—¿NOS vamos o qué?
—Encima de que llegas tarde, ahora metes prisa —refunfuña Eli con voz melosa; a continuación, se agarra con fuerza al brazo de Raúl.
—Tanto echarnos en cara a Bruno y a mí que lleváis aquí esperando mucho tiempo y ahora…
Pero Elísabet no lo deja hablar más. Tira de él y, casi a rastras, lo conduce hasta la boca de metro. Los dos bajan en primer lugar la escalera de la estación del metro de Sol. Entre risas. Sin prestar atención al resto. Valeria los contempla resignada. Ya ha comenzado la «caza».
—¿Y a ésta qué le pasa? —le pregunta María extrañada—. Está más alterada de lo habitual. ¿Habéis bebido algo ya?
—Qué va. Ni una gota de alcohol.
—Pues está eufórica. Cuando empiece, no sé cómo va a terminar.
Valeria se encoge de hombros y suspira. Se queda inmóvil un instante, pensativa, mientras los demás también bajan por la escalera de la estación. Va a ser una noche muy larga para ella. No sabe si aguantará. Tener que soportar cómo Eli le tira los tejos a Raúl no será nada agradable. Pero peor será cuando éste pique el anzuelo.
—Val, vamos —la llama Ester con una sonrisa desde los escalones—. ¡Y alegra esa cara, que nos espera una gran noche!
—Una gran noche… —murmura ella poco convencida.
Sonríe tímidamente y se dirige hacia ellos.
Hay muchísima gente en el vestíbulo del metro de Sol. Hora punta. La mayoría son chicas y chicos jóvenes arreglados de sábado noche. Pese al alboroto, se oye la melodía de una guitarra y la voz rasgada de un músico interpretando Caricias en tu espalda, de Despistaos. Lo hace francamente bien. Valeria busca con la mirada al intérprete de la canción, pero no consigue distinguirlo entre tanta gente. Por fin lo descubre cerca de una de las hileras de máquinas de tiques. Es un muchacho bastante más joven de lo que su voz presagiaba. O, por lo menos, eso es lo que indica su rostro imberbe y afilado. Tendrá cinco o seis años más que ella, como mucho. Tiene el pelo largo, por debajo de los hombros, castaño, y lleva puesto un sombrero gris con una cinta negra que lo atraviesa por el centro. Viste con un fino jersey beis, muy ajustado, y unos vaqueros azules rotos.
Es realmente guapo.
—¡Nena, que te duermes! —grita Elísabet desde el otro lado del torno. Agarrada del brazo de Raúl, camina hacia la línea tres.
Todos han pasado ya, excepto ella. Valeria resopla y se da prisa por acudir junto a sus amigos. Abre su bolso y busca dentro el bonometro. No da con él. Mierda. ¿Dónde está?
Escarba entre sus cosas, pero ni rastro. Los demás han seguido hacia delante y ya ni los ve. ¡Joder! ¡Qué prisa tienen! Empieza a ponerse nerviosa. Por lo visto se lo ha dejado en casa. ¡Tendrá que sacar un billete sencillo!
Se da la vuelta y acude rápidamente a las máquinas expendedoras. La única libre es la que está junto al chico que toca la guitarra. Va hacia ella a toda velocidad y, casi sin quererlo, mira al joven disimuladamente. De repente se encuentra con sus ojos verdes. Son increíblemente bonitos. Es sólo un segundo. Tal vez menos. Pero es tiempo suficiente para hacerla sonrojar. El músico sonríe y, de inmediato, vuelve a prestar atención a su guitarra y al tema que ahora interpreta.
Valeria agacha la cabeza muerta de vergüenza y trata de centrarse en lo que tiene que hacer. ¡Qué guapo es! Abre otra vez el bolso y alcanza el pequeño monedero en el que guarda el dinero. Lo examina, pero… ¡No tiene nada suelto! Sólo un billete de veinte euros. Buf.
—Perdonad, ¿tenéis cambio de veinte? —les pregunta a unas chicas de su edad, muy maquilladas, que están en la máquina de al lado.
