—Sí. El Duc tiene protección —asintió la señora Gogol.

—Ah.

—Magia poderosa.

—¿Más poderosa que usted? —quiso saber Yaya.

Se hizo un silencio largo, atormentado.

—Sí.

—Ah.

—Por ahora —añadió la señora Gogol.

Hubo otra pausa. A ninguna bruja le gustaba admitir que su poder era poco menos que absoluto, ni siquiera oír a una colega que lo admitiera.

—Supongo que se está tomando usted su tiempo —señaló amablemente Yaya.

—Reuniendo sus fuerzas —contribuyó Tata.

—Es una protección poderosa —dijo la señora Gogol.

Yaya se acomodó en la silla. Cuando volvió a hablar, era como una persona que tiene ciertas ideas muy claras en mente, y quiere averiguar qué saben los demás.

—¿De qué tipo, concretamente? —preguntó.

La señora Gogol rebuscó entre los cojines de su mecedora y, tras mucho revolver, sacó una bolsita de piel y una pipa. Encendió la pipa y lanzó una nube de humo azulado al aire matutino.

—¿Se mira mucho al espejo estos últimos días, señora Ceravieja? —inquirió.

La silla de Yaya se inclinó hacia atrás, casi hasta el punto de tirarla de la galería a las aguas negruzcas. El sombrero se le voló y fue a caer entre los lirios acuáticos.

Tuvo tiempo de verlo posarse suavemente sobre el agua. Flotó allí un instante, y luego…

… desapareció. Un caimán gigantesco lo devoró de un solo bocado, y luego tuvo la osadía de mirar a Yaya con presunción.

Era un alivio tener algo por lo que gritar.

—¡Mi sombrero! ¡Se ha comido mi sombrero! ¡Uno de sus caimanes se ha comido mi sombrero! ¡Era mi sombrero! ¡Que me lo devuelva ahora mismo!

Arrancó un buen trozo de liana del árbol más cercano, y azotó las aguas.

Tata Ogg retrocedió.

—¡No deberías hacer eso, Esme! —gimió.

El caimán sacudió las aguas.

—¡Puedo golpear a esos caimanes descarados tanto como como quiera!

—Sí que puedes, sí… —trató de tranquilizarla Tata—, pero no… con una… serpiente…

Yaya inspeccionó la liana más de cerca. Una serpiente venenosa de tamaño medio le devolvió la mirada con ojos asustados. Consideró por un momento la posibilidad de morderla en la nariz, pero pensó mejor, y cerró bien la boca con la esperanza de que la anciana captara el mensaje. Yaya abrió la mano. La serpiente cayó sobre tablones del suelo, y se alejó a toda velocidad.

La señora Gogol ni siquiera se había movido de su silla. En aquel momento, se dio media vuelta. Sábado seguía observando pacientemente su sedal.

—Sábado, ve a recuperar el sombrero —dijo.

—Sí, señora.

Hasta la propia Yaya titubeó un instante.

—¡No le puede pedir que haga eso! —exclamó.

—Pero si está muerto —señaló la señora Gogol.

—Sí, y ya es bastante malo estar muerto como para encima también en pedacitos —replicó Yaya—. ¡No baje al agua, señor Sábado!

—Pero, señora, es su sombrero —insistió la señora Gogol

—Sí, pero… —titubeó Yaya—. No…, no era… más que un sombrero. Yo no echaría a nadie a los caimanes por un sombrero, sea el que sea.

Tata Ogg la miró, horrorizada.

Nadie sabía mejor que Yaya Ceravieja lo importantes que eran los sombreros. No eran simplemente una prenda de vestir. Los sombreros definían la cabeza. Definían a quien los llevaba. Nadie había oído hablar jamás de un mago sin su sombrero puntiagudo. No sería un mago. Y, desde luego, no se sabía de ninguna bruja que no llevara sombrero. Hasta Magrat tenía el suyo, aunque apenas lo usaba, porque era una mocosa. Eso tampoco tenía demasiada importancia. Lo importante no era usar el sombrero, sino el hecho de tenerlo. Cada gremio, cada profesión, tenía su propio sombrero. Por eso mismo tenían sombreros los reyes. Si a un rey le quitas la corona, sólo te queda un tipo sin barbilla que saluda tontamente a la gente. Los sombreros tenían poder. Los sombreros eran importantes. Pero las personas también.

La señora Gogol aspiró otra bocanada de humo.

—Sábado, ve a buscar mi mejor sombrero, el de fiesta —dijo.

—Sí, señora Gogol.

Sábado desapareció un momento en el interior de la choza, y volvió con una caja grande, destartalada, atada con juncos.

—No puedo aceptarlo —dijo Yaya—. No puedo dejarla sin su mejor sombrero.

—Oh, sí, claro que puede —dijo la señora Gogol—. Tengo otro.

Yaya dejó la caja en el suelo.

—Me parece que en usted hay mucho más de lo que los ojos ven, señora Gogol —dijo.

—Por supuesto que no, señora Ceravieja. Sólo soy lo que soy, igual que usted.

—¿Fue usted quien nos trajo aquí?

—No, vinieron solas. Por su propia voluntad. Para ayudar a alguien, ¿verdad? Lo decidieron ustedes, ¿verdad? Nadie las obligó, ¿verdad? Fue su propia decisión.

—En eso tiene razón —corroboró Tata—. Si hubiera sido cosa de magia, lo habríamos notado.

—Es cierto —asintió Yaya—. Nadie nos ha obligado, hemos venido por nuestra cuenta. ¿Cuál es su juego, señora Gogol?

—No estoy jugando a nada, señora Ceravieja. Sólo quiero recuperar lo que me pertenece. Quiero que se haga justicia. Y quiero que la detengan a ella.

—¿A ella? ¿Qué ella? —quiso saber Tata.

El rostro de Yaya estaba rígido.

—La mujer que está detrás de todo esto —respondió la señora Gogol—. El Duc tiene menos cerebro que una gamba, señora Ogg. Yo me refiero a ella. La del espejo mágico. La que lo quiere controlar todo. La que lo quiere dominar todo. La que juega con el destino. La persona que tan bien conoce la señora Ceravieja.

Tata Ogg no se enteraba de nada.

—¿De qué está hablando, Esme? —preguntó.

Yaya murmuró algo.

—¿Qué? No te he entendido.

Yaya Ceravieja alzó la vista, con el rostro enrojecido por la ira.

—¡Se refiere a mi hermana, Gytha! ¿Vale? ¿Te enteras? ¿Lo entiendes? ¿Has oído? ¡Mi hermana! ¿Quieres que te lo repita otra vez ¿Quieres saber de quién habla? ¿Hace falta que te lo ponga por escrito? ¡Mi hermana! ¡Nada menos! ¡Mi hermana!

—¿Son hermanas? —dijo Magrat.

El té se había quedado frío.

—No lo sé —respondió Enta—. Son… muy parecidas. Casi nunca se meten en nada. Pero noto que me miran. Es lo que mejor hacen, mirar.

—¿Y te obligan a hacer a ti todo el trabajo? —preguntó.

—Bueno, la verdad es que sólo tengo que cocinar para mí y para el personal —dijo la chica—. Y tampoco me importa tanto hacer la limpieza y la colada.

—¿Ellas se preparan su propia comida?

—En realidad, no. Por las noches, cuando ya me he acostado, las oigo recorrer la casa. La madrina Lilith me dice que debo ser buena con ellas, que deberían darme pena porque no pueden hablar, y que me encargue de que no falte nunca queso en la despensa.

—¿Sólo comen queso? —se sorprendió Magrat.

—No lo sé —respondió Enta.

—Caray, qué cosas. Pensaba que, en una casa tan vieja como ésta, el queso se lo comían las ratas y los ratones.

—Ahora que lo dices, es raro, pero creo que nunca he visto un ratón en esta casa.

Magrat se estremeció. Se sentía observada.

—Oye, ¿por qué no te limitas a marcharte? Es lo que haría yo.

—¿Adónde? Además, siempre me encuentran. O envían a los cocheros y a los mozos de cuadra a buscarme.

—¡Es espantoso!

—Supongo que creen que, tarde o temprano, me casaré con quien sea con tal de dejar de hacer la colada —suspiró Enta—. Aunque dudo que haya que lavar la ropa del príncipe —añadió con amargura—. Seguro que queman la ropa después de que la usa una vez.

—Lo que deberías hacer es elegir una profesión, seguir tu vocación —trató de animarla Magrat—. No dependas de nadie más que de ti misma. Debes emanciparte.

—La verdad es que no es eso lo que quiero —respondió Magrat con cautela, por si acaso era pecado ofender a un hada madrina.

—En tu interior, sí.

—¿Sí?

—Sí.

—Ah.

—No tienes que casarte con quien no quieres.

Enta se acomodó en la silla.

—¿Qué tal se te da tu trabajo? —preguntó.

—Bueno… esto, yo… creo que… —El vestido llegó ayer —siguió la chica— Está arriba, en la habitación grande, colgado de una percha para que no se arrugue. Para que esté perfecto. Y han sacado brillo al carruaje. También han contratado a más lacayos. —Sí, pero quizá… —Creo que voy a tener que casarme con quien no quiero —dijo Enta.

Yaya Ceravieja recorrió la galería de madera a zancadas. La choza entera temblaba con sus pisadas. El agua se llenaba de ondulaciones.

—¡Claro que no la recuerdas! —gritó—. ¡Nuestra madre la echó a patadas cuando cumplió trece años! ¡Tanto tú como yo éramos unas crías! ¡Pero recuerdo muy bien las peleas! ¡Las oía desde la cama! ¡Era una libertina!

—Cuando yo era joven, también me llamabas libertina —señaló Tata.

Yaya titubeó, desconcertada por un momento. Luego agitó la mano en gesto de irritación.

—Porque lo eras, claro —dijo, descartando el tema—. Pero nunca utilizaste la magia para ello, ¿a que no?

—No me hacía falta —replicó Tata alegremente—. Casi siempre me bastaba con enseñar un poco el hombro.

—Con enseñar el hombro y con tumbarte en la hierba, si mal, no recuerdo —bufó Yaya— Pero ella no. Ella utilizaba la magia. Y no sólo la magia corriente, no. ¡Era premeditado!

Tata Ogg estuvo a punto de decir: ¿Qué? ¿Quieres decir que no era complaciente y modesta como tú, Esme? Pero se contuvo a tiempo. Uno no hace malabarismos con cerillas en una fábrica de fuegos artificiales.

—Los padres de los chicos venían a casa a quejarse —murmuró Yaya, sombría.

—De mí nadie tuvo queja nunca —señaló Tata alegremente.

—Y siempre se estaba mirando en los espejos —siguió Yaya—. Era tan vanidosa como una gata. Prefería mirar un espejo a asomarse por la ventana.

—¿Cómo se llama?

—Lily.

—Es un nombre muy bonito —dijo Tata.

—Ahora no se hace llamar así —dijo la señora Gogol.

—¡Me apuesto lo que sea a que no!

—Entonces, ¿ella es la que manda en la ciudad? —preguntó Tata.

—¡Siempre fue una dominante!

—¿Y para qué quiere mandar en una ciudad? —se sorprendió Tata.

—Tiene planes —respondió la señora Gogol.

—¡Y vanidosa! ¡Vanidosa hasta límites increíbles! —siguió Yaya, dando explicaciones al mundo en general.

—¿Sabías que estaba aquí? —preguntó Tata.

—¡Lo presentía! ¡Espejos!

—La magia de espejos no es mala —protestó Tata—. Yo también he hecho muchas cosas con espejos. Un espejo puede ser muy divertido.

—Ella no se limita a utilizar un espejo —dijo la señora Gogol.

—Oh.

—Usa dos.

—Oh. Eso es diferente.

Yaya contempló la superficie del agua. Su propio rostro le devolvió la mirada desde la oscuridad.

Al menos, esperaba que fuera su propio rostro.

—He sentido cómo nos observaba durante todo el camino hasta aquí —dijo—. Ahí es donde más feliz se siente, en el interior de los espejos. Dentro de los espejos, metiendo a la gente en los cuentos.

Agitó la imagen con un palito.

—Hasta tuvo la desfachatez de mirarme en casa de Desiderata, justo antes de que llegara Magrat. No tiene ninguna gracia ver a otra persona en tu reflejo…

Hizo una pausa.

—Por cierto, ¿dónde está Magrat? —preguntó.

—Creo que ha ido a hacer de hada madrina —replicó Tata—. Dijo que no necesitaba ayuda.

Magrat estaba molesta. También tenía miedo, cosa que la hacía estar aún más molesta. Cuando Magrat estaba molesta, la gente lo pasaba mal. Era como que te atacara un pañuelo de papel mojado.

—Te doy mi palabra, te lo garantizo yo —insistió—. Si no quieres ir a ese baile, no tienes que ir.

—No podrás detenerlos —suspiró Enta, triste—. Yo sé cómo funcionan las cosas en esta ciudad.

—¡Oye, te he dicho que no tienes que ir! —casi gritó Magrat.

Se quedó pensativa unos instantes.

—No habrá otro joven con el que quieras casarte, ¿verdad? —preguntó.

—No. La verdad es que no conozco a mucha gente. No tengo ocasión.

—Bien —asintió Magrat—. Eso nos facilita las cosas. Sugiero que te saquemos de aquí y… y te llevemos a otro sitio.

—No hay otro sitio. Ya te lo he dicho. Sólo está el pantano. Lo he intentado un par de veces, y han enviado a los cocheros a buscarme. No es que no fueran amables. Los cocheros, digo. Pero tienen miedo. Aquí todo el mundo tiene miedo. Creo que hasta las hermanas.

Magrat contempló las sombras que las rodeaban.

—¿De qué? —preguntó.

—Se dice que la gente desaparece. Si molestan al Duc. Les sucede algo. En Genua, todo el mundo es muy educado —suspiró Enta con amargura—. Y nadie roba, y nadie levanta la voz, y todo el mundo se queda en casa de noche, excepto el Martes de Carnaval.—Suspiró de nuevo—. Mira, a eso sí que me gustaría ir. A las fiestas de Carnaval. Pero siempre me hacen quedarme en casa. Oigo pasar a la gente por la ciudad, y pienso que así era Genua antes. No sólo unas cuantas personas bailando en los palacios, sino todo el mundo bailando por las calles.

Magrat se estremeció. Se sentía muy lejos de casa.

—Creo que, en esta ocasión, voy a necesitar un poco de ayuda —dijo.

—Tienes la varíta —señaló Enta.

—En algunas ocasiones, no basta con tener una varita —respondió Magrat.

Se levantó.

—Pero te garantizo una cosa —dijo—. No me gusta esta casa. No me gusta esta ciudad. ¿Enta?

—¿Sí?

—No irás al baile. De eso me encargo yo.

Se dio media vuelta.

—Ya te lo dije —murmuró Enta, bajando la vista—. Nunca las oyes llegar.

Una de las hermanas estaba en la cima de la escalera que llevaba a la cocina. Tenía la mirada clavada en Magrat.

Se dice que toda persona tiene alguna característica animal. Seguramente, Magrat poseía un enlace mental directo con alguna criatura pequeña y peluda. Sintió el terror que sienten todos los pequeños roedores ante el rostro de una muerte que no parpadea. Aquella mirada transmitía todo tipo de mensajes codificados: lo inútil de la huida, lo estúpido de la resistencia, lo inevitable del final…

Supo que no podía hacer nada. No tenía control sobre sus piernas. Era como si las órdenes de aquella mirada le llegaran directamente a la columna vertebral. La sensación de impotencia era casi tranquilizadora…

—Que las bendiciones caigan sobre esta casa.

La hermana se dio media vuelta, a una velocidad muy superior a la que podría desarrollar un ser humano.

Yaya Ceravieja terminó de abrir la puerta de golpe.

—Oh, pobre de mí —rugió—. Y canastos.

—Eso —corroboró Tata Ogg, que también trataba de cruzar la puerta—. Canastos, también.

—Sólo somos un par de ancianas mendigas —dijo Yaya mientras se acercaba a zancadas.

—Vamos pidiendo de puerta en puerta —asintió Tata Ogg—. No hemos venido aquí directamente, ni mucho menos.

Cada una cogió a Magrat por un codo, y la levantaron en volandas. Yaya volvió la cabeza.

—¿Y usted, qué, señorita?

Sin levantar la vista, Enta sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No debo ir.

Yaya entrecerró los ojos.

—Supongo que no —admitió—. Cada uno tenemos un camino que recorrer, o eso se dice, aunque yo no lo he dicho en mi vida. Vamos, Gytha.

—Nos marchamos ya —dijo Tata, animada.

Se dieron la vuelta.

Otra hermana apareció ante la puerta.

—Caray —dijo Tata Ogg—. ¡Si ni siquiera la he visto moverse!

—Nos íbamos ya —dijo Yaya Ceravieja, en voz alta—. Si a usted no le importa, señorita.

Las miradas chocaron.

El aire chisporroteó.

Yaya Ceravieja apretó los dientes.

—Cuando diga ya, echa a correr, Gytha…

—A tus órdenes.

Yaya tanteó a su espalda y dio con la tetera que había usado Magrat. La sopesó con movimientos lentos, pausados.

—¿Preparada, Gytha?

—Cuando digas, Esme.

—¡Ya!

Yaya lanzó la tetera al aire. Las cabezas de las dos hermanas se volvieron en un movimiento brusco.

Tata Ogg sacó a la temblorosa Magrat por la puerta. Yaya la cerró de golpe justo cuando la hermana más cercana se lanzaba hacia adelante, con la boca abierta, demasiado tarde.

—¡Nos hemos dejado a la chica! —gritó Tata mientras salían al camino.

—La están vigilando —replicó Yaya—. No le harán ningún daño.

—¡En mi vida había visto a una persona con semejantes dientes! —dijo Tata.

—¡Porque no son personas! ¡Son serpientes!

Llegaron a la seguridad relativa de la calle, y se apoyaron contra una pared.

—¿Serpientes? —jadeó Tata.

Magrat abrió los ojos.

—Es cosa de Lily —asintió Yaya—. Eso se le daba muy bien, me acuerdo perfectamente.

—¿Serpientes de verdad?

—Sí —replicó Yaya, sombría—. Siempre tuvo facilidad para hacer amigos.

—¡Caray! ¡Yo no podría hacer eso!

—Antes ella tampoco podía, su hechizo sólo duraba unos segundos. Eso es lo que pasa por usar espejos.

—Yo…, yo… —tartamudeó Magrat.

—Tú estás perfectamente —le dijo Tata.

Alzó la vista hacia Esme Ceravieja.

—Digas lo que digas, no deberíamos haber dejado ahí a la chica ¡Está en una casa llena de serpientes que andan y se creen humanas!

—No, es mucho peor. Andan y creen que son serpientes —replicó Yaya.

—Bueno, tanto da. Tú nunca has hecho semejante cosa. Todo lo más, has dejado a alguien un poco confuso con respecto a su identidad…

—Eso es porque soy la buena —dijo Yaya con amargura.

Magrat se estremeció.

—Entonces, ¿qué, la sacamos de ahí? —preguntó Tata.

—Todavía no. Ya llegará el momento adecuado —respondió Yaya—. ¿Me has oído, Magrat Ajostiernos?

—Sí, Yaya —asintió la joven.

—Tenemos que ir a algún sitio para hablar —siguió Yaya—. Sobre los cuentos.

—¿Sobre qué cuentos? —preguntó Magrat.

—Lily los está utilizando. ¿Es que no te das cuenta? Están por todo el país. Los cuentos se han acumulado porque aquí encuentran una salida. Ella los alimenta. Mira, Lily no quiere que tu Enta se case con ese tal Duc por política, ni nada por el estilo. Eso es simplemente una…, una explicación. Pero no es el motivo. Quiere que la chica se case con el príncipe porque así lo exige el cuento.

—¿Y ella, qué gana con esto? —preguntó Tata.

