitante del interior del coche, y me pareció oír que en plena desaparición se disparaba sola otras dos veces. Al mismo tiempo pareció debilitarse un poco la succión que sentíamos nosotros. Quizá bastante para aprovechar el momento y escapar, abandonar el escenario sin perder más tiempo.
—¡Tira! —le grité a Arky.
—¡Jefe, que ya tiro todo lo que…!
—¡Tira más fuerte!
Se produjo otro tirón brutal que me cortó la respiración, porque el lazo de Curtis me comprimía el estómago. Lo siguiente fue ponerme de pie y retroceder con pasos torpes, sujetando al chaval. Ned intentaba respirar con los ojos hinchados y apretados, como los de un boxeador que lleva doce de los quince rounds recibiendo leña. Me parece que no vio lo que pasaba luego.
El interior del Buick había desaparecido. Lo había vaciado la luz violeta. Acababa de abrirse algún conducto imposible de describir y de conocer. Mis ojos veían una garganta infectada que se comunicaba con otro mundo. Estuve a punto de quedarme paralizado el tiempo suficiente para que volviera a captarme la succión y me absorbiera —a mí y a Ned—, pero entonces Arky pegó un grito estridente:
—¡Ayúdame, Steff! ¡Ven pitando y ayúdame, por lo que más quieras!
Steff debió de hacerle caso, porque no habían pasado ni dos segundos cuando a Ned y a mí nos estiraron hacia atrás como a dos peces con el anzuelo bien clavado.
Volví a caerme y me di un golpe en la cabeza, notando que la pulsación y el zumbido se habían combinado en un bramido que a juzgar por la sensación debía de estar taladrándome el cerebro. El Buick había empezado a parpadear como un letrero luminoso, y la luz cegadora del maletero vomitó una oleada de escarabajos con el caparazón verde, que al caer en el suelo corrieron un poco y murieron. Una vez más, la succión sacó ventaja, y empezamos a movernos otra vez hacia el Buick. Era como estar a merced de unas corrientes de fondo tremebundas. Adelante, atrás, adelante, atrás…
—¡Ayúdame! —le berreé a Ned en la oreja—. ¡O me ayudas o estamos perdidos!
Para entonces ya pensaba que probablemente estábamos perdidos, con o sin la colaboración de Ned.
Ned estaba ciego, pero no sordo, y había decidido que quería seguir viviendo. Apoyó en el suelo de cemento sus zapatillas y se impulsó hacia atrás con todas sus fuerzas, salpicando gasolina con los patinazos de los talones. Al mismo tiempo, Arky y Stephanie Colucci dieron otro estirón vigoroso a la cuerda. Salimos disparados casi metro y medio hacia la puerta, pero luego volvió a campar por sus fueros la corriente de fondo. Conseguí pasarle a Ned por el pecho un poco de cuerda suelta, atándole a mí para bien o para mal. Después el Buick recuperó el terreno que le habíamos ganado, y más. Nos desplazaba lentamente, pero con una persistencia terrorífica. Yo notaba en el pecho una presión claustrofóbica que me impedía respirar. En parte se debía a tener la cuerda enrollada, y en parte a la sensación de que me pellizcaba, me manoseaba y me zarandeaba una gigantesca mano invisible. No quería acabar en el sitio que había visto, pero si nos acercábamos más al coche no me salvaba nadie. Ni a mí ni a Ned. Cuanto más cerca estábamos, más fuerte se volvía la atracción. Pronto partiría la cuerda amarilla de nailon como si fuera hilo mojado, y los dos saldríamos bien atadnos. Directos a aquella asquerosa garganta morada, y a lo que hubiera al fondo.
—¡Última oportunidad! —berreé—. ¡Tirad a la de tres! Uno… dos… ¡TRES!
Arky y Stephanie, que estaban fuera hombro con hombro, justo al lado de la puerta, se emplearon a fondo. Ned y yo empujamos con los pies. Salimos disparados hacia atrás, y esta vez llegamos a la puerta antes de que volviera a atraparnos la fuerza tan inexorablemente como el imán a las limaduras de hierro.
Rodé de costado.
—¡Ned, el marco de la puerta! ¡Cógete al marco!
Ned extendió el brazo izquierdo en toda su longitud, sin mirar. Su mano tanteó.
