AHORA: PHIL

—Los segundos fuegos artificiales fueron a media tarde. ¿Vale? Al acabar entra Curt en el cobertizo con la cuerda puesta y saca lo de los jerbos, como se llamara. Vemos que falta uno de los bichos. Se comenta un poco más la jugada y se hacen las últimas fotos. El sargento Schoondist dice que venga, que a seguir cada cual con lo suyo, que quién está de guardia en la barraca, y Brian Cole dice: «Yo, sargento».

»El resto volvemos a entrar en el cuartel. ¿Vale? Y oigo que Curtis le dice al sargento: “Voy a diseccionar aquella cosa antes de que desaparezca como todo lo demás. ¿Me ayudas?”. Y contesta el sargento que sí, que si quiere por la noche. Curt dice: “¿Por qué no ahora mismo?”. Y el sargento dice: “Porque tienes que acabar de patrullar. Turno y medio. Los ciudadanos confían en ti, y los infractores tiemblan al oír tu motor”. A veces hablaba así, como un predicador.

»Lo que es Curt, no le lleva la contraria. Bien hecho. Se va. Hacia las cinco entra Brian Cole y viene a verme. Me pide que le vigile la barraca, que tiene que ir al váter. Yo le digo que vale. Salgo y miro dentro. Todo normal. El termómetro ha subido un grado. Me meto en la barraca. Pienso que dentro hace demasiado calor, ¿vale? En la silla hay un catálogo de L. L. Bean. Voy a cogerlo, y justo al tocarlo oigo una especie de chirrido y un golpe. El único ruido parecido es cuando quitas el cierre del maletero y la tapa salta. Salgo corriendo de la barraca. Me acerco a las ventanas del cobertizo. El maletero del Buick está abierto y algo sale volando; al principio me parece papel, trozos chamuscados de papel. Giran como en un ciclón, pero el polvo del suelo ni se mueve. El único aire que se movía salía del maletero. Entonces vi que todos los trozos de papel se parecían, y decidí que eran hojas. Resultó que sí, que eran hojas.

»Me saqué la libreta del bolsillo del pecho, apreté del botón de sacar la punta del bolígrafo y dibujé esto:

—Parece una sonrisa —dijo el chaval.

—Una mueca —dije—. Pero no había solo una. Había centenares. Centenares de muecas negras dando vueltas. Algunas caían en el techo del Buick. Otras volvían a meterse en el maletero. La mayoría acababan en el suelo. Corrí a buscar a Tony. Salió con la cámara de vídeo. Tenía la cara enrojecida, y murmuraba: «¿Y ahora qué? ¿Lo siguiente qué coño será?», Así. Daba un poco de risa, pero entonces no, ¿eh? Luego. Entonces no tenía ninguna gracia, te lo aseguro.

»Miramos por la ventana y vimos las hojas desperdigadas por el suelo de cemento. Había casi tantas como cuando pasa un vendaval de esos fuertes de octubre y el césped se te queda perdido. La diferencia es que empezaban a retorcérseles los bordes. Ya se parecían un poco más a hojas y un poco menos a sonrisas. Menos mal. Y no se quedaban negras. Mientras mirábamos empezaron a ponerse entre grises y blancas. Y más finas. Ya había llegado Sandy. El numerito de los fuegos artificiales no lo pudo ver, pero llegó a tiempo para el de las hojas.

»Sandy dijo: “Me ha llamado Tony a casa para que viniera hacia las siete de la tarde. Ha dicho que él y Curt pensaban hacer algo que podía interesarme, pero yo no he esperado hasta las siete. He venido enseguida. Tenía curiosidad”.

—Lo que mató al gato —dijo Ned, sonando tan parecido a su padre que casi tuve escalofríos. Luego me miró—. Cuenta el resto.

—No hay mucho que contar —dije—. Las hojas se volvían más finas. No sé si me equivoco, pero me parece que lo vimos.

—No, no te equivocas —dijo Sandy.

—Yo estaba a cien. No pensaba. Corrí hacia la puerta lateral. Y Tony… Jo, tío, a Tony le tuve encima como un rayo. Va y me hace una llave en el cuello. Le digo: «¡Suelta, suelta! ¡Brutalidad policial!». Y él me dice que me lo guarde para cuando cuente chistes en un bar de Statesboro. Dice: «Phil, que esto va en serio. Tengo buenos motivos para creer que por culpa de esa cosa he perdido un agente. No pienso quedarme sin otro».

