¡LO sabía! ¡Estaba segura de que había estado interpretando un papel! ¡No se equivocaba! Sin embargo, que César, o Carlos, le suelte eso de repente no deja de ser algo sorprendente para Valeria.
—¿Y ahora cómo te llamo?
—Como quieras.
—¿Tu nombre real es Carlos?
—Eso he dicho.
—Pues te llamaré así —decide mientras se lleva el vaso a la boca.
Pero esta vez sólo se moja los labios. No bebe. Se da cuenta de que la sangría se le está subiendo a la cabeza muy de prisa y de que sus ideas empiezan a estar algo confusas. Si no controla, terminará como ayer. Y no desea que eso ocurra. Abandona la copa encima de la mesa y apoya la barbilla sobre las manos. Basta de alcohol por hoy.
—César es un nombre más bonito. ¿No crees?
—Me da lo mismo. Tu nombre es tu nombre… Por algo te lo pondrían tus padres.
—Pues llámame Carlos, entonces.
—Bien, Carlos. Empieza a hablar. Quiero saberlo todo.
—Pregunta.
—Tengo tantas dudas en la cabeza, que ni te imaginas la de vueltas que me está dando por tu culpa. Pero podrías comenzar presentándote y aclarándome de una vez quién eres de verdad.
El joven, antes de hablar, le da un mordisco a una de las mitades del bocadillo de calamares. Valeria lo observa mientras mastica. Que le haya mentido no quiere decir que el chico no siga siendo guapísimo y, tal vez, el más ingenioso que haya conocido en su vida. Pero no sabe si podrá perdonarle los tres días de engaños. Está ansiosa por descubrir la verdad.
—Como te he dicho, mi nombre es Carlos Alvarado. Tengo veintidós años y no estudio ninguna carrera. Mi única ocupación es la que has visto en el metro: canto, toco la guitarra, rapeo… Y eso me da para pagar el alquiler de una habitación en Madrid, la comida y la factura del teléfono.
—¿No compartes piso?
—Comparto una planta entera. Vivo con varios chicos en una especie de albergue juvenil que regenta una señora que nos cobra un alquiler al mes. Somos siete. Un solo baño, un comedor, una lavadora…
—Entonces ¿cómo conocías al tipo de los carnés de la discoteca y a su novia?
Carlos sonríe. Le da otro mordisco al bocadillo y, cuando traga, responde tranquilamente.
—Vi a tu amigo hablando con él y, más tarde, entregándole el dinero de vuestras entradas. Cuando entrasteis en la disco, no me resultó difícil sacarle la información. Estuvimos hablando un buen rato y me contó quiénes erais y qué queríais. Me acerqué a él para ofrecerme a cantar gratis en el local. Incluso le hice una demostración y quedó encantado. No sé si la camarera es su novia o no, pero fue muy agradable conmigo, y después…
—Espera, espera, espera. Me pierdo. ¿Estás diciéndome que no conocías ni al de los carnés ni a la otra chica?
—No. No los conocía.
Increíble. El joven ha sido capaz de crear una historia de la nada. Se lo ha inventado todo sobre la marcha. Pero ¿con qué fin?
—¿Y por qué fuiste a la discoteca? ¿Nos seguiste?
—Esa historia es muy larga. Pero sí, os seguí —responde sonriente—. Bueno, en realidad te seguí a ti.
—¿A mí?
—Sí. Tampoco fue muy complicado.
—¿Por qué? ¿Por qué me seguiste? ¡No entiendo nada!
—Ya te he dicho que es una historia muy larga.
—¡Cuéntamela! —le ordena alterada—. ¡Quiero escucharla!
Está muy tensa. Esto parece sacado de una película o de una cámara oculta. Le acuden a la cabeza los programas de «Inocente, Inocente» que ponen en la tele todos los 28 de diciembre. En ellos, les gastan bromas a varios famosos. Pero ella no es famosa, y tampoco cree que nadie vaya a tomarse tantas molestias en prepararle un montaje de ese tipo.
—Bueno, te la contaré —dice Carlos sin dejar de sonreír—. Todo empezó hace un par de meses.
—¿Un par de meses? —lo interrumpe Valeria.
—Sí. Hace un par de meses que te vi por primera vez.
—¡Qué dices! ¿De verdad? ¿Dónde?
—En la calle. En la plaza del Sol. Yo estaba por allí ganando un dinerito.
—¿En serio? Pues no me acuerdo de ti —comenta ella al tiempo que, sin éxito, trata de recordarlo—. Hasta el sábado nunca te había visto tocar.
—Es que no estaba tocando.
—Me estás volviendo loca. ¿No acabas de decirme que estabas ganando dinero cuando me viste por primera vez?
—Si. Pero no cantaba ni tocaba la guitarra. Hacía de mimo.
¡De mimo! Valeria se queda sin palabras. Ese tío es una caja de sorpresas.
—Sigue, por favor.
—Pues aquel día de septiembre, mientras realizaba mi actuación, te vi. Ibas con una amiga, una muy guapa.
—Eli.