—En el centro de todo, está el hada madrina o la malvada bruja… ¿recuerdas? Ahí es donde quiere estar Lily, como…, como… —Hizo una pausa, tratando de dar con la palabra adecuada—. ¿Te acuerdas el año pasado, cuando vino aquel circo a Lancre?

—Sí que me acuerdo —asintió Tata—. Había chicas con leotardos brillantes, y los muchachos se echaban cal por los pantalones. Pero lo que no vi fue el elefante. Decían que había elefantes, y era mentira. En los carteles sí que había elefantes. Me gasté nada menos que dos peniques, y no vi ni un solo ele…

—Sí, pero, lo que quiero decir —se apresuró a interrumpirla Yaya, mientras recorrían la calle— es que había un hombre en medio de todo, no sé si te acuerdas. El del bigote y el sombrero de copa…

—¿Aquel tipo? Sí, pero no hacía gran cosa —replicó Tata—. Se limitaba a estar ahí, en el centro de la carpa, y de vez en cuando chasqueaba el látigo, y todos los actos se desarrollaban a su alrededor.

—Por eso era la persona más importante del circo —asintió Yaya—. Lo que lo hacía importante era que todo se desarrollaba a su alrededor.

—¿Con qué alimenta Lily los cuentos? —quiso saber Magrat.

—Con gente —respondió Yaya.

Frunció el ceño.

—¡Cuentos! —dijo—. Bueno, nos encargaremos de eso…

El crepúsculo cayó sobre Genua. La niebla empezó a subir desde el pantano.

En las calles, brillaban las antorchas. Figuras en sombras se movían en docenas de patios, quitando las cubiertas a las carrozas. En la oscuridad se veía el brillo de las lentejuelas, y se oía el tintinear de los cascabeles.

Durante todo el año, los habitantes de Genua eran gente amable y tranquila. Pero la historia siempre ha permitido a los oprimidos una noche en cualquier lugar del calendario para devolver temporalmente el equilibrio al mundo. Puede denominarse Fiesta de Bufones, o Rey de la Habichuela. O incluso Samedi Nuit Mort, cuando hasta los que llevan las cargas más duras pueden mandarlo todo a hacer gárgaras, y divertirse.

Al menos, casi todos…

Los cocheros y los lacayos estaban sentados en su cobertizo, a un lado del patio de los establos, devorando su cena y quejándose por tener que trabajar la Noche de los Muertos. También estaban poniendo en práctica antiquísimos rituales propios de la ocasión, que consisten sobre todo en averiguar lo que les han puesto para cenar sus esposas, y en envidiar a otros hombres cuyas esposas, evidentemente, los querían más.

El lacayo jefe alzó una rebanada de pan con cautela.

—Tengo pollo con encurtidos —dijo—. ¿Alguien tiene algo de queso?

El segundo cochero inspeccionó su cesta.

—Lo mío es panceta cocida otra vez —se quejó—. Siempre me pone panceta cocida. Y sabe que no me gusta. Ni siquiera le quita la grasa.

—¿Es grasa blanca, gordita? —se interesó el primer cochero.

—Sí. Un asco. ¿Os parece que está bien esto, un día de fiesta?

—Te lo cambio por lechuga con tomate.

—Hecho. ¿Qué llevas tú, Jimmy?

El más joven de los cocheros abrió con timidez su paquete, perfectamente envuelto. Había cuatro sandwiches, con el pan sin corteza. Los adornaba una ramita de perejil. Incluso llevaba una servilleta.

—Salmón ahumado y queso crema —dijo.

—Y también un trocito del pastel de boda —señaló el primer cochero—. ¿Aún no os lo habéis terminado?

—Comemos todas las noches —dijo el joven.

El cobertizo se estremeció con las carcajadas subsiguientes. Es un hecho sabido en todo el universo que cualquier comentario inocente, hecho por el miembro joven recién casado de cualquier equipo de trabajo, provoca al instante una salva de alegres carcajadas entre sus colegas más viejos y más cínicos. Eso sucede incluso cuando los implicados tienen nueve patas y viven en el fondo de un océano de amoníaco, en un enorme planeta gélido. Es una de esas cosas que pasan.

—Aprovéchate mientras puedas —sugirió el segundo cochero con tono lúgubre, cuando las risas hubieron cesado—. Se empieza con besos y pastel, y quitándole la corteza al pan de los sandwiches, y pronto te encuentras con empanada de lengua, el trasero frío y el rodillo de cocina.

—Mira, en mi opinión —empezó el primer cochero—, todo depende de cómo…

Alguien llamó a la puerta.

El cochero más joven se levantó y fue a abrir.

—Es una anciana —dijo—. ¿Qué quieres, anciana?

—¿Os apetece beber algo? —preguntó Tata Ogg.

Alzó una jarra, sobre la que pendía la neblina perceptible del alcohol al evaporarse, y sopló un matasuegras.

—¿Qué? —se sorprendió el cochero.

—Es una vergüenza que unos jóvenes estén trabajando. ¡Es fiesta! ¡Yupiii!

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el cochero jefe. Entonces, entró en la nube de alcohol—. ¡Dioses! ¿Qué es eso?

—Huele a ron, señor Travis.

El cochero jefe titubeó. Desde las calles les llegó el sonido de la música y las risas, cuando las primeras cabalgatas se pusieron en marcha. Los fuegos artificiales iluminaban el cielo. No era una noche para estar sin beber ni un sorbo de alcohol.

—¡Qué anciana tan amable! —exclamó.

Tata Ogg blandió la jarra de nuevo.

—¡Arriba, abajo, al centro y p'adentro! —dijo.

Lo que se podría denominar «bruja clásica» se presenta en dos variedades, la complicada y la sencilla. 0, por decirlo de otra manera, las que tienen una habitación llena de parafernalia, y las que no la tienen. Magrat, por naturaleza y por inclinación, pertenecía a la primera categoría. Tomemos como ejemplo los cuchillos mágicos. Ella poseía una colección completa de cuchillos mágicos, todos con los mangos de colores apropiados y llenos de runas complicadas.

Habían hecho falta muchos años bajo la tutela de Yaya Ceravieja para que Magrat comprendiera que un vulgar cuchillo de cocina, de los que se usan para cortar el pan, era mejor que el más recargado de los cuchillos mágicos. Podía hacer lo mismo que un cuchillo mágico, y además servía para cortar el pan.

En toda cocina que se preciara había un cuchillo antiguo, con el mango desgastado, la hoja tan curvada como un plátano, y tan inexplicablemente afilado que buscar en el cajón de noche era como tratar de pescar una manzana con la boca en un tanque de pirañas.

Magrat llevaba el suyo en el cinturón. En aquel momento, se encontraba a diez metros por encima del suelo, agarrada con una mano a la escoba y sujetando la cañería con la otra, con las dos piernas colgando. Entrar en cualquier casa debería ser cosa fácil cuando uno tiene una escoba voladora. Pero a ella no se lo parecía.

Por fin, consiguió rodear la cañería con las dos piernas, y se agarró a una gárgola oportuna. Insertó el cuchillo entre las hojas de la ventana y levantó la tranca de la ventana. Tras no pocos esfuerzos, entró en la habitación, y se apoyó jadeante contra la pared. Unas lucecitas azules le bailaban ante los ojos, como un eco de los fuegos artificiales que llenaban el cielo nocturno en el exterior.

Yaya no había dejado de preguntarle si estaba segura de quere hacer aquello. Y ella misma se había sorprendido al descubrir que sí que estaba segura. Aunque las mujeres serpiente estuvieran ya me rodeando por la casa. Ser bruja significa entrar en lugares donde no te apetece nada entrar.

Abrió los ojos.

Allí estaba el vestido, en medio de la habitación, sobre un maniquí de modista.

Una Vela Klatchiana estalló sobre Genua. Las estrellas verdes rojas iluminaron la oscuridad aterciopelada, e hicieron resaltar la sed y las gemas que Magrat tenía ante ella.

Era la cosa más hermosa que había visto en su vida.

Dio un paso adelante, con la boca seca.

Unas nieblas cálidas cubrían el pantano.

La señora Gogol removió el caldero.

—¿Qué hacen? —preguntó Sábado.

—Están deteniendo el cuento —dijo ella—. O…, o quizá no…

Se irguió.

—Bien, sea como sea, ha llegado nuestro momento. Vamos al claro.

Alzó la mirada hacia el rostro de Sábado.

—¿Tienes miedo?

—Sé… sé lo que sucederá después —dijo el zombi—. Aunque ganemos.

—Yo también lo sé. Pero hemos tenido doce años.

—Sí. Hemos tenido doce años.

—Y Enta gobernará la ciudad.

—Sí.

En el cobertizo de los cocheros, Tata Ogg y los muchachos se lo estaban pasando de maravilla.

El cochero más joven sonrió distraídamente a la pared, y se derrumbó.

—Ashí shon los jóvenesh de hoy —dijo el jefe de los cocheros, mientras intentaba pescar la peluca, que se le había caído en la jarra—. No shaben… beber…

—¿Quiere otro chupito, señor Travis? —preguntó Tata al tiempo que le llenaba la jarra—. U otro traguito. O como quiera que lo llamen aquí.

—La verdad —tartamudeó el jefe de los cocheros— esh que deberíamosh eshtar preparando ya el coche… me parece…

—Bueeeno, pero aún le queda tiempo para otra copita… —lo animó Tata Ogg.

—Esh ushted muy generosha —dijo el cochero—. Muy generosha, sheñora Ogggg…

Magrat había soñado con vestidos como aquél. En lo más profundo de su alma, en las primeras horas de la noche, había bailado con príncipes. No con príncipes tímidos y trabajadores como Verence, el de casa, sino príncipes de verdad, con ojos azules como el cristal y dientes blanquísimos. Y ella llevaba vestidos como aquél. Y le quedaban bien.

Contempló las mangas rizadas, el corpiño bordado, los finos encajes blancos. Todo aquello estaba a un mundo de distancia de sus…, bueno…, Tata Ogg seguía llamándolos «Magrats», pero eran pantalones, y muy prácticos, por cierto.

Como si el hecho de ser prácticos sirviera de algo.

Miró el vestido un buen rato.

Luego, con el rostro lleno de lágrimas que cambiaban de color con cada nueva luz de los fuegos artificiales, sacó el cuchillo y empezó a romper el vestido en trozos muy pequeños.

La cabeza del jefe de los cocheros cayó suavemente sobre sus bocadillos.

Tata Ogg se levantó, algo insegura. Puso la peluca del cochero más joven bajo su cabeza inerte, porque no era una mujer carente de bondad. Luego, salió a la noche.

Una figura se movió cerca de la pared.

—¿Magrat? —susurró Tata.

—¿Tata?

—¿Te has encargado del vestido?

—¿Te has encargado de los cocheros?

—Entonces, todo perfecto —dijo Yaya Ceravieja, que salía en aquel momento de entre las sombras—. Ya sólo queda el carruaje.

De puntillas, con pose teatral, se acercó al carruaje y abrió la puerta. Las bisagras chirriaron.

—¡Shhh! —dijo Tata.

En una cornisa había un trocito de vela y unas cuantas cerillas. Magrat consiguió encender la vela a tientas.

El carruaje brilló como un adorno navideño.

Tenía muchos adornos, demasiados, como si alguien hubiera cogido una carroza perfectamente vulgar y se hubiera vuelto loco poniendo purpurina y ornamentos.

Yaya Ceravieja la examinó.

—Demasiado pomposa —dictaminó.

—Me parece una auténtica pena destrozarla —dijo Tata con tristeza.

Se arremangó y se metió el dobladillo de la falda entre las medias. —Bueno, seguro que por aquí hay algún martillo —dijo al tiempo que investigaba en las mesas adosadas a las paredes.

—¡No! ¡Armaríamos mucho ruido! —susurró Magrat— Esperad un momento…

Se sacó del cinturón la olvidada varita, la asió con todas sus fuerzas y la agitó en dirección a la carroza.

Se oyó una brusca inhalación de aire.

—Que me aspen —dijo Tata Ogg—. A mí no se me habría ocurrido en la vida.

En el suelo, había una gran calabaza anaranjada.

—No ha sido nada —respondió Magrat, arriesgándose a sentir un puntito de orgullo.

—¡Ja! He aquí un carruaje que no volverá a rodar —señaló Tata.

—Eh… ¿puedes hacer lo mismo con los caballos? —preguntó Yaya.

Magrat sacudió la cabeza.

—No, la verdad, me parecería demasiado cruel.

—Tienes razón, tienes razón —asintió Yaya—. Ningún motivo es suficiente como para ser cruel con estos estúpidos animales.

Los dos corceles la contemplaron con curiosidad equina mientras les soltaba los arreos.

—Venga, largaos —dijo—. Seguro que ahí fuera os esperan praderas verdes. —Miró por un momento a Magrat—. Ha llegado la hora de la emancipación del caballo —añadió.

Aquello no pareció servir de mucho.

Yaya suspiró. Se subió a la caja de madera que separaba a los caballos, los agarró por las orejas, a uno con cada mano, y les bajó las cabezas suavemente hasta que quedaron a la altura de su boca.

Susurró algo.

Los corceles se volvieron y se miraron el uno al otro.

Luego miraron a Yaya.

Ésta sonrió, y asintió.

Entonces…

Es imposible que un caballo esté quieto y emprenda el galope al instante siguiente, pero ellos casi lo lograron.

—¿Qué diantres les has dicho? —quiso saber Magrat.

—La palabra mágica del herrero —replicó Yaya—. Heredada por Jason, el de Gytha, que a su vez me la ha legado a mí. No falla nunca.

—¿Te la ha confesado? —se sorprendió Tata.

—Sí.

—¿A ti?

—Sí.

—¿Toda?

—Sí —asintió Yaya con orgullo.

Magrat volvió a meterse la varita en el cinturón. Cuando lo hizo, un trocito de tela blanca cayó al suelo.

Las piedras preciosas y la seda blanca brillaron a la luz de la vela antes de que pudiera recogerlo rápidamente. Pero a Yaya Ceravieja no se le escapaba gran cosa.

Suspiró.

—Magrat Ajostiernos… —empezó.

—Sí —gimoteó Magrat en un sollozo—. Sí. Lo sé. Soy una mocosa.

Tata le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro.

—No importa, mujer —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por una noche. Esa tal Enta tiene tantas posibilidades de ir al baile como yo de…, de ser la reina.

—Sin vestido, sin lacayos, sin caballos y sin carroza —asintió Yaya—. A ver cómo se las apaña ella para salir de ésta. ¿Cuentos? ¡Bah!

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —quiso saber Magrat mientras salían del patio.

—¡Estamos en Carnaval! —exclamó Tata— ¡Vamos de juerga!

Greebo salió de entre las sombras y se frotó contra sus piernas.

—Creía que Lily intentaba acabar con esta fiesta —señaló Magrat.

—Tanto le daría intentar poner freno a una inundación —replicó Tata alegremente—. ¡Venga, de marcha!

—No apruebo eso de bailar por las calles —gruñó Yaya—. ¿Cuánto ron de ése has bebido ya?

—¡Venga ya, Esme! —protestó Tata— Se dice que, si no te lo pasas bien en Genua durante el Carnaval, es que estás muerto. —Pensó en Sábado—. Seguramente, aunque estés muerto, también puedes echar una canita al aire.

—Pero ¿no sería mejor que nos quedásemos aquí? —sugirió Magrat—. Aunque sólo sea para estar seguras.

Yaya Ceravieja titubeó.

—¿A ti qué te parece, Esme? —rió Tata Ogg—. ¿Crees que va a ir al baile en una calabaza? ¿Eh? ¡Tirada por unos ratones, supongo! ¡Je, je, je!

Yaya recordó un instante a las mujeres serpiente, y titubeó. Pero, al fin y al cabo, había sido un día muy largo, de trabajo muy duro. Y, si uno se paraba a pensarlo, realmente era ridículo…

—Bueno, de acuerdo —concedió—. Pero no pienso hacer ninguna juerga, entérate bien.

—Hay todo tipo de bailes —sugirió Tata.

—Y también bebidas de banana, seguro —murmuró Magrat.

—Pues mira, ahora que lo mencionas… —replicó Tata alegremente.

Lilith de Tempscire se sonrió a sí misma ante el doble espejo.

—Ay, pobre de mí —dijo—. Sin carroza, sin vestido, sin caballos…, ¿qué puede hacer una vieja hada madrina como yo? Pobre de mí. Y canastos, además.

Abrió una cajita de cuero, como la que llevaría un músico para transportar su mejor flautín.

Allí dentro había una varita, idéntica a la de Magrat. La sacó y la agitó a modo de experimento, colocando los anillos dorados y plateados en lugares diferentes.

El «clic-clac» sonó como el desagradable mecanismo de una bomba.

—Y yo sólo tengo una calabaza —dijo Lilith.

Por supuesto, la diferencia entre los seres conscientes y los seres inconscientes consistía en que, aunque costaba mucho cambiar de forma a los primeros, no era imposible. Sólo se trataba de modificar una conexión mental. En cambio, cuando se trata de cosas no conscientes, como una calabaza, y cuesta imaginar algo menos consciente que una calabaza, no es posible hacerlas cambiar más que con una magia que linde con la hechicería.

A menos que sus moléculas recordaran otros tiempos, tiempos en los que no eran una calabaza…

Se echó a reír, y mil millones de Liliths rieron con ella por toda la curvatura del universo de espejos.

El Carnaval ya no se celebraba en el centro de Genua. Pero, en la ciudad de casuchas que rodeaba los edificios altos y blancos, las antorchas poblaban las calles. Había fuegos artificiales. Había bailarines, y tragafuegos, y plumas, y lentejuelas. Las brujas, cuyo concepto de la diversión era un baile regional en la plaza del pueblo, observaban boquiabiertas desde entre la multitud que bordeaba las calles para ver el paso de los desfiles.

—¡Hay esqueletos bailando! —exclamó Tata al ver pasar una fila de figuras huesudas por la calle.

—Qué va —la corrigió Magrat—. Sólo son hombres con leotardos negros y huesos pintados.

Alguien dio un codazo a Yaya Ceravieja. Ésta alzó la vista hacia el rostro amplio y sonriente de un hombre negro. El hombre le pasó una vasija de barro.

—Aquí tienes, guapa.

Yaya la cogió, titubeó un instante, y luego bebió un sorbo. Dio un codazo a Magrat y le pasó el recipiente.

—¡¡Grghtft!! ¡Daslaella! —dijo.

—¿Qué? —tuvo que gritar Magrat, para hacerse oír por encima del ruido de la orquesta que pasaba en aquel momento.

—¡Ese hombre dice que la pasemos! —respondió Yaya.

Magrat examinó el cuello de la botella. Trató de limpiarla disimuladamente con el vestido, pese al hecho más que evidente de que cualquier germen se habría achicharrado con la sola proximidad del líquido. Se aventuró a beber un sorbito, y luego dio un codazo a Tata Ogg.

—¡Kgislingoo! —dijo mientras se frotaba los ojos.

Tata empinó la botella. Tras un rato, Magrat volvió a darle otro codazo.

—Creo que se supone que debíamos pasarla —sugirió.

Tata se secó la boca y pasó la botella, que ahora pesaba bastante menos, a la esbelta figura que había a su izquierda.

—Aquí tiene, amigo —dijo.

GRACIAS.

—Lleva un disfraz muy bonito. Los huesos están muy bien pintados.

Tata se volvió para mirar el desfile de tragafuegos malabaristas. Instantes más tarde, en el fondo de su mente se hizo una conexión. Alzó la vista. El desconocido se había marchado.

Se encogió de hombros.

—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber.

Yaya Ceravieja estaba mirando fijamente a un grupo de bailarines. Muchos de los bailes del desfile tenían algo en común: expresaban con toda claridad cosas que las abejas y las flores sólo sugerían. Y, además, con lentejuelas.

—Nunca te volverás a sentir a salvo en el excusado, ¿eh? —dijo alegremente Tata Ogg.

