Capítulo 20

LLEVA quince minutos despierta. Aunque en realidad apenas ha dormido esa noche. Y eso que el cansancio hizo que cerrara los ojos muy pronto. Pero Valeria no deja de darle vueltas a todo.

¿Qué es realmente lo que tiene con Raúl?

Se besaron, se dijeron que se gustaban, hablaron y se rieron juntos, la acompañó a casa… ¿Y? ¿Qué más? Ya está. No es poco. Al contrario, es bastante tirando a muchísimo. Más de lo que había hecho en toda su vida con un chico.

¿Pensará él lo mismo? ¿Habrá sido tan especial para Raúl como para ella?

No debería comerse tanto la cabeza. Ya se lo dijo él mismo: todavía no tenía las cosas claras. Buff. Ahora, en frío, después de unas cuantas horas, esa afirmación le crea muchas dudas.

¿Y si hoy, cuando Raúl se despierte, ha dejado de gustarle?

Necesita verlo de nuevo. Sentirlo otra vez. Asegurarse de que lo de anoche no fue sólo un rato divertido.

Mira el reloj de la BB. Las ocho y treinta y tres minutos de la mañana. Es demasiado temprano para escribirle. Tampoco ha escrito a Elísabet. Seguramente aún esté durmiendo. Es de las que aprovecha los domingos para levantarse como mínimo a las once. Cuando ayer por la noche recibió sus mensajes, no se atrevió a responderlos. No quería mentir, pero tampoco contarle la verdad. Su amiga también siente algo por Raúl y, si después de que él la rechazara Valeria le hubiera explicado todo lo que había pasado una vez que se marchó en el taxi, no habría vuelto a dirigirle la palabra.

Lo normal habría sido que Eli hubiera resultado la elegida. Su amiga es perfecta para cualquier chico. Y haría una pareja preciosa con Raúl. En cambio, se ha decantado por ella, algo que sigue pareciéndole muy extraño pese a los motivos que le ha dado.

El timbre del telefonillo hace que Valeria dé un brinco en la cama. Se incorpora y se pregunta quién puede ser a esa hora. ¿Su madre? Hace un rato que oyó cómo salía. Pero ya debe de estar trabajando en Constanza. Y tiene llaves.

Se habrán equivocado. Sin embargo, vuelven a llamar. Dos, tres veces.

Ante tanta insistencia, la joven se levanta, se calza las zapatillas y se dirige hacia la entrada de la casa. Llaman otra vez. Qué pesados.

—¿Sí? ¿Quién es?

—¡Buenos días, princesa!

—¿Raúl? —pregunta sorprendida.

—Sí, soy yo. ¿Me abres?

Pulsa el botón y rápidamente se aproxima a la puerta. Abre y observa cómo el chico sube las escaleras hasta el primero B. Viste una sudadera gris con una capucha que le cubre la cabeza. Está muy sonriente y lleva en una mano una bolsa con un cartucho lleno de churros.

—¡Hola, guapísima! —repite el joven. Se inclina y le regala un cariñoso beso en los labios—. ¿Cómo has dormido?

Un escalofrío sacude todo el cuerpo de Valeria, que termina de despertarse aunque el sueño continúa. ¡Está en su casa! Como si fuera su novio. Menos mal que la que no está es su madre. Mará conoce a Raúl desde hace tiempo y, aunque le cae bien y le parece un chaval guapísimo, Valeria no quiere que su madre se entere de lo que pasa entre ellos. ¡La bombardearía con preguntas de todo tipo!

—Buenos días —contesta nerviosa. En realidad, está temblando—. He dormido más o menos bien —miente.

—Me alegro.

—Pero… ¿qué haces aquí?

—He venido a desayunar contigo. ¿Quieres uno?

El chico introduce la mano en la bolsa de plástico, saca un churro y le da un mordisco. Luego, se lo ofrece a Valeria. Ésta lo declina en un primer momento, pero ante la insistencia del joven termina dándole un bocado. Está caliente y se quema.

—¡Tendrías que haberme dicho que quemaba! —grita sofocada mientras mueve las manos a toda velocidad como si fueran dos abanicos.

—Habría perdido la gracia —indica Raúl de camino hacia la cocina.

—¿Y tú por qué no te has quemado?

—Nunca me quemo. Soy inmune al calor. Podría hacerse una barbacoa en mi boca. No lo sabías, ¿no?

Valeria niega con la cabeza. Pues no. No estaba al corriente de ese detalle. Y eso que lo conoce muy bien. Aunque, por lo visto, no tanto como creía.

Entran en la cocina y, mientras Valeria abre el grifo del agua fría y bebe del chorro, Raúl coge un cazo del interior de un armario.

—¿Qué vas a hacer?

—El desayuno.

El chico abre otra puerta y da en seguida con lo que buscaba. Chocolate instantáneo. La chica lo observa anonadada.

—¿Cómo sabías que…?

—Shhh. Un chef no revela nunca sus secretos.

—Es la primera vez que oigo eso.