—No sé cómo se llama. Pero debe de ser ésa. El sábado también estaba contigo.
—Sí, sería ella.
No puede tratarse de otra. Cuanto más avanza la historia, más inquietante e inverosímil resulta.
—Las dos caminabais juntas, riendo y comentando algo entre vosotras. Y, de repente, os parasteis delante de mí.
—¿Estuvimos a tu lado?
—Sí. Y entonces… miraste hacia donde estaba yo, no sé si fijándote en mí o en otra cosa, y sonreíste. Fue la sonrisa más bonita que hubiera visto jamás.
Valeria se sonroja. No recuerda nada de lo que le está contando. Pero es posible que fuese así. Suelen ir bastante por Sol. Nunca se fijan en los mimos, así que no se imaginaba que uno de ellos pudiera haberse fijado en ella.
—¿Y me viste más veces?
—Sí. Un par de veces más. Pero hasta el sábado no me atreví a decirte nada. Fue una suerte que te dejaras el bonometro en casa. Fue como una señal divina, del destino o de lo que quieras creer. De manera que aproveché la oportunidad para hablar contigo. El resto ya lo sabes.
—Me seguiste y luego provocaste el encuentro en la discoteca, cuando estaba sola.
—Así es. Fue fácil, y también muy divertido.
Valeria no sale de su asombro. Es una historia increíble. Pero aún hay muchas cosas sobre las que preguntarle. Especialmente una. La principal. Lo que sería el móvil en un asesinato.
—¿Y todo esto por qué? No lo comprendo. ¿Por qué tanto interés en seguirme?
—¿De verdad no lo sabes?
—No, no lo sé.
El joven bebe de su vaso una vez más. Se moja los labios en la sangría. Coge una servilleta de papel y se limpia con total tranquilidad. Lo hace todo a su ritmo, con parsimonia. Es como si nunca se inquietara, pase lo que pase.
—Porque me he enamorado de ti.
Silencio. Un gran y absoluto silencio invade la mesa que comparten Valeria y Carlos. La chica se frota los ojos, muy nerviosa. Se muerde los labios. Y, aunque se había prometido a sí misma no beber más sangría, le da otro trago a su vaso. Aquello la ayuda a hablar.
—¿Cómo vas a estar enamorado de mí? ¡Eso es imposible!
—¿Por qué? Los flechazos existen.
—Sí. Pero… no me conoces de nada. Apenas nos hemos visto dos o tres veces…
—Te conozco lo suficiente. Y me gustaste desde el primer momento en que te vi. No necesito más.
¿Un tío como ése enamorado de ella? No encaja. No tiene sentido. La supera en todo: belleza, inteligencia, experiencia… Es irreal que aquello esté pasando. Le tiembla todo el cuerpo sólo de pensarlo. Tiene más preguntas. Querría saber más cosas de él y de su vida. Pero es imposible centrarse. Necesita recapacitar. Poner la cabeza en orden y reflexionar. Desde el sábado, no dejan de suceder en su vida cosas increíbles que debe analizar.
—Tengo que irme —anuncia Valeria tras levantarse apresuradamente.
—¿Ya te vas?
—Sí. Mi madre me espera.
—¿No quieres preguntarme nada más?
—Sí. Pero no ahora.
—Bien. Eso es buena señal.
—¿Cómo?
—Si quieres preguntarme más cosas, significa que volveremos a vernos.
—No sé, Ce… Carlos. Necesito descansar y pensar. Ahora mismo estoy muy confusa.
—Y tendrás hambre y querrás comer. Al final te has salido con la tuya y no has probado el bocadillo.
—Para algunas cosas soy un poco cabezota.
—Como todos. No conozco a nadie que diga de sí mismo que no es cabezota.
Eso es cierto. La cabezonería es un pecado común y fácil de reconocer.
—Bueno, me marcho. Muchas gracias por la sangría.
El joven también se pone de pie y, rodeando la mesa, se coloca frente a ella.
—¿Me dejas darte un beso? —pregunta sorprendiéndola una vez más.
—¿En los labios?
—Sí. De despedida. Por si acaso tu cabeza, el destino o lo que sea no quiere que volvamos a vernos.
—¿Como si fuera un último recuerdo?
—Algo así.
Valeria sospecha que no será así. Cuanto más lo mira, más guapo le parece. Ahora que sabe la verdad, su atracción hacia él es incluso mayor. Su sinceridad ha terminado de conquistarla, a pesar de que su mente rebosa confusión.
—¿Y si me besas y no es la última vez que nos vemos?
—Será porque beso bien y quieres repetir.
¿Cómo puede ocurrírsele siempre la frase perfecta en cada momento? Sin ninguna duda, es un chico especial. Pero ella quiere a alguien que también lo es. Alguien para quien se ha reservado durante mucho tiempo y a quien por fin ha logrado tener como algo más que un simple amigo. Y a quien le debe una llamada de teléfono.
—Lo siento, Carlos. No puedo besarte.
Y, despidiéndose con una sonrisa, Valeria camina de prisa por el local y sale a la calle sin que, en esta ocasión, la siga nadie.