Capítulo 40

ESTABA leyendo El violín negro, de Sandra Andrés Belenguer, cuando su hermana, jadeante, entró en su habitación. Gadea hizo que María se quitara el pijama y se vistiera de nuevo a toda velocidad. Tenían que salir de casa urgentemente.

—¿Por qué no me lo cuentas? —pregunta la pequeña mientras caminan por la Gran Vía.

—Porque es una sorpresa.

—No me gustan las sorpresas.

—Ésta te va a gustar.

—Ya veremos. Pero más te vale que sea así.

El aire las golpea de cara. Hoy sí que refresca un poco más que los días de atrás, así que a esas horas de la noche hace frío en el centro de Madrid. Menos mal que ha cogido un abrigo.

¿Qué se le habrá ocurrido a su hermana mayor?

No comprende nada. Por su cabeza pasan cientos de hipótesis que justifiquen el paseo inesperado: desde que Alex le haya pedido matrimonio y la quiera como testigo, a un regalo de cumpleaños adelantado. Aunque todavía queda bastante para ese día. Espera que no sea una broma. Tal vez, mientras ellas dos andan por ahí, su madre le esté preparando algo en casa. Pero ¿qué y por qué?

Las chicas continúan bajando por la Gran Vía. Dejan atrás los Juzgados y siguen en dirección a la calle de Alcalá. Sin embargo, Gadea se detiene de pronto delante de los ventanales de una cafetería que permanece abierta. Examina el rótulo de la entrada y sonríe satisfecha. Están frente al restaurante del hotel De las letras.

—Hemos llegado —anuncia mientras toma a María por el brazo—. Entremos.

—Espera. No daré un paso más hasta que me expliques qué hacemos aquí.

—¿No confías en mí?

—La confianza tiene un límite.

—Venga, Meri, no te hagas de rogar. Si te lo digo estropearé la sorpresa.

La pelirroja suspira y por fin accede a la petición de Gadea. Juntas, atraviesan una puerta giratoria y luego otra de cristal. El lugar es realmente elegante. Está lleno de mesitas de cristal iluminadas con velas. Los asientos son de diferentes clases: pequeñas butacas de colores, sillones de tres piezas, sillas de distintas formas y materiales… Todo está decorado con mucho gusto. Las dos suben por una escalera adornada con una alfombra roja hacia otro salón de características similares. María tiene la impresión de que su hermana está buscando a alguien.

—¿Está aquí Alex? —le pregunta tratando de anticiparse a la sorpresa.

—¿Qué? ¿Álex?

—Sí. Tu novio. ¿Has quedado con él aquí?

—¡No!

En el rostro de Gadea se dibuja una gran sonrisa. Le da un golpecito a María en el hombro y le pide que mire hacia donde ella le señala. La joven lo hace, muy extrañada.

Un hombre de unos cincuenta años está sentado, solo, en una de las mesitas. Ernesto lleva chaqueta, pero no corbata. Aunque conserva bastante pelo, presenta unas entradas propias de su edad.

—¡Papá! —grita la pelirroja en cuanto lo ve. En seguida echa a correr hacia él.

El hombre se pone de pie y la recibe entre sus brazos con una sonrisa de oreja a oreja. Gadea llega a continuación, más tranquilamente pero igual de ilusionada que su hermana, y le da dos besos en las mejillas.

—¡Cómo me alegro de veros, pequeñas! —exclama Ernesto con lágrimas en los ojos.

Los tres viven unos segundos de gran emoción, hasta que el padre les pide a sus hijas que se sienten. Se saca un pañuelo blanco de tela del bolsillo y se seca los ojos. Luego recobra la compostura y también toma asiento en una pequeña butaca negra.

—¿Qué, te ha gustado la sorpresa? —le pregunta Gadea a su hermana, quien todavía está asimilando el gran momento. De todas las cosas que había imaginado, ninguna tenía que ver con su padre.

—Sí. Pero podrías haberme dicho que veníamos a un sitio elegante y me habría arreglado un poco más.

—Estás muy guapa así, hija.

—Papá, yo no soy guapa. Ni en vaqueros ni con un vestido de Nochevieja.

—Sí que lo eres. Las dos estáis preciosas.

Le da un beso en la mejilla a María y después otro a la mayor de las hermanas.

Un camarero se acerca a ellos y les pregunta si van a tomar algo. El hombre pide una cerveza y las chicas una Coca-Cola.

—Bueno, ¿qué haces en Madrid? ¿Y por qué Gadea lo sabía y yo no?