—Pues no lo he inventado yo.

Entonces Raúl abre el frigorífico y saca la leche. La vierte en el cazo y comienza a calentarla en la vitrocerámica.

—Hace mil años que no tomo chocolate con churros para desayunar —comenta Valeria, que continúa atenta a todos los movimientos del joven.

—Pero sé que te encantan. Te desvives por el chocolate con churros. ¿Me equivoco?

—No —confirma con la frente fruncida—. ¿Cómo lo…?

Él le da un beso en la boca y sonríe.

—Te conozco mejor de lo que imaginas.

—¿Eso crees?

—¡Por supuesto!

—Mmm… Yo también te conozco bien, ¿eh?

—Puede ser. Pero no sabías que nunca me quemo con nada.

Es verdad. Y le da rabia. Se supone que la enamorada es ella. Y también la que debería conocer ese tipo de curiosidades. En cambio, es él el que sabía lo del chocolate con churros. No recuerda haberlo comentado nunca con sus amigos. Era lo que más le gustaba del mundo cuando era pequeña. ¿Cómo lo habrá descubierto?

Lo contempla en silencio. Le gusta verlo allí, en su cocina, a primera hora de la mañana, preparando el desayuno. ¿Seguro que no sigue dormida? En ese momento, Valeria mira hacia abajo y repara en que está en pijama. Lleva uno rosa lleno de caballitos de carrusel. Se sonroja y abandona la cocina.

—¡Voy a cambiarme mientras preparas el desayuno! —grita desde el pasillo, ya casi entrando en su habitación.

—¿Por qué? Me gustaban los caballitos.

¡Tonto! Se ha puesto tan nerviosa cuando ha llegado que ni siquiera se ha dado cuenta de que aún no se había vestido.

Rápidamente, se quita el pijama y se pone un pantalón vaquero y un jersey. Se sienta sobre la cama y se calza unas botas marrones. Sonríe cuando lo oye canturrear. Entra en el baño, se mira en el espejo y se peina. Sigue siendo ella. La chica normal de ayer. De antes de ayer. De siempre. La única diferencia es que hay un tío buenísimo preparándole su desayuno preferido un domingo por la mañana en su cocina. Y, un detalle más, ¡está loca por ese tío!

El olor del chocolate llega hasta donde está. ¡Qué aroma!

Es increíble que le esté sucediendo todo eso. ¡Si hace unas horas pensaba que Raúl terminaría saliendo con Elísabet! Y ahora está en su casa, con ella. ¡A solas!

—¿Te queda mucho? —pregunta el joven desde el otro lado del piso.

—¡No! ¡Ya voy!

—¡No me lo puedo creer!

—¿El qué?

—¡Tardas más que yo en vestirte! ¡Pensaba que eso era imposible!

Delante del espejo, Valeria saca la lengua. Le gustaría pintarse un poquito los ojos para, al menos, cubrirse las ojeras de la noche casi en vela. Pero no quiere hacerlo esperar más. Tampoco va a dejar de estar con ella por eso, ¿no?

—Qué bien huele —comenta la chica cuando entra otra vez en la cocina.

—Y espero que sepa aún mejor.

Raúl ha colocado en una bandeja dos tazas llenas hasta arriba de chocolate y un plato hondo con todos los churros que ha comprado. La coge y camina con ella hasta el salón.

—Puedes ponerla ahí mismo. —Valeria señala la mesita que hay entre el sofá y la televisión, en la parte delantera de la habitación.

El joven obedece y deposita la bandeja encima del mueble. No es una mesa muy grande, pero es la que su madre y ella utilizan para cenar. Hace tiempo usaban la otra, la que está en la parte de atrás del salón, que es más ancha, aunque menos cómoda, y está más alejada de la tele.

Los chicos se sientan. Raúl alcanza una de las tazas y se la da a Valeria. Luego, toma la suya y comprueba el espesor del chocolate. En su punto.

—Ha quedado perfecto. Me encanta que esté así de espeso.

—A mí también me gusta así.

—Lo sé.

—¿También sabías eso?

—Sí. Pero… no te voy a decir cómo me he enterado.

—Eso no vale.

Finge que se enfada, pero al final se produce un intercambio de sonrisas. A pesar de que los nervios de Valeria no desaparecen del todo, se encuentra bastante más tranquila. Imagina que ese hormigueo que siente cada vez que está con él cesará algún día. O quizá no y viva siempre sometida a ese cosquilleo. No le importaría, porque sería una señal de que estarían juntos para siempre.

Raúl moja un churro en el chocolate, lo muerde y besa a la chica. ¡Qué rico! Esto ha pasado de ser como un sueño a convertirse en un deseo. Si existiera el genio de la lámpara, no dudaría en pedir algo así al despertarse: el chico al que ama, un beso suyo y chocolate caliente.

—¿Jugamos a una cosa?

—¿Jugar? ¿A qué?

La mirada picara de Raúl la hace desconfiar. ¿Qué se le habrá ocurrido?

—Espera.

—Mmm.