A sus pies, Greebo observaba atentamente a unas bailarinas que iban vestidas sólo con plumas, y se preguntaba qué debía hacer con ellas.

—No, la verdad es que estaba pensando en otra cosa. Pensaba en…, en cómo funcionan los cuentos. Ahora… Me parece que debería comer algo —dijo Yaya débilmente—. Comida de verdad —se apresuró a añadir—, no algo pescado en el fondo de un pantano. Y no quiero nada de gastronomía local de ésa, te lo advierto.

—Tendrías que ser más atrevida y probar más cosas, Yaya —le dijo Magrat.

—No tengo nada en contra de probar cosas, siempre que se haga con moderación —replicó Yaya—. Pero no cuando estoy comiendo.

—Aquí cerca hay un sitio donde preparan bocadillos de caimán —las informó Tata, alejándose del desfile—. Es increíble, ¿verdad? ¡Caimanes en un bocadillo!

—Eso me recuerda un chiste —dijo Yaya Ceravieja, distraída.

Algo le estaba arañando las puertas de la consciencia.

—Esto es un hombre que entra en una taberna —empezó Yaya, tratando de hacer caso omiso de la creciente incomodidad— y ve el cartel, el cartel que dice «Hacemos todo tipo de bocadillos», y pide: «Pónganme un bocadillo de caimán, ¡pero con pan!».

—No creo que los bocadillos de caimán sean muy ecológicos —dijo Magrat, dejando caer la observación en la gélida pausa subsiguiente.

—Es bueno reírse de vez en cuando —dijo Tata.

Lilith sonrió a la pobre Enta, que se erguía melancólica entre las mujeres serpiente.

—Y qué desastre, lo del vestido —dijo—. Increíble, porque la puerta de la habitación estaba cerrada. Tch, tch. ¿Cómo puede haber sucedido?

Enta se contempló los pies.

Lilith sonrió a las hermanas.

—Bueno —siguió—, habrá que hacer lo que se pueda con lo que tenemos a mano, ¿no? A ver… traedme dos ratas, y dos ratones. Sé perfectamente que os las arreglaréis para encontrar ratas y ratones. Y traedme también esa calabaza tan grande.

Se echó a reír. No era la risa estridente, enloquecida, del hada mala que acaba de ser derrotada, sino la carcajada agradable de quien acaba de comprender un buen chiste.

Examinó la varita con gesto reflexivo.

—Pero antes —dijo, pasando a mirar el rostro pálido de Enta— será mejor que me traigáis a esos chicos tan malos, que se han dejado emborrachar hasta ese punto. No han mostrado mucho respeto. Y si no tienes respeto, no tienes nada.

El tintineo de la varita era lo único que se oía en la cocina.

Tata Ogg hurgó en el vaso alto que tenía ante ella.

—Que me aspen si sé por qué le ponen una sombrillita dentro —dijo al tiempo que chupaba la guinda del cóctel—. No sé, no querrán que no se moje, digo yo.

Sonrió a Magrat y a Yaya, que contemplaban con gesto lúgubre la fiesta que se desarrollaba a su alrededor.

—Animaos —dijo—. ¡En mi vida había visto unas caras tan largas! —Estás bebiendo ron a palo seco —señaló Magrat.

—Y que lo digas. —Tata bebió un sorbito—. ¡Chin chin!

—Ha sido demasiado fácil —murmuró Yaya Ceravieja.

—Ha sido fácil porque lo hemos hecho nosotras —replicó Tata—. Cuando hay que hacer algo, somos las personas adecuadas, ¿eh, chicas? A ver, decidme quién si no habría podido entrar en el juego y chafarle el plan justo a tiempo, ¿eh? Sobre todo lo del carruaje.

—No es un buen cuento —insistió Yaya.

—Bah, a la porra con los cuentos —bufó Tata—. Eso siempre se puede cambiar.

—Sólo en el momento adecuado —siguió Yaya—. Además, quizá puedan conseguir un nuevo vestido, y caballos, y un cochero, y todo eso.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntó Tata—. Hoy es fiesta. Y además, no hay tiempo. El baile empezará de un momento a otro.

Yaya tamborileaba con los dedos contra la mesita de café.

Tata suspiró.

—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo.

—Las cosas no son así —murmuró Yaya.

—Oye, Esme, la única magia que funciona esta noche es la magia de varita. Y la varita la tiene Magrat. —Tata hizo una señal a Magrat—. ¿A que sí?

—Mmm… —empezó la joven.

—No la habrás perdido, ¿verdad?

—No, pero…

—Pues mira, ahí lo tienes.

—Sólo que… eh…, Enta dijo que tenía dos hadas madrinas…

Yaya Ceravieja pegó un puñetazo a la mesa. La bebida de Tata salió disparada.

—¡Eso es! —rugió Yaya.

—Estaba casi lleno. Era un vaso casi lleno —le reprochó Tata.

—¡Vamos!

—Quedaba casi todo un vaso de…

—¡Gytha!

—Ya voy, ¿acaso he dicho que no fuera? Me limitaba a señalar que…

—¡Vamos! —¿Te esperas un momento a que pida otro …?

—¡Gytha!

Las brujas estaban ya a medio camino calle arriba cuando un carruaje pasó traqueteando. —¡Es imposible! —exclamó Magrat—. ¡Nos libramos de él! —Debimos hacerlo pedacitos —dijo Tata—. Con una calabaza aún se puede…

Magrat.

—Se nos han adelantado —dijo Yaya, deteniéndose en seco.

—¿Os podéis meter en las mentes de los caballos? —preguntó.

Las brujas se concentraron.

—No son caballos —casi gritó Tata—. Más bien parecen…

—Ratas transformadas en caballos —terminó Yaya, a quien se le daba aún mejor ponerse en la cabeza de la gente que ponerse en sus pellejos—. Me recuerdan a aquel pobre lobo. Son mentes que parecen fuegos artificiales.

Entrecerró los ojos, notando todavía el sabor de aquellos pensamientos.

—Me apuesto lo que sea —dijo Tata pensativa, mientras el cochero doblaba una esquina— a que puedo hacer que se le caigan las ruedas.

—¡Ésa no es la solución! —exclamó Magrat—. ¡Además, Enta va en el carruaje!

—Tiene que haber otro sistema —insistió Tata—. Sé de alguien que podría meterse en sus mentes en un momento.

—¿Quién? —quiso saber Magrat.

—Bueno, aún nos quedan las escobas —dijo Tata—. Será fácil adelantar al carruaje, ¿no?

Las brujas aterrizaron en un callejón, con varios minutos de ventaja sobre el carruaje.

—Yo no apruebo esto —bufó Yaya—. Es el tipo de cosa que haría Lily. No podéis pedirme que lo haga. ¡Pensad en aquel lobo!

Tata levantó a Greebo de su lecho entre las cerdas.

—Pero Greebo es casi humano —dijo.

—¡Ja!

—Y sólo será temporal, aunque participemos las tres —insistió Tata—. Además, será interesante ver si funciona.

—Sí, pero no está bien —replicó Yaya.

—En este país, parece que sí —replicó Tata.

—Además —corroboró Magrat—, si lo hacemos nosotras, no puede estar mal. Nosotras somos las buenas.

—Ah, vaya, es cierto —se mofó Yaya—. Mira qué tonta, se me había olvidado.

Tata retrocedió un paso. Greebo, consciente de que esperaban, algo de él, se incorporó.

—Tendrás que admitir que no se nos ocurre nada mejor, Yaya —señaló Magrat.

Yaya titubeó. Pero, pese a lo repulsivo que le resultara, ardía también la llamita traicionera de lo fascinante. Además, Greebo y ella se habían detestado cordialmente desde hacía años. Casi humano, ¿eh? Bien, pues que lo probara, a ver si le gustaba… Se sintió un poco avergonzada ante la idea. Pero no mucho.

—Bien, de acuerdo.

Se concentraron.

Como bien sabía Lily, cambiar la forma de un objeto es una de las magias más difíciles que existen. Pero es mucho más sencillo si el objeto está vivo. Al fin y al cabo, una cosa viva ya sabe qué forma tiene. Lo único que hace falta es hacer que cambie de opinión.

Greebo bostezó y se estiró. Para su propia sorpresa, se siguió estirando.

Por todos los senderos de su cerebro felino, corrió una oleada de credulidad. De repente, creyó que era humano. No era sencillamente, que le pareciera que era humano. Lo creía implícitamente. La fuerza demoledora de esta fe inundó su campo mórfico, superando todas las objeciones, reescribiendo los diagramas de su ser.

Surgieron en él nuevas instrucciones.

Si era humano, maldita la falta que le hacía todo aquel pelo. Además, tenía que ser más grande…

Las brujas observaron, fascinadas.

—No creía que pudiéramos hacerlo —dijo Tata.

… las orejas eran innecesarias, llevaba los bigotes demasiado largos…

… necesitaba más músculos, los huesos debían tener formas diferentes, las patas tenían que ser más largas…

Y, pronto, todo terminó.

Greebo se irguió en toda su estatura, algo inseguro.

Tata se lo quedó mirando boquiabierta.

Luego, bajó la vista.

—Cielos —dijo.

—Creo —se apresuró a intervenir Yaya Ceravieja— que será mejor que lo imaginemos con un poco de ropa, y ahora mismo.

Eso era bastante sencillo. Cuando Greebo estuvo satisfactoriamente vestido, Yaya asintió y dio un paso hacia atrás.

—Ya puedes abrir los ojos, Magrat —dijo.

—No los tenía cerrados.

—Pues deberías.

Greebo se giró lentamente, con una sonrisa esbozada, perezosa, en su rostro surcado de cicatrices. Como humano, tenía la nariz rota, y un parche le tapaba el ojo inútil. Pero el otro brillaba como los pecados de los ángeles, y su sonrisa era la caída de los santos. Al menos, la de las santas.

Quizá fueran sus feromonas, o la manera en que sus músculos se enroscaban bajo la piel negra como el cuero. Greebo proyectaba un aura de diabólica sexualidad que sólo se podía medir en megawatios. Tan sólo con mirarlo, ya se oían aleteos oscuros en la noche escarlata.

—Eh… Greebo… —empezó Tata.

Él abrió la boca. Los incisivos centellearon.

—Grrrlll —dijo.

—¿Me entiendes?

—Ssssí, Tataaa.

Tata Ogg se apoyó contra la pared para impedir que le temblaran las piernas.

Se oyó el ruido de los cascos de los caballos. El carruaje acababa de entrar en aquella calle.

—¡Venga, detén ese coche!

Greebo sonrió de nuevo, y se salió del callejón disparado como una flecha.

Tata se abanicó con el sombrero.

—Uuuufff… —dijo—. Y yo que me pasaba horas rascándole la barriguita…, ahora sí que no me extraña lo que gritan las gatas por las noches.

—¡Gytha!

—Venga, Esme, que tú también te has puesto colorada.

—Lo que pasa es que me he quedado sin aliento —replicó Yaya. —Pues es raro, porque no hemos estado corriendo.

El carruaje traqueteó calle abajo.

El cochero y los lacayos no estaban nada seguros de quiénes eran. Sus mentes oscilaban sin parar. En un momento dado eran hombres que pensaban en queso y en cortezas de panceta. Al siguiente, eran ratones que se preguntaban qué hacían con unos pantalones.

En cuanto a los caballos…, bueno, los caballos siempre han estado un poco locos, y ser ratas no les era de mucha ayuda.

Así que ninguno de ellos estaba en las mejores condiciones de estabilidad mental cuando Greebo salió de entre las sombras y les sonrió.

—Grrrlll —dijo.

Los caballos trataron de detenerse, cosa que resulta prácticamente imposible cuando se lleva un carruaje detrás. Los cocheros se quedaron paralizados de terror.

—¿Grrrlll?

El carruaje derrapó y se estrelló de costado contra una pared, haciendo caer a los cocheros. Greebo cogió a uno de ellos por el cuello de la camisa, y lo sacudió de un lado a otro mientras los caballos, enloquecidos, trataban de liberarse del varal.

—¿Te essscapabass, juguetito peludo? —sugirió.

Tras los ojos aterrados, hombre y ratón luchaban por la supremacía. Pero no hacía falta que se molestaran. Cualquiera de los dos habría perdido. La consciencia que palpitaba entre las dos entidades veía, o bien a un gato sonriente, o a un matón tuerto de metro ochenta.

El cocherorratón se desmayó. Greebo le dio unos cuantos golpecitos, por si acaso se movía…

—Despierta, ratoncito…

… y luego perdió todo el interés.

La puerta del carruaje se sacudió, y por fin se abrió.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Enta.

—¡Grrrlll!

La bota de Tata Ogg acertó a Greebo en el cogote.

—Ah, no, muchachito, ni hablar —dijo.

—Quieroooo —refunfuñó Greebo.

—Eso es lo malo, que siempre quieres —le regañó Tata. Se volvió hacia Enta con una sonrisa—. Venga, queridita, sal de ahí.

Greebo se encogió de hombros, y luego se alejó, llevándose al aturdido cochero a rastras.

—¿Qué pasa aquí? —se quejó Enta—. Oh, Magrat. ¿Ha sido cosa tuya?

Magrat se permitió un momento de orgullo.

—Te dije que no tendrías que ir al baile, ¿verdad?

Enta contempló el carruaje destrozado. Volvió a mirar a las brujas.

—No irían ahí también las mujeres serpiente, ¿verdad? —preguntó Yaya.

Magrat esgrimió la varita.

—No, se fueron antes —respondió Enta. Su rostro se nubló al recordar algo—. Lilith transformó a los auténticos cocheros en escarabajos —susurró—. O sea… ¡bueno, no eran tan malos! Pidió a las hermanas que le llevaran unos ratones, y los transformó en seres humanos, y luego dijo, tiene que haber equilibrio, y las hermanas trajeron a los cocheros, y ella los transformó en escarabajos, y luego… los pisoteó…

Se detuvo, horrorizada.

Un ramillete de fuegos artificiales ardió en el cielo, pero abajo, en la calle, una burbuja de silencio espantado pendía en el aire.

—Las brujas no matan a la gente —dijo Magrat.

—Esto es el extranjero —replicó Tata, apartando la vista.

—Creo que tendrías que alejarte de aquí, jovencita —dijo Yaya Ceravieja.

—… Crujieron…

—Tenemos las escobas —intervino Magrat—. Podríamos marcharnos todas.

—Enviaría algo a por nosotras —replicó Enta, sombría—. La conozco. Enviaría algo de un espejo.

—Pues lo combatiríamos.

—No —zanjó Yaya—. Sea lo que sea, tiene que suceder aquí. Enviaremos a la jovencita a algún lugar seguro, y entonces… ya veremos.

—Pero, si me voy a cualquier sitio, ella lo sabrá —gimió la chica—. ¡Espera verme esta noche en el baile! ¡Me estará mirando!

—A mí me parece bien, Esme —dijo Tata Ogg—. Es mejor que te enfrentes a ella donde tú elijas. A mí no me gustaría que viniera a buscarnos una noche como ésta. Prefiero verla, venir.

Sobre ellas, en la oscuridad, se escuchó un aleteo. Una pequeña forma negra planeó y aterrizó sobre los guijarros. Incluso en la noche, sus ojos centelleaban. Miró a las brujas con gesto expectante y con mucha más inteligencia de la que cabría esperar en un ave.

—¡Es el gallo de la señora Gogol! —exclamó Tata Ogg—. ¿Verdad?

—Aún no sé muy bien qué es —dijo Tata—. Me gustaría saber de qué lado está esa mujer.

—¿Quieres decir si es buena o mala? —preguntó Magrat.

—Es una excelente cocinera —señaló Tata—. No creo que nadie que cocine como ella pueda ser tan malo.

—¿Es la mujer que vive en los pantanos? —quiso saber Enta—. He oído montones de cosas sobre ella.

—Muestra demasiada disposición a transformar a la gente en zombis —replicó Yaya—. Y eso no está bien.

—Bueno, nosotras acabamos de transformar a un gato en persona. En persona humana, quiero decir —se corrigió Tata, la inveterada amante de los gatos—. Y eso tampoco se puede decir que sea muy correcto. Probablemente se pueda decir que no es nada correcto.

—Sí, pero lo hemos hecho por un buen motivo —dijo Yaya.

—No sabemos cuáles son los motivos de la señora Gogol…

En aquel momento, se oyó un gruñido procedente del callejón. Tata echó a correr hacia allí, y escucharon su voz imperiosa.

—¡No! ¡Suéltalo ahora mismo!

—¡Mío! ¡Mío!

Legba se adentró un tramo en la calle, y luego se volvió hacia ellas para mirarlas con gesto expectante.

Yaya se rascó la barbilla. Se alejó un poco de Magrat y de Enta, y las midió con la mirada. Luego, se dio media vuelta.

—Mmm —dijo—. Así que Lily espera verte, ¿eh?

—Me puede buscar con los reflejos —asintió Enta, nerviosa.

—Mmm —repitió Yaya. Se metió el dedo en la oreja y lo retorció un instante—. Bueno, Magrat, pues tú eres el hada madrina. ¿Qué es lo más importante que debemos hacer?

Magrat no había jugado a las cartas en su vida.

—Mantener a salvo a Enta —se apresuró a responder, admirada de que Yaya admitiera de repente que ella era, al fin y al cabo, la portadora de la varita—. En eso consiste ser su hada madrina.

—¿Sí?

Yaya Ceravieja frunció el ceño.

—¿Sabes? —siguió—. Las dos tenéis más o menos la misma talla…

La expresión de asombro de Magrat duró casi un segundo, antes de que la sustituyera una máscara de espanto.

Retrocedió un paso.

—Alguien tiene que hacerlo —insistió Yaya.

—¡Oh, no! ¡No! ¡Eso no funcionará! ¡Es descabellado! ¡No!

—Magrat Ajostiernos —dijo Yaya Ceravieja con tono triunfal—, ¡irás al baile!

El carruaje tomó la curva sobre dos ruedas. Greebo iba en el pescante, con una sonrisa enloquecida, haciendo chasquear el látigo. Esto era incluso mejor que aquella bolita de pelo con un cascabel…

Dentro del coche, Magrat iba encasquetada entre las dos ancianas brujas. Se tapaba la cara con las manos.

—¡Pero Enta puede perderse en el pantano!

—Imposible, la guía ese gallo. Estará más segura en el pantano de la señora Gogol que en el baile, te lo garantizo —respondió Tata.

—¡Muchas gracias!

—No hay de qué —dijo Yaya.

—¡Todo el mundo se dará cuenta de que no soy ella!

—No, porque llevarás puesta la máscara —insistió Yaya.

—¡Pero es que tenemos el pelo de color diferente!

—Te lo puedo teñir en un instante, no hay problema —la tranquilizó Tata.

—¡Pero es que tenemos cuerpos diferentes!

—Te lo puedo… —Yaya titubeó—. ¿No puedes…, no sé, hincharte un poco?

—¡No!

—¿Tienes un pañuelo se sobra, Gytha?

—No, Esme, pero puedo arrancarme un trozo de combinación.

—¡Aay!

—¡Aquí tienes!

—¡Y estos zapatitos de cristal no son de mi número!

—Pues a mí me quedan bien —se ufanó Tata—. Me los he probado.

—Sí, ¡pero yo tengo los pies más pequeños!

—No pasa nada —replicó Yaya—. Ponte un par de calcetines de los míos, ya verás qué bien vas.

Ya sin excusas, Magrat se refugió en la desesperación más absoluta.

—¡Pero es que no sé comportarme en un baile!

Yaya Ceravieja hubo de reconocer que ella tampoco sabría. Arqueó las cejas y miró a Tata.

—Tú ibas mucho a bailar cuando eras joven —dijo.

—Bueno —empezó Tata Ogg, dama de alta sociedad—, lo que tienes que hacer es dar golpecitos a los jóvenes con el abanico…, ¿llevas un abanico?… y decir cosas como «estimado caballero». También es muy útil reírse en plan tontito. Y un buen aleteo de pestañas. Y poner morritos.

