AHORA: SANDY

Me quedé callado y me bebí todo un vaso del té frío de Shirley en cuatro tragos largos. Se me quedó clavado un picahielos en el centro de la frente, y tuve que esperar a que se derritiera.

En un momento dado se había reunido con nosotros Eddie Jacubois. Vestido de civil, estaba sentado en el extremo del banco con cara de no querer quedarse ni marcharse. Mis sentimientos eran menos contrapuestos. Estaba encantado con su presencia. Así podría contar su parte. Si necesitaba ayuda, la recibiría de Huddie y Shirley. En 1988 Shirley ya llevaba con nosotros dos años, y Matt Babicki era un simple recuerdo refrescado por alguna que otra postal de palmeras al sol de Sarasota, donde Matt y su mujer tienen una autoescuela. Les va muy bien, al menos según Matt.

—Sandy, ¿te encuentras bien? —preguntó Ned.

—Sí, perfecto. Es que estaba pensando en lo mal que manejaba Tony aquella cámara de vídeo —dije—. Tu padre lo hacía muy bien, Ned, estaba hecho un Steven Spielberg, pero…

—¿Yo podría ver las cintas? —preguntó Ned.

Miré a Huddie… a Arky… a Phil… y a Eddie, y en todos los ojos vi lo mismo: Tú decides. Claro que decidía yo. Cuando te sientas en la silla grande siempre decides tú lo importante. En general me gusta. Hay que reconocerlo.

—No veo por qué no —dije—. Mientras sea aquí; no me haría mucha gracia que te las llevaras del cuartel (son lo que se dice propiedad de Troop D), pero aquí sí. Tú mismo. Puedes ponértelas en el vídeo de la sala de estar de arriba, aunque antes de mirar lo que filmó Tony deberías tomarte una dramamina. ¿No crees, Eddie?

Eddie se quedó mirando el aparcamiento, pero no hacia donde estaba guardado el Roadmaster. Parecía que sus ojos enfocaran el lugar que ocupaba el cobertizo A hasta 1982, o sus aledaños.

—Yo de ese tema no sé mucho —dijo—. No me acuerdo de gran cosa. Es que cuando llegué ya había pasado casi todo lo gordo.

Incluso Ned debió de darse cuenta de que era falso. Eddie mentía espectacularmente mal.

—Solo venía a decirte que ya he hecho las tres horas que debía desde mayo. Te acuerdas, ¿no? Cuando ayudé a mi cuñado a hacerse el estudio nuevo.

—Ah —dije yo.

Eddie asintió rápidamente con la cabeza.

—Sí. Ya he acabado, y te he dejado en la mesa el informe sobre las plantas de marihuana que encontramos detrás de lo de Robbie Rennert. O sea que con tu permiso me voy a casa.

Quería decir que se iba al Tap, su hogar fuera de casa. Cuando no estaba de uniforme, la vida de Eddie J era una canción de George Jones. Hizo ademán de marcharse, pero le puse una mano en la muñeca.

—Perdona, Eddie, pero no te lo doy.

—¿Eh?

—Que no te doy permiso. Quiero que te quedes un poco más.

—Jefe, en serio, es que tengo que…

—Quédate —repetí—, que igual le debes algo a este chaval.

—No veo yo…

—¿No te acuerdas de que su padre te salvó la vida?

Los hombros de Eddie se levantaron en una especie de actitud defensiva.

—No sé si llamarlo…

—Venga, tío, menos rollo —dijo Huddie—, que estábamos juntos.

De repente a Ned ya no le interesaban tanto los vídeos.

—¿Que mi padre te salvó la vida, Eddie? ¿Cómo?

Eddie vaciló y acabó por ceder.

—Me arrastró detrás de un tractor John Deere. Los hermanos O’Day…

—La estremecedora saga de los hermanos O’Day se quedará para otro día —dije yo—. La cuestión, Eddie, es que estamos celebrando una fiestecita de exhumación, y ya sabes dónde está enterrado uno de los cadáveres. Lo digo en sentido bastante literal.

—Que lo cuenten Huddie y Shirley, que también estaban y…

—Sí, sí que estaban. Me parece que George Morgan también.

—Sí, también —dijo Shirley en voz baja.

