AHORA: SANDY

Ned miraba a Phil. Se le veía la cara bastante tranquila, pero le noté una mirada de rechazo, y me parece que Phil también. Suspiró, cruzó los brazos en el pecho y miró al suelo como queriendo decir que no seguía hablando, que su testimonio había concluido.

Ned se volvió hacia mí.

—¿Esa noche qué pasó? Cuando diseccionasteis el murciélago.

Insistía en llamarlo murciélago, cosa que no era. Yo lo había dicho por decir, por tener lo que habría llamado Curtis un gancho donde colgar el sombrero. Y de repente me enfadé con él. Más que enfadarme, me puse como un energúmeno. También estaba enfadado conmigo mismo, por reaccionar así, por atreverme a reaccionar así. A ver si me explico: más que nada estaba enfadado porque el chaval levantara la cabeza. Porque me mirara a los ojos. Porque hiciera esas preguntas. Porque diera por supuesto tonterías, como que yo, al decir murciélago, quería decir murciélago y no una cosa innombrable e indescriptible que se había metido por una rendija en el suelo del universo y se había muerto. Pero más que nada era el hecho de que levantara la cabeza y mirara a los ojos. Ya sé que no quedo precisamente como el rey del mundo, pero tampoco voy a mentir.

Hasta entonces más que nada me había dado pena. Desde que venía Ned por el cuartel, todo mi comportamiento había estado basado en aquella pena tan cómoda. Porque lo hacía todo, limpiar ventanas, rastrillar hojas o pasar el quitanieves por los montones de nieve del aparcamiento trasero, con la mirada en el suelo. Mansamente. No había que enfrentarse con sus ojos. No había que hacerse ninguna pregunta, porque la compasión es cómoda. ¿Verdad que sí? La compasión te coloca por encima de todo. Ahora Ned había levantado la cabeza, hablaba conmigo usando mis propias palabras y en sus ojos no había ninguna mansedumbre. Se creía con derecho, lo cual me enfurecía. Se creía que yo tenía una responsabilidad —que lo que estábamos contando no era un regalo, sino el pago de una deuda—, lo cual me enfurecía todavía más. Y lo que más me enfurecía era que tuviera razón. Me entraron ganas de ponerle la mano en la barbilla, empujar y tirarle del banco, limpiamente. Se creía con derecho, y yo quería que se arrepintiese.

En ese sentido, supongo que lo que nos provocan los jóvenes siempre es más o menos lo mismo. Yo no tengo hijos, ni he llegado a casarme (como Shirley, creo haberme casado con Troop D), pero tengo mucha experiencia con jóvenes, tanto dentro como fuera del cuartel. Los he tratado muy a menudo. Y creo que cuando ya no podemos compadecerles, cuando rechazan nuestra compasión (no con indignación sino con impaciencia), pasamos a compadecernos de nosotros mismos. Queremos saber qué ha sido de aquellos pequeñines, con sus mimos, sus monadas… ¿No les dábamos clases de piano? ¿No les leíamos Donde viven los monstruos y les enseñábamos a buscar a Waldo? ¿Cómo se atreven a mirarnos a los ojos y hacernos preguntas tan precipitadas y tontas? ¿Cómo se atreven a querer más de lo que queremos dar nosotros?

—¿Sandy? ¿Qué pasó cuando diseccionasteis el…?

No lo que quieres oír —dije, y no es que me molestara verle abrir un poco los ojos por la frialdad que notó en mi voz—. Ni lo que quería ver tu padre. O Tony. No fue la respuesta de nada. Nunca hubo ninguna respuesta. Todo lo relacionado con el Buick era un espejismo de los que ves en la I-87 cuando hace calor y mucho sol. Aunque tampoco es del todo verdad, porque en ese caso yo creo que a la larga podríamos haber pasado del Buick. Como cuando hace seis meses de un asesinato y de repente todo el mundo se da cuenta de que no conseguirán trincar al culpable, que se escapará. Con el Buick y las cosas que salían del Buick siempre podías basarte en algo sólido. Algo que se podía tocar u oír. O algo que se podía.