—Perdona, Meri. Cuando papá y yo hemos hablado por teléfono esta tarde, me ha pedido que no te dijese nada. Era una sorpresa.

—Llamé a tu hermana para decirle que estaba en la estación de tren y que tenía un billete para Madrid.

—Pero… ¿desde cuándo lo tenías planeado?

—Se me ha ocurrido después de hablar contigo al mediodía. Un arrebato —comenta Ernesto mientras juguetea con una servilleta de papel—. Necesitaba veros.

—¿Hasta cuándo te quedas?

—Hasta el martes. Me quedo en este hotel que está bastante bien.

El camarero regresa con las bebidas y las deja sobre la mesita de cristal junto a un platito con la cuenta.

—¿Y cómo te encuentras? ¡Nos tienes preocupadas! —exclama María al tiempo que alza su vaso.

—Pues… no demasiado bien. No os quiero engañar. Como ya sabéis, lo de vuestra tía me ha afectado mucho. Mi hermana me lo dio todo y era un gran apoyo para mí en Barcelona. Sin ella, siento como si me faltara algo.

—Sabemos que ha sido duro, papá —admite Gadea—. Pero la vida sigue.

—Ya lo sé. Y lo intento, pero estoy muy solo allí, y saber que os tengo tan lejos me deprime más. Si pudiera, volvería a Madrid, pero es imposible. Sería como empezar de cero de nuevo, y las cosas no están como para arriesgarse. Además, ya tengo una edad, y todo me va costando un poco más.

Su mirada transmite casi más que sus palabras. Las dos chicas se dan cuenta de que su padre no está bien. Oyéndolo, retroceden unos años en el tiempo, a cuando su madre y él se separaron y Ernesto decidió marcharse a Barcelona. Fue triste y duro para todos, pero sobre todo para él. Sin embargo, creyó que aquello era lo mejor que podía hacer en ese instante.

—Eres muy joven todavía. Tienes mucha vida por delante —comenta Gadea tras cogerle la mano.

—Tengo cuarenta y nueve años, pequeña. Ya veo más cerca el final que el principio.

—No digas eso, papá.

—Es la verdad, María. El tiempo pasa muy de prisa, y tarde o temprano todos nos hacemos viejos.

—Si tuvieras a tu lado una mujer que te cuidara y te quisiera, seguro que verías las cosas de otra manera —señala la hija mayor—. Pero una mujer buena, no como Montse.

—Montse era buena conmigo. También a ella la echo de menos.

A ninguna de sus hijas les caía bien la ex pareja de su padre. Así que, aunque él lo haya pasado mal tras su ruptura, se alegran de que no siga con ella.

—Seguro que estás a tiempo de encontrar a otra mujer que te quiera, papá.

—No sé. Ahora mismo no lo veo como una posibilidad.

—Porque estás muy negativo con todo —afirma María.

—Lo que estoy es muy solo.

Las dos hermanas se miran mientras Ernesto le da un gran trago a su cerveza. Aún no le han comentado a su padre lo que ellas han hablado durante el fin de semana.

—¿Qué tienes pensado hacer mañana? —pregunta Gadea cambiando el tema y el tono de la conversación.

—No lo sé. Vosotras tenéis clase, ¿no?

—Sí. Y yo no puedo faltar a la universidad. Tengo prácticas.

—Yo también tengo clase. Pero, si quieres, falto y paso la mañana contigo.

—No, no tienes que faltar al instituto.

—No pasa nada, papá. Todavía no hemos empezado con los exámenes. Por un día que no vaya…

—¿Seguro que no pasa nada?

—Segurísimo.

—Bueno, como tú quieras.

El hombre sonríe y le da las gracias a su hija con otro beso, en esta ocasión en la frente.

—Si quieres podemos quedar para desayunar y luego damos una vuelta por el centro.

—Claro. Genial. Será divertido.

—Yo me reuniré con vosotros al mediodía, y si quieres podemos comer los tres juntos —añade Gadea.

—Estupendo. Pero ¿no le molestará a vuestra madre que paséis tanto tiempo conmigo?

—No te preocupes. Mamá no dirá nada.

Cuando su hija mayor la advirtió de que su padre venía a Madrid, no le gustó demasiado la idea de que las dos salieran solas y tan tarde por el centro. Sin embargo, les dio permiso, porque comprendía que encontrarse con él después de tantas semanas era bueno para ellas. Aunque, si supiera que una de las dos tiene pensado marcharse a vivir con su ex marido durante unos meses, quizá su opinión sería diferente.