—Bueno, ¿y qué? —Yo seguía con la mano en la muñeca de Eddie, y tuve que refrenar las ganas de volver a apretarla. Con fuerza. Eddie siempre me había caído bien, y podía ser valiente, pero también tenía una veta de gallina. No sé cómo pueden coexistir las dos cosas en la misma persona, pero es posible, y he visto varios casos. A Eddie le pasó en el noventa y seis, el día en que a Travis y Tracy O’Day les dio por pegar tiros por las ventanas de su granja con las ametralladoras último modelo que tenían. Curt tuvo que salir y arrastrarle por la chaqueta hasta un lugar seguro. Podrían haber muerto los dos por culpa del gilipollas de Eddie J. Y ahora intentaba disimular su participación en la otra historia, la que había tenido al padre de Ned en uno de los papeles clave. No porque hubiera hecho nada mal, que no, sino por tratarse de recuerdos dolorosos y que daban miedo.

—Sandy, en serio, que tengo que irme. Se me han acumulado muchas faenas en casa, y…

—Estábamos contándole cosas de su padre a este chaval —dije—. No sé si te acuerdas: el que te salvó la vida hace seis años. Eddie, creo que lo que deberías hacer es quedarte aquí sentadito, tomarte un bocadillo y un vaso de té frío, si te apetece, y esperar a que te toque hablar.

Volvió a sentarse en el extremo del banco y nos miró. Sé qué vio en los ojos del hijo de Curt: desconcierto y curiosidad. Pero ¿y en los de los demás? Eso ya no lo sé. Nos habíamos convertido en una especie de consejo de ancianos alrededor del benjamín, entonándole cantos guerreros del pasado. ¿Y cuando se acabasen las canciones? Si Ned hubiera sido un guerrero piel roja en ciernes, se le podría haber impuesto alguna especie de búsqueda iniciática: matar al animal correcto, tener la visión correcta antes de haberse enjugado de la boca la sangre del corazón del animal y volver hecho un hombre. En mis reflexiones, pensé que si al final de aquello pudiera haber alguna clase de prueba, una manera, para Ned, de demostrar una madurez y una comprensión nuevas, quizá hubiera sido todo mucho más fácil. Hoy en día, sin embargo, no funcionan así las cosas, al menos como regla general. Hoy en día es más importante lo que se siente que lo que se hace. Lo cual, a mí, no me parece bien.

¿Y Eddie? ¿Qué vio en nuestros ojos? ¿Resentimiento? ¿Un poco de desprecio? ¿El deseo, incluso, de que quien hubiera parado al camión de la rueda estropeada no fuera Curtis Wilcox sino él? ¿De que Bradley Roach le hubiera dejado hecho un cisco a él, a Eddie Jacubois, que casi siempre pesaba demasiado, bebía demasiado y, si en poco tiempo no controlaba su afición al alcohol, se expondría con toda probabilidad a hacer un viajecito a Scranton para dos semanas en el Programa de Ayuda para Miembros? ¿El que siempre era tan lento para hacer los informes, y que casi nunca pillaba los chistes sin que se los explicaran? Espero que no viera nada de eso, porque Eddie tiene otro lado —mejor—, pero no puedo asegurar que no viera como mínimo una parte. Puede que hasta todo.

—¿… punto de vista general?

Me giré hacia Ned, contento de que me distrajeran de pensamientos incómodos.

—¿Me lo repites?

—Te he preguntado si llegasteis a hablar de lo que era de verdad el Buick, de dónde venía y qué significaba. Vaya, que si lo discutisteis desde un punto de vista general.

—Pues… estuvo la reunión en el Country Way —dije yo, sin acabar de ver por dónde iba—. Ya te lo he explicado.

—Ya, pero eso más que nada parecía administrativo, no sé…

—Tú sacarás buenas notas en la facultad —dijo Arky y le dio una palmadita en la rodilla—. El que sabe decir una palabra así y quedarse tan pancho es que seguro que saca buenas notas.

Ned sonrió burlonamente.

—Administrativo. Organizativo. Burocratizado. Compartimentado.

—Oye, nene, que ya está bien de fardar —dijo Huddie—. Me estás dando dolor de cabeza.

—Pues eso, que no me refería a una reunión como la del Country Way Debisteis de… No sé, que al ir pasando el tiempo seguro que…

Finalmente capté por dónde iba, al mismo tiempo que otra cosa: que Ned nunca comprendería del todo cómo habían pasado las cosas. Lo rutinario que había llegado a ser, al menos la mayoría de los días. La mayoría de los días había sido un simple ir tirando, como va tirando la gente después de haber visto una puesta de sol bonita, de haber probado un champán fabuloso o de haber recibido malas noticias de casa. Teníamos un auténtico prodigio detrás de donde trabajábamos, pero eso no cambiaba la cantidad de papeleo que teníamos que hacer, ni nuestra manera de cepillarnos los dientes, ni la de hacer el amor con nuestras esposas. No nos elevaba a otras esferas de la existencia ni a otros planos de percepción. Seguía picándonos el culo, y seguíamos rascándonos cuando nos picaba.