—¡A tu derecha, chaval! —exclamó Steff—. ¡Tu derecha!
Ned encontró la jamba de la puerta y se aferró a ella. A nuestras espaldas, el Buick soltó otro fogonazo morado descomunal, y yo noté que la atracción subía un grado más. Era como una especie de gravedad nueva y horrible. La cuerda que tenía atada al pecho se había convertido en una cinta de acero, y no había manera de respirar ni gota de aire. Se me hinchaban los ojos y los dientes me palpitaban en las encías. Parecía tener los intestinos hechos un nudo en la base de la garganta. La pulsación me llenaba la cabeza, expulsando el pensamiento consciente. Empecé otra vez a resbalar hacia el Buick con los tacones de los zapatos derrapando en el cemento. Dentro de nada me deslizaría, y después volaría, como un pájaro chupado por la turbina de un avión. Y arrastraría a Ned conmigo, seguro que con astillas de la jamba clavadas debajo de las uñas. No tendría más remedio que acompañarme. Mi metáfora sobre las cadenas se había convertido en realidad literal.
—¡Sandy, cógeme la mano!
Estiré el cuello para mirar, y no acabó de sorprenderme ver a Huddie Royer con Eddie detrás. Habían vuelto. Tardando sin la celeridad de Arky, pero habían vuelto. Y no porque Steff les hubiera transmitido un código D, porque iba cada uno en su propio coche y encima las comunicaciones radiofónicas del cuartel estaban escacharradas, al menos de momento. No, venían porque… pues porque venían.
Huddie estaba de rodillas en la puerta, cogido con una mano para no ser absorbido. No se le movía el pelo, ni se le arrugaba la camisa, pero se tambaleaba como alguien resistiendo un vendaval. Eddie estaba detrás, en cuclillas y mirando por encima del hombro de Huddie. Debía de tenerle cogido por el cinturón, aunque eso yo no lo veía. La otra mano me la tendía a mí. La cogí como alguien ahogándose. Que era como me sentía: como alguien ahogándose.
—Ahora tirad, coño —les gruñó Huddie a Arky, Eddie y Steff Colucci. Sus ojos reflejaban los chispazos rojos del Buick—. Hasta que reventéis.
A ese extremo quizá no llegaran, pero tiraron mucho y salimos rodando por la puerta como el corcho de una botella. Aterrizamos hechos un amasijo, con Huddie debajo. Ned jadeaba con la cara apoyada en mi cuello. El contacto de su mejilla y su frente quemaba como brasas. Noté sus lágrimas.
—¡Sargento, por lo que más quieras, sácame el codo de la nariz! —exclamó Huddie con voz ahogada de enfado.
—¡Cerrad la puerta! —dijo Steff—. ¡Deprisa, antes que salga algo malo!
Lo único que había eran unos cuantos escarabajos inofensivos de caparazón verde, pero tenía razón. Porque la luz ya era bastante mala. Aquellos parpadeos de luz morada.
Aún estábamos hechos una pelota en el suelo, con brazos inmovilizados por rodillas y pies por troncos; Eddie, no sé cómo, se había enredado en la cuerda, igual que Ned, y le gritaba a Arky que la tenía enrollada en el cuello, que se asfixiaba; Steff estaba de rodillas al lado de él, intentando aflojar una de las cuerdas amarillas, mientras Ned intentaba respirar y manoteaba debajo de mí. No había nadie que pudiera cerrar la puerta, pero el caso es que se cerró. Volví la cabeza en un ángulo sólo posible por el puro pánico. De repente estaba seguro de que había sido uno de ellos, de que había pasado a través sin verlo nosotros y de que ahora estaba fuera, a saber si con ganas, después de tantos años, de hacernos pagar la muerte del otro. Hasta lo vi: una sombra en el lateral blanco del cobertizo. Luego la sombra se movió, se acercó su dueño, y vi las curvas de un pecho y una cadera femeninas.
—He tenido un presentimiento a medio camino de casa —dijo Shirley con voz temblorosa—. Un mal presentimiento, y he decidido que los gatos podían esperar un poco más. Ned, no te sacudas tanto, que lo empeoras.
Ned paró de golpe. Shirley se agachó, y con un movimiento habilidoso de la mano le soltó a Eddie el nudo del cuello.
—Listo, nene —dijo.