Todas mueven la cabeza negativamente sin siquiera comprobarlo. Estúpidas creídas. Valeria suspira y mira a su alrededor. ¿Cómo? El chico de la guitarra ha dejado de tocar y se ha puesto de pie. Se acerca a ella y, extendiendo un brazo, le ofrece el dinero exacto para el billete sencillo.
—Toma. No tengo cambio. Pero con esto tendrás suficiente, ¿no?
—Gra… gracias, pero… no, no hace falta.
—Insisto.
—Bueno, yo…
Se ha quedado impresionada. Boquiabierta. Frente a frente, resulta todavía más guapo. Y su sonrisa resulta… adorable. Es alto, mide más de uno ochenta y cinco seguro; y, más que delgado, está fibroso. ¿Qué hace un tío como aquél tocando en el metro? Debería estar desfilando en una pasarela o llenando salas de conciertos. Sería un auténtico fenómeno fan.
—No te preocupes. Ahora canto un par de temas más y lo recupero —señala con dulzura—. Eso si no viene alguien de la SGAE y me hace pagar los derechos de autor de las canciones.
—¿Cómo?
No tiene ni idea de lo que le está hablando, pero qué más da. No es lo que dice, sino cómo lo dice. Y, sobre todo, cómo está el que se lo está diciendo.
—Déjalo. Humor subterráneo —indica él sin parar de sonreír—. Coge el dinero antes de que se me duerma el brazo.
—Ay. Perdona. Muchas gracias.
Valeria toma nerviosa el euro con cincuenta que le entrega el músico, se da la vuelta y saca el billete de la máquina. Está temblorosa. Le da pánico volverse y mirarlo de nuevo. Seguro que está sonriendo. Así es. El chico de la guitarra continúa sonriendo, mostrando sus perfectos dientes blancos. Embobada por sus perfectas facciones, se queda completamente en blanco. ¿No había curado ya su timidez?
—¿Vas sola de fiesta?
—¿Qué?
—Que si no tienes acompañante para esta noche.
—Ah. Sí, sí. Mis amigos van delante.
—¿Tus amigos? ¿Te han dejado sola?
—Algo así. Han cruzado al otro lado sin darse cuenta de que yo no podía pasar porque me he dejado el bonometro en casa. Soy un desastre.
—Pues date prisa o no cogerás el tren y los perderás definitivamente.
—Sí.
Los dos permanecen un instante en silencio. La que está perdida ahora mismo es ella. Valeria deja de mirarlo e intenta recuperar la compostura. ¿Las cosas como aquélla no pasan sólo en las películas? Está claro que no. Porque aquel chico, aunque es de película, está hablando con ella cara a cara. En la vida real. Su aburrida vida real. Pero… ¿por dónde se va a la línea tres? Da una vuelta sobre sí misma y descubre el cartel amarillo que la indica.
El joven del sombrero regresa a la silla desde la que tocaba. Piensa un segundo y, a continuación, comienza a acariciar las cuerdas de su guitarra. Valeria lo observa una última vez, dibuja un «Gracias» con los labios e intercambian una sonrisa final.
Mientras suena un tema de Nirvana, la chica introduce el billete en la ranura y atraviesa el torno.
¡Qué tío tan espectacular! Nunca lo había visto en esa parada. ¿Cómo se llamará?
—¿Dónde te habías metido? —la voz es de Ester, que llega corriendo hasta ella—. ¡Menos mal que me he dado cuenta de que no estabas antes de que subiéramos al metro!
—Me he dejado el bonometro en casa y no podía pasar.
—Vaya.
—Y luego no tenía suelto para el billete.
—¿Y por qué no nos lo has pedido a alguno de nosotros?
—¡Porque os habíais ido!
Ester se tapa la mano con la boca y luego ríe. Le hace gracia ver a Valeria alterada.
—Perdona.
—Ya os vale.
—Somos muy malos amigos.
—Los peores amigos del mundo.
—No te pases.
—Me habéis dejado tirada como a una colilla.
—No seas quejica, anda.
—Jum.