—Imagino que Tony y tu padre lo discutirían mucho —dije—, pero en el trabajo no. En el trabajo, el Buick fue pasando a segundo plano, como cualquier otro caso inactivo. Era…

¡Inactivo! —Casi había sido un grito, y daba miedo el parecido con la voz de su padre. Pensé que era otra cadena entre padre e hijo; una cadena maltratada, pero no rota.

—Pues durante muchas temporadas lo estuvo —dije—. Mientras tanto había coches que chocaban, accidentes con fuga, robos, drogas, y de vez en cuando algún homicidio.

—Y no hablemos de los hermanos O’Day —señaló Huddie—, que si en América ha habido un par de malas bestias, han sido ellos.

que me acuerdo de haberlo hablado una vez todos. Fue en…

—… el picnic —me robó la palabra Phil Candleton—. El del día del Trabajo. Querías decir eso, ¿verdad?

Asentí. 1979. El campo viejo de fútbol de la Academia, por la zona del arroyo de Redford. A todos nos gustaba mucho más el picnic del día del Trabajo que el del 14 de julio, un poco porque quedaba más cerca de casa y los que tenían familia podían traerla, pero sobre todo porque solo estábamos nosotros, Troop D. El del día del Trabajo: eso sí era un picnic.

Phil apoyó la cabeza en los tablones del cuartel y rió.

—¡Jo, casi se me había olvidado! Hablamos del Buick y de todo o casi todo, chaval. Cuanto más hablábamos, más bebíamos. Tuve dos días de dolor de cabeza.

Huddie dijo:

—En ese picnic siempre te diviertes. Ned, ¿verdad que tú estuviste el verano pasado?

—Sí. —Sonreía—. ¿Aquello del neumático que pasas por encima del agua? Paul Loving se cayó y se hizo un esguince en la rodilla.

Todos reímos, y Eddie tan fuerte como los demás.

—Tanto hablar, y ni una conclusión —dije—. Aunque ¿qué conclusiones podíamos sacar? La verdad es que solo una: que cuando sube la temperatura dentro del cobertizo pasan cosas; y ni siquiera eso, porque al final resultó que tampoco era una regla estricta. A veces (sobre todo con el paso de los años) bajaba un poco la temperatura y volvía a subir. A veces empezaba el zumbido… y se paraba solo, como si alguien hubiera desenchufado un aparato eléctrico. Ennis desapareció sin fuegos artificiales, el jerbo Jimmy desapareció después de unos fuegos que fueron una barbaridad, y Rosalynn no desapareció.

—¿Volvisteis a meterla en el Buick? —preguntó Ned.

—Qué va —dijo Phil—. Chaval, que estamos en América: no se juzga a nadie dos veces por el mismo delito.

—Rosalynn vivió el resto de su vida en la sala de estar del piso de arriba —dije—. Murió con tres o cuatro años. Tony dijo que para un animal así era una edad normalísima.

—¿Salieron más cosas del Buick?

—Sí. Pero el aspecto de esas cosas no se podría relacionar con…

—¿Qué clase de cosas? ¿Y el murciélago? ¿Mi padre llegó a diseccionarlo? ¿Puedo verlo? ¿Al menos hay fotos? ¿Era…?

—Eh, para el carro —dije levantando la mano—. Cómete un bocadillo, o lo que sea. No te acalores tanto.

Cogió un bocadillo y le dio unos mordisquitos, pero mirándome por encima. Hubo un momento en que me recordó al jerbo Rosalynn volviéndose para mirar el objetivo de la cámara de vídeo, con los ojos brillantes y los bigotes temblando.

—De vez en cuando aparecían cosas —dije—, y de vez en cuando desaparecían otras, seres vivos que nos servían de cobayas. Grillos. Una rana. Una mariposa. Un tulipán, que solo dejó el tiesto. Pero no se podría establecer una correlación entre el frío, el zumbido o los fuegos artificiales y las desapariciones de las cobayas, ni con la aparición de lo que tu padre llamaba los abortos del Buick. Estrictamente hablando no hay correlación. El frío es bastante fiable, en el sentido de que nunca ha habido fuegos artificiales sin que bajara previamente la temperatura, pero no siempre que baja hay espectáculo. ¿Me entiendes?

—Creo que sí —dijo Ned—. Que haya nubes no quiere decir necesariamente que llueva, pero sin nubes no llueve.

—No habría podido explicarlo mejor —dije.

Huddie le dio a Ned una palmada en la rodilla.

