Capítulo 19

ESTÁN a punto de dar las dos de la mañana. El toque de queda.

Beso de despedida. Será la última vez que deguste sus labios hoy. Raúl sonríe, se da la vuelta y se aleja lentamente por la calle. Valeria lo observa desde el portal de su edificio hasta que desaparece. Traga saliva y resopla. ¡Qué noche tan increíble!

Saca las llaves del bolso y abre la puerta. El portero de guardia la saluda y le da las buenas noches. Lo han sido. ¡No cabe duda de que ha sido una gran noche!

La chica encara la escalera y sube hasta el primer piso. No asciende ni un solo escalón sin pensar en él. Primero B. Abre la puerta con cuidado para no hacer mucho ruido y entra en casa. Su madre está despierta. Sentada en el sofá delante de la televisión, Mará ve una película en blanco y negro. Observa a la recién llegada después de comprobar la hora en el reloj y esboza una sonrisa.

—Un minuto antes de la dos. Así me gusta.

—Sabes que soy responsable, mamá —contesta Valeria sentándose a su lado. Le da un beso y mira hacia la televisión.

—Lo sé, lo sé… ¿Lo has pasado bien?

¿Que si lo ha pasado bien? Cualquier palabra que dijera se quedaría corta. Le encantaría contarle todos los detalles, pero nunca habla de ese tipo de cosas con ella. Bastante tiene su madre como para encima involucrarla en su vida amorosa.

—Sí. Muy bien. Pero deberías haberte ido a dormir, que mañana tienes que madrugar.

—No habría conseguido dormirme hasta ahora.

—Tengo casi diecisiete años, mamá. No soy una niña pequeña.

—Tú siempre serás mi niña pequeña.

La mujer sonríe y alcanza el mando a distancia de la televisión. La apaga y se levanta del sofá.

—¿No vas a ver el final de la película?

—Ya he visto Casablanca muchas veces. Sé cómo termina —comenta mientras se estira—. Y, como has dicho antes, mañana hay que levantarse muy temprano para ir a trabajar.

—¿Quieres que vaya yo también?

—No, no te preocupes. Con que me eches una mano por la tarde, cuando libran todos los chicos, me valdrá.

—Bien.

—Aprovecha para dormir y descansar los domingos por la mañana, que dentro de poco empezarán los exámenes del primer trimestre y tendrás que estudiar mucho.

—¡No me agobies con eso ahora! —exclama Valeria. Como alguien le ha dicho hace un rato, hoy nada de estudios ni de instituto—. Además, estamos todavía en noviembre.

—El tiempo pasa muy rápido. Demasiado rápido.

La expresión de Mará se torna melancólica. Parece que fue ayer cuando nació su hija y ella disfrutaba de la vida con el hombre del que estaba completamente enamorada. Compartían el trabajo en la cafetería que ahora lleva ella sola, sus ilusiones y miles de sueños que poco a poco se fueron desgastando y desapareciendo.

—Lo que tendrías que hacer es salir un poco más.

—¿Y quién se encarga de Constanza?

—Para eso están los chicos. Y también yo —responde Valeria mientras gesticula ostentosamente—. Tendrías que llamar de vez en cuando a alguna amiga e iros por ahí de juerga.

—¡Sí! ¡Para juergas estoy yo! ¡Hija, que he pasado los cuarenta!

—¿Y qué? ¡Eres muy joven todavía!

—Ya no tanto. Y lo único que me apetece cuando llego a casa de la cafetería es descansar, no irme de fiesta.

Valeria resopla. Trabajar siete días a la semana durante tantas horas como lo hace su madre no es bueno. Y, aunque los camareros que tiene a su disposición son estupendos y su hija ayuda en lo que puede por las tardes después de las clases, Mará siempre está pendiente de todo y no abandona ni un instante la cafetería Constanza. Está allí desde que abre por la mañana hasta que cierra al final de la tarde. La mayoría de los días no ve ni el sol. Llega cuando aún no ha amanecido y se va cuando ya es de noche. Incluso come allí a mediodía.

—Pues tienes que trabajar menos.

—Tienes razón, hija —admite la mujer. A continuación, le da otro beso en la mejilla a Valeria—. Pero ya lo hablamos mañana, que ahora hay que ir a dormir.

—Ay. No tienes remedio.

—También soy mayor para cambiar en eso —repone Mará divertida—. Buenas noches, pequeña.

—Buenas noches, mamá. Que duermas bien.

Mará le acaricia el pelo cariñosamente como despedida y después sale del pequeño salón del piso. Recorre el estrecho pasillo que conduce hasta las habitaciones y se mete en la suya cerrando la puerta tras de sí.

La casa se queda en silencio.

Valeria también se levanta del sofá y apaga la única luz que permanece encendida. Camina por el pasillo y entra en el cuarto de baño. Deja el bolso a un lado y se coloca delante del espejo. Contempla su rostro maquillado. Sigue siendo la misma chica que la última vez que se miró allí. La misma muchacha normal y corriente. Pero en verdad todo ha cambiado. A partir de hoy nada será igual. Lo sabe. Y en ese instante empieza a notar el cansancio acumulado a lo largo del día. Han sido muchas emociones. Muchos sentimientos liberados de golpe. Muchos besos inesperados. Todo aquello con lo que ha soñado tantas y tantas veces se ha cumplido.

¡Se ha cumplido! ¡Ha empezado a salir con Raúl!

