—ACUÉRDATE de que esta tarde tienes dentista.
—Sí, mamá.
—Alas cinco.
—Que sí, pesada.
—Bueno, luego no me digas que no te he avisado, Elísabet.
—Me lo has dicho diez veces desde que me he despertado.
—Porque luego haces tus planes y se te pasa… Intentaré ir contigo, pero si no puedo tendrás que ir tú sola.
—Lo sé. No es la primera vez.
—A las cinco. ¿Vale?
—Vale, vale —dice al tiempo que mueve la cabeza de un lado a otro y sonríe—. Adiós, mamá.
Y, tras darle un beso, sale de su casa alegremente. Ni siquiera tener que ir al dentista le va a quitar hoy la sonrisa de la cara. En seguida verá a Raúl, y eso está por encima de cualquier empaste o limpieza bucal.
¿Se lo habrá pensado ya? Ha soñado durante toda la noche con que le decía que sí, que estaba dispuesto a intentarlo con ella. ¡Que serían novios! Y, aunque sabe que no ha sido real, que sólo han sido deseos concedidos mientras dormía, aquello le ha inyectado una gran dosis de esperanza en cada vena del cuerpo. El corazón le palpita muy de prisa, y Eli no tiene intención de pedirle que pare.
¡Ama a Raúl!
La chica camina hacia el instituto llena de una felicidad desbordante, a juego con el maravilloso día que hace. Ni siquiera el frío matinal o el débil viento que le alborota el pelo le estorban. El día es fantástico y punto. Y más que lo será.
¿De dónde ha sacado tanto optimismo? Su estado de ánimo es una montaña rusa. Arriba y abajo constantemente. Imagina que es porque es bipolar, como escribió en su último estado de Tuenti. ¿Qué chica de hoy en día no lo es? Y es que ella ya es una adolescente normal, una más, algo que no podía decir hace unos años.
¡Se está vengando bien de todos aquellos asquerosos granos del pasado!
Pero no es sólo que sea normal, es que está buena y es guapa. Y gusta. Como a ese universitario que acaba de pasar a su lado y le ha guiñado un ojo. O al señor del bastón que se le ha quedado mirando el trasero, bien ajustado dentro del vaquero de Stradivarius.
O a ese motorista que se para justo delante de ella y quema rueda en su honor. Lleva una chaqueta negra de cuero y un casco con un dibujo de un demonio rojo que se ríe. El chico se sube la visera y le dedica un piropo malsonante. Elísabet sigue caminando sin darle mucha importancia a ese tío. ¿Qué se piensa? ¿Que por tener una moto va a impresionarla? Ja.
Sin embargo, el motorista acelera de golpe y pasa junto a ella casi rozándola. La joven se lleva un susto tremendo. ¡Será capullo! ¿Está loco o qué? Pero ahí no termina el asunto: la moto que casi la embiste da la vuelta y regresa hacia ella a toda velocidad. La chica no tiene escapatoria en esa calle tan estrecha. Trata de echarse a un lado, pegándose todo lo que puede a la pared, y grita cuando tiene el vehículo prácticamente encima.
A escasos centímetros de ella, el motorista frena en seco.
—¡Tío! Pero ¿tú estás mal de la cabeza? —exclama Eli muy alterada—. ¡Estás para que te encierren en un manicomio!
—Puede que tu aspecto haya cambiado, pero sigues siendo igual de borde —comenta el joven de la moto, sonriente, tras quitarse el casco.
La chica no esperaba encontrarse con ese muchacho, que ya había quedado atrás, en el más absoluto de los olvidos. Raimundo Sánchez lleva el pelo rubio bastante más largo que cuando iba al instituto. Está cachas, y Eli debe reconocer que también está muy guapo. Pero sigue siendo el mismo cretino de siempre.
—Tú tampoco has cambiado nada. Es difícil que un gilipollas deje de serlo, aunque pases meses sin verlo.
—Tranquila, no te enfades.
Elísabet no tiene ganas de perder el tiempo con ese estúpido. Continúa caminando, pero Rai la persigue con la moto. Despacio, al ritmo de Eli, el joven avanza con el casco en el regazo.
—Me han dicho que desde que no tienes granos en la cara te has dado a la buena vida. Y, mirándote bien, no me extraña que los tíos se te rifen.
—Déjame en paz.