—¿Sabes lo que dice la gente, que todas las reglas tienen excepciones? Pues en el caso del Buick tenemos más o menos una regla y una docena de excepciones. Empezando por el conductor, el tío de la gabardina negra y el sombrero negro, Lo que es desaparecer, desapareció, pero no estando cerca del Buick.

—¿Estás seguro? —preguntó Ned.

Me sobresalté. Es normal que un hijo y su padre se parezcan, tanto físicamente como en la voz, pero por un instante la conjunción de la voz y el aspecto de Ned habían engendrado algo más que un simple parecido. De hecho no fui yo el único en notarlo. Shirley y Arky se miraron inquietos.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—¿Verdad que Roach estaba leyendo el periódico? Y, tal como le has descrito, debía de absorber toda su capacidad de concentración. Entonces ¿cómo sabes que el tío del coche no volvió?

Yo había tenido veinte años para pensar en aquel día y las consecuencias de aquel día; veinte años, y nunca se me había ocurrido que hubiera vuelto (disimuladamente, incluso) el conductor del Roadmaster, Ni a mí ni a nadie, que yo sepa. Brad Roach decía que no había vuelto, y nosotros nos lo habíamos creído. ¿Por qué? Porque los polis tienen detectores internos de mentiras, y en ese caso no hubo ninguna aguja que señalara lo rojo. La verdad es que ni siquiera se movieron. ¿Por qué iban a moverse? Como mínimo Brad Roach creía estar diciendo la verdad. Lo cual no quería decir que hablara con conocimiento de causa.

—Supongo que es posible —dije.

Ned se encogió de hombros como diciendo: Ya lo ves.

—Nunca hemos tenido a Sherlock Holmes o al teniente Colombo trabajando en Troop D —dije, creo que con un tono más bien a la defensiva. Me sentía un poco así—. En el fondo solo somos la parte mecánica del sistema legal. Obreros que en vez de ir con mono llevan uniforme, y que tienen una educación un poco por encima de la media. Tenemos capacidad para usar el teléfono, recopilar las pruebas cuando hay pruebas que recopilar, y hacer alguna que otra deducción. En días buenos podemos hacer deducciones bastante brillantes, pero en el caso del Buick, no habiendo secuencia coherente tampoco había base para ninguna deducción, ni brillante ni no brillante.

—Había algunos que pensaban que venía del espacio —dijo Huddie—. Que era… no sé, una nave de reconocimiento disfrazada, o algo así. Les parecía que a Ennis le había raptado un ET disfrazado con gabardina y sombrero negros para parecer mínimamente humano. Salió el tema en el picnic. Sabes, ¿no? El del día del Trabajo.

—Sí —dijo Ned.

—Tío, hay que ver qué reunión más rara —dijo Huddie—. Para mí que se emborracharon todos más de lo habitual, y bastante más deprisa, pero nadie armó follón, ni siquiera los de siempre, como Jackie O’Hara y Christian Soder. Fue una balsa de aceite, sobre todo después de acabar el partido de touch football de descamisados contra vestidos.

»Me acuerdo de que estaba sentado en un banco debajo de un olmo con varios tíos más, todos medio piripis, y que Brian Cole nos estaba contando que hacía pocos años por las líneas de alta tensión de Nueva Hampshire habían aparecido platillos voladores. Una mujer decía que la habían abducido y le habían metido sondas por todas partes, tanto en las vías de acceso como en las de salida.

—¿Es lo que creía mi padre? ¿Que a su compañero le habían raptado extraterrestres?

—No —dijo Shirley—. En 1988 pasó aquí algo tan… tan alucinante, tan increíble… tan espantoso

—¿El qué? —preguntó Ned—. ¿El qué, caray?

Shirley ignoró la pregunta. Me parece que ni la oyó.

—A los pocos días le pregunté a tu padre su opinión, así, sin rodeos, y dijo que daba igual.

Ned puso cara de no haberlo oído bien.

—¿Que daba igual?

—Es lo que dijo. Consideraba que el Buick, fuera lo que fuera, no tenía importancia a gran escala. Desde el punto de vista general, que has dicho tú. Le pregunté si pensaba que lo usaba alguien, por ejemplo para vigilarnos… si era una especie de televisión… y dijo: «Yo creo que se lo han olvidado». Todavía me acuerdo del tono, rotundo y convencido, como si hablara de… no sé… de algo tan importante como el tesoro de un rey enterrado en el desierto desde antes de Cristo, o tan poco importante como una postal con la dirección equivocada que se queda en el archivo de cartas no reclamadas. «Me estoy divirtiendo mucho. Lástima que no me acompañes.» Y ya no le importa a nadie, porque ha pasado tanto tiempo, tanto… A mí me tranquilizaba y a la vez me daba repelús pensar que algo tan raro, tan horrible, pudiera estar olvidado… perdido… que no lo tuvieran en cuenta. Se lo dije a tu padre y se rió. Luego señaló el oeste del horizonte con un movimiento del brazo y dijo: «Dime una cosa, Shirley. ¿Tú cuántas armas nucleares crees que hay guardadas en este país nuestro tan fantástico, entre la frontera entre Pensilvania y Ohio y el océano Pacífico? Y ¿cuántas crees que se quedarán olvidadas durante los próximos dos o tres siglos?».

