PUNTUAL. Ha pasado una hora exacta desde que se despidiera de Rodrigo. A Ester le ha dado tiempo de ir a casa, cambiarse de ropa y llegar a la Plaza Mayor. Él todavía no ha aparecido.
Está inquieta. Intranquila. La conversación con Bruno es aún demasiado reciente. Su amigo le ha prometido que no le contará nada a nadie y Ester confía completamente en su palabra. Es un gran chico. Y, como le dijo hace unos minutos mientras caminaba hacia allí en el mensaje que le había enviado para agradecerle su apoyo:
Gracias por todo, Bruno. Sé que lo que te he contado es muy fuerte. Ya ves que no soy tan buena como creías. También tengo mi lado oscuro, si se le puede llamar así. Espero que esto no cambie nuestra amistad. Nos vemos mañana. Un beso.
Su respuesta no había tardado en llegar:
Tranquila. Nada ha cambiado. Siempre estaré a tu lado para cuando lo necesites. Espero que te lo pases bien y recuerda que tenemos que desempatar el partido. Hasta mañana. Besos.
Leer sus palabras la ha tranquilizado bastante. Su amistad es muy importante para ella y, si Bruno hubiera reaccionado de otra manera, le habría afectado mucho. Lo aprecia de verdad. Sin embargo, haber revelado su secreto le provoca también cierto nerviosismo. Siempre ha oído que la única manera de que algo no salga a la luz es no contarlo nunca. Si alguien más lo sabe, sea amigo, novio o familiar, todo el mundo acabará enterándose tarde o temprano.
Desde el medio de la plaza, Ester mira en todas las direcciones. No sabe por dónde aparecerá su entrenador. Los pocos encuentros que han tenido fuera de los entrenamientos han sido normalmente en lugares mucho más discretos, en sitios en los que hay menos gente, alejados del centro de Madrid. Podría decirse que ésa es su primera cita pública. ¿Significará algo?
—Hola, Ester.
Una voz la sorprende por la espalda. Se vuelve rápidamente y observa a un joven con gafas de sol y una gorra. ¡Es Rodrigo! Nerviosa, no sabe cómo reaccionar. ¿Se lanza a sus brazos? ¿Lo besa? ¿Qué se supone que debe hacer?
Es él el que toma la iniciativa: se inclina y le da dos besos en las mejillas.
—Hola.
—Perdona el retraso.
—No pasa nada.
—Ven, vamos a un sitio más tranquilo.
La pareja sale de la Plaza Mayor por la calle de los Botones. Bajan por la calle Imperial, donde escuchan cantar a Luciano Pavarotti. La música proviene de un balcón y está a todo volumen. Rodrigo se detiene frente a un portal y saca unas llaves del bolsillo de la cazadora. Introduce la más grande en la cerradura y abre.
—¿De quién es esta casa?
—De un amigo que está fuera. Se marchó ayer a Londres. Me ha dejado encargado de sus plantas.
Los dos suben por una escalera bastante estrecha hasta el primer piso. El joven saca otra llave y abre una gruesa puerta de madera. El cerrojo hace un ruido desagradable cuando cede. Ester se limpia las suelas de los zapatos en la alfombrilla de bienvenida y entra en la casa. Rodrigo lo hace detrás de ella.
Es un estudio no muy grande pero bastante luminoso. Está muy bien decorado, con bonitos muebles rojos, blancos y negros. La chica se queda mirando un cuadro en el que aparece un camino de árboles visto desde el ojo de una cerradura.
—Mi amigo es pintor —señala el joven al comprobar el interés de la chica por la imagen—. Ése es suyo. Y aquél también.
Rodrigo señala otro cuadro colgado en la pared de enfrente, junto a una de las ventanas que da a la calle Imperial. Se trata de una mujer semidesnuda a la que no se le ve el rostro. Está escribiendo en una hoja, sentada sobre el taburete de un bar.
—Yo no entiendo mucho de pintura.
—Ni yo —dice su entrenador de camino hacia la cocina. Coge una botella de plástico vacía y la llena de agua—. Este chico se gana la vida así, y está empezando a tener algo de éxito. Precisamente, esta semana se ha ido a Inglaterra para dar un curso sobre pintura.
Ester le echa un vistazo al resto del piso, pero su interés está completamente centrado en Rodrigo, al que busca de reojo sin cesar. Se ha quitado la cazadora, la gorra y las gafas de sol, y parece tranquilo. Como si no hubiese sucedido nada entre ellos. Es una situación extraña. En aquella casa ajena no está del todo cómoda. ¿A cuántas ex habrá llevado allí para…? Rápidamente, aleja esa idea de su cabeza.
—¿Te ayudo? —le pregunta mientras el joven riega las plantas del único balconcito de la casa.
—No te preocupes. Tú siéntate en el sofá. Puedes poner la tele, si quieres.
La chica accede, se quita la chaqueta que lleva puesta y se sienta, aunque no enciende la televisión. Tiene la impresión de que lo que tengan que hablar lo discutirán allí. Parece que no la ha llevado a aquella casa sólo para regar las plantas. Por eso han quedado en la Plaza Mayor, que está justo al lado.