—¿Cómo se ponen los morritos?

Tata Ogg hizo una demostración.

—¡Puaj!

—No te preocupes —dijo Yaya—. Nosotras también estaremos allí.

—¿Y se supone que eso ha de hacerme sentir mejor?

Tata estiró el brazo por detrás de Magrat y agarró a Yaya por el hombro. Sus labios formaron las palabras: es inútil. Está hecha pedazos. No tiene confianza.

Yaya asintió.

—Quizá sería mejor que me encargara yo —dijo Tata en voz alta—. Tengo experiencia con esto de los bailes. Seguro que si llevara el pelo largo, y me pusiera la máscara y esos zapatos brillantes, y le metiéramos treinta centímetros de dobladillo al vestido, nadie notaría la diferencia. ¿Qué te parece?

Magrat estaba tan alucinada con sólo imaginarse a Tata de aquella guisa, que obedeció sin pensar cuando Yaya Ceravieja dijo: Mírame, Magrat Ajostiernos.

El carruaje calabaza entró por el camino del palacio a toda velocidad, haciendo que caballos y viandantes se apartaran de un salto y frenó bruscamente junto a las escaleras entre una lluvia de gravilla

—Ha sido divertido —dijo Greebo.

Luego, perdió todo el interés.

Un par de lacayos corrieron a abrir la puerta, y casi cayeron de espaldas ante la fuerza bruta de la arrogancia que emanaba del interior.

—¡Más deprisa, plebeyos!

Magrat bajó del carruaje, empujando al mayordomo que pretendía ayudarla. Se recogió la falda y subió corriendo por la alfombra roja. En la cima de las escaleras, un muchacho cometió la estupidez de pedirle la entrada.

—¡Lacayo impertinente!

El criado, reconociendo al instante los malos modales de los que han recibido una esmerada educación, retrocedió a toda velocidad.

—¿No crees que te has pasado un poquitín? —Preguntó Tata Ogg abajo, en el coche.

—Era necesario —asintió Yaya—. Conozco muy bien a Magrat.

—¿Y cómo vamos a entrar nosotras? No tenemos invitaciones. Y además, tampoco vamos vestidas para las circunstancias.

—Coge las escobas del pescante —replicó Yaya—. Iremos directas a la cima.

Tomaron tierra entre los almenajes de una torre desde donde se divisaban los alrededores del palacio. Los acordes de música les llegaban desde abajo, y de cuando en cuando los fuegos artificiales iluminaban el cielo sobre el río.

Yaya abrió la puerta que mejor le pareció, y descendieron por la escalera de caracol hasta llegar a un rellano.

—Qué alfombra tan cursi hay en el suelo —dijo Tata—. ¿Por qué ponen también alfombras en las paredes?

—Se llaman tapices —le aclaró Yaya.

—Caray —asintió Tata—, nunca te acostarás sin saber una cosa más. Bueno, al menos yo.

Yaya se detuvo con la mano sobre el pestillo de la siguiente puerta.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no sabía que tuvieras una hermana.

—Es que nunca hablamos de ella.

—Es una pena que las familias se rompan de esa manera —suspiró

—¡Ja! Tú decías que tu hermana Beryl era una ingrata avariciosa con tanto cerebro como una ostra.

—Sí, pero es mi hermana.

Yaya abrió la puerta.

—Vaya, vaya —dijo.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? No te quedes ahí en medio.

Tata trató de mirar hacia la habitación.

—Vayaaa… —dijo.

Magrat se detuvo en la gran antesala de terciopelo rojo. En su cabeza, extraños pensamientos estallaban como fuegos artificiales. No se había vuelto a sentir así desde que bebió el vino de hierbas. Pero, entre todo aquello, como una prosaica patatita en medio de un ramo de psicodélicos crisantemos, había una tenue voz interior que le gritaba que ella ni siquiera sabía bailar. Sólo en corros.

Pero no podía ser tan difícil si la gente vulgar aprendía enseguida.

La diminuta Magrat interior, que luchaba por mantener el equilibrio en medio de aquella avalancha de seguridad, se preguntó si Yaya Ceravieja se sentiría siempre así.

Se subió ligeramente el borde del vestido, y se miró los zapatos.

No podían ser de cristal de verdad, si no en aquellos momentos ya estaría cojeando hacia cualquier clínica de primeros auxilios. Ni siquiera eran transparentes. El pie humano es un apéndice muy útil, pero no es, más que para algunas personas con intereses muy concretos, particularmente atractivo.

Los zapatos eran espejos. Docenas de facetas reflejaban la luz.

Dos espejos en los pies. Magrat recordó vagamente algo sobre…, sobre que una bruja nunca debía ponerse entre dos espejos, ¿era eso? ¿O que no había que confiar en los hombres con cejas rojas? Algo que le habían enseñado en otros tiempos, cuando era una persona vulgar. Algo como que…, como que una bruja no debía ponerse entre dos espejos, porque… porque…, porque la persona que saliera podía no ser la misma que había entrado. O algo por el estilo. Como que…, como que te distribuyes entre las imágenes, te roban cachitos del alma, y en las imágenes más lejanas puede cobrar forma una parte oscura de ti, que luego te persigue si no andas con mucho cuidado. O algo por el estilo.

Desechó la idea. No tenía importancia.

Dio un paso al frente, hacia donde un grupito de invitados aguardaba para hacer su entrada.

—¡Lord Henry Gota y Lady Gota!

La sala de baile no era en absoluto una sala de baile, sino más bien un patio abierto al tibio aire de la noche. Unas escaleras descendían hacia él. Al otro extremo, una escalinata mucho más amplia, bordeada por antorchas parpadeantes, llevaba al palacio en sí. En otra pared, enorme, a la vista de todos, había un reloj.

—¡El Honorable Douglas Incesante!

Eran las ocho menos cuarto. Magrat recordaba vagamente algo sobre una anciana gritando no sé qué sobre la hora, pero… aquello tampoco tenía importancia.

—¡Lady Volentia D'Acuerdo!

Llegó su turno en la cima de las escaleras. El mayordomo que anunciaba a los recién llegados la miró de arriba abajo, y luego, con el tono de quien ha recibido instrucciones detalladas durante toda la tarde sobre este momento en concreto, gritó:

—Eh… ¡Una bella y misteriosa desconocida!

En el patio, el silencio se esparció como un bote de pintura derramada. Quinientas cabezas se volvieron para mirar a Magrat.

Un día antes, la sola idea de tener a quinientas personas mirándola habría hecho que Magrat se fundiera como la mantequilla en un horno. En cambio, ahora, devolvió la mirada, sonrió y alzó la barbilla con altivez.

Su abanico se abrió como un pistoletazo.

La bella y misteriosa desconocida, Hija de Simplicia Ajostiernos, nieta de Araminta Ajostiernos, rebosante de autoconfianza…

… dio un paso al frente.

Un momento después, otro invitado pasó junto al mayordomo.

El mayordomo titubeó. Aquella figura tenía un algo preocupante. No conseguía distinguirla bien. Ni siquiera estaba del todo seguro de estarla viendo.

Luego, su sentido común, que se había ido a esconder debajo de la cama durante un rato, volvió a entrar en acción. Al fin y al cabo, era la Samedi Nuit Mort. La gente siempre se disfrazaba de cosas raras. Era posible ver a personas así.

—Disculpe, señor —dijo—. ¿A quién anuncio?

ESTOY AQUí DE INCóGNITO.

El mayordomo estaba seguro de que nadie había dicho nada, pero también de que había oído las palabras.

—Eh…, bueno… —titubeó—. Bueno, pues… pase. —Se animó un poco—. Es una máscara estupenda, señor.

Vio cómo la oscura figura descendía por los escalones, y se apoyó contra una columna.

Bueno, pues ya había terminado. Se sacó un pañuelo del bolsillo, se quitó la peluca empolvada y se secó la frente. Se sentía como si acabara de escapar por los pelos. Y, peor aún, no sabía de qué.

Miró a su alrededor con cautela. Luego, se dirigió a la antesala para ocupar su lugar tras los cortinajes de terciopelo, donde podría disfrutar de un cigarrito tranquilo.

Casi se lo tragó cuando otra figura recorrió en silencio la alfombra roja. Vestía como un pirata que acabara de abordar un barco con un cargamento de cuero negro para el cliente selectivo. Llevaba un ojo cubierto por un parche. El otro brillaba como una esmeralda malévola. Y nadie tan corpulento tenía derecho a caminar de manera tan silenciosa.

El mayordomo se colocó la colilla detrás de la oreja.

—Disculpe, señor —dijo, echando a correr tras el hombre y agarrándolo firme pero respetuosamente por el brazo—, tiene que dejarme su invi…, su invi…

El hombre transfirió la mirada a la mano que le sujetaba el brazo. El mayordomo lo soltó a toda velocidad.

—¿Grrrllll?

—Su… entrada…

El hombre abrió la boca y siseó.

—Por supuesto —dijo el mayordomo, al tiempo que retrocedía con la eficiente velocidad de aquellos a los que no se les paga lo suficiente como para hacer frente a locos de dientes como agujas vestidos de cuero negro—. Debe de ser usted un amigo del Duc, ¿verdad?

—Grrrlll.

—Por supuesto…, por supuesto… pero el señor ha olvidado… la máscara… Tenga, señor…

—¿GrrrIll?

El mayordomo señaló con mano temblorosa una mesita lateral, donde se amontonaban máscaras variadas.

—El Duc ha pedido que todo el mundo vaya enmascarado —susurró—. Eh…, espero que el señor encuentre algo de su gusto…

Siempre hay gente así, pensó. En la invitación pone «Masque» en grandes letras góticas, y doradas, encima, pero siempre hay unos cuantos imbéciles que se creen que ése es el nombre del remitente. En este caso concreto, el individuo debía de haber estado saqueando ciudades en la época en que los demás aprendían a leer.

El hombre alto examinó las máscaras. Los invitados más madrugadores se habían llevado todas las buenas, pero eso no pareció importarle

Señaló.

—Quiero ésa.

—Eh … una… una excelente elección, señor. Si me permite que le ayude a …

—¡Grrrlll!

El mayordomo retrocedió, agarrándose el brazo.

El hombre lo miró. Luego, se colocó la máscara sobre la cabeza, y se miró al espejo a través del agujero del ojo bueno.

Qué extraño, pensó el mayordomo. No es del tipo de máscaras que eligen los hombres. Les gustan más los cráneos, los pájaros, los toros y esas cosas. Pero no los gatos.

Lo más extraño era que la máscara había sido un adorable gatito color naranja mientras estaba sobre la mesa. Cuando se la puso aquel hombre pasó a ser… una cabeza de gato, sí, todavía lo era, sólo que mucho más… mucho más felina, y mucho más salvaje.

—Ssssiempgeee dessseé ssserg anaranjado —dijo el hombre.

—A usted le queda muy bien, señor —tartamudeó el mayordomo.

El hombre con cabeza de gato movió la cara a un lado y a otro, evidentemente encantado con lo que veía.

Greebo ronroneó suavemente, satisfecho consigo mismo, y deambuló hacia la sala de baile. Quería algo que comer, alguien con quien pelear, y después… bueno, después ya vería.

Para los lobos, los cerdos y los osos, creer que son humanos es una tragedia. Para un gato, es toda una experiencia.

Además, esta nueva forma era mucho más divertida. Hacía más de diez minutos que nadie le tiraba una bota vieja.

Las dos brujas escudriñaron la habitación.

—Qué extraño —dijo Tata Ogg—. No es exactamente lo que una espera encontrar en un dormitorio real.

—¿Esto es un dormitorio real?

—Hay una coronita dibujada en la puerta.

—Oh.

Yaya examinó la decoración.

—¿Qué sabes tú de dormitorios reales? —preguntó, más que nada por decir algo—. Nunca has estado en un dormitorio real.

—Puede que sí —replicó Tata.

—¡Seguro que no!

—¿Te acuerdas de la coronación del joven Verence? ¿Cuando nos invitaron a todas al palacio? —dijo Tata—. Bueno, pues cuando tuve que ir al… a empolvarme la nariz, vi una puerta abierta, y me metí por ahí, y estuve un rato cotilleando.

—Eso es traición. Te podrían meter en la cárcel —dijo Yaya con severidad—. ¿Cómo era aquello? —añadió.

—Muy acogedor. La tonta de Magrat no sabe lo que se está perdiendo. Y era mucho mejor que esto, desde luego —replicó Tata.

El color imperante era el verde. Paredes verdes, suelo verde. Había un armario y una mesita de servicio. Hasta una alfombra junto a la cama, también verde. La luz se filtraba a través de una ventana de cristal verdoso.

—Es como estar en el fondo de un estanque —señaló Tata. Se sacudió un insecto. ¡Y hay moscas por todas partes! —Hizo una pausa, como si estuviera muy concentrada—. Mmm…

—Sí, es como un estanque —asintió Tata.

Había moscas por todas partes. Zumbaban, se estrellaban contra la ventana, zigzagueaban sin rumbo bajo el techo.

—Como un estanque —insistió Tata, a quien, a falta de nada mejor, no le importaba oír muchas veces el sonido de su propia voz.

—Ya te he oído —replicó Yaya.

Dio un manotazo a un moscardón azul.

—Además, en un dormitorio real no tendría que haber moscas —refunfuñó Tata.

—Y cabría pensar que encontraríamos una cama por algún lado —asintió Yaya.

Pero no había ninguna cama. Lo que sí había, y empezaba a picarles la curiosidad, era una enorme tapadera de madera en el suelo Medía cosa de metro ochenta de diámetro. Tenía unas asas muy útiles.

La rodearon. Las moscas zumbaban por todas partes.

—Estoy recordando un cuento —dijo Yaya, muy despacio.

—Yo también —corroboró Tata, con una voz un poco más aguda que de costumbre—. Va sobre una chica que se casa con un tipo, y él le dice que puede ir a donde le dé la gana dentro del palacio, pero que no debe abrir tal puerta, pero ella va y la abre y se encuentra con que el tipo ha asesinado a todas sus anteriores…

Se quedó sin voz.

Yaya contemplaba fijamente la tapadera del suelo, y se rascaba la barbilla.

—Míralo de esta manera —empezó Tata, tratando de ser razonable pese a todas las posibilidades en contra—. ¿Qué podemos encontrar ahí abajo que sea peor que lo que nos estamos imaginando?

Agarraron un asa cada una.

Cinco minutos más tarde, Yaya Ceravieja y Tata Ogg salieron del dormitorio del Duc. Yaya cerró la puerta, lo más silenciosamente posible.

Se miraron.

—Canastos —dijo Tata, con la cara aún pálida.

—Sí —asintió Yaya—. ¡Cuentos!

—Había oído hablar de… ya sabes, de gente como él. Pero nunca me lo había creído. Puaj. Me gustaría saber qué aspecto tiene.

—Seguro que, a simple vista, no se le nota —replicó Yaya.

—Bueno, al menos ahora se entiende lo de las moscas —dijo Tata Ogg.

De pronto, se llevó la mano a la boca, horrorizada.

—¡Y nuestra Magrat está ahí abajo, con él! —exclamó—. ¡Y ya sabes lo que va a suceder! Se conocerán, y se…

—Hay cientos de personas con ellos —la tranquilizó Yaya—. No es lo que se dice un encuentro íntimo.

—Sí, pero…, no sé, sólo con pensar en él, sólo con pensar en que la toca…, mira, es como coger un…

—¿Crees que Enta sirve como princesa? —preguntó Yaya.

—¿Qué? Ah, sí. Probablemente. Esto es el extranjero. ¿Por qué?

—Entonces, eso quiere decir que aquí hay más de un cuento en marcha ahora mismo. Lily está dejando que se desarrollen varios a la vez —respondió Yaya—. Piénsalo bien. Lo que importa no es que se toquen. Lo definitivo es que se besen.

—¡Tenemos que ir ahí abajo! —exclamó Tata—. ¡Tenemos que impedirlo! Oye, tú ya me conoces, no soy ninguna mojigata, pero… puaj…

—¡Eh! ¡Anciana!

Se volvieron. Una mujer regordeta, que llevaba un vestido rojo y una imponente peluca blanca, las miraba con arrogancia desde detrás de una máscara de zorro.

—¿Sí? —replicó Yaya.

—Sí, mi señora —la corrigió la mujer gorda—. ¿Es que no tiene educación? Le ordeno que me guíe inmediatamente a los aseos! ¿Qué demonios se cree que hace?

Esta última frase iba dirigida a Tata Ogg, que caminaba en torno a ella y examinaba su vestido con ojo crítico.

—¿Qué talla usa, la 20 o la 22? —prtguntó Tata.

—¿Eh? ¿Qué significa esta impertinencia?

Tata Ogg se rascó la barbilla con gesto pensativo.

—No sé, no sé —dijo—. Nunca me ha sentado muy bien el color rojo en los vestidos. No tendrá nada azul, ¿verdad?

La mujer, colérica, se volvió para golpear a Tata con el abanico, pero una mano huesuda le dio unos golpecitos en el hombro.

Alzó la vista hacia el rostro de Yaya.

Mientras perdía el conocimiento en medio de una neblina onírica, oyó una voz, muy lejos, que decía: «Bueno, no me queda mal. Pero a mí que no me diga que usa una talla 20. Y si yo tuviera una casa como la suya, no se me ocurriría vestirme de rojo … ».

Lady Volentia D'Acuerdo se relajó en el santuario de los aseos de señoras. Se quitó la máscara, y pescó un lunar postizo de las profundidades de su escote. Luego se dedicó a intentar ajustarse el polisón, un ejercicio especialmente útil para provocar la forma de gimnasia femenina más ridícula en cualquier mundo, excepto en aquellos donde se han inventado los pantys.

Aparte de ser un parásito tan adaptado al medio ambiente como el cornezuelo del centeno, Lady Volentia D'Acuerdo era, en general una persona bondadosa. Siempre asistía a las fiestas para recoger fondos con fines caritativos, y estaba empeñada en conocer a casi todos sus criados por su nombre. Al menos, a los criados más limpios. Casi siempre era bondadosa con los animales, incluso con los niños, siempre que se hubieran lavado y no organizaran mucho jaleo. En resumidas cuentas, no se merecía lo que estaba a punto de sucederle, que era el destino que la Madre Naturaleza tenía reservado para cualquier mujer que se encontrara en aquella habitación esa noche, y que tuviera casualmente unas medidas semejantes a las de Yaya Ceravieja.

Se dio cuenta de que había alguien detrás de ella.

—Disculpe, señora.

Resultó que era una repulsiva mujercita menuda, de clase baja, que lucía una amplia sonrisa.

—¿Qué quiere, anciana? —preguntó Lady Volentia.

—Disculpe —repitió Tata Ogg—, pero es que mi amiga querría decirle una cosita.

Lady Volentia volvió la vista con altanería hacia…

… el vacío gélido, hipnótico, de unos ojos azules.

—¿Qué es esta cosa con forma de cu… con forma de trasero?

—Es un polisón, Esme.

—Es una auténtica molestia, eso es lo que es. Me da la sensación de que me sigue alguien.

—Bueno, pero el traje te queda bien.

—No me queda bien. El negro es el único color decente para una bruja. Y esta peluca da un calor de mil diablos. ¿Por qué demonios se ponen medio metro de pelo sobre la cabeza?

Yaya se ajustó la máscara. Era una cara de águila, con plumas blancas salpicadas de lentejuelas.

Tata se arregló un apuntalado innombrable por debajo de la crinolina, y se irguió.

—Canastos, qué pinta tenemos —dijo—. Esas plumas del pelo te quedan de maravilla.

—Nunca he sido vanidosa —replicó Yaya Ceravieja—. Tú lo sabes bien, Gytha. Nadie puede decir que yo sea vanidosa.

—No, Esme —asintió Tata Ogg.

Yaya dio un par de pasos.