Entonces se le doblaron las piernas. Shirley Pasternak se quedó sentada en el suelo y rompió a llorar.
Metimos a Ned en el cuartel y le mojamos los ojos con el chorro del grifo de la cocina. La piel de alrededor estaba hinchada y roja, y los ojos muy inyectados en sangre, pero dijo que veía más o menos bien. Cuando Huddie le enseñó dos dedos, él dijo que eran dos. Ídem con cuatro.
—Lo siento —dijo con voz pastosa y ronca—. No sé por qué lo he hecho. Bueno, sí, porque quería, pero ahora no… esta noche no…
—Chist —dijo Shirley. Cogió más agua del grifo y le mojó los ojos—. No hables.
Pero a Ned no se le podía hacer callar.
—Quería irme a casa. Para hacer lo que había dicho, pensar. —Sus ojos, hinchados y con una cantidad de sangre que impresionaba, me miraron a mí. Luego, al echarle Shirley más agua caliente con la mano, desaparecieron—. De repente no me había ni enterado y volvía a estar aquí. Lo único que me acuerdo de haber pensado es: «Tengo que hacerlo esta noche, esto se tiene que acabar de una vez». Luego…
Pero Ned no sabía qué había pasado luego. El resto lo tenía todo borroso. No lo dijo así de claro, pero tampoco hacía falta. Ni siquiera me hizo falta ver la mirada de perplejidad de sus ojos inyectados en sangre. Le había visto a él, sentado al volante del Roadmaster con el bidón de gasolina entre las piernas, la cara blanca y la expresión alucinada, perdida.
—Se ha apoderado de ti —dije—. Siempre poseyó una especie de atracción, lo que pasa es que nunca tuvo a nadie para practicarla como en ti. Aunque, cuando te llamaba, el resto también lo hemos oído. Cada cual a su manera. En cualquier caso la culpa no es tuya, Ned. Si la tiene alguien soy yo.
Se apartó del fregadero, se irguió, tanteó y me cogió los antebrazos. La cara le goteaba y tenía el pelo pegado a la frente. La verdad es que presentaba un aspecto bastante risible. Como un bautismo de cine cómico.
Se acercó Steff, que había estado vigilando el cobertizo por la puerta trasera del cuartel.
—Vuelve a apagarse. Qué rápido, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Ha perdido la oportunidad. Puede que haya sido la última.
—De hacer daño —dijo Ned—. Es lo que quería. Lo he oído en mi cabeza. Eso si no me lo invento, que todo puede ser.
—Ya seríamos dos.
No tuve tiempo de decir nada más, porque entonces salió Huddie del lavabo con un kit de primeros auxilios. Lo dejó en la repisa, lo abrió y sacó un tubo de pomada.
—Ponte esto alrededor de los ojos, Ned. Si se te mete un poco no te preocupes. Prácticamente no lo notarás.
Nos quedamos mirando cómo Ned se aplicaba la pomada alrededor de los ojos, con círculos que reflejaban los fluorescentes de la cocina. Terminada la operación, Shirley le preguntó si se encontraba mejor. Asintió.
—Pues entonces vuelve a salir —dije—. Aún tengo que contarte otra cosa. Te lo habría dicho antes, pero la verdad es que sólo me acordaba de pasada hasta que te he visto sentado en ese coche del demonio. Debe de haberse desprendido por la impresión.
Shirley me miró frunciendo el ceño. Nunca había sido madre, pero en la cara tenía una severidad de madre.
—Esta noche no —dijo—. ¿No ves que ya ha tenido bastante? Que le acompañe alguien a casa, se invente alguna excusa para su madre (supongo que si coincidís en los detalles se la creerá, porque las de Curtis siempre se las creía), y luego le metéis en la cama.
—Perdona, pero considero que esto no puede esperar —dije.
Me miró muy seria, y debió de ver que yo, como mínimo, creía haber dicho la verdad. Por lo tanto, volvimos a salir todos al banco de fumadores, y mientras veíamos apagarse los fuegos artificiales del cobertizo —la segunda función de la noche, aunque no era gran cosa, al menos a esas alturas— le conté a Ned otra historia de hace años. Esta me la imaginaba como una escena de una obra de teatro: dos personajes en un escenario prácticamente vacío, dos personajes sobre cuyas cabezas sólo hay un foco muy potente, dos hombres sentados