Mientras se desmaquilla, repasa en su imaginación lo sucedido esa noche. Si antes de salir le hubieran dicho que iba a volver a su casa acompañada por su amor platónico, no se lo habría creído. Lo platónico ha dejado de serlo. Se ha transformado en un amor de verdad. En una realidad. Su amigo es ya más que un amigo. Y le ha dicho que le gusta, que podrían tener una bonita relación juntos. ¡Ser novios!

¡Y es tan guapo!

Coge el bolso y, abrazada a él, sale del baño unos minutos más tarde. Muy sonriente.

En su habitación hace algo de frío. Cierra la puerta, enciende el flexo y se cambia de ropa a toda prisa. Cuando se pone el pijama, apaga la luz, se lanza sobre la cama y se tapa hasta arriba. Tumbada boca arriba, sostiene la BlackBerry rosa entre las manos.

¿Le escribe algo antes de irse a dormir? Seguramente Raúl todavía no haya llegado a su casa. Sin embargo, en ese momento, es ella la que recibe un mensaje. Y no es de su amigo.

Aquí seguimos de fiesta. Como no te he vuelto a ver, imagino que te habrás ido ya a casa. Me ha encantado conocerte. Espero cruzarme contigo algún día. Guarda mi número, odontóloga. Un beso, César, el periodista.

¡Anda! ¿Y esto?

Valeria se sorprende cuando lee las palabras del universitario que cantaba en el metro. No se imaginaba que volvería a saber de él tan pronto. Y es que, con lo de Raúl, se le había olvidado hasta que esa noche ha conocido un chico muy interesante. Dos tíos tan guapos interesados en ella… Es muy raro. ¿Será cierto que el mundo termina en 2012, como dicen los mayas?

No le responde, pero se convence a sí misma de que mañana debe hacerlo en cuanto se despierte. Aunque hay otra persona que tiene prioridad en ese sentido. Lo primero que hará Valeria mañana por la mañana será escribir a Elísabet.

¿Qué le dirá? Todavía no lo ha decidido. Le diga lo que le diga, esto no le sentará bien. De eso está segura. Y es que, como leyó una vez en un libro, en el amor unos ganan y otros pierden, pero no existe el empate.

Entra en su casa y, directamente, se marcha a su habitación. Cierra la puerta, pero segundos más tarde alguien vuelve a abrirla.

—Ni dices que has llegado. Ni das las buenas noches.

—Pensaba que estabas dormida.

—Sabes perfectamente que hasta que llegas a casa no me voy a la cama, Raúl.

El chico observa a su madre. Berta tiene los ojos hinchados y da la impresión de que hace mil años que no se peina. Parece excesivamente cansada.

—Lo siento.

—No creo que lo sientas demasiado. Siempre haces lo mismo.

—Ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más quieres?

—Nada, Raúl. Nada.

Sus palabras están llenas de resignación. Hace mucho tiempo que su hijo hace lo que quiere y cuando quiere. Al menos respecto a lo que tiene que ver con ella. Cuando está en casa no sale de su cuarto, y cuando está fuera no avisa de adonde va ni de a qué hora va a volver.

El joven comienza a desabrocharse la camisa ante la mirada atenta de su madre. Al comprobar que no se va, él también la observa expectante.

—¿Es que no vas a dejarme tranquilo ni para cambiarme de ropa?

—¿Cuánto hace que no hablamos, Raúl? —le pregunta la mujer de improvisto y con los ojos brillantes.

—¿Hablar? —dice él confuso—. Estamos hablando ahora mismo.

—Esto no es hablar.

—¿Ah, no? ¿Y qué es?

Berta se aproxima a él y le pone las manos en los hombros. Es bastante más alto que ella. Algo más de lo que lo era su marido. Pero se parecen mucho. Tiene sus ojos y la expresión de su cara… Es como si lo estuviera viendo ahora mismo, con la edad de Raúl, cuando se conocieron.

—¿Por qué ya no me cuentas nada? —pregunta Berta con la voz quebrada.

—Mi vida es muy aburrida, mamá. No te interesaría.

—Claro que me interesa, eres mi hijo.

El chico la mira a los ojos. Siente que sus manos le aprietan con fuerza los hombros. No es la primera vez que vive esa escena. Tampoco la segunda. Desde que su padre falleció, es algo que se ha repetido continuamente.

—Mamá, estoy cansado.

La mujer no desiste en su mirada; por fin, cede unos cuantos segundos más tarde. Afloja los dedos y los aparta de los hombros de su hijo. Suspira y camina hasta la puerta del dormitorio.

—Tápate bien, no vayas a resfriarte.

—Lo haré. Gracias, mamá. Buenas noches.

Berta sonríe con tristeza y sale de la habitación cerrando tras de sí. Son más de las dos y media de la mañana. Hace mucho que las gemelas duermen y ella se siente agotada. Una jornada más en la lucha con la que convive.

Raúl termina de desvestirse y luego se atavía con un pantalón corto y una camiseta para dormir. Ha sido una noche intensa. Ha hecho una apuesta. Una apuesta bastante arriesgada. Valeria le gusta. Siempre le ha gustado. Desde el día en que la conoció. Sin embargo, nunca la había imaginado como pareja.

Pero ella es la única chica que conoce con la que podría empezar una relación de verdad. No está enamorado. Lo sabe. E imagina que ella tampoco lo está. En cambio, existe lo suficiente entre ellos como para que el amor llegue tarde o temprano. Es lo que piensa desde hace unos días.

Con lo que no contaba era con la declaración de Elísabet y la revelación de sus sentimientos hacia él. Ella es su amiga y la conoce bien. Pero no intuía que sintiera algo así.

Eso lo complica todo, y pronto va a darse cuenta de ello.