—¿De verdad que no quieres que te ayude?
—No. Ya casi está. Sólo faltan las de las ventanas —comenta al tiempo que se dirige otra vez hacia la cocina para volver a llenar la botella de agua—. ¿Qué has hecho hoy?
—Poca cosa. He ido al instituto y luego he estado en casa de Bruno estudiando y jugando a la Play.
—Ah. Hace mucho que no juego. ¿Te has divertido?
—Bueno, sí.
—¿A qué habéis jugado?
—Al FIFA.
—Vaya, no sabía de esa afición tuya. ¿Se te da bien?
—Más o menos.
Todo esto es muy raro. Habla con ella como si lo de ayer en el vestuario no hubiera ocurrido nunca. Antes le ha pedido perdón, y está contenta por ello. Pero ¿no va a decirle nada más? ¿No tenía tantas ganas de verla?
—Pues yo he tenido un día muy pesado —explica Rodrigo, que está terminando de regar la última planta que le queda—. He visto el vídeo del partido de ayer. No pudimos hacerlo peor.
—Bueno, ellas eran mejores.
—Sí, pero nosotros no estuvimos a la altura. Fallamos en todo. No llegamos a los bloqueos, no hicimos daño con el saque, tuvimos muchos fallos en recepción… Un desastre.
El joven acaba de regar y deja la botella en la cocina. Se lava las manos en el fregadero y se las seca con un trapo que encuentra sobre la encimera.
—Las chicas lo hicieron lo mejor posible.
—No es suficiente.
Y se sienta a su lado. Ester se teme lo peor. Otra regañina por su actuación de ayer. Su entrenador está obsesionado con el deporte. Nunca deja de pensar en ello. Para él, el voleibol es lo primero. Y lo segundo.
—Seguro que lo hacen mejor en el próximo.
—¿Lo hacen? ¿Y qué pasa contigo? ¿No juegas con nosotros?
—Ayer me dijiste que sería suplente hasta que…
—Shhhh.
Muy serio, la manda callar. La agarra de las manos y le besa la palma de la izquierda. La joven traga saliva, nerviosa. Rodrigo trepa por su brazo, acariciándoselo, hasta llegar al hombro. Despacio, se inclina sobre ella y le da un beso en la mejilla, luego otro junto al labio y uno más en la nariz. El último busca su boca.
—Espera —dice Ester, que se aparta sin aceptar el beso—. ¿Todo va bien entre nosotros?
—¿No es esto una prueba?
—Entonces, ¿ya no estás enfadado conmigo?
—No.
—¿Seguro? Ayer… me sentí como si no quisieras verme nunca más.
—Es evidente que no es así. Si no, no estarías aquí sentada.
Su sonrisa la hipnotiza. No obstante, tiene sus reservas en cuanto a que todo lo que ha pasado durante las últimas horas esté olvidado. Rodrigo se muestra muy simpático y agradable; demasiado, quizá. ¿Es ésa su forma de disculparse?
El chico vuelve a la carga y le coloca una mano sobre el muslo derecho. Baja hasta la rodilla, se la presiona suavemente, y vuelve a subir.
Ester está cada vez más nerviosa. Rodrigo está muy lanzado.
—Rodrigo…
—Dime.
—Para, anda —le pide cuando nota su otra mano en el abdomen, bajo la camiseta—. Vamos a hablar.
—¿De qué quieres hablar? —pregunta él con un suspiro.
—No lo sé, pero…
—¿No quieres que nos besemos?
—Sí, sí que quiero.
—Entonces ¿qué sucede?
Y después de susurrarle al oído, el joven entrenador insiste en sus caricias. La chica cierra los ojos, embrujada por sus manos, pero no quiere seguir adelante. No es el momento de dar un paso más.
—Sucede que no estoy preparada para…
—Shhhh.
—Es que no puedo hacerlo.
—Sí que puedes.
—No sigas, por favor.
Pero las manos de Rodrigo no se detienen. Desoyendo la petición de Ester, le desabrocha el botón del pantalón. A continuación, le baja la cremallera de los vaqueros y acaricia el borde de su ropa interior.
—Ayer me equivoqué. No debí tratarte así —murmura mientras la rodea por detrás con las manos—. Con lo bonita y especial que eres para mí…
—Para… Para.
El pantalón de la chica se desliza por sus muslos y aterriza en sus tobillos, junto a los zapatos. Ester mira hacia abajo y se sonroja. Nunca había dejado que nadie la viera así. Le encanta Rodrigo, está enamorada de él, pero no está lista para eso. No, no lo está.
—Ya no eres una cría, ¿no?
—Bueno…
—Estás conmigo porque te gusto. Porque me deseas. Y porque yo te deseo a ti.
—Rodrigo… Yo… no puedo hacerlo.
—Estoy seguro de que puedes… y quieres.
Sus labios regresan a los de Ester sin dejar que la chica pronuncie una palabra más. Ella observa cómo la camiseta del joven vuela hacia el suelo. Sus manos acarician su fuerte torso desnudo.
—No… no pue…
La boca de su entrenador la interrumpe cubriendo la suya. Y el hilo de voz de Ester se pierde en aquel piso de la calle Imperial.