—Bien, Lady Ogg, ¿está preparada? —preguntó.

—Sí. Adelante, Lady Ceravieja.

La pista de baile estaba abarrotada. Los ornamentos colgaban de todas las columnas, pero eran negros y plateados, los colores del festival de la Samedi Nuit Mort. Una orquesta tocaba desde la galería. Los bailarines se deslizaban por la pista. El bullicio era terrible.

Un camarero con una bandeja de bebidas se encontró de repente con que era un camarero sin una bandeja de bebidas. Miró a su alrededor, y luego bajó la vista hacia un pequeño zorro bajo una enorme peluca blanca.

—Venga, largo, mueve el culo, ve a traernos más —dijo amablemente Tata—. ¿La ves, Lady Ceravieja?

—Hay demasiada gente.

—Bueno, ¿y ves al Duc?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Todo el mundo va enmascarado!

—Oye, ¿eso de allí es comida?

Gran parte de la nobleza de Genua, la que tenía menos energía más apetito, se había arremolinado en torno a la larga mesa del buffet. Todos se apercibieron de que entraban en juego un par de eficaces codos a la altura del pecho, y de frases atentas del estilo de «… aparta, que mancho… a un lado…, cuidado, que voy … ».

Tata se abrió camino hasta la mesa, e incluso hizo espacio a codazos para Yaya Ceravieja.

—Canastos, qué fiesta, ¿eh? —dijo—. Oye, qué pollos tan pequeñitos tienen aquí, en el extranjero.

Cogió un plato.

—Son codornices.

—Me tomaré tres. ¡Eh, charlie chan, aquí!

Un lacayo la miró.

—¿Tenéis encurtidos?

—Mucho me temo que no, señora.

Tata Ogg examinó atentamente la mesa, donde había cisnes asados, un pavo real braseado que seguramente no se habría sentido mejor aunque supiera que las plumas de su cola iban a adornar el plato, y más frutas, langostas cocidas, frutos secos, pasteles, cremas y dulces que en el sueño de un ermitaño.

—Bueno, ¿algún condimento?

—No, señora.

—¿Ni siquiera ketchup?

—No, señora.

—¡Y dicen que esto es el paraíso de los grumetes! —refunfuñó Tata, mientras la orquesta atacaba la siguiente pieza.

Dio un codazo a una alta figura que se estaba sirviendo langosta.

—Qué lugar, ¿eh?

MUY AGRADABLE.

—Lleva una máscara preciosa.

GRACIAS.

Tata se volvió al sentir la mano de Yaya Ceravieja en el hombro.

—¡Ahí está Magrat!

—¿Dónde? ¿Dónde?

—Allí…, sentada bajo los potos.

—Ah, sí. En la cheslón —asintió Tata—. Así se dice sofá en extranjero, ¿sabes? —añadió.

—¿Qué hace?

—Creo que está siendo atractiva para los hombres.

—¿Quién? ¿Magrat?

—Sí. Se te da de maravilla el hipnotismo, chica.

Magrat agitó el abanico y alzó la vista hacia el Compte de Yoyo.

—Por supuesto, gentil caballero —decía—. Si se empeña, puede traerme usted otro plato de huevos de alondra.

—¡Voy como el rayo, mi querida señorita!

El anciano se precipitó hacia la mesa del buffet.

Magrat examinó a su legión de admiradores, y luego tendió una mano lánguida hacia el Capitán de Vere, de la Guardia del Palacio. El hombre se puso firme.

—Mi querido capitán —dijo ella—, tendrá usted el honor de que le conceda el próximo baile.

—Se comporta como una pícara —dijo Yaya con tono desaprobador.

Tata la miró.

—No es para tanto —dijo—. Además, un poco de picardía nunca ha matado a nadie. Por lo menos, ninguno de esos hombres tiene pinta de ser el Duc. Oiga, ¿qué hace?

La última parte de la frase iba dirigida a un hombrecillo menudo y calvo, que intentaba discretamente poner un pequeño caballete delante de ellas.

—Eh…, si las señoras me hacen el favor de estarse quietas un instante —pidió con timidez—. Ya saben, es para el grabado.

—¿Qué grabado? —quiso saber Yaya Ceravieja.

—Ya saben —repitió el hombre, al tiempo que sacaba una navajita—. A todo el mundo le gusta ver su grabado en los bandos después de un baile como éste. «Lady Nosequé compartiendo un chiste con Lord Nosecuántos», y todas esas cosas.

Yaya Ceravieja abrió la boca para replicar algo, pero Tata Ogg le puso la mano suavemente sobre el brazo. Se relajó un poco, y buscó algo más adecuado que responder.

—Me sé un chiste sobre bocadillos de caimanes —ofreció, al tiempo que se sacudía la mano de Tata—. Va un hombre que está en una taberna y dice: «¿Venden bocadillos de caimán?», y el otro hombre le dice que sí, y el primero dice: «¡Pues póngame mucho pan en el bocadillo!».

Los miró con gesto triunfal.

—¿Sí? —dijo el grabador, sin dejar de trabajar a toda velocidad—. ¿Y qué pasa luego?

Tata Ogg se apresuró a llevarse a Yaya, buscando cualquier cosa que la distrajera.

—Hay gente que no entiende los chistes —se quejó Yaya.

Mientras la orquesta daba comienzo a otra pieza, Tata Ogg rebuscó en el bolso y dio con el carnet de baile que había pertenecido a una mujer que ahora dormía tranquilamente en una habitación lejana,

—Le toca a… —entrecerró los ojos para leer la caligrafía diminuta—. A Sir Roger el Cubrecamas.

—¿Señora?

Yaya Ceravieja miró a su alrededor. Un militar regordete, con grandes bigotes, le estaba dedicando una reverencia. Tenía pinta de ser un hombre risueño.

—¿Sí?

—Me prometió usted el honor de este baile, señora.

—Seguro que no.

El hombre pareció desconcertado.

—Pero, Lady D'Acuerdo, le aseguro que… su carnet… soy el Coronel Moutarde…

Yaya lo miró con desconfianza, y luego leyó la tarjetita que llevaba prendida en el abanico.

—Oh.

—¿Sabes bailar? —le susurró Tata.

—Por supuesto.

—Pues nunca te he visto en un baile.

Yaya Ceravieja había estado a punto de darle al coronel la excusa más educada que se le ocurriera. Pero, ahora, echó los hombros hacia atrás con gesto desafiante.

—Una bruja puede hacer todo lo que se proponga, Gytha Ogg. Vamos, señor coronel.

Tata observó a la pareja que desaparecía entre la multitud.

—Hola, señora zorro —dijo una voz tras ella.

Se volvió. Allí no había nadie.

—Aquí abajo.

Bajó la vista.

Un hombrecillo diminuto, que vestía el uniforme de capitán de la guardia de palacio, con una peluca empolvada, le dirigió una amplia sonrisa.

—Mi nombre es Casavieja —dijo—. Se dice que soy el amante más grande del mundo. ¿A usted qué le parece?

Tata Ogg lo miró de arriba abajo, o mejor dicho, de abajo a aún más abajo.

—Es un enano —señaló.

—El tamaño no importa.

Tata Ogg consideró su situación. Una colega, famosa por su timidez y mutismo, se comportaba en aquellos momentos como una comosellamara, como aquella reina que siempre estaba jugando con los hombres y bañándose en leche de burra; la otra se comportaba de la manera más extraña, bailaba con un hombre, aunque no sabía distinguir un pie del otro. Tata Ogg sintió que se debía una pequeña recompensa, un poco de tiempo para ser ella misma.

—¿Sabe bailar? —preguntó, algo cansada.

—Oh, sí. ¿Quiere salir conmigo?

—¿Qué edad cree que tengo? —preguntó Tata.

Casavieja meditó un instante.

—Bien, de acuerdo. ¿Dónde nos vemos?

Tata suspiró y bajó la mano para coger la del hombrecillo.

—Venga, a la pista.

Lady Volentia D'Acuerdo se tambaleaba por un pasillo. Era una silueta flaca, melancólica, envuelta en complicada corsetería y ropa interior que le llegaba a los tobillos.

No sabía a ciencia cierta qué había pasado. Primero estaba aquella espantosa mujer, y luego tuvo esa sensación de felicidad absoluta, y después… después se encontró sentada en la alfombra, sin el vestido. En su aburrida vida, Lady Volentia había asistido a suficientes bailes como para saber que a veces te despiertas en habitaciones extrañas y sin el vestido, pero eso solía ser más avanzada la noche, y al menos conservabas cierto recuerdo de los motivos que te habían llevado a tal situación…

Caminó como pudo, apoyándose en la pared. Alguien tendría que darle muchas explicaciones.

Una figura dobló la esquina del pasillo. Se iba pasando un muslo de pavo de una mano a otra.

—Perdone —empezó Lady Volentia—, ¿tendría usted la amabilidad de …?

Alzó la vista hacia la figura vestida de cuero, con un parche en el ojo y una sonrisa de corsario en los labios.

—¡Grrrlll!

—¡Oh, cielos!

Esto de bailar no tiene nada de difícil, se decía Yaya Ceravieja. Sólo hace falta moverse al ritmo de la música.

También le servía de gran ayuda la posibilidad de leer la mente de su pareja. Una vez superada esa etapa en la que te miras los pies, bailar es cuestión de instinto, y a las brujas se les da muy bien leer los instintos. Hubo unos segundos de confusión cuando el coronel intentó llevarla, pero el hombre se rindió pronto, en parte ante la negativa pura y simple de Yaya Ceravieja, pero sobre todo por las botas que llevaba.

Los zapatos de Lady Volentia D'Acuerdo no habían sido de su número. Además, Yaya sentía un gran apego hacia sus botas. Tenían complicadas hebillas de hierro, y punteras como arietes de batalla. Cuando se trataba de bailar, las botas de Yaya iban únicamente a donde les daba la gana.

Hizo dar vueltas a su impotente y ahora algo tullido acompañante, para llevarlo hacia Tata Ogg, que había conseguido un buen corro de espacio vacío a su alrededor. Lo que Yaya conseguía con un kilo de síncopa claveteada, Tata lo lograba con tan sólo su delantera.

Era una delantera amplia, experimentada, incontenible. Cuando Tata Ogg bajaba, la delantera subía. Cuando la bruja giraba hacia la derecha, aún no había terminado de describir un arco hacia la izquierda. Además, los pies de Tata se movían trazando complicadas figuras, al margen del ritmo de la música, de manera que, aunque su cuerpo se mecía a la velocidad del vals, sus pies hacían algo mucho más adecuado para una música de gaita. El efecto en general obligaba a su acompañante a bailar a varios metros de distancia, y muchas de las parejas que los rodeaban se habían detenido para observar con fascinación aquel espectáculo.

Yaya y su impotente acompañante pasaron girando junto a Tata.

—Deja de exhibirte —susurró Yaya justo antes de volver a desaparecer entre la multitud.

—¿Quién es su amiga? —preguntó Casavieja.

—Es… —empezó Tata.

Se oyó el sonido de las trompetas.

—Eso ha estado un poco desafinado —dijo Tata.

—No, significa que llega el Duc —le explicó Casavieja.

La orquesta dejó de tocar. Todas las parejas se giraron al unísono hacia la escalinata principal.

Dos figuras descendían por ella majestuosamente.

Cielo santo, qué tipo tan atractivo, se dijo Tata. Eso demuestra lo que siempre dice Esme, que no se debe uno fiar de las apariencias.

Y ella…

… ¿ésa era Lily Ceravieja?

La mujer no llevaba máscara.

Aparte de alguna que otra arruga o línea de personalidad, era el vivo retrato de Yaya Ceravieja.

Casi…

Tata se descubrió a sí misma buscando la cabeza de águila blanca entre la multitud. Todos estaban mirando en dirección a la escalinata, pero una persona concreta lo hacía como si sus ojos fueran lanzallamas.

Lily Ceravieja vestía de blanco. Hasta aquel día, a Tata Ogg no se le había ocurrido que pudiera haber diferentes colores blancos. Ahora, lo sabía. El blanco del vestido de Lily Ceravieja parecía luminoso. Tenía la sensación de que, si se apagaran todas las velas, el vestido de Lily brillaría. Tenía clase. Centelleaba, las mangas eran abombadas, y llevaba ribetes de encaje.

Y Tata Ogg hubo de admitirlo, Lily Ceravieja parecía más joven. Tenía la misma estructura ósea, la misma complexión delgada de los Ceravieja, pero parecía como menos…, menos gastada.

Si eso es lo que te pasa cuando eres mala, pensó Tata, podría habérseme ocurrido hace años. El precio del pecado es la muerte, pero la virtud se paga con idéntica moneda, y los malos por lo menos llegan pronto a casa los viernes.

En cambio, los ojos eran los mismos. En algún lugar del pasado genético de los Ceravieja había un zafiro. Quizá una mina entera.

El Duc era increíblemente atractivo. Pero claro, eso era comprensible. Iba de negro. Hasta sus ojos iban de negro.

Tata recuperó la compostura, y se abrió camino entre la multitud hasta llegar junto a Yaya Ceravieja.

—¿Esme?

Agarró a Yaya por el brazo.

—¿Esme?

—¿Mmm?

Tata se dio cuenta de que la gente se estaba moviendo, se abría como un mar, dejando un camino entre la escalinata y la chaiselongue al otro extremo de la sala.

Yaya Ceravieja tenía los nudillos tan blancos como el vestido.

—¿Esme? ¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Tata.

—Intento… detener… el… cuento… —respondió Yaya.

—Entonces, ¿qué hace ella?

—¡Está… dejando… que… continúe!

La multitud se separaba tras ellas. No parecía un gesto consciente. Era como si estuvieran formando un pasillo.

El príncipe lo recorrió con pasos lentos. Detrás de Lily, unas imágenes tenues se formaban en el aire, de manera que parecía que la siguiera una procesión de fantasmas.

Magrat se levantó.

Tata se dio cuenta de que el aire se teñía de un color iridisado. Hasta le pareció oír el trinar de los ruiseñores.

El príncipe tomó la mano de Magrat.

Tata alzó la vista hacia Lily Ceravieja, que se había quedado en la escalinata, y sonreía.

Luego, intentó concentrarse para ver el futuro.

Le resultó espantosamente fácil.

Por lo general, el futuro se ramifica constantemente, y sólo se puede tener una idea nebulosa de lo que quizá vaya a suceder, aunque uno sea tan sensible a las distorsiones temporales como lo son las brujas. Pero aquí había cuentos enroscados en el árbol de los acontecimientos, y le estaban dando nueva forma.

Yaya Ceravieja no habría sabido lo que era una pauta de inevitabilidad cuántica ni aunque se la encontrara comiéndose su cena. Si alguien le mencionara las palabras «paradigmas espaciotemporales», ella se limitaría a replicar «¿Qué?». Pero eso no quería decir que fuera una ignorante. Sólo quería decir que no tenía ningún trato con las palabras, y menos con la jerigonza. En cambio, sabía perfectamente que ciertas cosas suceden siempre en la historia humana, se repiten como clichés tridimensionales. Son los cuentos.

—¡Y ahora formamos parte de él! —dijo Yaya—. ¡Y no lo puedo detener! ¡Tiene que haber un lugar donde pueda interrumpirlo, pero no lo encuentro!

La banda empezó a tocar. Ahora sonaba un vals.

Magrat y el príncipe giraron por la pista de baile, sin dejar de mirarse el uno al otro. Después, unas cuantas parejas se atrevieron a imitarlos. Y luego, como si el baile entero fuera una maquinaria a la que acabaran de dar cuerda de nuevo, la pista se llenó de parejas, y los sonidos de las conversaciones volvieron a poblar el ambiente.

—¿No me va a presentar a su amiga? —dijo Casavieja, desde la altura del codo de Tata.

Los invitados pasaban a su alrededor.

—Todo esto tiene que suceder —siguió Yaya, sin hacer caso de la interrupción—. Todo. El beso, el reloj que da la medianoche, el hecho de que ella huya y pierda la zapatilla de cristal… Todo.

—Puaj. —Tata puso cara de asco y se apoyó sobre la cabeza de su acompañante—. Preferiría lamer a un sapo.

—Es justo mi tipo —insistió Casavieja, con voz algo ahogada—. Siempre me he sentido atraído por las mujeres dominantes.

Las dos brujas observaron a los dos jóvenes que bailaban sin dejar de mirarse a los ojos.

—No me costaría nada ponerles la zancadilla —sugirió Tata.

—No, no es así como debe suceder.

—Bueno, Magrat es una muchacha sensata…, más o menos sensata —se corrigió Tata—. Puede que se dé cuenta de que algo va mal.

—Lo que hago, lo hago bien, Gytha Ogg —replicó Yaya—. No se dará cuenta de nada hasta que el reloj dé las doce.

Ambas se volvieron y alzaron la vista. Apenas eran las nueve.

—¿Sabes? —empezó Tata Ogg—. Los relojes no dan la medianoche. A mí me parece que dan las doce. O sea, en mi opinión, es cuestión del número de «bongs».

Miraron de nuevo el reloj.

En el pantano, Legba, el gallo negro, cacareó. Siempre cacareaba al anochecer.

Tata Ogg subió apresuradamente otro tramo de escaleras, y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento.

Tenía que estar en algún lugar, por allí cerca.

—Así aprenderás a tener la boca cerrada, Gytha Ogg —murmuró.

—Supongo que nos alejamos del jaleo del baile para tener un tête—à—tête íntimo por aquí —dijo un esperanzado Casavieja, que trotaba tras ella.

Tata intentó hacer caso omiso del hombrecillo, y siguió corriendo por un pasillo polvoriento. A un lado había una galería desde donde se divisaba la pista de baile. Y al fondo…

… una pequeña puerta de madera.

La abrió bruscamente de un codazo. En la habitación, el mecanismo funcionaba con un ruido suave, al ritmo de las figuras que bailaban abajo, como si el reloj las estuviera moviendo. Cosa que era cierta, al menos en un sentido metafórico.

Relojes, pensó Tata. Una vez comprendes los relojes, lo comprendes todo.

Maldita sea, ojalá supiera yo algo de relojes.

—Un lugar muy íntimo —dijo Casavieja con aprobación.

Tata se metió entre la maquinaria del reloj. Los engranajes giraban a la altura de su nariz.

Se los quedó mirando un instante.

Canastos. Y todo aquello para cortar el Tiempo en pedacitos.

—Quizá no sea de lo más acogedor —siguió Casavieja, desde debajo de su sobaco—. Pero no se preocupe, señora. Recuerdo una ocasión en Quirm, fue en un palanquín…

Veamos, pensó Tata. Esto de aquí está conectado con eso de allá, esto gira, y eso otro gira aún más deprisa, esta ruedecita se mueve adelante y atrás…

Oh, demonios. Retuerce lo primero que encuentres, como dijo el sumo sacerdote a la virgen vestal.[25]

Tata Ogg se escupió en las manos, agarró el engranaje más grande que encontró, y lo retorció en su eje.

El engranaje siguió girando, arrastrándola en su movimiento.

Rayos. Oh, bueno…

Entonces, hizo algo en lo que ni Yaya Ceravieja ni Magrat Ajostiernos habrían pensado jamás en aquellas circunstancias. Pero los viajes de Tata Ogg por el mar de las relaciones intersexuales habían dado un par de vueltas al Mundodisco, y ella no veía nada de humillante en pedir ayuda a un hombre.

Sonrió afectadamente a Casavieja.

—Estaríamos mucho más cómodos en nuestro pequeño pie-deterre si pudiera usted hacer girar un poco esta ruedecita —dijo—. Estoy segura de que podrá, con lo fuerte que es —añadió.

—Oh, por supuesto que sí, mi querida señora —asintió Casavieja.

Alzó una mano. Los enanos son terriblemente fuertes para su estatura. El engranaje no pareció ofrecerle la menor resistencia.

