Capítulo 22

MARÍA mueve con desgana la cuchara para mezclar el Cola Cao con la leche. Está muy caliente, como a ella le gusta. Tiene la televisión encendida, pero no se fija en lo que están poniendo en esos instantes. Gadea desayuna a su lado, en silencio. Está preocupada por su hermana. Sabe que lo que le propuso ayer no es una decisión fácil de tomar. Tal vez, haya sido injusta con ella, y un poco egoísta. Es cierto que su padre necesita que una de las dos esté con él en Barcelona. Pero también es verdad que abandonar todo lo que tienen en Madrid para empezar de cero en una ciudad que no es la suya no resulta nada sencillo.

Ahora se siente mal al verla así.

—Estás muy callada, ¿te encuentras bien?

—Sí. Estoy bien.

El tono de la respuesta indica justo lo contrario. También su expresión lo demuestra.

La pelirroja se inclina sobre la mesa y le da un sorbo al Cola Cao. Sí, está suficientemente caliente.

—Meri, no tienes que hacerlo si no quieres. Papá se recuperará tarde o temprano.

—Eso no es lo que me dijiste anoche.

—Ya lo sé. Pero no debí ponerte en este compromiso.

—El compromiso es de las dos. Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo.

—Yo no puedo moverme de Madrid. Entiéndelo.

—Por la carrera y por Álex. Ya lo sé. Te comprendo.

—Me alegro de que me entiendas, Meri. Esto no está siendo fácil para mí tampoco.

Si ella tuviera pareja, tampoco se marcharía a otra ciudad. Aunque sólo fueran unos meses, correría el riesgo de que la relación se deteriorara por la distancia y se terminase. Sin embargo, tiene amigos, y también los echaría de menos si se fuera lejos de ellos.

—¿Le has dicho algo a mamá?

—No. No le he comentado nada.

—No creo que le guste demasiado que una de nosotras dos se vaya a Barcelona.

—Es normal. Pero seguro que termina comprendiéndolo —comenta la hermana mayor mientras se levanta de la silla.

María la observa detenidamente. Se ha convertido en una chica preciosa. Es increíble lo que ha cambiado a lo largo de los últimos años. Quizá a ella le suceda algún día algo parecido, abandone su aspecto infantil y aniñado y se convierta en una atractiva joven como Gadea.

—No estoy tan segura.

—Bueno, tendría que aceptarlo. Es nuestro padre. Y nosotras ya somos mayorcitas como para tomar decisiones importantes.

—Tú eres mayor. Yo sigo siendo una cría.

—¡Qué vas a ser una cría! —exclama la hermana mayor. Se acerca a ella por detrás, la rodea con los brazos y le da un beso en la cabeza.

—No tengo ni tetas.

Gadea suelta una carcajada cuando oye a María. Aunque su hermana hablaba completamente en serio, a la mayor le ha parecido un comentario divertido.

—Ya te crecerán.

—Ya veremos. A este paso me desarrollaré a los cuarenta. Si es que llego.

—Vamos, Meri, no seas pesimista.

—No soy pesimista. Pero mírame. Parezco una de las tres mellizas en pelirrojo.

Otra risa de Gadea, que mueve la cabeza. Puede que su hermana no sea la chica más guapa del mundo, pero ese sentido del humor tan irónico la hace especial.

—Yo te querré siempre. Independientemente de la talla de sujetador que uses.

—¡Menos mal! Al menos mi hermana no le da importancia a eso.

—Soy una chica. Si fuera un tío…

Y, tras darle otro beso, esta vez en la mejilla, recoge su vaso y se dirige a la cocina.

María se queda sola con el ruido de fondo de la televisión. En Boing están emitiendo «Bola de Dragón». La muchacha apoya el codo en la mesa y la cara en la mano y mira la pantalla. Ya ha visto ese capítulo. De todas maneras, tiene demasiadas cosas en la cabeza como para distraerse con una serie de dibujos animados.

Irse a Barcelona significaría tantas cosas… La más importante, separarse de su familia y sus amigos. Ellos todavía no lo saben, pero tampoco les contará nada hasta que haya decidido qué va a hacer.

Da otro sorbo al Cola Cao y comprueba el reloj. Bruno tiene que estar al llegar. Han quedado por WhatsApp para ir a ver a Ester. Dentro de un rato juega un partido muy importante para ella. También ha escrito al resto, pero ni Raúl ni Valeria ni Elísabet han contestado todavía. Seguramente estén de resaca de la fiesta de anoche en la discoteca. Además, eso de levantarse temprano los domingos no es lo suyo.

—Meri, me voy a casa de Álex —anuncia Gadea cuando regresa al salón.

—Vale. Pásalo bien.

—Gracias —responde—. Y no te vuelvas loca con lo de papá.

—Lo intentaré.

—Bueno. Hasta luego, Meri.

—Adiós.

Se despide de su hermana mayor con una sonrisa amarga y termina de beberse el Cola Cao. Otro vistazo al reloj. Como siempre, Bruno llega tarde. Pero ella no es como el resto y no se lo reprochará. Si se va, lo echará mucho de menos. La vida sin ese chico tan peculiar sería mucho más difícil para ella. Podría meterlo en una de sus maletas y llevárselo a Barcelona de incógnito. Sonríe al imaginar la cara que pondrían los del control del equipajes al descubrir a su amigo dentro de una Samsonite.

El pitido de su BlackBerry amarilla a devuelve al otro lado del espejo.

Meri, estoy abajo. Siento el retraso, aunque sólo he llegado siete minutos tarde por culpa de una prórroga contra Francia. ¿Bajas ya, pelirroja?

