—¡ESTER! ¡Abre más las piernas cuando recepciones la pelota!
—¡Ya lo hago!
—Si lo hicieras, ¿por qué te lo iba a estar diciendo? ¿Crees que quiero fastidiarte?
Pues sí. Claro que quiere. Rodrigo es muy duro con todas, pero desde que entró en el equipo de voleibol las mayores broncas son siempre para ella.
—No.
—¡Venga! ¡Otra vez, chicas! —grita el entrenador mientras ordena las posiciones mediante gestos con las manos—. ¿Listas? ¡Saque!
Ponen la pelota en juego las que llevan peto. Es un saque flotante. El balón va hacia Ester, que tiene problemas en la recepción y lo envía directamente al campo contrario para que la jugadora que está en el centro de la red salte y remate con fuerza contra el suelo. Ni siquiera ha necesitado la ayuda de la colocadora. Punto para el equipo con peto.
—¡Joder! ¡Las piernas, Ester! ¡Ábrelas, por el amor de Dios! ¿No me oyes o qué te pasa?
—¡Lo he hecho como me has dicho!
—¡Y una mierda! Si lo hubieras hecho bien no te habría salido esa porquería de recepción. ¡Que tienes quince años, no cinco!
—¡Lo hago lo mejor que puedo! —grita ella al borde de las lágrimas. Suspira y se tapa la cara con las manos.
El entrenador la sustituye y le pide al resto que continúen con el partidillo.
—Ven conmigo, por favor.
La chica obedece y lo sigue a cierta distancia. Apenas puede contener la rabia que siente por dentro. No es la primera vez que pasa algo así. Parece que ese tío la ha tomado con ella. Ester sólo quiere divertirse jugando al voleibol, como en su anterior equipo. Pero aquí es imposible. Se castiga cualquier error, cualquier pequeño fallo. Y está harta. Incluso se ha planteado abandonar. Tal vez ésa sea la mejor solución.
Los dos llegan a una zona del pabellón apartada del resto del grupo.
—A ver… Colócate como si fueras a recibir un saque.
Ester no dice nada. ¡Como si no lo hubiera hecho nunca! Resopla y le hace caso. No quiere más problemas con él. Flexiona el cuerpo hacia delante, pone los pies en paralelo, estira los brazos y junta los dedos.
—Ya.
—Baja más el culo. Es muy importante para defender bien. ¡Y abre las piernas, por favor!
—¿Más? —pregunta con un suspiro. No comprende esa obsesión con sus piernas.
Rodrigo se acerca a ella por delante. Se agacha y le pone las manos sobre las rodillas. Están calientes. Con delicadeza, le desplaza las piernas hacia fuera para separarlas unos cuantos centímetros más. A continuación, se levanta y la observa satisfecho.
—Así. ¡Genial! —exclama contento—. Ésta es la posición perfecta para recepcionar un balón.
—Bueno…
Se ha puesto colorada. Siente mucho calor dentro del pecho y en las mejillas. ¿Qué ha sido aquello?
—Espero que a partir de ahora no falles ni una más.
—Lo intentaré.
El entrenador sonríe y regresa a la cancha, donde el resto del equipo sigue empleándose a fondo. Ella también lo hace. Pero no con la misma sensación que antes. Está sofocada. Y, aunque no se equivoca más en sus recepciones, hay algo que la inquieta bastante.
Media hora más tarde, termina el entrenamiento.
—Ester, cuando te duches, ¿puedes venir a la oficina un momento?
La chica asiente. ¿Qué querrá ahora? Espera que no le eche otra bronca. El resto del entrenamiento ha recepcionado la pelota como él le ha dicho y ha acertado en la mayoría de las ocasiones. ¿Entonces…?
Mientras se ducha, no puede evitar pensar en lo que ha sucedido hace un rato. ¿No se ha pasado Rodrigo un poco tocándole las rodillas? Nunca un entrenador le había hecho algo parecido. Sin embargo, no le ha disgustado sentir el contacto de sus manos sobre la piel. Se avergüenza y enrojece al recordarlo. ¡Maldita sea! Imagina que sólo ha sido algo casual. Inocente. La única forma de corregir la posición de sus piernas. Y, por el resultado, debe darle las gracias.
Se viste, recoge su bolsa y se despide de sus compañeras.
Toc, toc.
—Adelante.
Su voz suena serena. Sosegada. Nada que ver con la que escucha normalmente mientras entrena. Ester, despacio, abre la puerta de la oficina y entra con timidez en aquella habitación llena de trofeos, diplomas y objetos de decoración relacionados con el voleibol.
—Hola —Rodrigo la saluda de pie, con una bonita sonrisa.
—Hola, entrenador.
Su imagen es diferente a la que suele mostrar habitualmente. También se ha duchado. Se ha vestido con una camiseta negra de manga larga, una chaqueta gris y unos vaqueros azules. Calza zapatos oscuros de piel. Además, se ha puesto gomina en el pelo y lo lleva de punta. Jamás lo había visto así. Debe reconocerlo: está muy guapo.