—¿A cuántos te has tirado del instituto?
—A todos menos a tí —contesta sarcástica—. ¡Ah, perdona! ¡Que te echaron hace un año por imbécil!
—Fue por insultar al director. Pero bueno…
—Lo dicho. Por imbécil. Aunque me quedo algo corta.
Los dos siguen avanzando en paralelo hacia el instituto. Eli anda cada vez más de prisa, pero el otro no se marcha y sigue a su lado.
—¿Sabes? No podía imaginarme, cuando me metía tanto contigo, que algún día te convertirías en esto. Te has puesto cañón.
—Olvídame ya, capullo. Vete a molestar a otra parte.
—El patito más feo de la clase se ha transformado en un precioso cisne.
—En cambio, tú sigues siendo un impresentable.
—Me pone que me insultes.
—Eres…
Pero antes de que Eli acabe la frase, Raimundo acelera y hace un caballito mientras da un alarido subido encima del carenado. El joven aparca unos metros por delante de ella, se baja de la moto y se acerca a Elísabet silbando y con las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta de cuero.
—Así podemos hablar más cómodos.
—No quiero hablar contigo. Vete.
—Vamos, no seas así. Por los viejos tiempos.
—¿Por los viejos tiempos? ¿Esos en los que me insultabas y te reías de mí?
—¡Qué buenos tiempos! Lo echo de menos.
—Pues yo no. Y mucho menos a ti.
El día iba a ser perfecto, pero ha venido a fastidiárselo el tío que más daño le ha hecho en su vida. ¿Por qué no se larga? ¿Es que va a seguirla hasta que lleguen al instituto?
—¿Y tu novia? ¿Se ha puesto muy celosa porque te hayas enrollado con otros?
—¿Voy a tener que avisar a la policía para que me dejes en paz?
—La vi hace unos meses, y también ha mejorado bastante. Valeria se llamaba, ¿no? Os imaginé a las dos juntas y… Mmmm. ¿Por qué no quedamos los tres un día, nos tomamos unas copas y lo pasamos bien? Elísabet ya no lo soporta más. Se detiene y lo mira a los ojos, furiosa. Él la desafía sin dejar de sonreír.
—Rai, o te vas o te juro que grito que me estás acosando.
—Hazlo. Grita.
—Vete y olvídame, por favor.
—No pienso irme. Quiero salir contigo un día y aumentar tu lista de trofeos. Y también la mía, claro.
—Gilipollas.
—Vamos, si estás deseándolo. Sólo es para divertirnos un rato.
—No me liaría contigo ni aunque fueras el último tío del planeta.
—No será para tanto… —Dando unos pasitos hacia delante, Rai se aproxima a Eli, quien se echa hacia atrás, temerosa de que intente algo.
—No te acerques más.
—No serás lesbiana de verdad como se rumoreaba, ¿no?
—No soy lesbiana. Me gustan los tíos. Pero tú eres un animal.
En ese momento, alguien llega hasta ellos corriendo. Raimundo se vuelve y comprueba que se trata de un muchacho bajito, aunque algo más alto de lo que recordaba.
—¿Te está molestando? —le pregunta a la chica, a la que nota muy nerviosa.
Ésta asiente con la cabeza y se coloca a su lado. Bruno le acaricia un brazo para calmarla y contempla al tío que le amargó gran parte de la existencia durante los primeros años de instituto.
—¡Hombre! ¡Corradini, el enano bufón! —grita Raimundo con una risotada—. Joder, ya ni me acordaba de ti. Pensaba que igual te habías metido en un circo o algo.
—Mira qué casualidad. Yo tampoco me acordaba de ti, payaso.
—Qué bien lo pasábamos juntos, ¿eh, Corradini? Tienes que admitir que, gracias a nosotros, te hiciste popular en el instituto. Aunque sólo fuera por todas las bromas que te gastamos.
Y suelta una carcajada. Durante varios años, Bruno fue uno de los objetivos favoritos de Raimundo Sánchez y sus amigos. Le hicieron todo tipo de inocentadas y faenas de mal gusto, y el chico se vio obligado a soportarlas.
—Sólo os divertíais vosotros.
—De eso se trataba.
—¿Por qué no te vas al reformatorio del que te has escapado y nos dejas tranquilos, capullo?