En algún lugar del complicado mecanismo, algo defendió su terreno unos instantes, y luego hizo clonk. Unas enormes ruedas se pusieron a girar de mala gana. Otras más pequeñas chirriaron en sus ejes. Una pieza, diminuta pero vital, se soltó y fue a golpear la cabeza de Casavieja.

Y, mucho más deprisa de lo que había pretendido la naturaleza, las manecillas giraron en el reloj.

Un nuevo ruido sonó en la parte superior, e hizo que Tata Ogg alzara la vista.

Su expresión de satisfacción se desvaneció al instante. El martillito que daba las horas retrocedía lentamente. Tata cayó en la cuenta de que se encontraba justo debajo de la campana…, en el momento en que la campana empezó a sonar.

Bong…

—¡Oh, mierda!

… bong…

… bong…

… bong…

La niebla serpenteaba sobre el pantano. En su interior se movían sombras, sus formas resultaban difusas en esta noche en que la diferencia entre los vivos y los muertos no era más que cuestión de tiempo.

La señora Gogol podía sentirlos entre los árboles. Sin hogar. Hambrientos. Silenciosos. Olvidados por los hombres y por los dioses. Eran los habitantes de las nieblas y del barro, cuya única fuerza yacía pasada la debilidad, cuyas creencias eran tan desvencijadas como sus techos. Y la gente de la ciudad…, no la que vivía en las grandes casas blancas e iba a los bailes en hermosos carruajes. La otra gente. Eran las personas de las que nunca se habla en los cuentos. A los cuentos no les importan en absoluto esos porqueros que siguen siendo pobres, ni los humildes zapateros cuyo destino es morir un poco más pobres y mucho más humildes.

Ésa era la gente que hacía funcionar el reino mágico, que cocinaba sus comidas y barría sus suelos, la que se llevaba la basura por la noche, la que aportaba los rostros para la multitud cuyos deseos y sueños, pese a su pequeñez, no tenían la menor importancia. Eran los invisibles.

Y aquí estoy yo, pensó ella. Tendiendo trampas a los dioses.

En el multiverso, existen diferentes formas de vudú, porque es una religión que se puede construir con los ingredientes que se tengan más a mano. Pero todas esas formas tienen en común que intentan meter a un dios en el cuerpo de un ser humano.

Eso era estúpido, pensó la señora Gogol. Eso era peligroso.

El vudú de la señora Gogol funcionaba exactamente al contrario. ¿Qué era un dios? El punto focal de la fe. Si la gente tenía fe, el dios empezaba a crecer. Al principio era débil, pero si algo se aprendía del pantano era a tener paciencia. Y cualquier cosa servía como punto focal para un dios. Un puñado de plumas atadas con una cinta roja, una chaqueta y un sombrero colgados de unos palos… cualquier cosa. Porque, cuando todo lo que tenía la gente era prácticamente nada, cualquier cosa podía ser prácticamente todo. Y luego había que alimentarlo, y mimarlo, como una oca destinada a páté, y dejar que el poder creciera muy despacio, y cuando llegaba el momento había que abrir el sendero… hacia atrás. Era más fácil que un ser humano hiciera de dios que al contrario. Sí, más tarde habría que pagar el precio, pero eso era inevitable. Que la señora Gogol supiera, todo el mundo moría al final.

Bebió un sorbo de ron y pasó la jarra a Sábado.

Sábado bebió un trago, y pasó la jarra a algo que quizá tuviera manos.

—Empecemos —dijo la señora Gogol.

El hombre muerto cogió tres pequeños tambores, y empezó a tocarlos con un ritmo semejante a los latidos rápidos de un corazón.

Tras un rato, algo dio unos golpecitos a la señora Gogol en el hombro, y le pasó la jarra. Estaba vacía.

Era hora de comenzar…

—Lady Bon Anna me sonríe. El Señor Camino Seguro me protege. El Hombre que Camina a Zancadas me guía. Hotaloga Andrews me sostiene.

«Estoy entre la luz y la oscuridad, pero no importa, porque soy lo que hay entre la luz y la oscuridad.

»Aquí hay ron para vosotros. Aquí hay tabaco para vosotros. Aquí hay comida para vosotros. Aquí hay un hogar para vosotros.

»Ahora, escuchadme bien … »

… bong.

Para Magrat, fue como despertar de un sueño para encontrarse en medio de un sueño. Había estado soñando que bailaba con el hombre más guapo de la habitación, y… estaba bailando con el hombre más guapo de la habitación.

Lo único malo era que llevaba dos círculos de cristal ahumado ante los ojos.

Aunque Magrat era un corazón tierno, una soñadora compulsiva y, según Yaya Ceravieja, una mocosa, no sería bruja si no tuviera ciertos instintos y el suficiente sentido común como para confiar en ellos. Extendió el brazo y apartó aquellos cristales.

Magrat había visto ojos como aquéllos en otras ocasiones, pero nunca en alguien que caminara sobre dos piernas.

Los pies de la joven, que hasta hacía un momento se habían estado moviendo grácilmente por la pista, se enredaron.

—Eh… —empezó.

Se dio cuenta de que las manos del hombre, rosadas, con una manicura perfecta, eran también frías y húmedas.

Magrat se dio media vuelta y echó a correr. El vestido se le enredaba entre las piernas. Aquellos estúpidos zapatos la hacían resbalar.

Un par de lacayos bloqueaban las escaleras que daban a la salida.

Magrat entrecerró los ojos. Lo único que le importaba era salir de allí.

—¡Kiaaa!

—¡Aaay!

Siguió corriendo, pero resbaló en la cima de las escaleras. Una zapatilla de cristal bajó tintineando por los peldaños de mármol.

—¿Cómo demonios se puede mover nadie con estas cosas? —gritó a quien quisiera oírla.

Saltando frenética a la pata coja, consiguió deshacerse de la otra zapatilla, y salió corriendo a la noche.

El príncipe caminó pausadamente hasta la cima de las escaleras, y recogió la zapatilla.

La sostuvo entre sus manos. La luz se reflejaba en las facetas.

Entre las sombras, Yaya Ceravieja se apoyó contra la pared. Todos los cuentos tenían un momento vital, y el de éste debía de estar próximo.

Se le daba bien entrar en las mentes de otras personas, pero ahora debía sumergirse en la suya propia. Se concentró. Más abajo, más al fondo… más allá de los pensamientos cotidianos, de las pequeñas preocupaciones… más deprisa, más deprisa…, a través de las capas de meditaciones profundas… más al fondo…, más allá de cosas encerradas y olvidadas, de viejas culpabilidades y temores reprimidos, no, ahora no tenía tiempo para ellos… más abajo…, allí… el hilo plateado del cuento. Ella había formado parte de él, era parte de él, o sea que el cuento tenía que formar parte de ella.

Asió el hilo.

Yaya detestaba todo aquello que predestinaba a la gente, que engañaba a las personas, que las hacía un poco menos humanas.

El cuento culebreaba como un cable de acero. Lo aferró.

Abrió los ojos, conmocionada. Dio un paso adelante.

—Disculpad, alteza. Cogió el zapato de manos del Duc y lo alzó por encima de su cabeza.

Su expresión de malévola satisfacción era espantosa.

Entonces, dejó caer el zapato.

Se hizo añicos contra los peldaños.

Un millar de fragmentos brillantes se dispersaron sobre el mármol.

Pese a lo retorcido que estaba a todo lo largo del espaciotiempo en forma de tortuga que conocemos por el nombre de Mundodisco, el cuento se estremeció. Un cabo suelto se agitó libre, restallando en la noche, tratando de dar con alguna secuencia de la que alimentarse…

En el claro, los árboles se movieron. También se movieron las sombras. Las sombras no deberían ser capaces de moverse, a menos que se moviera la luz. Pero éstas sí podían.

El sonido del tambor se interrumpió.

En el silencio, se oía de cuando en cuando el crepitar de la energía en la chaqueta colgada.

Sábado dio un paso adelante. En sus manos brillaron chispas cuando cogió la chaqueta y se la puso.

Su cuerpo se estremeció.

Erzulie Gogol dejó escapar una bocanada de aire.

—Estás aquí —dijo—. Sigues siendo tú. Eres tú mismo.

Sábado alzó las manos, con los puños apretados. De cuando en cuando un brazo o una pierna del zombi sufrían sacudidas, como si la energía contenida en su interior buscara una vía de escape. Pero la señora Gogol sabía que era él quien la controlaba.

—Pronto te resultará más fácil —lo tranquilizó con voz amable.

Sábado asintió.

La señora Gogol pensó que, con la energía que fluía por su interior, ahora tenía el mismo fuego que cuando estaba vivo. Ella sabía que no había sido un hombre particularmente bueno. Genua nunca fue un modelo de virtud cívica. Pero, al menos, jamás dijo a los ciudadanos que querían que los oprimiera, ni que todo lo hacía por su propio bien.

En torno al círculo, los habitantes de Nueva Genua —la antigua Nueva Genua— se arrodillaron o hicieron reverencias.

Él no había sido un gobernante magnánimo. Pero estaba bien en su lugar. Y cuando se había mostrado arbitrario, o arrogante, o cuando se había equivocado, nunca intentó dar a entender que existía alguna justificación para aquello, aparte del hecho de que era más importante, más fuerte y a menudo más cruel que los demás. Nunca trató de decir que se debía a que él era mejor. Y nunca intentó obligar a su pueblo a que fuera feliz, ni les impuso ningún tipo de felicidad. El pueblo invisible sabía que la felicidad no es el estado natural del ser humano, y que nunca se puede adquirir desde el exterior.

Sábado asintió de nuevo, esta vez satisfecho. Cuando abrió la boca, entre sus dientes había chispas. Y cuando vadeó el pantano, los caimanes se peleaban por apartarse de su camino.

Las cocinas del palacio estaban ahora en silencio. Las enormes bandejas de los asados, las cabezas de cerdos con manzanas dentro, las tartas de múltiples pisos, habían sido transportadas al piso superior hacía ya largo rato. Se oía un tintineo en los enormes fregaderos, al fondo de la habitación, donde algunas de las doncellas empezaban a lavar los platos.

La señora Pleasant, la cocinera, se había preparado un plato de mantarraya con salsa de cangrejos de río. No era la mejor cocinera de Genua (nadie podía ni empezar a compararse con el gumbo de la señora Gogol, la gente casi volvería de entre los muertos para probar el gumbo de la señora Gogol), pero la comparación era tan sutil como, por ejemplo, la diferencia entre diamantes y zafiros. Había hecho lo posible por cocinar un buen banquete, ya que tenía su orgullo profesional, pero no creía que se pudiera hacer gran cosa con unos simples trozos de carne.

La cocina típica de Genua, como la mejor cocina en cualquier lugar del multiverso, había evolucionado gracias a gente que se veía obligada a usar a la desesperada los ingredientes que sus amos no querían. A nadie se le habría ocurrido probar un nido de golondrina a menos que fuera imprescindible. Sólo el hambre más espantosa pudo hacer que alguien hincara el diente a su primer caimán. Nadie querría comer aleta de tiburón si tuviera otro trozo del tiburón para elegir.

Se sirvió un vaso de ron, y estaba a punto de coger la cuchara cuando presintió que alguien la observaba.

Era un hombre corpulento, con un traje de cuero negro, que la miraba desde el quicio de la puerta. Llevaba una máscara de gato en la mano.

La suya era una mirada muy directa. La señora Pleasant se descubrió a sí misma deseando haberse arreglado un poco el pelo, y llevar un vestido mejor.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué desea?

—Quierrro cooomida, sssseñora Pleasssant —dijo Greebo.

La señora Pleasant se lo quedó mirando. últimamente había unos tipos muy raros por Genua. Éste en concreto debía de ser uno de los invitados para el baile, pero algo en él le resultaba muy…, muy familiar.

Greebo no era un gato feliz. La gente se había puesto de muy mal humor, total porque se había llevado un pavo asado de la mesa. Luego, la hembra delgada aquella no había dejado de sonreírle estúpidamente, diciéndole que lo vería más tarde en el jardín de rosas, y así no era cómo hacían las cosas los gatos, así que se había quedado todo confuso. Porque ni su cuerpo ni el de la mujer eran tampoco los cuerpos adecuados. Además, había muchos otros machos alrededor, demasiados.

Entonces, le había llegado el olor de la cocina. Los gatos gravitan hacia las cocinas igual que las rocas gravitan hacia la gravedad.

—¿No nos hemos visto en alguna parte? —inquirió la señora Pleasant.

Greebo no dijo nada. Había seguido a su nariz hasta un cuenco, sobre una de las mesas grandes.

—Quierrro —ronroneó.

—¿Cabezas de pescado? —se extrañó la cocinera.

En realidad, se suponía que eran basura, aunque ella tenía planes que incluían arroz y unas cuantas salsas especiales, y que las convertirían en uno de esos platos por los que los reyes van a la guerra.

—Quierrro —repitió Greebo.

La señora Pleasant se encogió de hombros.

—Si quiere usted cabezas crudas de pescado, puede cogerlas, joven —dijo.

Greebo cogió el cuenco, inseguro. Tampoco se le daba bien usar los dedos. Miró a su alrededor y, después, se metió bajo la mesa.

Desde la altura del suelo le llegaron a la señora Pleasant los sonidos de los mordiscos, y de unas uñas rascando el plato.

Greebo asomó un instante.

—¿Leeecheee? —sugirió.

La cocinera, fascinada, cogió la jarra de leche y una taza…

—Pllllatooo —pidió Greebo.

… y un plato.

La señora Pleasant se lo quedó mirando.

Greebo se bebió hasta la última gota de leche, y lamió los restos que le quedaron en los bigotes. Ahora se encontraba mucho mejor. Y allí ardía un buen fuego. Caminó hacia él como si andara sobre almohadas, se sentó, se escupió en la zarpa e intentó lavarse las orejas, cosa que no logró, porque, inexplicablemente, ni las orejas ni la zarpa tenían la forma acostumbrada. Así que se acurrucó lo mejor que pudo. Que no fue muy bien, ya que por lo visto también le pasaba algo en la columna vertebral.

Tras unos instantes, la señora Pleasant oyó un ruido grave, asmático.

Greebo estaba intentando ronronear.

Y, con aquella garganta, no había manera.

De un momento a otro iba a despertarse de muy mal humor, y querría pelearse contra lo que fuera.

La señora Pleasant siguió cenando. Pese al hecho de que un joven corpulento acababa de comerse un cuenco de cabezas de pescado, antes de beber a lametones un plato de leche, pese a que ese mismo joven estuviera incómodamente tumbado ante el fuego, se dio cuenta de que no sentía el menor miedo. De hecho, tenía que contenerse para no rascarle la barriguita.

Mientras corría por la alfombra roja que llevaba hacia la salida del palacio, hacia la libertad, Magrat se quitó la otra zapatilla. Ahora lo más importante era salir de allí. El "de" era mucho más importante que el "a".

Y entonces, dos figuras salieron de entre las sombras y se enfrentaron a ella. Magrat alzó la zapatilla en un gesto patético cuando se le acercaron en silencio absoluto. Pero, pese a la oscuridad, pudo sentir sus miradas.

La multitud se abrió para dejar paso a Lily Ceravieja, que se deslizaba entre el suave susurrar de las sedas.

Miró a Yaya de arriba abajo, sin la menor expresión de sorpresa.

—Vaya, toda de blanco —dijo con tono seco—. Cielos, debes de ser la buena.

—Pero te he detenido —replicó Yaya, que aún jadeaba por el esfuerzo—. La he roto.

Lily Ceravieja miró más allá de ella. Las hermanas serpiente subían en aquel momento por las escaleras, arrastrando a una inerte Magrat.

—Que los dioses nos libren de la gente tan literal —sonrió Lily—. No sé si lo sabías, pero esas cosas vienen por pares.

Se acercó a Magrat y le arrancó la segunda zapatilla de la mano.

—Lo del reloj ha sido muy interesante —siguió, al tiempo que se volvía de nuevo hacia Yaya—. Sí, lo del reloj me ha impresionado. Pero no sirve de nada. No hay manera de detener este tipo de cosas. Tienen el impulso de la inevitabilidad. No se puede estropear un buen cuento. A estas alturas, ya deberías saberlo.

Tendió la zapatilla al Príncipe, pero sin apartar la vista de Yaya.

—A ella le quedará bien —dijo.

Dos de los cortesanos sostuvieron la pierna de Magrat mientras el príncipe le encajaba la zapatilla a la fuerza.

—Ya está —siguió Lily sin bajar la vista—. Y olvídate de esa tontería del hipnotismo, Esme. Conmigo no te servirá de nada.

—Le encaja —señaló el Príncipe, aunque sin demasiado convencimiento.

—Sí, yo creo que le encajaría cualquier cosa —dijo una voz alegre desde entre la multitud—. Siempre y cuando le pongas antes un par de calcetines de lana.

Lily bajó la vista. Luego, miró la máscara de Magrat. Se la quitó de un tirón.

—iAay!

—No es la chica —dijo—. Pero, aun así, no importa, Esme. Porque la zapatilla sí es la zapatilla. Ahora sólo tenemos que encontrar a la joven en cuyo pie…

Se oyó un jaleo entre la gente. Los cortesanos se separaron para dejar paso a Tata Ogg, cubierta de grasa de maquinaria y de telarañas.

—Si es un treinta y cinco de horma estrecha, soy tu hombre —dijo—. Ya verás, en cuanto me quite las botas…

—No me refería a ti, anciana —replicó Lily con frialdad.

—Oh, y tanto que sí —rió Tata—. Es que este cuento ya nos lo sabemos. El Príncipe recorre toda la ciudad con la zapatilla, en busca de una chica a la que le valga. Eso es lo que estás planeando. Así que he venido a ahorrarte tanta molestia, ¿qué te parece?

Un atisbo de inseguridad cruzó por el rostro de Lily.

—Una chica —dijo—, en edad de casarse.

—No hay problema —respondió Tata alegremente.

El enano Casavieja dio un codazo orgulloso en las rodillas a un cortesano.

—Es amiga mía, una amiga muy íntima —fanfarroneó.

Lily miró a su hermana.

—Tú estás haciendo esto. No te creas que no me doy cuenta —dijo.

—Yo no hago nada —replicó Yaya—. Es la vida real, que sucede solita.

Tata cogió la zapatilla de manos del príncipe y, antes de que nadie pudiera impedirlo, se la colocó en el pie.

Luego, lo lució ante todos.

Le quedaba perfectamente.

—¡Ahí tiene! —dijo—. ¿Qué tal? De la otra manera, habrían perdido todo el día.

—Sobre todo porque debe de haber cientos de personas que calcen un treinta y cinco…

—… de horma estrecha…

—… de horma estrecha en la ciudad —terminó Yaya— A menos, por supuesto, que supieras por qué casa empezar. No sé, por intuición, por suerte…

—Pero eso sería hacer trampas —la regañó Tata.

Dio un codazo al Príncipe.

—Sólo quiero añadir —dijo—, que no me importa encargarme de todo eso de saludar al pueblo, e inaugurar cosas, y todas esas tonterías regias, pero no tengo la menor intención de compartir la cama con este baboso.

—Sobre todo porque él no duerme en una cama —asintió Yaya.

—No, duerme en un estanque —corroboró Tata—. Le hemos echado un vistazo. Un estanque cubierto, muy grande.

—Porque es una rana —siguió Yaya.

—Y tiene moscas por toda la habitación, por si se despierta de noche y le apetece comer algo —terminó Tata.

—¡Justo lo que pensaba! —exclamó Magrat al tiempo que se libraba de los guardias—. Tiene las manos húmedas y frías.

—Hay muchos hombres que tienen las manos húmedas y frías —replicó Tata—. Pero, en el caso de éste, se debe a que es una rana.

—¡Soy un príncipe de sangre real! —gritó el Príncipe.

—Y una rana —insistió Yaya.

—A mí no me importa ——dijo Casavieja desde abajo—. Me gustan las relaciones abiertas. Si quieres salir con una rana, estás en tu derecho…

Lily contempló la multitud que los rodeaba. Entonces, chasqueó los dedos.

