Capítulo 28

NO ha sido un servicio muy fuerte ni angulado. La jugadora que cubre la línea de fondo por el centro recibe el balón sin problema. Consigue dirigirlo hacia la colocadora, que, con un suave toque de dedos, envía la pelota a la «opuesta». Ésta se eleva sobre la red y remata con fuerza, sin que Ester pueda evitar que el balón toque suelo. Punto importantísimo. Su equipo pierde en el segundo set 24 a 23. En el primero también han caído derrotadas por 25 a 21.

—¡Vamos, concéntrate! ¡Podrías haber levantado ese balón perfectamente! —le grita Rodrigo desde el banquillo.

La chica asiente con la cabeza. Tiene razón. No está concentrada. Sabe que está fallando más de lo normal. Cada vez que mira hacia su entrenador le tiemblan las piernas. No quiere que se enfade con ella, pero la pone nerviosa. Sus indicaciones constantes hacen que no pueda jugar tranquila.

¿Tendrá que ver con lo que siente por él?

Mira hacia la grada y observa cómo la animan sus amigos. Eso le da fuerza extra para afrontar el siguiente punto. Es decisivo. Si pierden ese set, será muy difícil remontar.

Cierra los ojos y se mentaliza de que tiene que defender la pelota como si le fuera la vida en ello. Cuando vuelve a abrirlos, se centra en el balón que la jugadora del equipo contrario tiene en las manos. No va a perderlo de vista ni un segundo. Lo más probable es que saque hacia ella: debido a sus errores, las adversarias han centrado su juego de ataque en su zona. Y así ocurre.

El balón vuela hacia Ester, que lo espera decidida. Es un saque más colocado que fuerte. No parece muy difícil recepcionarlo. Se inclina ligeramente hacia delante, flexiona las rodillas y coloca las manos juntas. Baja un poco los brazos y rechaza la pelota. Sencillo. Sin embargo, no contaba con el efecto que la jugadora del otro equipo ha imprimido a su golpeo: el balón no sale hacia delante y arriba, como la joven había previsto, sino hacia su derecha, por lo que se va directamente fuera. Fin del segundo set. Los padres y amigos de las chicas del equipo que acaba de sumar el punto número 25 aplauden mientras el resto del pabellón se lamenta.

Las palmadas y palabras de apoyo de sus compañeras no reconfortan a Ester. Ha metido la pata.

—No me haces ni caso —le recrimina Rodrigo cuando llega hasta el banquillo—. No has abierto las piernas lo suficiente como para recepcionar ese balón con efecto.

—Lo siento.

—No es momento de sentir nada. Lo que hay que hacer es entrenar más y salir menos por la noche.

Aquello le hace mucho daño y la invaden unas ganas inmensas de llorar.

—Intentaré hacerlo mejor en el tercer set.

—No. Ya has fallado suficientes veces hoy —repone el entrenador. Se aleja de ella y se aproxima a otra de las jugadoras de su equipo—. Elena, entras tú por Ester.

Rodrigo le da instrucciones al equipo; entretanto, la recién sustituida se queda sola en el banquillo, cabizbaja.

El partido continúa, pero no hay reacción de las que van por detrás en el marcador y pierden con facilidad el tercer set por 25 a 15. Tres a cero. Se acabó el encuentro.

—Qué mal he jugado —les susurra Ester con tristeza a María y a Bruno. Ambos continúan en la grada; Valeria se ha marchado hace un rato, aunque no ha dicho adonde.

—No has jugado mal —trata de consolarla su amiga—. Lo que pasa es que las otras eran muy buenas.

—Y muy altas —añade el joven, sonriente. La mayoría de las chicas del equipo contrario le sacan una cabeza.

—Sí, eran muy buenas y muy altas, pero eso no quita que yo haya jugado fatal.

—No seas tan dura contigo misma. Lo has hecho lo mejor que has podido. Y sólo es un partido de voleibol.

—Gracias, Meri.

Es verdad. Sólo es un partido. Aunque las rivales sean las primeras y con esta victoria sobre ellas se distancien muchísimo en la clasificación. No obstante, cree que alguien se lo tomará como algo más que un simple encuentro de voleibol femenino juvenil. Rodrigo ni siquiera la ha mirado al final. Es como si la responsabilizara de la derrota.

—Bueno, ¿te vienes con nosotros? —pregunta Bruno al tiempo que se levanta de su asiento.

—Tengo que ducharme y cambiarme. Tardaré un rato todavía.

—Tranquila. Te esperamos.

—No, no hace falta, chicos. Seguramente el entrenador quiera hablar conmigo antes de que me marche. Idos vosotros.

—¿Seguro? —insiste la pelirroja.

—Seguro. No os preocupéis por mí, que ya se ha hecho muy tarde.

—Está bien.

—¿Nos vemos luego en la cafetería de Valeria?

—¡Claro! —responden los dos casi al unísono.

Ester le da dos besos a cada uno. Se despide de ellos y, rápidamente, se dirige al vestuario. No ve por allí al entrenador. Siempre suele aguardar en la puerta hasta que entra la última de las jugadoras. Sin embargo, en esta ocasión no lo ha hecho. Se habrá enfadado mucho por el resultado del partido. Mientras se desnuda y se mete en la ducha, repasa mentalmente los errores que ha cometido. Demasiados. Pero, sobre todo, lo que no se le va de la cabeza son las palabras que Rodrigo le ha soltado al terminar el segundo set. ¿Piensa de verdad que ha jugado mal por salir anoche o ha sido un comentario en caliente?