»Le dije que me pondría la cuerda. Estaba que me salía. No me acuerdo bien de por qué, pero es la verdad. Él dijo que no pensaba volver por la puta cuerda. Le dije que ya volvía yo a por la puta cuerda. Me dijo: “Ni cuerda ni hostias. Permiso denegado”. Entonces voy yo y le digo: “Sargento, aguántame los pies, que solo quiero recoger unas hojas. Hay algunas a menos de metro y medio de la puerta. Ni siquiera están cerca del coche. ¿Qué, qué dices?”.

»“Te digo que tú estás como una cabra, guapo. ¡Todo lo de dentro está cerca del coche!”, dice; pero, como no era exactamente un no, seguí y abrí la puerta. Lo olías enseguida. Un poco como a menta, pero en apestoso. Debajo había otro olor que hacía que aún fuera peor el principal. Como de col. Daba náuseas. Yo casi estaba demasiado lanzado para fijarme. Claro, era más joven. Me puse boca abajo y me arrastré como un gusano. El sargento me cogía por los pies, y cuando llevaba poca distancia me dice: “Vale, Phil, que ya te has metido bastante. Si alcanzas algunas, cógelas. Si no puedes, sal”.

»Había la tira que se habían puesto blancas. De esas cogí como una docena. Se tocaban blancas y sedosas, pero en el mal sentido. Me recordó a cuando los tomates se pudren por dentro de la piel. Un poco más allá había dos que aún estaban negras. Estiré el brazo y las cogí, pero justo al tocarlas se pusieron blancas como el resto. Noté un leve escozor en la punta de los dedos. Me llegó un olor más fuerte a menta, y oí un ruido. Vaya, me parece. Una especie de suspiro, como cuando levantas la anilla de una lata de refresco.

»Empecé a salir a lo gusano, y al principio iba bien, pero de repente… la sensación de aquellas cosas en mis manos… eran tan suaves …

Tardé unos segundos en poder seguir. Me parecía volver a notarlo. Pero el chaval me miraba, y, dándome cuenta de que no renunciaría al resto por nada del mundo, hice el esfuerzo de seguir. Ahora solo tenía ganas de acabar.

—Me dio pánico. ¿Vale? Empecé a retroceder empujando con los codos y los pies. Verano. Yo en manga corta. Me resbaló un codo, tocó una de las hojas y soltó un silbido como… no sé como qué. Un silbido, ¿vale? Y soltó una ráfaga del olor a menta y col. Se puso blanca. Como si al tocarla yo se hubiera congelado y marchitado. Luego lo pensé. En aquel momento no pensaba en nada que no fuera salir de una puta vez. Perdona, Shirley.

—Descuida —dijo Shirley, y me dio unas palmaditas en el brazo.

Buena chica. Siempre lo ha sido. Mejor que Matt Babicki en comunicaciones —de lejos, de kilómetros—, y mucho más agradable a la vista. Puse una mano encima de la suya y se la apreté un poco. Después seguí. No pensaba que fuera tan fácil. Es curioso, pero cuando hablas de las cosas te vuelven solas a la cabeza. Cuanto más hablas, más se aclaran.

—Miré el Buick, y, aunque estaba en medio del cobertizo, como mínimo a cuatro metros de mí, de repente tuve la impresión de que lo tenía más cerca. Grande como el Everest. Brillante coma una faceta de diamante. Se me ocurrió que los faros eran ojos, y que me miraban. Y lo oía susurrar. No pongas esa cara de sorpresa, chaval. Lo de que susurre lo hemos oído todos. No tengo ni idea de qué dice (si es que dice algo), pero te aseguro que lo oía. Ahora, que lo oía en la cabeza, saliendo de dentro hacia fuera. Como telepatía. Puede que me lo imaginara, pero para mí que no. De repente parecía que volviera a tener seis años, y que me diera miedo algo debajo de la cama. Quería llevárseme. Yo estaba seguro. Llevarme a donde se había llevado a Ennis. Total, que me entró pánico y chillé: «¡Rápido, tirad!». Y tiraron, tiraron. El sargento y otro que ahora no…

—El otro era yo —dijo Sandy—. Jo, Phil, nos diste un susto de la hostia. Al principio se te veía bien, pero luego empezaste a gritar y retorcerte. Ya te veía yo sangrando por alguna parte, o poniéndosete la cara azul. Pero qué va, solo tenías…

Me hizo el gesto de seguir.