El joven deja la taza sobre la mesa y se levanta. Se dirige a la cocina y en menos de un minuto regresa con una servilleta de tela. A continuación, mira a su alrededor y coge un libro de una estantería: El bolígrafo de gel verde, de Eloy Moreno.

Valeria lo observa curiosa y alerta. Un juego… No se fía de él. A saber qué quiere hacer.

—Te explico —comienza a decir el chico cuando se sienta de nuevo en el sofá—. ¿Nunca has jugado al equilibrio del beso?

—¿El equilibrio del beso? No. Nunca.

—Perfecto. Te explico. —Y le entrega la servilleta—. Tienes que taparte los ojos.

—¿Qué? ¡No voy a taparme los ojos!

Raúl hace un gesto de fastidio y protesta en voz baja.

—Si no te los tapas no podemos jugar.

—¿Y por qué no te los tapas tú?

—Luego. Pero primero debes hacerlo tú, que no te sabes el juego.

La chica chasquea la lengua y termina accediendo. Ahora sí que no se fía de él, pero tampoco quiere que se enfade. ¿No será una novatada?

—¿Y ahora?

—¿Ves algo? —pregunta Raúl mientras hace aspavientos con las manos delante de ella para comprobar que la servilleta no se transparenta.

—No. Nada.

Parece que dice la verdad. Sonríe y le coloca el libro en las manos.

—Ahora levántate y ponte el libro en la cabeza.

—¿Qué? ¡Estás loco! —grita ella al tiempo que se quita la servilleta de los ojos—. ¿Qué juego es éste? ¡Lo que quieres es que haga el ridículo!

—¡No! ¡De verdad! ¡Confía en mí!

Y, sin que se lo espere, la besa. Un nuevo beso de cacao que le sabe a gloria. Resignada y sin oponer mucha resistencia, Valeria vuelve a vendarse los ojos.

—No me gusta este juego —murmura con voz de niña pequeña.

Se pone de pie y se coloca el libro sobre la cabeza.

—Muy bien. Ahora… ¡comencemos! —exclama Raúl, que también se levanta—. Tienes que evitar por todos los medios que el libro se caiga al suelo. El que más tiempo aguante con él en la cabeza es el que gana. Y no lo puedes tocar con las manos, claro.

—No entiendo nada.

—Ahora lo comprenderás.

El chico alcanza uno de los churros del plato, lo moja y, despacio, lo pasa por la mejilla de Valeria. Es como si dibujase con un pincel sobre el rostro de la joven. Ella se estremece por el calor del chocolate y grita, pero mantiene el libro en la cabeza.

—¡No me gusta este juego! —repite alzando la voz.

—¿No?

—¡No!

—Te gustará.

Y, lentamente, acerca la boca a la cara de Valeria y la besa donde está el chocolate. El libro se tambalea un poco, pero continúa sobre la cabeza de la chica.

—Eres cruel.

—¿Sí?

Raúl vuelve a coger el churro. Lo moja un poco más y pinta una línea marrón sobre el cuello de Valeria. Cuando ésta percibe el chocolate, tiembla.

—¡Muy cruel!

—¿De verdad?

—De verdad… —susurra.

Tras el chocolate, llegan sus labios. Y su lengua, que se encarga de limpiarle la piel. La joven cierra los ojos debajo de la servilleta. Es muy cruel, pero le encanta que haga eso. A continuación, siente el calor en los lóbulos de las orejas y en seguida la boca de Raúl sobre ellos. Los lame despacio. Increíblemente despacio. Increíblemente sensual.

—Tienes buen pulso, ¿eh? El libro sigue en tu cabeza —comenta Raúl mientras hunde una vez más el churro en la taza.

Valeria no sabe qué decir. Prácticamente, no puede hablar. Todo lo que le está haciendo, a ciegas, la ha transportado a un lugar que está muy lejos de su salón: al mundo de los sentidos, donde es incapaz de reaccionar. El libro no se ha caído tan sólo por obra y arte del azar. Sin embargo, no tardará mucho en tocar el suelo. El siguiente punto que el chico ha elegido para extender el chocolate es su boca. Despacio, primero le pasa la lengua por los labios, recorriéndolos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Después, con el dedo índice, la obliga a abrir ligeramente la boca y le acaricia su labio inferior con sus propios labios. Suavemente. De menos a más. El chocolate se mezcla con su saliva. El cuerpo de la joven se contrae y su corazón se acelera como nunca antes lo había hecho. El aire caliente de su respiración penetra en la boca de Raúl, que ocupa la suya. La besa intensamente, sujetándole el rostro con las manos.

Y entonces… El bolígrafo de gel verde cae al suelo.

A ninguno de los dos le importa. Raúl coge a Valeria de la mano y la invita a sentarse en el sofá. La chica se deja llevar bajo la oscuridad de la servilleta, que continúa vendándole los ojos. Pero jamás había visto nada con tanta claridad. Y es que aquellos besos sólo le confirman que quiere a aquel chico con los cinco sentidos.