Las dos chicas suben la escalera que lleva hasta las vías de la línea tres. Sentados en un banco, esperan los otros cuatro. Eli está sobre las piernas de Raúl. Sin embargo, cuando el chico ve a Valeria se levanta y camina hacia ella.
—¿Estás bien? —le pregunta muy serio.
—Sí. Todo bien. No podía pasar porque me he olvidado el bonometro.
—Ah. Podrías haber pasado con alguno de los nuestros.
—Ibais demasiado rápido y me he quedado atrás.
Elísabet también se pone de pie y acude al lado de sus amigos. Le ha fastidiado mucho que Raúl la haya abandonado en el banco.
—Te has quedado atrás porque hoy estás empanada. Llevas toda la tarde distraída por culpa del maldito vaquero —afirma.
—¿Qué vaquero? —pregunta con curiosidad el joven de la camisa azul.
Valeria se sonroja. ¿Lo va a contar? ¿Delante de él? ¡No se atreverá!
—Uno de Stradivarius que le he dejado pero que no le entraba.
¡Se ha atrevido! ¡Esas cosas no se dicen! ¡Y menos delante de un chico! ¡Y todavía menos del chico del que está enamorada! ¡Con amigas así quién necesita enemigas!
Roja como un tomate, Valeria observa cómo Raúl sonríe y le mira el culo sin ningún tipo de discreción.
—Pero ¿tú qué miras? —pregunta indignada al tiempo que se pega a la pared. Le arden los pómulos.
—Yo te veo bien, Val. Como siempre. Eso es que Eli está demasiado delgada.
—¿Cómo? —Los ojos de la mencionada se abren como platos—. ¡No estoy demasiado delgada!
—¿Que no?
Ahora la mirada azul de Raúl se dirige hacia el trasero de Elísabet.
—Pero tú… ¡no tienes educación ni vergüenza! —grita ésta enfadada.
—Estás muy delgada, Eli. Demasiado. Aunque me gusta mucho tu culo. ¿No te lo había dicho nunca?
La chica se abalanza contra él y le golpea los hombros repetidamente con los puños cerrados. Valeria los mira sin despegarse de la pared, entristecida. Aquella fingida pelea es una prueba más de que será una noche difícil y de que entre aquellos dos no tardará mucho en pasar algo.
Segundos más tarde, suena el ruido de una locomotora. El metro llega, prácticamente repleto. Los seis se suben a uno de los vagones del final del tren. Eli es la última en entrar, no sin antes golpear una vez más a Raúl, que sonríe satisfecho.
Apenas hay hueco para respirar. Están enlatados como sardinas.
—Me muero de calor —anuncia Valeria, a la que aún no se le han bajado los colores.
—Son sólo cinco paradas —comenta María, que va a su lado.
—Ya lo sé. Espero no morir asfixiada antes.
—Aguantarás.
Y, efectivamente, sobrevivió a Callao. Ya Plaza de España. También a Ventura Rodríguez y a Arguelles, donde se bajó mucha gente. Y por fin llegaron a Moncloa: final del trayecto de la línea tres.
Cerca de allí, en una conocida discoteca de la ciudad, les espera una fiesta llena de universitarios.
Pocos minutos después…
—¿Veinte euros cada uno?
—Exacto.
—¿No quedamos en que serían diez?
—Diez por el DNI y el carné de estudiante universitario. Y otros diez por la entrada a la discoteca. ¿No os pensaríais que ibais a entrar gratis?
—Pero…
—¿Lo tomáis o lo dejáis?
—No es justo. La entrada a la discoteca entraba en el precio. Los que son de la Complutense no tienen que pagar nada. Y nuestros carnés son de estudiantes de la Complutense.
—Es lo que hay, vosotros veréis lo que hacéis. Si queréis las falsificaciones y entrar, veinte euros.
Raúl se frota la barbilla y resopla. Aquel tipo los ha engañado. Ése no era el trato que habían acordado.
—Espera. Voy a hablar con mis amigos.
El chico, resignado, se acerca hasta donde aguarda el resto. Sus amigos lo observan preocupados al verlo llegar con las manos vacías.