El chorro de agua cae sobre su cabeza a toda presión. No deja de pensar en él. Se lo toma muy en serio. Y eso está bien. Es su labor. Algún día seguro que entrena al primer equipo, pero para ello debe hacerlo bien con las juveniles. Y un segundo puesto en la liga no está nada mal, aunque para él resulte insuficiente.

Le da un poco de miedo volver a verlo. Ya conoce su carácter. Espera que durante el tiempo que ha transcurrido desde que acabó el partido hasta ahora se le haya pasado el enfado. ¡Con la ilusión que le hacía recibir el regalo que le había comprado para su cumpleaños! Tal vez toda esa emoción le haya pasado factura en su juego.

Sus compañeras van despidiéndose y saliendo del vestuario. Ester se queda un rato más dentro de la ducha. El calor del agua va relajándola poco a poco, pero está realmente cansada. Tiene los músculos tensos y se le caen los ojos. Por fin, cierra el grifo muy a su pesar. Envuelta en una toalla, se sienta en uno de los bancos de madera y comienza a secarse.

—Adiós, chicas. Nos vemos el martes —se despide de las dos últimas compañeras que salen de allí.

Está sola. Se levanta y se pone un culotte rosa y un sujetador del mismo color. Deja la toalla a un lado y busca dentro de su mochila la ropa con la que va a vestirse. En ese instante, se abre la puerta del vestuario. Es extraño, porque todas se han marchado ya. No se equivoca, puesto que quien aparece en el umbral no es ninguna de las chicas, sino su entrenador. Ester coge la toalla rápidamente y se cubre con ella. Nunca había estado delante de él con tan poca ropa.

—Mira que tardas en ducharte —comenta el joven, caminando hacia ella.

—Es que… se estaba muy bien debajo del agua caliente —dice temblorosa—. Necesitaba relajarme.

No sabe cuál es el motivo, pero se siente intimidada por Rodrigo. No debería ser así. Se conocen lo suficiente como para que no le diera vergüenza estar frente a él en ropa interior.

—Será el único sitio donde habrás estado a gusto hoy. Porque en la cancha… menudo partidito te has marcado.

Sus palabras denotan que aún no se le ha pasado el malestar. Ester agacha la cabeza.

—Perdona, sé que lo he hecho mal.

—¿Mal? No has dado ni una.

—Es verdad. No he dado ni una.

—No sé en qué estabas pensando. ¿De qué vale que me mate entrenando si luego una de mis jugadoras se dedica a encadenar un error tras otro?

—Es que…

—Es que nada, Ester. ¿Ves lo que pasa cuando no se hacen las cosas bien? —pregunta. A continuación se sienta en el banco que hay enfrente del que está la chica—. Te lo advertí ayer: no deberías salir la noche antes de un partido.

—Sólo me comí una hamburguesa con mis amigos. Volví muy temprano.

—A la hora que fuera. ¡Tenías que estar en tu casa descansando y concentrada para jugar hoy!

El tono de voz de Rodrigo va subiendo conforme avanza la conversación. Está muy molesto con ella y no tiene ningún reparo en demostrárselo.

—Es sólo… un partido.

Aquella frase termina de sacar de sus casillas al entrenador. Rodrigo se pone de pie y mueve la cabeza negativamente.

—Sólo un partido. Es sólo un partido —repite imitándola—. ¡Qué cono sólo un partido! ¡Era el partido más importante de la temporada! ¡Y la has fastidiado por tomártelo a cachondeo!

Los gritos del joven asustan a la chica, que se sienta en el banquito que tiene detrás y se protege colocándose la mochila delante, refugiándose tras ella. Lo había visto enfadado muchas veces, especialmente con ella, pero nunca con ese odio en los ojos, que parecen desprender fuego.

—Perdona, Rodrigo —murmura con las lágrimas brotándole de los ojos—. No volverá a pasar.

—No volverá a pasar porque no jugarás más hasta que te lo tomes en serio.

—¿Qué?

—Lo que oyes, Ester. No has aprendido nada en todo este tiempo. Pensaba que eras diferente, pero me has fallado, como jugadora y como persona.

Nunca se había sentido tan mal en su vida. La angustia que le aprisiona la garganta apenas la deja respirar. Es como si estuviera viviendo una pesadilla: el chico al que ama le está soltando todo aquello…

—Lo… si… ento —tartamudea.

Pero su entrenador no se apiada de ella. Se da la vuelta y se dirige a la puerta del vestuario. Aunque, entonces, recuerda algo.

—Se me olvidaba —le dice sacando un pequeño paquete del bolsillo—. Feliz cumpleaños.

Y lo lanza hacia donde está sentada Ester. La chica no puede atraparlo y el paquetito cae al suelo. Tras el impacto, se oye el ruido de cristales rotos.

Rodrigo abandona el vestuario ante la triste mirada de la chica, que ya no consigue retener las lágrimas. Se agacha y recoge lo que se ha hecho añicos. Llorando, de rodillas, abre el papel de regalo y descubre los restos de un botecito que huele a vainilla. Su aroma preferido.