—Tenía las hojas, o lo que quedaba. Supongo que al entrarme el yuyu cerré los puños, ¿vale? Con las hojas dentro. Y cuando volví a estar fuera me di cuenta de que tenía las manos mojadas. Todos gritaban a la vez: ¿Te encuentras bien? y ¿Qué ha pasado, Phil? Yo de rodillas, con casi toda la camisa enrollada en el cuello y la barriga pelada de haberme arrastrado, y pienso: Me sangran las manos. Por eso están mojadas. Luego veo una especie de pasta blanca. Parecía la cola que te da el profesor cuando vas a primero. Era lo único que quedaba de las hojas.

Me quedé callado, pensándolo.

—Y ahora te cuento la verdad, ¿vale? No se parecía nada a cola. Era como tener llenas las dos manos de semen caliente de toro. Y qué peste. No sé por qué. Podrías decirme: Un poco de menta y col. Tampoco es para tanto. Y con razón, pero al mismo tiempo te equivocarías. Porque te aseguro que era un olor que no se parecía a nada. Al menos que hubiera olido yo.

»Me limpié las manos en los pantalones y volví al cuartel, al sótano. Justo entonces salía Brian Cole del váter de abajo. Había oído gritos y quería saber qué pasaba. Yo ni caso. De hecho, casi le derribo de camino al váter. Empiezo a lavarme las manos, venga a lavarme, y de repente pienso en la pinta que tenía chorreando por los puños aquella porquería blanca de las hojas, como semen, en lo caliente que estaba, no sé, como resbaladizo, y en que al abrir los dedos se habían formado hilos. Ahí la cagué. Nada más pensar que se habían hecho hilos entre las palmas y las puntas de los dedos y vomité. Oye, y que no era como cuando el estómago te devuelve la cena por correo exprés, ¿eh? Fue asomárseme el estómago por la garganta y rebosarme por la boca todo lo que había tragado desde hacía algunos días. Como cuando mi madre tiraba el agua sucia de fregar por la baranda del porche de atrás. No insisto en el tema, pero es que tienes que saberlo. Es otra manera de intentar entender. No era como vomitar, era como morirse. Lo único parecido que me ha pasado fue mi primer muerto en la carretera. Llego y lo primero que veo es una rebanada de Wonder Bread en la línea amarilla de la autopista vieja de Statler, y lo siguiente, la mitad de arriba de un niño, uno pequeño con el pelo rubio. Luego veo que en la lengua del niño hay una mosca lavándose las patas. Fue la gota que colmó el vaso. Tenía la sensación de que iba a morirme de la vomitera.

—A mí también me pasó —dijo Huddie—. No tiene nada de vergonzoso.

—No, si no me da vergüenza —dije—. Solo es para que se dé cuenta. ¿Vale? —Respiré hondo, olí aquel aire tan agradable (sin menta ni col) y volví a exhalar, Sonreí al chaval—. En fin, un favorcito que hay que agradecerle a Dios: la taza estaba justo al lado de donde me lavaba las manos, y prácticamente no salpiqué ni los zapatos ni el suelo.

—Y al final —dijo Sandy— las hojas se quedaron en nada. Literalmente. Se derritieron como la bruja de El mago de Oz. Quedaron restos en el cobertizo B, pero a la semana, aparte de manchitas en el cemento, nada. Unas manchas amarillentas, muy claras.

—Sí, y me pasé varios meses como esos que están obsesionados con lavarse las manos —dije—. Algunos días no podía ni tocar la comida. Si mi mujer me ponía bocadillos, los cogía con una servilleta y los comía así. El último trozo lo dejaba caer de la servilleta a mi boca. Si patrullaba solo, solía comer con los guantes puestos. Y pensando que de todos modos me marearía. Siempre me imaginaba aquella enfermedad de las encías que se te caen todos los dientes. Pero al final lo superé. —Miré a Ned y esperé a que me mirara a los ojos—. Lo superé, hijo.

Me miró, pero en sus ojos no había nada. Qué curioso. Como si estuvieran… no sé, pintados.

¿Vale?