Yaya Ceravieja se dio cuenta de que, de repente, se había hecho el silencio.

Tata Ogg miró a la gente que tenía a ambos lados. Movió una mano ante el rostro de un guardia.

—Vayaaa —dijo.

—No podrás aguantar eso mucho tiempo —señaló Yaya—. No puedes inmovilizar demasiado rato a un millar de personas.

Lily se encogió de hombros.

—No tienen importancia. ¿Quién recordará a la gente que estaba en el baile? Sólo recordarán la huida, y la zapatilla, y el final feliz.

—Ya te lo he dicho. No puedes empezar de nuevo. Y ese tipo es una rana. Ni tú puedes mantener su forma todo el día. Por las noches, vuelve a ser lo que era. En su dormitorio hay un estanque. Es una rana —se limitó a señalar Yaya.

—Pero sólo por dentro —replicó Lily.

—Lo de dentro es lo que importa.

—Bueno, lo de fuera también tiene su valor —discrepó Tata.

—Hay muchas personas que, por dentro, son animales. Hay muchos animales que son personas por dentro —dijo Lily—. ¿Qué tiene de malo?

—Es una rana.

—Sobre todo de noche —asintió Tata.

Se le acababa de ocurrir que un marido que fuese hombre toda la noche y rana todo el día sería casi aceptable. Habría que prescindir del salario, pero no te estropearía los muebles. Además, tampoco podía quitarse de la cabeza ciertas especulaciones privadas sobre la longitud de su lengua.

—Y tú mataste al Barón —dijo Magrat.

—¿Crees que era una buena persona? —rió Lily—. Además, no me mostraba el menor respeto. Si no tienes respeto, no tienes nada.

Tata y Magrat se dieron cuenta de que se acababan de volver hacia Yaya.

—Es una rana.

—Lo encontré en el pantano —asintió Lily—. Enseguida me di cuenta de que era bastante inteligente. Yo necesitaba a alguien… sensible a la persuasión. ¿Qué pasa, que las ranas no se merecen una oportunidad? No será peor marido que muchos. Basta un beso de una princesa para sellar el hechizo.

—Hay muchos hombres que son animales —dijo Magrat, que no recordaba de dónde había sacado aquella idea.

—Sí. Pero éste es una rana —insistió Yaya.

—Míralo desde mi punto de vista —replicó Lily—. ¿Ves este país? Todo está cubierto de pantanos y nieblas. Aquí no hay una dirección como debe ser. Pero yo puedo hacer que sea una gran ciudad. No un lugar desperdigado, como Ankh-Morpork, sino un lugar que funcione.

—La chica no quiere casarse con una rana.

—¿Qué importará eso dentro de cien años?

—Ahora importa mucho.

Lily alzó las manos.

—¿Y qué queréis entonces? Vosotras elegís. O yo… o esa mujer del pantano. La luz o la oscuridad. La niebla o el sol. El caos oscuro o los finales felices.

—Es una rana, y tú mataste al viejo Barón —dijo Yaya.

—Tú habrías hecho lo mismo —replicó Lily.

—No —negó Yaya—. Yo habría pensado lo mismo, pero jamás lo habría hecho.

—En el fondo, ¿qué diferencia hay?

—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó Tata Ogg.

Lily se echó a reír.

—No tenéis más que miraros a vosotras tres —dijo—. Rebosantes de buenas intenciones que no sirven de nada. La doncella, la madre y la vieja.

—¿A quién estás llamando doncella? —se enfureció Tata Ogg.

—¿A quién estás llamando madre? —se enfureció Magrat.

Yaya Ceravieja se sonrojó un instante, como alguien que acaba de descubrir que sólo queda una pajita y todos los demás han sacado una larga.

—Bueno, bueno, ¿y qué hago ahora con vosotras? —se preguntó Lily—. De verdad, no estoy a favor de matar a nadie a no ser que sea imprescindible, pero tampoco puedo permitir que vayáis por ahí haciendo tonterías…

Se contempló las uñas.

—Así que tendré que encerraros en cualquier lugar, hasta que esto haya seguido su curso. Y luego…, ¿adivináis lo que haré luego?

«Albergaré la esperanza de que intentéis escapar. Porque, al fin y al cabo, soy la buena.»

Enta caminaba con cautela por el pantano iluminado por la luna, siguiendo la forma pavoneante de Legba. Se daba cuenta de que había movimientos en las aguas, pero no salía nada… y es que hasta los caimanes conocían bien a Legba.

Una luz anaranjada apareció a lo lejos. Resultó pertenecer a la choza de la señora Gogol, o al bote, o a lo que fuera. En el pantano, la diferencia entre tierra y agua era prácticamente cuestión de gustos.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

—Adelante, niña. Siéntate. Descansa un poco.

Enta entró con cautela en la temblorosa balconada. La señora Gogol estaba sentada en su silla, con una muñeca de trapo vestida de blanco en el regazo.

—Magrat dice…

—Ya lo sé todo. Ven con Erzulie.

—¿Quién eres?

—Soy tu… amiga, niña.

Enta se acercó, pero siempre preparada para salir corriendo.

—No serás otra hada madrina, ¿verdad?

—No. Dioses, no. Sólo una amiga. ¿Te ha seguido alguien?

—Creo que no…

—Aunque te hubieran seguido, no tendría importancia, niña. No tendría importancia. De todos modos, quizá sería mejor adentrarnos en el río y lanzar un hechizo. Estaremos mucho más seguras rodeadas de agua.

La choza se estremeció.

—Será mejor que te sientes. Cuando entremos en aguas profundas, te costará mantener el equilibrio.

Enta se arriesgó a echar un vistazo.

La choza de la señora Gogol se movía sobre cuatro grandes patas palmeadas, que en aquellos momentos se elevaban del pantano. Chapotearon por los bajíos y, suavemente, entraron en el río.

Greebo se despertó y se estiró.

¡Los brazos y las piernas también estaban mal!

La señora Pleasant, que lo había estado observando desde su silla, dejó el vaso sobre la mesa.

—¿Qué le apetece ahora, señor Gato? —preguntó.

Greebo caminó suavemente hacia la puerta que daba al mundo exterior, y la arañó.

—Quierrro salirrr, sseñorrra Pleasssant

—No tienes más que girar el pestillo —indicó ella.

Greebo contempló la manija de la puerta como quien intenta reconciliarse con un instrumento de tecnología avanzada. Tuvo que rendirse, y dirigió una mirada suplicante a la mujer.

Ésta le abrió la puerta y se apartó a un lado, mientras Greebo se escabullía fuera. Luego la cerró, echó el pestillo y se apoyó contra ella.

—Brasas debe de estar a salvo con la señora Gogol —dijo Magrat.

—¡Ja! —bufó Yaya.

—A mí me cae bastante bien —dijo Tata Ogg.

—No confío en nadie que beba ron y fume en pipa —replicó Yaya.

—Tata Ogg fuma en pipa y bebe de todo —señaló Magrat.

—Sí, pero eso se debe a que es una vieja repugnante —contestó Yaya sin alzar la vista.

Tata Ogg se quitó la pipa de la boca.

—Es verdad —asintió sin inmutarse—. Si no mantienes la imagen, no eres nada.

Yaya apartó la vista de la cerradura.

—No puedo cambiarla —dijo—. Es octihierro. No puedo abrirla con magia.

—Ha cometido una tontería al encerrarnos —dijo Tata—. Yo nos hubiera hecho matar.

—Eso es porque, en el fondo, eres buena —le respondió Magrat—. Los buenos son inocentes y crean la justicia. Los malos son culpables, y por eso inventan la piedad.

—No, yo sé por qué lo ha hecho —replicó Yaya, lúgubre—. Para que sepamos que hemos perdido.

—Pero también dijo que íbamos a escapar —insistió Magrat—. No lo entiendo. ¡Debe saber que, al final siempre ganan los buenos!

—Sólo en los cuentos —contestóYaya mientras examinaba las bisagras de la puerta—. Y ella cree que controla los cuentos. Los hace girar en torno a su persona. Cree que es la buena.

—La verdad —suspiró Magrat—, a mí tampoco me gustan los pantanos. Si no fuera por lo de la rana y todo lo demás, comprendería a Lily…

—Entonces no eres más que una estúpida hada madrina —le espetó Yaya sin dejar de hurgar en la cerradura—. No se puede ir por la vida construyendo un mundo mejor para la gente. Sólo la gente puede construir un mundo mejor para la gente. De lo contrario, no se trata más que de una jaula. Además, no se puede construir un mundo mejor cortando cabezas y haciendo que chicas inocentes se casen con ranas.

—Pero el progreso… —empezó Magrat.

—A mí no me vengas con eso del progreso. El progreso sólo significa que las cosas malas suceden más deprisa. ¿Tenéis otra horquilla? Ésta no sirve.

Tata, que tenía la habilidad de Greebo de ponerse cómoda al instante en cualquier lugar donde estuviera, se sentó en un rincón de la celda.

—Una vez me contaron un cuento —dijo—. Iba sobre un tipo que estuvo encerrado años y años, y aprendió cosas increíbles sobre el universo y todo eso de otro prisionero que era la mar de listo, y luego se escapó y buscó venganza.

—¿Qué cosas increíbles sabes tú sobre el universo, Gytha Ogg? —preguntó Yaya.

—Que es una birria —replicó Tata alegremente.

—Pues más vale que intentemos escapar ahora lo antes posible.

Tata sacó un trozo de cartulina de su sombrero, encontró también en el interior un trocito de lápiz, lamió la punta y meditó unos instantes. Luego escribió:

<<Querido Jason unt so witer (como dicen aquí, en el extranjero):

Bueno, pues no os lo vais a creer pero vuestra querida Mamá está encerrada en la carcel otra vefz, con lo viejecita que soy, me tendríais que enviar un pastel con una lima, jeje, es una broma. Os he hecho un dibujo de la mazmorra y he puesto una X en donde estamos, que es dentro. Magrat lleva un vestido que es una maravilla, se ha estado portando como una fresca. También os he pintado a Esme toda cabreada porque no puede abrir la cerradura, pero supongo que todo va OK porque al final siempre ganan los buenos y nosotras somos las buenas. Y todo esto es porque una chica no se quiere casar con un Duque que en realidad es una rana, y yo la verdad es que la comprendo, una no quiere empezar a tener descendientes con jenes que quieran vivir en una jarra y luego vayan saltando por ahí y a lo mejor los pisas…>>

La interrumpió el sonido de una mandolina, que alguien tocaba bastante bien al otro lado del muro. Una voz tenue, pero decidida, atacó una canción.

… si consuenti d'amoure, ventre dimo roendreturoooo…

—«Cómo consiento el amor de tu vientre, dime roedor … » —tradujo Tata sin alzar la vista.

… della della t'ozentro, autri t'dre vontarieeee…

—«La tienda, la tienda, tengo algo dentro, el cielo es rosa.»

Yaya y Magrat se miraron.

… guarunto del tari, bella pore di larientos…

—«Barrunto que estás del tarro, y tienes un enorme … »

—No me creo ni una palabra —se apresuró a interrumpirla Yaya—. Te lo estás inventando todo.

—He traducido palabra por palabra —replicó Tata—. Hablo el extranjero como una nativa, para que te enteres.

—¿Señora Ogg? ¿Es usted, amada mía?

Todas se volvieron hacia los barrotes de la ventana. Un pequeño rostro se acababa de asomar.

—¿Casavieja? —se sorprendió Tata.

—En persona, señora Ogg.

—Amada mía —refunfuñó Yaya.

—¿Cómo se ha subido hasta la ventana? —preguntó Tata, haciendo caso omiso de su compañera.

—Yo siempre sé dónde encontrar una buena escalera, señora Ogg.

—Supongo que no sabrá dónde encontrar unas buenas llaves…

—No servirían de nada. Hay demasiados guardias ante su puerta, señora Ogg. Hasta para un famoso espadachín como yo. Lady Lilith ha dado órdenes muy estrictas. Nadie debe escucharlas, ni siquiera mirarlas.

—¿Cómo es que está usted en la guardia de palacio, Casavieja?

—Un soldado de fortuna acepta los trabajos que se le ofrecen, señora Ogg —respondió con prontitud el enano.

—Pero el resto de los guardias miden metro ochenta, y usted es… usted es de un estilo más menudo.

—Mentí sobre mi estatura, señora Ogg. Tengo fama como mentiroso.

—¿Es verdad eso?

—No.

—¿Y lo de que es el amante más grande del mundo?

Se hizo el silencio unos instantes.

—Bueno, de acuerdo, puede que sea el número dos —suspiró Casavieja—. Pero hago lo que puedo.

—¿No puede ir a buscarnos una lima, o algo por el estilo, señor Casavieja? —preguntó Magrat.

—Veré qué puedo hacer, señorita.

El rostro desapareció.

—También podríamos hacer que viniera alguien a visitarnos, y luego fugarnos con su ropa —sugirió Tata Ogg.

—Mira lo que has hecho, me he clavado la horquilla en el dedo —refunfuñó Yaya Ceravieja.

—O también podríamos hacer que Magrat sedujera a uno de los guardias —insistió Tata.

—¿Por qué no lo seduces tú? —replicó la joven con el tono más antipático que pudo conseguir.

—De acuerdo, trato hecho.

Callaos las dos de una vez —rugió Yaya—. Estoy tratando de pensar…

Se oyó otro ruido junto a la ventana.

Era Legba.

El gallo negro miró entre los barrotes un instante, y luego se alejó revoloteando.

—Ese bicho me pone los pelos de punta —dijo Tata—. No puedo mirarlo sin que me vengan a la cabeza ideas sobre salvia, cebollas y puré de patatas.

Su rostro arrugado se arrugó aún más.

—¡Greebo! —exclamó—. ¿Dónde lo hemos dejado?

—Oh, no es más que un gato —replicó Yaya Ceravieja—. Los gatos saben cuidarse solos.

—En realidad, es un grandullón blandengue… —empezó a decir Tata justo antes de que alguien derribara la pared.

Apareció un agujero. Una mano gris apartó otra piedra. Les llegó el olor pungente del lodo del río.

La roca se hizo arena entre los fuertes dedos.

—¿Señoras? —inquirió una voz retumbante.

—Vaya, señor Sábado —exclamó Tata—. Vivito y coleando… bueno, más o menos, ya me entiende.

Sábado gruñó algo y se alejó a zancadas.

Se oyeron unos golpes contra la puerta, y alguien empezó a trastear con las llaves.

—No hace falta que nos quedemos aquí más tiempo —dijo Yaya—. Vamos.

Se ayudaron unas a otras a salir por el agujero.

Sábado estaba ya al otro lado del pequeño patio, y se dirigía hacia los sonidos del baile.

Y alguien lo seguía, como la cola de un cometa.

—¿Qué es eso?

—Es cosa de la señora Gogol —replicó Yaya Ceravieja con voz sombría.

Detrás de Sábado, ensanchándose a medida que serpenteaba por los terrenos del palacio, en dirección a la puerta, había en el aire un reguero de oscuridad cada vez más profunda. A primera vista, parecía que contenía formas, pero una inspección más detallada indicaba que no eran formas en absoluto, sino una simple sugerencia de formas que nacían y desaparecían. Entre los jirones de oscuridad, brillaban de cuando en cuando unos ojos. Se oía el chirriar de los grillos y el zumbar de los mosquitos, les llegaba el olor del musgo y el hedor del lodo del río.

—Es el pantano —dijo Magrat.

—Es el concepto del pantano —la corrigió Yaya—. Es lo que hay que tener para que haya un pantano.

—Oh, cielos —suspiró Tata. Se encogió de hombros— Bueno, Enta ha escapado, nosotras también, así que ahora viene cuando nos marchamos, ¿verdad? Es lo que toca.

Ninguna de las tres se movió.

—Esa gente de ahí dentro no es la mejor del mundo —dijo Magrat tras unos momentos—. Pero no se merecen que les caigan encima los caimanes.

—Quedaos donde estáis, brujas —dijo una voz tras ellas.

Media docena de guardias acababan de salir por el agujero de la pared.

—Desde luego, la vida de la ciudad es muy movidita —señaló Tata al tiempo que se quitaba otra horquilla del sombrero.

—Llevan ballestas —les advirtió Magrat—. No se puede hacer gran cosa contra las ballestas. Las armas con proyectiles vienen en la Lección Siete, y todavía no he llegado.

—No podrán apretar los gatillos si creen que tienen aletas en vez de dedos —amenazó Yaya.

—Vamos, vamos —dijo Tata—. No empecemos con eso, ¿eh? Todo el mundo sabe que los buenos ganan, sobre todo cuando son menos que sus enemigos.

Los guardias se acercaron.

En aquel momento, una forma alta, negra, saltó sin ruido desde el muro situado tras ellos.

—Ahí está —sonrió Tata—. Ya os dije que no iría muy lejos sin su mamaíta, ¿a que sí?

Uno o dos de los guardias se dieron cuenta de que la anciana miraba con orgullo hacia un punto situado tras ellos, y se volvieron.

Por lo que a ellos respectaba, lo que tenían enfrente era un hombre alto, de hombros anchos, con una melena negra, un parche en el ojo y una sonrisa muy amplia.

Estaba allí, de pie, con los brazos cruzados en gesto desdeñoso.

Aguardó hasta que contó con toda la atención de los guardias. Después Greebo separó los labios muy despacio.

Muchos de los hombres dieron un paso hacia atrás.

—¿Por qué nos preocupamos? —dijo uno de ellos—. No es como si tuviera arm…

Greebo alzó una mano.

Las garras no hacen ruido cuando salen a la luz, pero deberían hacerlo. Deberían hacer un ruido como «snikt».

La sonrisa de Greebo se hizo aún más amplia.

¡Ah! Al menos eso aún funcionaba…

Uno de los hombres fue lo suficientemente inteligente como para alzar la ballesta, pero lo suficientemente estúpido como para hacerlo cuando tenía detrás a Tata Ogg, armada con una horquilla de sombrero. La mano de la mujer se movió tan deprisa que cualquier joven buscador de la verdad vestido con una túnica naranja habría iniciado en aquel momento el Camino de la Señora Ogg. El guardia gritó y dejó caer el arma.

—Grrrrlll…

Greebo saltó.

Los gatos son como las brujas. No luchan para matar, sino para ganar. Existe una diferencia. Es inútil matar a un adversario. Así no saben que han perdido, y para ser un auténtico vencedor necesitas tener un adversario derrotado, y que lo sepa. No existe el triunfo sobre un cadáver. Pero un oponente vencido, que se sepa vencido durante el resto de su triste vida, es un auténtico tesoro.

Evidentemente, los gatos no lo racionalizan tanto. Lo que pasa es que les gusta ver cómo el otro se aleja cojeando, sin el rabo y sin unos cuantos centímetros cuadrados de pelo.

La técnica de Greebo era poco científica, y no habría podido hacer nada contra cualquier espadachín medio bueno. Pero tenía a su favor el hecho de que es casi imposible manejar la espada medio bien cuando ves que se te viene encima una picadora de carne y que te está mordiendo la oreja.

Las brujas observaron con interés.

—Creo que podemos dejarlo solo —sugirió Tata—. Me parece que se lo está pasando bien.

Corrieron hacia la sala de baile.

La orquesta estaba en medio de una complicada pieza cuando dio la casualidad de que al primer violinista se le ocurrió mirar hacia la puerta. Se le cayó el arco. El violonchelista se volvió para ver qué había causado aquello, siguió la mirada fija de su colega y en un momento de confusión trató de tocar su instrumento hacia atrás.

Tras una sucesión de chirridos y notas desafinadas, la orquesta dejó de tocar. Los bailarines siguieron moviéndose unos instantes por el mero impulso, y luego también se detuvieron, confusos. Después, uno a uno, también ellos alzaron la vista.

Sábado había llegado a la cima de la escalera.

