JAMÁS habría imaginado que su padre y su madre pudieran volver a reír sentados a la misma mesa. Al menos no sin que uno de ellos se hubiera atragantado con un hueso de aceituna o al otro se le hubiese derramado encima la sopa hirviendo. Pero la cena ha sido agradable, entretenida y hasta divertida. Buena comida, buen vino, refrescos para las chicas, y más risas de las esperadas. Aunque todavía queda el postre.
De todas maneras, ya han tratado el tema principal por el que Ernesto ha ido hasta allí para hablar con su ex mujer y sus hijas. Y no ha habido conflictos ni salidas de tono. María se va a vivir con su padre a Barcelona hasta junio. Cuando acabe el instituto allí, regresará y, dependiendo de cómo hayan ido las cosas, volverá a marcharse en septiembre, o no.
Sorprendentemente, su madre no se ha opuesto a la idea. ¿Qué habrán hablado antes por teléfono para que ella esté tan accesible?
Paz se levanta de la mesa y regresa en seguida con dos pequeños cuencos de natillas. No las ha hecho ella, pero lo parece. Le da uno a su ex y otro a María. Al poco tiempo, vuelve con otros dos, para Gadea y para ella.
—¡Están buenísimas! —exclama el hombre relamiéndose—. ¿Las has hecho tú?
—Mmm. Claro.
—¡Pues te has salido! ¡Están riquísimas!
Las dos hermanas se miran entre ellas; saben la verdad, pero prefieren no estropearle la jugada a su madre. Hacía muchísimos años que no escuchaban un piropo de su padre hacia ella. Pero la realidad es que su madre nunca ha hecho natillas.
—Me alegro de que te gusten tanto.
—Son de las mejores que he comido en mi vida. Aunque conozco un sitio en Barcelona donde las hacen casi tan buenas como éstas.
—Ya iremos a probarlas cuando vayamos a visitar a María —comenta Paz sonriente.
—Eso, eso. ¡Deberíais venir un fin de semana!
—Sería divertido.
—¡Mucho! Os enseñaría la catedral, la casa Batlló, el Camp Nou… Pasearíamos por las Ramblas, por el paseo de Gracia, por el parque Güell, por el barrio Gótico… ¡Tenéis que venir! ¡Barcelona es preciosa!
El hombre está eufórico. ¿Quién diría que es la misma persona que hace nada se quejaba de su existencia y lloraba porque se encontraba muy solo? También el vino está contribuyendo a que se desinhiba.
—¿Y cuándo se supone que me voy contigo? —pregunta la pelirroja mientras juguetea con la cuchara dentro de su postre. Aunque todo se haya resuelto bien entre sus padres, ella no puede dejar de pensar en que se va. Se marcha de Madrid. Y eso significa que se separará de sus amigos, a quienes puede que termine perdiendo a causa de la distancia.
—Pues había pensado que… ¿mañana?
—¿Mañana?
—Sí. No creo que haya problemas para comprarte un billete. Podrías venirte conmigo, y así te ayudo con parte del equipaje y no tienes que viajar sola.
—Pero si ni me he despedido de mis amigos…
—Tampoco le ha dado tiempo a organizar sus cosas —añade Gadea tratando de echarle una mano a su hermana.
—Es muy precipitado, Ernesto —indica Paz. Le ha cambiado la expresión de la cara. Ya no está tan sonriente.
—Cuanto antes lo hagamos todo, mucho mejor. ¡A ver si luego te vas a arrepentir y voy a quedarme solo otra vez!
—No me voy a echar atrás, papá.
—No me fío.
—Fíate de mí. Lo he decidido y voy a cumplir con lo que te he dicho.
El hombre apura con la cuchara el final de las natillas y chasquea la lengua cuando acaba. Aunque María parece convencida, Ernesto tiene miedo de que, si regresa sin su hija pequeña, ésta al final se lo piense mejor y no se atreva a marcharse. Eso le dolería muchísimo; sería muy duro después de haberse hecho a la idea de que Meri iba a pasar una temporada con él en Barcelona.
—Podemos hacer otra cosa: cambio mi billete para el miércoles y nos vamos los dos juntos. Así tienes un día entero para preparar tus cosas y despedirte de tus amigos. ¿Qué te parece?
—Bueno…
—Llamaré al trabajo y pediré un día más. Me ganaré una bronca, pero merecerá la pena. ¿Qué me dices, pequeña?
La chica mira a su madre, que hace un gesto de conformidad. En cierto sentido, cuanto antes se haga, menos dolorosa será la despedida.
—Yo te ayudo a organizado todo, si quieres —señala Gadea con una sonrisa.
—Gracias.
—Y tu padre y yo iremos mañana a solucionar el tema del instituto y a comprarte lo que necesites para el viaje.
—Bien.
—Tómate la mañana libre para recoger y preparar lo que te quieras llevar, y nosotros te llevamos al instituto a la hora del recreo. Mientras solucionamos el papeleo de la baja y el traslado, tú puedes hablar con los chicos y explicárselo todo. ¿Te parece bien, cariño?
María asiente. La mirada de Paz cuando la observa demuestra que aquello le está costando muchísimo. No es fácil para ella, pero cree que hace lo correcto. Cuando antes habló por teléfono con su ex marido lo notó mal. Cansado, triste, abatido por su situación personal. Y solo. Muy solo. Nunca lo había visto así de desanimado. Y, a pesar de todo lo que ha pasado entre ellos, no puede olvidar que una vez quiso a ese hombre que, además, es el padre de sus hijas. Él se marchó en su día para no generar conflictos y le cedió voluntariamente la custodia de Gadea y María. Fue él quien se sacrificó. Quizá haya llegado la hora de que sea ella la que se sacrifique.
—Pues todo arreglado, ¿no? ¡El miércoles nos marchamos a la Ciudad Condal!
Ernesto coge la mano de su hija y se la aprieta cariñosamente. María le sonríe, aunque en su interior se mezclan la pena por dejar a sus amigos y a su familia y la alegría de hacer feliz a su padre.
La cena termina y, mientras sus padres toman un café y hablan de anécdotas del pasado, las chicas recogen la mesa.
—¿Estás bien? —le pregunta Gadea a su hermana en la cocina.
—Más o menos.
—Siento que tengas que irte. Pero lo mejor era que una de las dos se marchase con papá.
—Lo sé. No te preocupes.
—Te echaré mucho de menos.
—Yo a ti también.
Las dos hermanas se abrazan emocionadas. La mayor de ellas incluso se seca alguna que otra lagrimilla.
—Bueno, voy a llamar a Álex, que hoy lo he tenido un poco abandonado.
—Dale recuerdos de mi parte.
—Claro. A ver si puede venir antes de que te vayas para que os despidáis.
—Bien.
Gadea le da un beso en la mejilla a su hermana y le acaricia el pelo.
—Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.
—Gracias.
—Te quiero, hermana.
—Y yo a ti.
Y, dándole un último achuchón a Meri, Gadea se dirige a su habitación. La pequeña hace lo mismo. Cierra la puerta y coge el portátil. No lo ha encendido en todo el día. Tampoco es que importe demasiado, porque nadie le ha escrito en ninguna parte. Suspira. Quizá en Barcelona su vida sea diferente y conozca a mucha gente. Sin embargo, la verdad es que no cambiaría a sus amigos por cientos de comentarios en las redes sociales.
Los echará de menos.
Pero, hasta el día de su partida, pasarían cosas que cambiarían su vida por completo.