SE baja del coche y entra en el instituto junto a sus padres. Mientras ellos arreglan los papeles para el traslado, Meri irá a hablar con los chicos y a darles la noticia de su marcha.
—Voy a ver a mis amigos —anuncia temblorosa.
Su padre asiente y le da un cariñoso beso en la cabeza. Meri se despide de sus padres y se aleja por el pasillo. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan nerviosa. Tener que anunciarles a los demás que se va, que mañana ya estará viviendo en Barcelona, es uno de los tragos más difíciles que ha pasado en su vida. Está muy cansada. Apenas ha dormido y lleva toda la mañana haciendo las maletas con la ayuda de su hermana. Aunque sigue resultándole difícil asimilar que se marcha de Madrid, empieza a aceptarlo. No le queda más remedio.
Aún falta un minuto para el recreo. Por eso todos los pasillos están vacíos. Pero se palpa la tensión en el ambiente. Como cuando se sabe que va a llover pero todavía no ha comenzado. Los instantes anteriores a la tormenta se perciben, aunque todavía no caigan gotas.
María se dirige hacia la escalera por la que bajarán sus amigos. Los esperará abajo y luego los acompañará, por última vez, a la parte de atrás del instituto, donde tantos y tan buenos momentos ha pasado. Allí incluso recibió su primer y su segundo beso. Sus únicos besos. A pesar de las ganas que tiene de que aquello se repita algún día. Piensa en lo que quiere de verdad. Y en Bruno y en sus sentimientos. Y en cómo se ha controlado durante todo ese tiempo. Yen…
La sirena es el anticipo del alboroto general. Es como si un ciclón pasase de pronto por ese punto concreto de la ciudad. Algunos chicos a los que conoce de vista y con los que no ha hablado en todo ese tiempo la observan, curiosos, y cuchichean. A ellos no los echará de menos. Pero tampoco les guardará rencor. Ni siquiera a los que le han hecho la vida algo más difícil durante los cuatro años y dos meses que ha estado estudiando allí.
A ella, en cambio… Parece una señal que la primera cara conocida de verdad que vea sea la de Ester. Está guapísima, con su flequillo recto perfectamente alineado. Bruno, a quien le habla y sonríe, va con ella. Son sus niños. A los que realmente extrañará a seiscientos kilómetros de distancia.
Su amiga se da cuenta de su presencia cuando está en mitad de la escalera y, llevada por un fuerte impulso, corre hacia ella.
Las dos se funden en un gran abrazo emocionado. Meri nota que Ester llora sobre su hombro y deduce que ya lo sabe.
—Te lo ha dicho Bruno, ¿verdad?
—Sí —le susurra al oído—. Pero no te enfades con él. No quería contarme nada, pero yo se lo saqué.
—No te preocupes, no estoy enfadada.
Como de costumbre. Nunca es capaz de enfadarse con ese chico que tanto la ha hecho disfrutar a lo largo de aquellos años.
Las dos amigas se miran a los ojos y vuelven a abrazarse, hasta que Bruno las interrumpe.
—Lo siento, Meri. Soy un bocazas.
—No pasa nada. ¿Los demás también lo saben?
—No. Sólo nosotros dos.
—Bueno, es hora de que ellos se enteren, entonces.
Los tres salen por una de las puertas del edificio y se dirigen hacia la parte trasera del instituto. Sopla un poco de viento, aunque no es tan frío como el de esa mañana.
—No me puedo creer que te vayas —dice Ester mientras se seca los ojos—. No sé qué voy a hacer sin tí.
—Yo tampoco sé qué voy a hacer sin ti en Barcelona.
—No quiero que te marches, Meri. Pero comprendo que lo hagas. Yo haría lo mismo en tu situación.
Aquello reconforta a María, aunque también la entristece. Siente un gran vacío interior y unas extrañas ganas de llorar que, sin embargo, no es capaz de liberar.
En seguida, aparecen Elísabet y Valeria. Y, veinte segundos más tarde, Raúl, que lleva un gran paquete de patatas al punto de sal. La de bolsas de esas que han compartido. La melancolía y la añoranza se apoderan de ella.
—¡Eh, pelirroja! ¿Dónde te has metido? —pregunta el joven al tiempo que se acerca hasta ella y le da un cariñoso abrazo.
Ahí está el chico que le concedió su primer beso. El primero que la defendió de los malos. El que durante un tiempo fue su gran amor platónico.
—Chicos, tengo algo que contaros.
Su rostro aniñado, adornado por unas gafas de pasta azul, anuncia que lo que va a decirles es algo serio de verdad. Todos la contemplan mientras se sientan en círculo, como suelen hacer en cada recreo. Empezaron siendo cinco; luego fueron seis, pero parece que pronto volverán al número con el que comenzaron a refugiarse en ese rincón tan particular y significativo para todos ellos.