Con un gesto de la mano, el chico le pide que se siente y, cuando Ester lo hace, es él quien ocupa su lugar en el sillón de enfrente.
—¡Qué bien hueles! —exclama sin apartar de ella sus ojos verdes.
La chica se siente algo intimidada. Se sonroja y baja la mirada. No quiere decírselo, pero él también huele fenomenal.
—Gracias. Será por el gel que uso.
—¿Es el de vainilla de Yves Rocher?
Exacto. Vaya, ¿cómo lo sabe?
—Sí —responde estupefacta.
El entrenador ríe al percibir el asombro de la jovencita. Pero su acierto tiene truco.
—No me mires así. No soy adivino. Ni conozco todos los geles del mercado. Sólo es que mi hermana trabaja en una tienda y de vez en cuando le regalan pequeños botes de muestra. Le encantan los de vainilla.
Así que se trataba de eso. De todas maneras, aunque ya sepa el motivo por el que conocía el olor de su gel, la ha sorprendido. E impresionado.
—A mí también me gusta mucho.
—Pues ya te traeré algún botecito de muestra.
—Gracias.
—Ahora me acordaré de ti cada vez que mi hermana se duche —comenta divertido; a continuación, suelta una carcajada.
La chica vuelve a sonrojarse. Es la primera vez que habla con él de algo que no esté relacionado con el voleibol. Ese chico que está ahí delante no tiene nada que ver con el que vocifera en la cancha de juego. Parece una persona completamente distinta.
—Bueno, ¿de qué querías hablarme? —pregunta mientras intenta tranquilizarse. No comprende por qué le arde la cara.
—Pues de ti y de mí. De nuestra relación.
Si no llega a ser porque está sentada, Ester se habría caído de espaldas tras su guiño de ojo.
—¿Perdona?
—Pues de nuestros roces continuos desde que entraste en el equipo.
—Ah. Eso. —Respira aliviada—. Es que…
—Parece que tú tengas la culpa de todo, ¿no?
—Sí.
La sonrisa de Rodrigo la cautiva. ¿Por qué no la usará más en los partidos y entrenamientos? ¿No es mejor así? Seguro que de esa manera motivaría más a las chicas del equipo, porque… ¡caerían rendidas a sus pies!
—Sé que soy muy exigente contigo —admite tras una pausa—. Pero sólo exijo a quien creo que puedo exigirle.
—Yo juego para divertirme, no para que me exijan.
—Y así debe ser. Pero… en el deporte, cuanto más te exiges a ti mismo, más te diviertes tú y más se divierten los demás.
—No lo comprendo. Yo sólo quiero pasar un buen rato haciendo deporte.
Rodrigo hace una mueca con la boca, frunciendo los labios, y se levanta del sillón. Rodea la mesa y se sienta sobre ella, más cerca de Ester, que no le quita ojo.
—Ese pensamiento no me vale para un juego de equipo.
—¿Por qué?
—Porque hay compañeras tuyas que sí se esfuerzan y se exprimen al máximo. Ellas pueden ser mejores o peores que tú, y también se divierten jugando al voleibol, pero se exigen mucho a sí mismas. Y por respeto a ellas, a su esfuerzo, a su dedicación… todos deberíamos dar nuestro máximo nivel. Por eso soy tan exigente con todas vosotras y, especialmente, contigo.
Jamás ha escuchado esa reflexión en boca de ningún entrenador, y tampoco de ninguna compañera de equipo. Es, cuando menos, razonable. Aunque eso no quite que para ella el deporte sea una diversión, antes que nada.
—¿Y qué quieres, que me esfuerce más?
—Si no lo consigo, habré fracasado en mi trabajo como entrenador.
—No exageres. El equipo lo está haciendo muy bien. Yo no soy tan importante como para que digas eso.
—Pero podríamos hacerlo mejor. Y que tú mejores y te esfuerces al máximo es una de mis metas.
Esto es un desafío en toda regla. Una impresionante prueba de que para motivar a alguien sólo es necesario buscar las palabras adecuadas.
—Haré lo que pueda.
—Sé que puedes hacerlo mucho mejor.
—Al menos lo intentaré.
Y sonríe. Por primera vez desde que entró en la oficina, Ester sonríe. Ella, que siempre lo hace, que pase lo que pase siempre está feliz, no lo había conseguido hasta ese momento por culpa de ese chico que le estaba haciendo la vida imposible.
—Estoy convencido de que a partir de ahora todo irá mucho mejor y te exigirás más. El equipo, las chicas y yo ganaremos con ello. Y tú, por supuesto, también.
El que sonríe ahora es él, que clava su mirada en la joven jugadora. Pero esta vez Ester no aparta la suya. Se la sostiene con una de sus bonitas sonrisas. Es hora de marcharse a casa. Se pone de pie, se despide del entrenador y sale de la oficina convencida de que puede llevar a cabo lo que él le ha transmitido. Aunque las palabras de Rodrigo no sólo se han grabado con fuego en su mente, también han prendido un trocito de su corazón.