UN rato antes de que los seis amigos se encontraran en Sol
Esa sudadera le queda fatal. Nunca le sentó muy bien el color rojo. Y encima le está grande. ¿Su madre no sabe qué talla usa? Ha crecido. Poco, muy poco, pero al menos Bruno ya no se avergüenza de ser el bajito de la clase. Además, aún tiene la esperanza de dar el estirón algún día.
Realmente, la sudadera es un horror. Mira de nuevo dentro del armario. Nada es de su agrado: muy usado, muy antiguo, muy feo, muy… ¡Pero eso qué es! ¿Es que no hay ni una sola prenda de invierno que no le haga parecer un friki? Definitivamente, necesita ropa nueva para salir por las noches. No es que lo haga mucho, pero para ocasiones como la de hoy no tiene qué ponerse. ¡Una fiesta universitaria y él sin nada decente con lo que vestirse! Ya es hora de tomar las riendas de lo que cuelga en sus perchas. Su madre ha tenido ese poder durante demasiado tiempo.
¿Qué demonios se pone?
Aunque, pensándolo bien… qué más da. Nadie se va a fijar en él.
La sudadera roja al menos es calentita. Se examina en el espejo del armario y, tras chasquear la lengua, la da por válida.
¡Qué horror!
Suena el pitido del WhatsApp. Saca la BlackBerry del bolsillo del vaquero y lee en voz baja.
Tío, date prisa o éstas nos matan. Ya vamos con retraso.
Qué pesado es Raúl. Ya va, ya va. Si las chicas no se van a ir, esperarán hasta que lleguen ellos. Por su amigo, por supuesto. Si fuera por él, está seguro de que ninguna lo esperaría. Bueno, quizá sólo una, la buena de María, que siempre perdona todas sus meteduras de pata. Ellos dos son los patitos feos del grupo. Por lo menos ahora.
Porque antes no era así. Los cinco que fundaron el Club eran bichos raros. Pero, con los años, las cosas han cambiado. Valeria es la simpática; Eli, la guapa; Raúl, el líder, y Ester siempre ha sido Ester. Aunque ella se unió a los incomprendidos más tarde. Sin embargo, se integró como una más. No lo llamó nunca enano ni se mofó de su estatura. Sonreía y era adorable con todos bajo su perfecto y cuidado flequillo en forma de cortinilla.
—Hola, me llamo Ester. Encantada de conocerte.
Debajo de una caperuza roja, sus ojos verdes eran los más bonitos que había visto nunca. ¿Brillaban de una forma diferente? Eso le parecía. Y esa forma de arrugar la nariz al sonreír… ¡Guau!
—Hola, soy… Corradini. Bruno Corradini.
Como Bond, James Bond. ¡Qué estúpido fue al responder así! ¡Ni que estuviera en una película de 007!
—¿Corradini? Eso es…
—Sí, como el apellido de Chenoa. Pero no somos familia.
—Ah. No iba a decir eso —le aclaró Ester sin dejar de sonreír—. No sabía que Chenoa se llamara así. Iba a preguntarte si tu padre era italiano.
Estúpido al cuadrado. Pensaría que era un presuntuoso por presumir de apellido. Mal, muy mal comienzo.
—Argentino. Mi padre nació en Buenos Aires. Como mi abuelo.
—¡Qué bien! Nunca había tenido un amigo extranjero.
Y ahí fue donde se enamoró. Qué más daba que lo considerara extranjero sin serlo. Había nacido en pleno centro de Madrid. Pero fue tal su inocencia al hablar, la limpieza en su voz… ¡Y era tan preciosa! Amigo. Ya lo consideraba su amigo. Aunque hacía medio minuto que lo conocía.
Fueron muchos días pensando en ella. Demasiados. La amó en silencio. Sufrió, lloró, enfermó por Ester. Hasta que no pudo más, y un día se decidió. Le declaró todo lo que sentía. Pero lo hizo a su manera.
Le escribió una carta en la que decía:
Hola, Ester:
Creo que ha llegado el momento de confesarte todo lo que siento. Estoy enamoradísimo de ti. Pienso cada minuto del día en tus ojos, en tu boca, en tus labios, en tu sonrisa… En realidad, Ester, no hay ni un solo segundo de mi vida en el que deje de pensar en ti. Pero no quiero pasarlo peor de lo que ya lo estoy pasando. No soportaría que me miraras a la cara y me rechazaras. Así que sólo me decidiré a revelarte mi identidad si marcas mi nombre con una cruz.
¿Con cuál de estos chicos te gustaría salir si te lo propusiera?…
Y una lista con veinte nombres. Había de todo: feos, guapos, altos, bajitos, de cursos mayores, gorditos, deportistas… y él.
¿Estaba loco? Sí, locamente enamorado. Y muy desesperado.
… Si estuvieras dispuesta a mantener una relación conmigo, lo sabré. Si no, permaneceré oculto para siempre. Y me olvidaré de tu amor.