—¿Qué es, Meri? Nos has dejado a todos muy preocupados —interviene Raúl con semblante serio.
—Me marcho —suelta la chica sin más prolegómenos—. Mañana me voy con mi padre a Barcelona… A vivir con él.
Ester, aunque ya conocía la noticia, no puede evitar echarse a llorar. Oculta la cabeza entre las piernas y se tapa la cara con las manos. Su desolación es tal que Bruno tiene que acercarse a ella para consolarla.
—¿Estás hablando en serio? —pregunta Eli, que se ha quedado de piedra.
—Sí. Ya está decidido. Mis padres están en secretaría arreglando los papeles para darme de baja y que pueda inscribirme en otro centro.
—No sé qué decir.
Elísabet se levanta y se acerca a ella. Le da un gran abrazo e incluso se le escapa alguna lágrima. En ese momento recuerda cómo se creó el Club y por qué. Era la unión de unos chicos incomprendidos que se amparaban en otros como ellos. Meri siempre ha sido una gran amiga, no puede hacerle ni un solo reproche, aunque el tiempo y la adolescencia las hayan ido distanciando.
Valeria se les une en seguida; también abraza a María y le da un beso en la frente. Se le ha formado un nudo en la garganta y aguanta las lágrimas como puede.
—Te vamos a echar mucho de menos, pelirroja.
—Y yo a vosotros.
Las tres sonríen con tristeza mientras escuchan el sollozo de Ester, que todavía no ha podido tranquilizarse.
—Pero ¿por qué te vas a Barcelona? —le pregunta Raúl, que intenta mantener la compostura a pesar de que aquello le duele tanto como a los demás.
—Mi padre no se encuentra muy bien y necesita que alguien que le quiera esté con él.
—¿Está enfermo?
—No, no. Es por otra cuestión. Se siente muy solo viviendo allí y no tiene a nadie con quien compartir su vida.
La chica les explica con más detalle el asunto. Cada minuto que pasa le cuesta más hablar. Se emociona constantemente. Sobre todo cada vez que se fija en Ester y observa sus vivarachos ojos enrojecidos.
—¿Y tu madre? ¿Ha permitido que te vayas así como así?
—Al principio se enfadó mucho. Pero luego me ha apoyado y respeta que haya tomado esta decisión.
—¿Y te vas mañana? Madre mía, qué precipitado todo.
—Sí. Ha sido todo muy rápido.
Un silencio, fruto de la sorpresa y de la tristeza, se adueña del grupo. Meri lo aprovecha y se pone de pie para sentarse en medio de sus dos mejores amigos. Bruno le acaricia el pelo y Ester se agarra de su brazo. Luego le da un beso en la mejilla y respira hondo para soltar parte de la pena que no deja de agobiarla.
—Podríamos dar una fiesta de despedida esta noche —comenta Bruno en ese momento en que nadie habla.
—Me parece una gran idea —lo secunda Eli sonriéndole.
¿Cuánto hacía que una sugerencia del otro no era bien recibida? Sin embargo, desde esta mañana saben que, aunque las cosas han cambiado, siguen siendo amigos.
—Valeria, ¿crees que tu madre nos dejaría Constanza?
—Se lo preguntaré, pero no creo que haya problemas.
—Si Mará nos deja, podríamos ir allí sobre las ocho y luego cerrarlo nosotros. ¿Os parece bien?
Raúl, que es normalmente quien toma y dirige ese tipo de decisiones, no pone ninguna pega. Asiente con la cabeza y está de acuerdo con lo que ha dicho su amigo. El resto también apoya la idea de Bruno.
—Chicos, no hace falta que me deis una fiesta de despedida.
—¿Cómo que no hace falta? —pregunta Ester—. Tú te mereces eso y mucho más.
—Sí, pelirroja. No vamos a dejar que te deshagas de nosotros sin que al menos tengas tu minuto de homenaje —apunta Raúl con una sonrisa.
—¡Por supuesto que tendrás tu fiesta! —exclama Elísabet.
—¿O es que pensabas que ibas a estar sola en tu última noche en Madrid? —termina diciendo Valeria mientras gesticula exageradamente.
Meri sonríe como puede. Lleva todo ese tiempo reprimiéndose. Pero, al ver que sus amigos la tratan de esa manera, no logra contenerse más y rompe a llorar. Todos se agrupan en torno a ella. La miman, la animan, la vitorean para que se sienta mejor y se tranquilice.
