AHORA: SANDY

Ya no quedaban bocadillos. Té frío tampoco. Le dije a Arky que sacara diez billetes del fondo de imprevistos (que guardábamos en el armario de arriba, dentro de un bote) y fuera a Finn’s Cash and Carry. Calculé que con dos paquetes de seis Coca-Colas y uno de refresco de hierbas llegaríamos hasta el final.

—Si me voy me perderé lo del pez —dijo Arky.

—Arky, que lo del pez ya te lo sabes. Te sabes toda la historia. Venga, ve a comprarnos algo frío para beber, haz el favor.

Lo hizo a bordo de su camioneta vieja, acelerando como para ponerle una multa.

—Venga —dijo Ned—. ¿Luego qué pasó?

—Pues… —dije—. Déjame que piense. Para empezar, que el sargento fue abuelo. Seguramente antes de lo que hubiera querido; fue un niño nacido fuera del matrimonio, y hubo un escándalo en la familia, pero al final los ánimos se calmaron y la chica ha acabado yendo a Smith, que tengo entendido que no es mal sitio para licenciarse una chica. El hijo de George Morgan hizo un home run espectacular y George estaba que se salía de tan orgulloso. Me parece que fue dos años antes de que matara a aquella mujer en la carretera y se suicidara. A la mujer de Orvie Garrett se le infectó la sangre en el pie y tuvieron que amputarle un par de dedos. Shirley Pasternak entró a trabajar con nosotros en 1984…

—1986 —murmuró ella.

—Eso, en el ochenta y seis —dije, y le di una palmadita en la rodilla—. Más o menos por entonces hubo un incendio en Lassburg, cosa seria; unos niños que jugaban con cerillas en el sótano de un bloque de pisos. Y no había nadie vigilando. Cuando me dicen que eso de vivir como los amish es una locura, me acuerdo del incendio de Lassburg. Nueve muertos, incluidos todos los niños del sótano menos uno. Seguro que el que se salvó preferiría haberse muerto. Ahora debe de tener dieciséis años, la típica edad de interesarse por las chicas, e imagino que debe de parecer la Bestia de una versión de La Bella y la Bestia que esté ambientada en la unidad de quemados. No fue noticia nacional (tengo la teoría de que los incendios de bloque de pisos con varios muertos sólo son noticia si pasan en Navidad), pero para la zona ya fue bastante grave, gracias, y Jackie O’Hara, ayudando, se hizo unas quemaduras en las manos que no te cuento. Ah, y teníamos un trooper, uno que se llamaba James Dockery…

—Docker-ty —dijo Phil Candleton—. Ti. Pero te perdono, sargento; sólo estuvo aquí un mes o dos, y luego lo trasladaron a Lycoming.

Asentí.

—Bueno, pues resulta que el tal Dockerty ganó el tercer premio en un concurso de cocina Betty Crocker con una receta que se llamaba Hojaldre Dorado de Salchichas. Le tomaron el pelo sin contemplaciones, pero lo aguantó bien.

Muy bien —confirmó Eddie J—. Tendría que haberse quedado. Se habría adaptado bien.

—Ese año, en el picnic del 14 de julio, ganamos el tira y afloja y… —Vi la expresión del chaval y le sonreí—. Te crees que te estoy tomando el pelo, Ned, pero no. En serio. Lo que pretendo es que lo entiendas. El Buick no era lo único que pasaba por aquí. ¿Vale? En absoluto. De hecho a veces nos olvidábamos hasta de su existencia. Al menos la mayoría. Había temporadas que facilitaban olvidarlo. Temporadas largas de estarse el Buick quietecito sin armar follón, mientras iban y venían polis. Dockerty se quedó lo justo para que lo apodaran Chef Prudhomme, como a ese cocinero tan famoso de Luisiana. A Paul Loving, el que se hizo un esguince en la rodilla el último día del Trabajo, le trasladaron y a los tres años volvió. Este trabajo no es como una puerta giratoria, pero la puerta, lo que es girar, gira. Por aquí, desde el verano de 1979, deben de haber pasado setenta troopers…

—Uy, qué corto te quedas —dijo Huddie—. Di cien, contando los traslados y los troopers que ahora están aquí de servicio. Más unos cuantos inútiles.

—Sí, unos cuantos, pero la mayoría cumplíamos. Ah, Ned, una cosa: la noche que tu padre despanzurró la cosa-murciélago, él y Tony Schoondist aprendieron una lección, Yo también. A veces no hay nada que averiguar, o no hay manera de averiguarlo, o ni siquiera tiene sentido intentarlo. Me acuerdo de una película donde salía un tío explicando por qué encendía un cirio en la iglesia, aunque ya no fuera muy buen católico. Decía: «Con el infinito no se hace el gilipollas». Quizá la lección que aprendimos fue esa.

»De vez en cuando había otro terremoto en el cobertizo B. A veces sólo era un poco de temblor, y otras algo gordo. Pero es increíble la capacidad que tiene la gente de acostumbrarse a lo que sea, hasta a lo que no entienden. Aparece un cometa en el cielo y va uno de cada dos gritando que si el final del mundo, que si los cuatro jinetes del Apocalipsis… Ahora, que si el cometa se queda seis meses ya nadie le hace ni caso. Al final aburre. Pasó lo mismo a finales del siglo XX, ¿te acuerdas? Todo el mundo iba por ahí chillando que se caía el cielo, y que se atascarían todos los ordenadores. Pasa una semana y ya está todo como antes. Lo que pretendo es darte la perspectiva real de las cosas. Para…

—Cuéntame lo del pez —dijo él, y volví a enfadarme.