La expresión del rostro del joven rubio cambia. Ya no sonríe. Se acerca a Bruno y le pone una mano en el pecho.
—Que ésta me insulte me da lo mismo. Hasta me gusta —explica molesto—. Pero que lo haga un enano como tú…
—No me das miedo.
—¡Bruno, déjalo! ¡Pasa de este idiota! ¡Vámonos!
No obstante, el chico desoye a su amiga y permanece quieto delante de Rai.
—¿Quieres guerra, pequeño?
—Ya te he dicho que no te tengo miedo, inútil.
Entonces, Raimundo lo empuja y Bruno cae al suelo de espaldas. Se levanta rápidamente, algo dolorido por el golpe contra el asfalto, pero, sin tiempo para reaccionar, vuelve a sentir la fuerza del otro en el pecho y cae de nuevo, esta vez con más violencia.
—¿Qué decías, enano?
—Eres un capullo —lo insulta Bruno desde el suelo—. Tienes tan poco dentro de esa cabeza hueca que lo único que sabes hacer es dañar a los demás.
—¡Oh, qué bonito! Qué bien hablas, Corradini. De verdad. —Y lo aplaude con ironía.
Es el propio Raimundo el que alza a Bruno agarrándolo por el brazo. Tira de él y lo levanta. Elísabet va hacia ellos y se sitúa junto a su amigo.
—Déjalo ya. Vámonos. No merece la pena.
—No se va a ningún sitio —amenaza Raimundo—. Tiene que pagar por todos los insultos que me ha soltado.
Lo empuja otra vez, pero en esta ocasión Bruno no cae. Permanece en pie, con Eli cerca. Rai se aproxima lentamente a él. Está harto de la insolencia de ese enano que ha tenido el atrevimiento de faltarle el respeto. Sin embargo, cuando va a empujarlo para lanzarlo contra el suelo una vez más, alguien que se interpone entre ellos aparece de la nada.
—¿Qué tal le va, señor Sánchez? Hacía mucho tiempo que no lo veía.
—Eh… Bien, profesor.
—Me alegro mucho. Siempre es un gusto encontrarme con antiguos estudiantes. —Lo golpea con fuerza en la espalda con la palma de la mano.
—Yo…
—¿Qué sucede? ¿Tiene algún problema con mis alumnos?
—Bueno… No. Sólo estaba saludándolos.
El profesor de Matemáticas no sonríe, pero en su expresión se aprecia cierta satisfacción. Bruno y Eli se miran entre sí, sorprendidos. No lo han visto llegar por ninguna parte. En cualquier caso, es una suerte que haya aparecido para ayudarlos.
—Muy bien. Los buenos modales que no falten. Me alegro de que la salida de nuestro centro le haya servido de algo. ¿Quiere acompañarnos usted al instituto y así recordamos viejos tiempos?
—No, no. Ya me iba. Tengo la moto ahí, aparcada.
—Como usted quiera. Me alegro de verlo, y ya sabe que nuestra casa es su casa siempre que venga para hacernos una visita cordial.
Raimundo, algo aturdido, se despide del hombre y se aleja rápidamente hacia el lugar donde ha dejado la moto. Mientras, el profesor de Matemáticas y los dos chicos prosiguen su camino hacia el instituto. El hombre no habla demasiado, se limita a escuchar a sus alumnos, que le cuentan lo que ha sucedido, ya más relajados. Cuando llegan al centro, se separan y se despiden hasta la próxima clase que les toque con él.
Bruno y Eli se dirigen contentos hacia su aula.
—Muchas gracias —le dice ella sonriendo—. Has sido muy valiente, aunque no tenías por qué hacerlo.
—No podía dejarte sola con ese tío.
—Bueno, me las habría apañado bien con él. Estaba controlado. Pero gracias de verdad por echarme una mano.
—Para eso están los amigos.
Y, de repente, todas las tiranteces, todos los malos rollos entre ellos y todos los reproches del pasado se esfuman a toda prisa. Eli se inclina sobre él y le da un beso en la mejilla.
Ambos seguirán siendo como son y continuarán pensando de manera diferente. Pero en esa mañana de martes han recordado que son amigos. Y, a pesar de que las cosas han cambiado, y de que cambiarán todavía más en las próximas horas, los dos saben que, en caso de necesidad, un incomprendido ayudará al otro. O al menos lo intentará.