No responde. Se coloca un gorro blanco de lana en la cabeza y, sin siquiera mirarse en el espejo, sale de casa riéndose para sí misma. Y es que continúa pensando que, pese a que ese loco bajito no tiene remedio, estaría genial llevarse a Barcelona a esa persona tan especial para ella dentro de una maleta.

Aún no puede creerse lo que acaba de pasar. Sentada, apoyada contra la pared, María se acaricia los labios con la yema de los dedos. ¡Un chico la ha besado por primera vez!

Nunca imaginó que fuera así. En realidad, a sus trece años, no se había parado mucho a pensar en cómo sería, a diferencia de las chicas de su clase, que no paran de hablar de ese tipo de cosas y de cómo se hace esto o aquello. Ella es distinta. Diferente al resto. Físicamente y también en cuanto a sus intereses. Y no le importa demasiado, aunque en ocasiones se siente muy sola.

Raúl. Ese chaval parece buen chico. Ha tenido que pasarlo muy mal durante esos meses de clase después de perder a su padre. Le gustaría ser su amiga. A ella tampoco le vendría mal alguien con quien hablar en los recreos. A veces no es fácil vivir aislada de todo el mundo.

Respira hondo y encoge las piernas.

Se está bien allí. Sólo se oye la voz de los profesores que explican en las diferentes clases. A ésta ya no entrará. Tampoco cree que nadie note su ausencia.

De pronto, su tranquilidad se ve interrumpida por unos pasos que se acercan a donde está ella. Piensa en esconderse, ya que no puede tratarse más que de un profesor. Le echarán una buena bronca por no estar en clase. Pero qué más da. No le importa. Sin embargo, quien aparece delante de ella es un chico muy bajito que va a su clase. Se llama Bruno Corradini. Nunca han hablado. Cada uno se sienta en una punta del aula: María en el último asiento de la fila más a la derecha, y aquel muchacho en el primer sitio de la fila de la izquierda. Los dos se miran durante unos segundos.

—El profesor de Matemáticas te está buscando —suelta el chico.

Su voz es muy aguda. Si no fuera a su clase, María pensaría que se trata de un niño de quinto o sexto de primaria. Su aspecto es, cuando menos, curioso. Lleva el pelo cortado de tal manera que aparenta tener la cabeza demasiado grande para su pequeño cuerpo. La ropa que lleva también le queda grande, especialmente la sudadera blanca, que le llega casi a las rodillas.

—¿A mí?

—Sí. Te ha visto antes por los pasillos y le ha extrañado que no estés en clase.

Me ha mandado buscarte.

Vaya. Pues sí que hay alguien que se fija en lo que hace y lo que no. De todos los profesores, el de Matemáticas es el único que merece la pena. Tiene un sentido del humor muy particular que a María le gusta. Pero ya ha tomado la decisión de no ir a su clase esa mañana. Está tranquila allí, y no le apetece entrar en medio de las explicaciones y bajo la mirada de todos. Por hoy ya ha tenido bastante con aquellos estúpidos que la han hecho pasar un mal rato. A pesar de que gracias a esos cuatro idiotas ha recibido su primer beso. Y el segundo.

—Dile que no me has encontrado.

—Es que sí que te he encontrado —replica Bruno molesto.

—Bueno, pues tú dile que no.

—¿Me pides que mienta a un profesor?

No le apetece discutir, pero tampoco quiere entrar en clase. Arquea las cejas y mira desafiante al muchacho.

—Haz lo que te dé la gana, Corradini.

Bruno parece impactado por la respuesta de la pelirroja. No sabía que tenía tanto carácter. Siempre la ve sola y sin hablar con nadie. Como él, que tampoco tiene demasiados amigos allí.

Y, para sorpresa de María, el chico bajito de la sudadera demasiado grande se sienta a su lado.

—Pues sí tú no vas, yo tampoco.

—¿Qué dices? ¡Vete a clase o te pondrán falta!

—Paso. No quiero mentirle al profesor.

—¡Pero te van a echar la bronca!

El joven se encoge de hombros y sonríe, satisfecho de su valentía por saltarse una clase. Eso es lo más emocionante que ha hecho en todo el curso. Se mete la mano en el bolsillo de la sudadera y saca un chicle de menta.

—¿Quieres?

María lo observa. Es el tío más raro que ha visto en su vida. Pero le parece simpático.

—Vale.

El joven abre el chicle y lo parte, aunque una de las mitades queda mucho más grande que la otra.

—Toma.

Él se queda con el trozo más pequeño y le entrega a ella el mayor. Y, antes de que la chica pueda quejarse por recibir la mejor parte, se mete en la boca el trozo pequeño y comienza mascarlo. La expresión de la chica es de total incredulidad y sorpresa, pero la hace sonreír.

—Muchas gracias, Bruno.

Sí, está claro, es un chaval muy extraño. Pero le gusta.

Pasan juntos la siguiente hora, sentados uno al lado del otro en la parte de atrás del instituto. Conversan sobre diferentes temas. Descubren que tienen varios gustos en común y hasta se atreven a compartir algunos de sus miedos. El resto del mundo los ignora o los toma a broma. Son dos jóvenes que se salen de los tipos y prototipos habitualmente aceptados. Son dos auténticos incomprendidos. Pero ellos, los dos unidos, se entienden. Y supieron, desde aquel día en el que hablaron por primera vez, que se convertirían en amigos inseparables. Sin embargo, casi tres años después, en su amistad podría abrirse una brecha de 621 kilómetros. Los que separan Madrid de Barcelona.