No habría manera de que escuchara todo lo que tenía que decirle, por muchas ganas que tuviera yo o por mucho empeño que pusiera. Oiría las partes que quisiera oír y se conformaría con ellas. Hay que considerarlo «el síndrome del adolescente». El brillo de sus ojos, además, era como el de los de su padre al inclinarse hacia la cosa-murciélago con el escalpelo en el guante. (Cortando: a veces aún sueño que se lo oigo decir a Curtis Wilcox). Parecido, no exacto. Porque el chaval no sólo tenía curiosidad. También estaba enfadado. Enfadado como una mona.

A mí la rabia me venía de su negativa a recibir todo lo que tenía yo que darle, de que tuviera la desfachatez de escoger. ¿Qué origen tenía la suya? ¿En qué se centraba? ¿En que le hubieran dicho mentiras a su madre, y no una vez, sino varias y durante años? ¿En que se las hubieran dicho a él, aunque sólo fuera por omisión? ¿Estaba enfadado con su padre por haber guardado un secreto? ¿O enfadado con nosotros? ¿Nosotros? Seguro que no culpaba de la muerte de su padre al Buick. ¿Por qué, si el responsable clarísimo era Bradley Roach? Roach le había arrastrado por el lateral de un camión de dieciséis ruedas aparcado, dejando un rastro de sangre de tres metros de largo y con la altura de un trooper, más o menos un metro ochenta y cinco en el caso de Curtis Wilcox; no sólo le había quitado la ropa, sino que la había dejado al revés en un estrépito de frenos y todo con la radio sintonizando una emisora country. Tratándose de un conductor de coche trucado, y medio borracho como Bradley, ¿cómo podía ser otra cosa que country? Mientras papi se encargaba de la voz de bajo, y mami de la de tenor, a Curt Wilcox le sacaban la calderilla de los pantalones, le arrancaban el pene como hierba, le reducían los huevos a jalea de fresa, y su peine y su cartera aterrizaban en la línea amarilla. Y el responsable de todo era Bradley Roach, a menos que se quisiera echar parte de la culpa a la tienda de Statler donde le vendieron la bebida, Dicky’s Convenience, o a la propia marca de cerveza, con sus simpáticos anuncios de ranas monísimas hablando y bebedores graciosos de cerveza en vez de muertos destripados en la carretera, o echársela al ADN de Bradley, lacitos de cuerda celular que llevaban susurrando Bebe más, bebe más desde el primer trago de Bradley (porque hay gente que está hecha así, o sea, como maletines bomba a punto de explotar, lo cual no es ningún consuelo, lo que se dice ninguno, para los muertos y heridos). A menos que hubiera que echarle la culpa a Dios, cabeza de turco cuya popularidad nunca decae, porque no contesta y nunca tiene artículo en la página de opinión. Pero al Buick no. Por mucho que se buscara, en la muerte de Curt no aparecía el Buick. El Buick estaba a varios kilómetros, en el cobertizo B, voluminoso, todo lujo e inocencia en sus neumáticos de franja blanca en cuyos surcos no se pegaba ni mota de polvo, ni la menor piedrecita, sino que lo repelían todo, hasta (que supiéramos nosotros) el grano más fino de arena. Quieto y a lo suyo: así estaba al desangrarse el trooper Wilcox en una cuneta de la estatal 32 de Pensilvania. En cuanto a que pudiera estar rodeado de cierto olor a col ¿y qué? A ver si se creía el chaval que…

—Ned, no sé si es lo que piensas, pero no le llamó —dije—. Eso no lo hace. —Hablaba con tanta seguridad que me dio un poco de risa. Como si lo supiera a ciencia cierta, cuando tratándose del Roadmaster…—. Tiene atracción, y hasta puede que una especie de voz, cuando pasa por una de sus… no sé…

—Fases activas —sugirió Shirley.

—Eso, cuando está en una de sus fases activas. Se oye el zumbido, y a veces también se puede oír en la cabeza… como si llamara… pero ¿que fuera capaz de llegar hasta la carretera 32, al lado de la gasolinera Jenny? Imposible.

Shirley me miraba como si se me hubiera soltado un tornillo, y la verdad es que yo tenía la misma sensación. ¿Qué estaba haciendo exactamente? ¿Ver si hablando se me pasaba el enfado con aquel huérfano sin suerte?

—Sandy, quiero que me cuentes lo del pez.

Miré a Huddie, y luego a Phil y Eddie. Los tres ofrecieron variaciones del mismo encogimiento de hombros apesadumbrado. ¡Los críos! ¿Qué se le va a hacer?

Acabar. Eso iba a hacer yo. Dejarme de enfados y acabar. Había levantado la liebre (reconozco que sin saber lo grande que era), y ahora tendría que cazarla.

—De acuerdo, Ned, voy a contarte lo que quieres. Solo te pido una cosa: que tengas en cuenta que esto ha seguido siendo un cuartel. ¿Intentarás acordarte de que aunque no te lo creas, aunque no te guste, el Buick acabó convirtiéndose en una parte como cualquier otra de nuestra jornada, como escribir informes, declarar en el juzgado, limpiar de vómito las alfombrillas de un coche patrulla o los chistes de polacos de Steve Devoe? Porque es importante.

—Descuida. Cuéntame lo del pez.

Me apoyé contra la pared y miré la luna. Yo, dentro de mis posibilidades, quería devolverle su vida. O darle estrellas en un vaso de papel. Toda esa poesía. Él, lo único que quería oír era lo del puñetero pez.

Coño, pues se lo conté.