—¿Qué te ha dicho? —pregunta Eli arqueando las cejas—. ¿Y los carnés?
—Nos pide veinte euros por cabeza.
—¿No eran diez?
—Pues ahora dice que son veinte. Diez por el DNI y el carné de estudiante, y otros diez por la entrada a la discoteca.
—¡Qué gilipollas!
—¿Y qué hacemos? ¿Pagamos? —interviene Valeria mientras saca los veinte euros del monedero.
—Ya que estamos aquí…
Ester y María se miran la una a la otra.
—Yo sólo tengo diez euros —explica la chica del flequillo en forma de cortinilla—. Mis padres no me han dado más.
—Yo tampoco quiero pagar más dinero —dice María.
—Estoy con ellas —añade Bruno con un bostezo—. No me apetece pagar veinte euros por entrar en una discoteca.
Una ráfaga de aire alborota el cabello de los seis chicos, que se han quedado en silencio. Hasta que Elísabet vuelve a hablar. Lo hace de manera enérgica, contundente.
—Pues yo sí que quiero pasar. Me he hecho las fotos para los carnés falsos, he venido hasta aquí con la idea de entrar en esta fiesta que llevaba mucho tiempo esperando y por sólo diez euros más no me voy a echar atrás. Toma, mi dinero.
Y le entrega un billete de veinte a Raúl. Éste lo coge y mira a Valeria, que es la única que aún no se ha pronunciado.
—¿Qué dices tú? —le pregunta.
—No sé. Son veinte euros. Aunque…
Aunque, si no va con ellos, seguro que se lían dentro de la discoteca. En cambio, si sólo entran los tres, no van a dejarla sola o a darse el lote delante de ella, ¿no? Es una oportunidad de frenar lo que parece irremediable.
—¿Aunque qué?
—Nada, nada. Que sí, que si entráis vosotros yo también.
Las miradas de Ester, María y Bruno se centran en Valeria. Ninguno esperaba esa respuesta de su amiga.
—Bueno, pues somos tres y tres —comenta Raúl al tiempo que saca veinte euros de su bolsillo—. ¿Vosotros al final qué vais a hacer?
—Yo no puedo. Lo siento. Pero id vosotros —comenta Ester sonriente—. Me voy para casa, así descansaré más para el partido de mañana.
—Me voy contigo —replica María—. Tampoco estoy para muchas fiestas.
Raúl se fija entonces en Bruno. Éste se encoge de hombros y se une a las dos chicas que han decidido no entrar en la discoteca.
—No voy a dejarlas solas. Las acompaño —apunta—. Además, no me van mucho las universitarias.
—Tampoco creo que tú les vayas mucho a ellas.
A Bruno no le hace gracia el comentario jocoso de Raúl, así que se vuelve y mira hacia otro lado, molesto. Últimamente, a su amigo se le han subido demasiado los humos. ¿Ya no recuerda cuando sólo eran ellos los que le hablaban?
Se hace un nuevo silencio en el que todos se observan. Ninguno sabe muy bien qué decir. Valeria se siente mal por su falta de solidaridad con los que no entran, especialmente con Ester, que no tiene dinero. Pero, por otra parte, no puede dejar solos a Eli y a Raúl, a pesar de que tal vez lo pase peor dentro que fuera de la discoteca.
—Pues ya nos veremos, chicos. Y os contaremos qué tal ha estado esto —se despide Elísabet.
Lanza besos al aire y, con paso firme, se dirige hacia la puerta de la discoteca. Dos universitarios con los que se cruza la miran de arriba abajo y le sueltan un piropo poco elegante.
—Me voy con ella, antes de que sea pasto de los tiburones. ¿Vienes?
Valeria asiente con la cabeza y, tras decirles adiós con la mano a los que se van, se dirige junto con Raúl hacia la puerta de entrada.
Sus sensaciones son totalmente contradictorias. No le gusta lo que está haciendo. Se supone que deberían ir todos a una. O entrar los seis o no entrar ninguno. Sin embargo, el grupo se ha dividido en dos. Algo que hace algún tiempo habría sido impensable.