Es imposible. Porque a la tristeza de tener que irse se ha unido la felicidad de sentirse tan querida. Sus lágrimas son el fruto de ese mayúsculo choque de sensaciones.
Unas sensaciones que se irán desbordando a lo largo de todo ese martes de noviembre.
Las últimas horas de clase han sido las más tristes que recuerdan todos los chicos del Club de los Incomprendidos. La imagen de Meri mientras se marchaba, llorando a lágrima viva, después de que sonara la campana del recreo, les resultará muy difícil de olvidar. Nunca la habían visto así. Se ha derrumbado por completo.
Pero le han prometido una fiesta, y la va a tener.
Valeria, entre asignatura y asignatura, ha llamado a su madre para preguntarle si podían contar con la cafetería.
Al principio Mará no quiso. Pero cuando su hija le explicó el motivo por el que la necesitaban, en seguida dio su consentimiento.
Ya tenían dónde celebrarla.
—Deberíamos comprarle algo para que se lleve un recuerdo nuestro a Barcelona —comenta Raúl mientras recoge sus cosas.
La jornada ha terminado y los cinco amigos se han reunido alrededor de su mesa para hablar de lo que van a hacer esa noche.
—¿Qué? —pregunta Valeria, que no ha podido volver a besar a su chico en toda la mañana. ¡Y se muere de ganas!
—Tendrá que ser algo no muy grande para que le quepa en la maleta.
—Un llavero.
—No seas cutre, Eli. ¿Cómo vamos a regalarle un llavero? —dice el joven sonriendo.
—Yo qué sé. ¡A ver si a ti se te ocurre algo mejor, listo!
Y le saca la lengua. Se ha terminado la mañana y sigue sin saber si Raúl se ha pensado o no lo de ser novios. Si no le ha dicho nada, será que no tiene una respuesta todavía. Con lo de Meri, las cosas han tomado un rumbo inesperado. Tampoco quiere agobiarlo. Pero… ¡está ansiosa por saber algo más!
—¿Y una camiseta dedicada? —pregunta Ester, a quien todavía se la ve triste por lo de antes.
—Eso me gusta —afirma Bruno.
—Yo conozco un sitio donde nos la harían en el momento; y no es muy caro.
—¿Dónde, Valeria?
—Está por Arguelles.
—Uff. Yo iría a comprarla, pero tengo entrenamiento esta tarde. Lo siento, de verdad —se lamenta Ester. Además, no puede faltar. Tiene una conversación pendiente con su entrenador. Con la mirada, busca a Bruno, que también advierte que no puede ir, aunque no explica el motivo.
—¡Pues yo tengo dentista a las cinco! —exclama Elísabet al tiempo que juguetea con un lápiz que no ha guardado—. Y, si no voy, mi madre me mata. ¡Con lo pesada que ha sido!
Sólo quedan Valeria y Raúl como candidatos. Ambos se miran de reojo y sonríen para sí cuando se dan cuenta.
—Ya me encargo yo —se ofrece el joven—. Podemos hacerle una camiseta con el nombre del club y también con nuestros nombres.
—Yo te acompaño.
—Bien. A las cinco en Sol para coger allí el metro. ¿Vale?
—Perfecto.
Ester esboza una sonrisilla cuando habla Valeria. Ella es la única que sabe lo que hay entre esos dos. Por el contrario, Eli siente envidia de su amiga por ser ella quien acompañe a Raúl a por el regalo. ¡Maldito dentista!
—Bien. Pues tema solucionado. Yo pongo el dinero y esta noche os pido vuestra parte. Si se os ocurre cualquier cosa o le queréis decir algo a los demás sobre la fiesta de despedida de Meri, por el WhatsApp.
Los cinco se dirigen hacia la puerta del aula. Sin embargo, Elísabet agarra a Raúl del brazo y le pide que espere un segundo. Los otros tres siguen adelante, aunque a Valeria se le forma un nudo en el estómago cuando se vuelve y los ve juntos.
—Perdona que te presione de esta manera, pero ¿has pensado ya en lo nuestro? —le pregunta con cierto temor.
—Claro. Mucho, además.
—¿Y no has… decidido… nada? —tiembla cuando habla.
—No, lo siento. Necesito más tiempo, Eli.
—Bien. Lo entiendo.
—Ya hablaremos luego.
Y sin decir nada más, Raúl le dedica una sonrisa y se da prisa para alcanzar al resto del grupo. Eli, lejos de mostrarse triste o decepcionada, también sonríe. No obstante, la mesa sobre la que estaba apoyada ha sufrido las consecuencias de su tensión acumulada y ha quedado marcada para siempre por el lápiz que la joven tenía en la mano.