Deja esta carta con tu respuesta mañana después de clase en el árbol que hay en el patio del instituto. Piénsatelo bien.
Por favor, no te rías de mí. Esto no es ninguna broma.
Espero emocionado e impaciente tu respuesta.
Un beso muy grande, te quiere,
tu gran admirador, ya no tan secreto.
PD: No le digas a nadie lo que te acabo de escribir. Esto es muy importante para mí.
PD2: Te quiero muchísimo.
Las horas de instituto de aquel miércoles de diciembre fueron larguísimas, angustiosas e insoportables para Bruno. ¿Habría marcado Ester su nombre? ¡Qué nervios! Durante el día ella no comentó nada con ninguno del grupo. Buena señal. O no. ¿Qué pensaría de todo aquello?
Y, por fin, mil años después, las clases terminaron. El chico se quedó en el aula y contempló desde una ventana cómo su amiga se dirigía sola, con su carta, hacia el árbol del patio. Al menos, se lo había tomado en serio. Su rostro era el de siempre, aunque no dejaba de mirar a un lado y a otro. Colocó el sobre en las faldas del roble, después de doblarlo, para ocultarlo de los curiosos que pasaran por allí. Sólo podría verlo alguien que supiera que en aquel árbol había algo.
Ester echó un nuevo vistazo a su alrededor y, tras suspirar profundamente, se marchó.
La impaciencia se apoderó entonces de Bruno, pero no podía ir inmediatamente a por aquella carta que contenía la respuesta a la pregunta más importante que había hecho jamás. Seguro que ella se había escondido en alguna parte para descubrir a su admirador secreto.
¿Qué debía hacer?
Se armó de paciencia, se colgó la mochila a la espalda y se fue a casa. Después de comer, sin avisar a nadie, regresó al instituto. Inconveniente: estaba cerrado. A gritos, llamó al conserje, que acudió veloz, alarmado por la insistencia del muchacho. Éste le rogó que le abriera la puerta aduciendo que se había olvidado un libro que necesitaba urgentemente. «Es para el examen de mañana. Cuestión de vida o muerte». El hombre, que lo conocía bien y a quien le caía simpático aquel muchacho bajito, le abrió la cancela del centro y Bruno corrió como un poseso hasta el roble del patio. ¡La carta seguía allí! La alcanzó a toda velocidad y, sin parar de correr, se marchó tras darle las gracias al conserje.
Su intención era abrirla en casa, tranquilamente. Cuando se hubiera calmado. Pero, a mitad de camino, no pudo soportarlo más y se sentó en un banco de un parque para examinar el contenido de aquel sobre mágico. Ante sí tenía nada más y nada menos que los deseos y sentimientos de su amada. No sólo descubriría si él le gustaba, sino también a todos los chicos a los que también podría abrirles su corazón.
¿Era buena idea saber qué nombres había marcado Ester? ¿Y si no lo había señalado a él? Se hundiría. Pero ¿y si sí?
Deshojó la margarita durante un par de minutos. Temblaba. Le costaba respirar a causa de la tensión. Finalmente, Bruno abrió el sobre.
Sacó el papel, que estaba doblado, y, tras sentir un escalofrío, comprobó la lista que él mismo había elaborado el día anterior.
Otra vez el pitido del WhatsApp. ¿Quién será esta vez? De nuevo Raúl.
Al final voy a por ti. Más te vale estar listo cuando llame a tu casa. Llego en dos minutos.
Pero ¿no habían quedado en la parada de metro de Sol? Raúl es cada día más pesado. Aunque lo quiere como a un hermano. Y eso que ya tiene cuatro. Pero ser el del medio nunca le ha traído muchos beneficios. Los dos pequeños son la alegría de la casa. Y los mayores siempre han recibido una atención especial por parte de sus padres. Él sólo es eso, el tercero de cinco.
Exactamente ciento veinte segundos después del mensaje de su amigo, suena el telefonillo del piso.
—¡Voy yo! ¡Es para mí! —grita antes de que alguno de sus hermanos pequeños se anticipe o su madre proteste enfadada. Si tiene que ver con él, se vuelve más irascible.
Aun así, el molesto pitido suena de nuevo. «Impaciente, ya voy», murmura para sí. Llega hasta el recibidor y pulsa el botón para hablar por el telefonillo:
—¿Raúl?
—Bruno, ¡venga, date prisa!
—Voy, pero no llames más, por favor.
—¡Baja!
—¡Vale! ¡Bajo!
Y sin que le dé tiempo a abrir la puerta de entrada de la casa y a avisar a sus padres de que se va, el timbre vuelve a sonar.
«Capullo», dice en voz baja. Resopla. Tiene ganas de matarlo, aunque, si lo hace, se quedará sin el único amigo de verdad que ha tenido en su vida.
Aunque la amistad en algunos casos no es eterna. Y una palabra, un malentendido o cualquier situación imprevista puede acabar con ella.