Nos quedamos callados, pensándolo.

—Me planteé cambiar de trabajo —acabó diciendo Shirley—. No dormía. Me pasaba el día acordándome del pobre Mr. Dillon, y casi tenía decidido despedirme. El que me convenció de quedarme fue Curt, y sin darse ni cuenta. Dijo: «Yo creo que se lo han olvidado», y yo no pedí más. Me quedé, y nunca me he arrepentido. Aquí se está bien, y la mayoría de los del cuartel son buenos troopers. Incluidos los que ya no están, como Tony.

—Shirley, te quiero. Cásate conmigo —dijo Huddie.

Le pasó un brazo por la espalda e hizo morritos. La verdad es que no era un espectáculo muy atractivo.

Ella le dio un codazo.

—Tonto, que ya estás casado.

Entonces intervino Eddie J.

—Si algo creía tu padre era que la máquina venía de otra dimensión.

—¿Otra dimensión? Lo dirás en broma. —Miró atentamente a Eddie—. No, no lo dices en broma.

—Y que no estaba planeado para nada —siguió Eddie—. Que no era como cuando haces planes de enviar un barco por el mar o un satélite al espacio. Ni siquiera estoy seguro de que le pareciera real, al menos en según qué aspectos.

—Ya no te sigo —dijo el chaval.

—Yo tampoco —se le sumó Shirley.

—Decía… —Eddie cambió de postura en el banco y volvió a mirar la zona de hierba donde había estado el cobertizo A—. Si quieres saber la verdad, fue en la granja de los O’Day. Ese día. Ten en cuenta que ya llevábamos casi siete horas aparcados en un trigal, esperando que volvieran ese par de hijos de la gran furcia. ¡Y con un frío…! No podíamos encender el motor ni la calefacción. Hablamos de todo: de cazar, de pescar, de bolos, de nuestras mujeres, de nuestros planes… Curt dijo que en un plazo de cinco años se saldría de la PSP…

—¿Dijo eso?

Ned tenía los ojos como platos. Eddie le miró con indulgencia.

—De vez en cuando lo decimos todos. Es como los yonquis, que siempre dicen que ya no se pinchan más. Le conté que a mí me gustaría montar una empresa de seguridad en Pittsburgh, y también que quería comprarme una caravana nueva, de primera mano. Él me contó que tenía ganas de apuntarse a asignaturas de ciencia en Horlicks, pero que tu madre no lo veía bien. Según ella lo principal eran los estudios de los críos, no los de él. Estaba muy picada, pero él no se lo tuvo en cuenta, porque tu madre no sabía a qué venían esas ganas de estudiar, de dónde le venía el interés, y él no podía explicárselo. Es como salió el tema del Buick. Y lo que dijo (tengo el recuerdo tan claro como el cielo de una mañana de verano) es que lo veíamos como un Buick porque como algo teníamos que verlo.

—Como algo se tiene que ver —murmuró Ned.

Estaba inclinado hacia delante, palpándose el centro de la frente con dos dedos como si tuviera dolor de cabeza.

—Por la cara que pones, te extraña tanto como entonces a mí, pero en cierto sentido lo entendí. Aquí dentro.

Eddie se dio un golpe en el pecho por encima del corazón.

Ned se volvió hacia mí.

—Sandy, ¿el día del picnic alguien dijo algo de…?

Dejó la frase a medias.

—¿De qué? —le pregunté.

Ned negó con la cabeza, miró los restos de su bocadillo y los acabó.

—Da igual, no tiene importancia. ¿Mi padre llegó a diseccionar la cosa-murciélago que habíais encontrado?

—Pues sí, después de los segundos fuegos artificiales, pero antes del picnic del día del Trabajo. Lo…

—Cuéntale lo de las hojas —dijo Phil—. Se te ha olvidado esa parte.

En efecto. ¡Coño, si hacía seis u ocho años que no me acordaba de las hojas!

—Cuéntaselo —dije—, que eres el que las tocó.

Phil asintió, se quedó un rato callado y empezó a hablar entrecortadamente, como si diera el parte a un superior.