En el silencio, se empezó a oír el sonido de los tambores que hacían que la música anterior pareciera tan insignificante como el criar de los grillos. Ésta era la auténtica música de la sangre. Todo el resto de la música que se ha escrito alguna vez es un simple y patético intento de acompañamiento.

La música se derramó por la habitación, y con ella llegaron el calor y la humedad, el olor vegetal del pantano. Había una sugerencia de caimanes en el aire. No una presencia, sino una promesa.

Los tambores tocaron más fuerte. Eran ritmos complejos, se sentían más que se oían.

Sábado se quitó una mota de polvo del hombro de su antigua chaqueta y extendió un brazo.

El sombrero de copa apareció en su mano.

Extendió el otro brazo.

El bastón negro con empuñadura de plata apareció en el aire. Lo agarró con gesto triunfal.

Se puso el sombrero. Hizo girar el bastón.

Los tambores retumbaron. Pero…, pero quizá ya no fueran tambores, quizá fuera un ritmo que sonaba en el mismo suelo, o en las paredes, o en el aire. Era rápido, y caliente, y la gente que había en la sala se encontró con que sus pies se iban tras él, porque el sonido de aquellos tambores parecía llegar a los dedos de los pies a través del cerebelo, sin siquiera pasar por las orejas.

Los pies de Sábado también se movían. Marcaban su propio staccato sobre el suelo de mármol.

Bajó la escalera bailando.

Giró. Saltó. La cola de su frac azotó el aire. Y cuando aterrizó tras salvar el último peldaño, sus pies golpearon contra el suelo como el gong de la condenación.

Sólo entonces se movió la gente.

—¡No puede ser él! —croó el Príncipe—. ¡Está muerto! ¡Guardias! ¡Matadlo!

Sábado miró a su alrededor con ojos enloquecidos. Los clavó en los guardias situados junto a la escalera.

El capitán se puso pálido.

—Esto…, ¿otra vez? Es decir, me parece que no… —empezó.

—¡Ahora mismo!

El capitán alzó nervioso la ballesta. El punto de mira describía ochos ante sus ojos.

—¡He dicho que lo mates!

La flecha salió disparada.

Alcanzó su objetivo.

Sábado bajó la vista para contemplar las flechas enterradas en su pecho. Luego, sonrió y alzó el bastón.

El capitán lo miró con el pavor de la muerte segura dibujado en el rostro. Dejó caer la ballesta y se volvió para echar a correr. Hasta consiguió dar un par de pasos antes de desplomarse hacia adelante.

—No —dijo una voz detrás del Príncipe—. A un hombre muerto se lo mata así.

Lily Ceravieja dio un paso al frente, con el rostro lívido de ira.

—Éste ya no es tu lugar —siseó—. No eres parte del cuento.

Alzó una mano.

Tras ella, las imágenes fantasmales se definieron repentinamente en su persona, de manera que se hizo más iridiscente. Una llamarada plateada recorrió la habitación.

El Barón Sábado extendió el bastón hacia adelante. La magia lo golpeó, lo recorrió y fue a enterrarse en el suelo, dejando pequeños regueros plateados que chisporrotearon unos instantes antes de desaparecer.

—No, señora —dijo—. No hay manera de matar a un hombre muerto.

Las tres brujas observaban desde la puerta.

—Hasta yo he notado eso —susurró Tata—. ¡A él debería haberlo hecho pedacitos!

—¿Qué se debería haber hecho pedacitos? —replicó Yaya—. ¿El pantano? ¿El río? ¿El mundo? ¡Es todo eso! ¡Oh, qué mujer tan inteligente es la señora Gogol!

—¿Qué? —se sorprendió Magrat—. ¿Cómo que es todo eso?

Lily retrocedió. Alzó la mano de nuevo y envió otra bola de fuego en dirección al Barón. Le dio en el sombrero, y estalló como si fueran fuegos artificiales.

—¡Qué idiota! —murmuró Yaya—. ¡Ya ha visto que no funciona, pero lo sigue intentando!

—Creía que no estabas de su parte —señaló Magrat.

—¡Y no lo estoy! Pero no me gusta ver a nadie haciendo idioteces. Todo eso no sirve de nada, Magrat Ajostiernos, hasta tú puedes…, oh, no, otra vez no…

El Barón se echó a reír cuando el tercer intento fracasó sin causarle el menor daño. Después, alzó su bastón. Dos cortesanos se tambalearon hacia adelante.

Lily Ceravieja, que no había dejado de retroceder, llegó al pie de la escalinata principal.

El Barón avanzó hacia ella.

—¿Quiere intentar alguna otra cosa, señora? —preguntó.

Lily alzó las dos manos.

Las tres brujas lo sintieron, era casi palpable la terrible succión cuando Lily intentó concentrar toda la energía disponible en los alrededores.

Fuera, el único guardia que quedaba en pie se encontró con que, de repente, ya no peleaba contra un hombre sino contra un gatazo rabioso, aunque esto no le sirvió de mucho consuelo. Sólo significaba que, ahora, Greebo tenía dos garras más.

El Príncipe gritó.

Fue un grito largo, descendente, que terminó con un croar a la altura del suelo.

Los tambores cesaron de repente.

—Gracias, señoras —dijo una voz detrás de las brujas ¿Les importa echarse a un lado, por favor?

Miraron a su espalda. Allí estaba la señora Gogol, que llevaba a Brasas de la mano. De su hombro colgaba una bolsa grande, decorada con alegres bordados.

Las tres contemplaron a la mujer vudú, que guiaba a la chica hacia la sala de baile entre la multitud silenciosa.

—Eso tampoco está bien —dijo Yaya entre dientes.

—¿El qué? —preguntó Magrat—. ¿El qué?

El Barón Sábado dio un golpe en el suelo con el bastón.

—Me conocéis —dijo—. Todos me conocéis. Sabéis que me asesinaron. Y ahora estoy aquí. Me asesinaron, ¿Y qué hicisteis vosotros…?

—¿Qué hizo usted, señora Gogol? —susurró Yaya—. No, esto no lo vamos a tolerar.

—Calla, que no oigo lo que dice —le indicó Tata.

—Les está diciendo que ahora pueden tenerlo a él gobernando de nuevo. O a Brasas —dijo Magrat.

—Tendrán a la señora Gogol —murmuró Yaya—. Será una de esas inminencias grasas.

—Bueno, tampoco está tan mal —replicó Tata.

—No está tan mal en el pantano —la corrigió Yaya— No está tan mal mientras haya alguien que sirva de contrapeso a su poder. Pero si la señora Gogol empieza a decir a toda una ciudad lo que deben hacer… No, eso no está bien. La magia es muy importante, demasiado como para que la usen para gobernar a la gente. Además, Lily sólo mataba a la gente. La señora Gogol haría lo mismo y luego, encima, los usaría para cortar leña y limpiar las casas. En mi opinión, después de trabajar toda una vida, te mereces un poco de descanso cuando estás muerto.

—Sí, algo como relajarte y disfrutar —asintió Tata.

Yaya se contempló el vestido blanco.

—Me gustaría llevar mi ropa de bruja —dijo—. El negro es el único color apropiado para una bruja.

Bajó por la escalera, y luego se llevó las manos a la boca para formar bocina.

—¡Eeeh! ¡Señora Gogol!

El Barón Sábado dejó de hablar. La señora Gogol hizo un gesto de asentimiento a Yaya.

—¿Sí, señorita Ceravieja?

—Señora —la corrigió Yaya.

Luego, suavizó de nuevo su tono.

—Esto no está bien, y usted lo sabe. Enta es la que debe gobernar. Usted ha utilizado la magia para hacerla llegar hasta aquí, y también eso está bien. Pero ahí se acabó. Ahora, lo que suceda a continuación depende de ella. No se pueden arreglar las cosas con la magia. Lo único que se puede hacer es impedir que vayan mal.

La señora Gogol se irguió en toda su impresionante estatura.

—¿Quién es usted para decir qué puedo y qué no puedo hacer aquí?

—Somos sus hadas madrinas —dijo Yaya.

—Exacto —corroboró Tata Ogg.

—Hasta tenemos la varita y todo —asintió Magrat.

—Pero si usted detesta a las hadas madrinas, señora Ceravieja —señaló la señora Gogol.

—Nosotras somos de las otras —replicó Yaya— Somos de las que dan a las personas lo que saben que necesitan, no lo que creen que deberían querer.

Entre la fascinada multitud, muchos labios se movieron intentando aclarar aquello.

—En ese caso, ya han cumplido con su trabajo —replicó la señora Gogol, que pensaba más deprisa que la mayoría— Y lo han hecho muy bien.

—No me está escuchando —insistió Yaya—. No es cuestión de hadamadrinaje. Puede que Enta sea buena gobernante, puede que sea mala. Pero tendrá que descubrirlo por ella misma. Sin que nadie se entrometa.

—¿Qué pasará si me niego?

—En ese caso, supongo que tendremos que seguir haciendo de hadas madrinas —respondió Yaya.

—¿Tiene idea de cuánto tiempo he trabajado para ganar? —inquirió la señora Gogol con altanería—. ¿Tiene idea de lo que he perdido?

—Ahora ya ha ganado y se acabó el asunto —replicó Yaya.

—¿Me está desafiando usted, señora Ceravieja?

Yaya titubeó. Luego, irguió los hombros. Apartó los brazos de los costados, de manera casi imperceptible. Tata y Magrat retrocedieron un poquito.

—Si es eso lo que quiere…

—¿Mi vudú contra su… cabezología?

—Como guste.

—¿Y qué hay en juego?

—Se acabó la magia en los asuntos de Genua —contestó Yaya—. Se acabaron los cuentos. Se acabaron las hadas madrinas. Sólo habrá personas que decidirán por sí mismas. Para bien o para mal. Acertando o equivocándose.

—Muy bien.

—Y yo me encargaré de Lily Ceravieja.

El sonido que hizo la señora Gogol al tomar aliento se oyó en toda la sala.

—¡Jamás!

—¿Mmm? —dijo Yaya—. Cree que va a perder, ¿no es así?

—No quiero hacerle daño, señora Ceravieja —replicó la señora Gogol.

—Perfecto —asintió Yaya—. Yo tampoco quiero hacerle daño a usted.

—No quiero que haya ninguna pelea —dijo Enta.

Todos la miraron.

—Ella es la que manda ahora, ¿verdad? —señaló Yaya—. Deberíamos hacer lo que dice.

—Me mantendré al margen de la ciudad —dijo la señora Gogol, haciendo caso omiso—. Pero Lilith me pertenece.

—No.

La señora Gogol metió la mano en la bolsa, y sacó la muñeca de trapo.

—¿Ve esto?

—Sí —asintió Yaya.

—Iba a ser ella. No me obligue a que sea usted.

—Lo siento, señora Gogol —replicó Yaya por firmeza—, pero mi deber está muy claro.

—Es usted una mujer inteligente, señora Ceravieja. Pero se encuentra muy lejos de su casa.

Yaya se encogió de hombros. La señora Gogol sujetó la muñeca por la cintura. Tenía los ojos de color azul zafiro.

—¿Conoce la magia de los espejos? Pues éste es mi tipo de espejo, señora Ceravieja. Puedo hacer que sea usted. Y luego puedo hacerla sufrir. No me obligue a eso. Se lo ruego.

—Haga lo que quiera, señora Gogol. Pero yo me encargaré de Lily.

—Yo que tú me andaría con cuidado, Esme —murmuró Tata Ogg—. Esto se le da muy bien.

—Creo que puede ser despiadada —corroboró Magrat.

—Siento el mayor de los respetos hacia la señora Gogol —respondió Yaya—. Es una gran mujer. Pero creo que habla demasiado. Si yo fuera ella, ya habría clavado un par de alfileres grandes en ese trasto.

—Te creo, te creo —asintió Tata—. Menos mal que eres la buena, ¿eh?

—Cierto —dijo Yaya. Alzó la voz de nuevo—. ¡Voy a buscar a mi hermana, señora Gogol! Esto es un asunto familiar.

Se dirigió con paso seguro hacia la escalera.

Magrat sacó la varita.

—Si le hace algo malo a Yaya, se pasará el resto de su vida siendo naranja, redonda y con pepitas por dentro —amenazó.

—No creo que a Esme le hiciera la menor gracia que te entrometieras —replicó Tata—. No te preocupes. Ella no cree en eso de los alfileres y las muñecas.

—No cree en nada. ¡Pero eso no importa! —gimió Magrat—. ¡La señora Gogol sí que cree! ¡Es su poder! ¡Lo que ella crea es lo que importa!

—¿No te parece que Esme también sabe eso?

Yaya Ceravieja llegó al pie de la escalera.

—¡Señora Ceravieja!

Yaya se volvió.

La señora Gogol tenía una larga astilla de madera en la mano. Sacudió la cabeza con gesto desesperado y la clavó en un pie de la muñeca.

Todo el mundo pudo ver que Esme Ceravieja parpadeaba.

Otra astilla penetró en el brazo de trapo.

Muy despacio, Yaya alzó su otra mano y se estremeció al tocarse la manga. Luego, con un ligero cojeo, siguió subiendo por la escalera.

—¡Puedo clavar la próxima en el corazón, señora Ceravieja! —gritó la señora Gogol.

—Estoy segura de que puede. Se le da muy bien. Se le da muy bien —repitió Yaya sin volver la vista.

La señora Gogol clavó otra astilla en una pierna. Yaya se tambaleó y se agarró a la baranda. A un lado ardía una de las grandes antorchas.

—¡La próxima vez! —gritó la señora Gogol—. ¿Entiende? ¡La próxima vez! ¡Puedo hacerlo!

Yaya se dio media vuelta.

Contempló los cientos de rostros que la miraban.

Cuando habló, su voz era tan suave que había que esforzarse para oírla.

—Sé muy bien que puede hacerlo, señora Gogol. Usted lo cree de verdad. Pero, a ver si lo recuerdo bien…, nos estamos jugando a Lily, ¿verdad? Y la ciudad.

—¿Qué importa eso ahora? —replicó la señora Gogol—. ¿No se va a rendir?

Yaya Ceravieja se metió el meñique en la oreja y lo retorció pensativa.

—No —dijo—. Me parece que no voy a rendirme, no. ¿Me está mirando, señora Gogol? ¿Me está mirando con atención?

Sus ojos recorrieron la habitación, y se posaron en Magrat tan sólo una fracción de segundo.

Luego extendió la mano y, lentamente, metió el brazo hasta el codo en el fuego de la antorcha.

Y la muñeca que Erzulie Gogol tenía entre las manos empezó a arder.

Siguió ardiendo, incluso después de que la mujer vudú gritara y la dejara caer al suelo. Siguió ardiendo hasta que Tata Ogg se acercó con una jarra de zumo de frutas que acababa de coger del buffet y, silbando entre dientes, la apagó.

Yaya Ceravieja retiró la mano. Ni siquiera se le había enrojecido.

—Eso es cabezología —dijo—. Es lo único que importa. Todo lo demás son pamplinas. ¡Espero no haberle hecho daño, señora Gogol!

Siguió subiendo por la escalera.

La señora Gogol se quedó mirando las cenizas húmedas. Tata Ogg le dio unas palmaditas amistosas en el hombro.

—¿Cómo lo ha hecho? —se preguntó la señora Gogol.

—No ha sido ella. Ha dejado que lo hiciera usted —dijo Tata—.

Con Esme Ceravieja, hay que andar con cuidado. Me gustaría verla frente a frente algún día con uno de esos cretinos Zen.

—¿Y ella es la buena? —quiso saber el Barón Sábado.

—Sí —asintió Tata—. Hay que ver cómo son las cosas, ¿verdad?

Contempló pensativa la jarra de zumo vacía que tenía en la mano.

—Aquí, lo que hace falta —dijo como quien llega a una conclusión tras largo rato de meditaciones— son unas cuantas bananas, y ron, y todo eso…

Magrat agarró a Tata por el vestido cuando ésta echó a andar con decisión en dirección al dairikiri más cercano.

—Ahora no —la apremió—. ¡Tenemos que ir con Yaya! ¡Puede que nos necesite!

—Ni se me pasaría por la cabeza —replicó Tata—. No me gustaría estar en el pellejo de Lily cuando Esme la coja por su cuenta.

—Pero nunca había visto a Yaya tan alterada —insistió Magrat—. Puede suceder cualquier cosa.

—Por mí, estupendo —asintió Tata.

Hizo un gesto cargado de sentido a un lacayo, que era de los que reaccionaban más deprisa y se puso en marcha rápidamente.

—Es que a lo mejor hace algo… terrible.

—Bien. Es lo que siempre ha deseado. —Tata sonrió al criado—. Otro dairikiri de banana, mahatma gandi chopchop.

—No, no me parece bien —se empecinó Magrat.

—Oh, de acuerdo —suspiró Tata.

Tendió la jarra vacía al Barón Sábado, que la cogió en medio de una especie de neblina hipnótica.

—Bueno, vamos a arreglar las cosas —sonrió Tata—. Adelante con los faroles.

Cuando las brujas se hubieron marchado, la señora Gogol se agachó y recogió los restos húmedos de la muñeca.

Dos o tres personas tosieron.

—¿Eso es todo? —dijo el Barón— ¿Después de doce años?

—El Príncipe ha muerto —anunció la señora Gogol—. Fuera lo que fuese.

—Pero, prometiste que podría vengarme de ella —protestó el Barón.

—Creo que habrá venganza —respondió la señora Gogol. Tiró la muñeca al suelo—. Lilith ha estado combatiéndome durante doce años y nunca se salió con la suya. Esa mujer no tendrá ni que sudar. Así que supongo que habrá venganza.

—¡No tienes por qué mantener tu palabra!

—Sí. Tengo que mantener algo.

La señora Gogol pasó su brazo sobre el hombro de Enta.

—Ahí están, chica —dijo—. Tu palacio, tu ciudad. Nadie te los disputará.

Contempló a los invitados. Uno o dos retrocedieron un paso.

Enta miró a Sábado.

—Tengo la sensación de que debería conocerte —dijo, antes de volverse hacia la señora Gogol—. Y a ti —añadió—. Os he visto a los dos… antes, hace mucho tiempo.

El Barón Sábado abrió la boca para hablar. La señora Gogol alzó la mano.

—Lo prometimos —advirtió—. Sin interferencias.

—¿Ni siquiera nosotros?

—Ni siquiera nosotros. —Se volvió hacia Enta—. Sólo somos gente corriente.

—¿Queréis decir… —aventuró Enta—… que he estado esclavizada en una cocina durante años, y que ahora… se supone que debo gobernar la ciudad? ¿Así de fácil?

—Así están las cosas.

Enta bajó la mirada mientras pensaba intensamente.

—¿Y la gente tendrá que hacer todo lo que yo diga? —añadió con inocencia.

La multitud dejó escapar unas cuantas toses nerviosas.

—Sí —confirmó la señora Gogol.

Enta siguió contemplando el suelo ociosamente, mordiéndose una uña. Después, alzó los ojos.

—Entonces, lo primero que ordeno es que termine el baile. ¡Ahora mismo! Voy a ir al Carnaval. Siempre he querido bailar durante el Carnaval. —Contempló los rostros preocupados, antes de añadir—: Pero no obligo a nadie a que venga conmigo.

Los nobles de Genua tenían la suficiente experiencia como para saber qué significaba que su gobernante dijera que algo «no es obligatorio».

Segundos después, en el salón sólo quedaban tres personas.

—Pero…, pero…, ¡yo quería venganza! —aulló el Barón—. ¡Quería muertes! ¡Quería que nuestra hija ocupase el trono!

DOS DE TRES NO ESTÁ TAN MAL.

La señora Gogol y el Barón se dieron media vuelta. La Muerte dejó su copa y avanzó hacia ellos.

El Barón Sábado se irguió.

—Estoy preparado para ir contigo.

La Muerte se encogió de hombros, dando a entender que a él le daba igual que estuviera preparado o no.

—Pero… me he resistido a ti —añadió el Barón—. ¡Durante doce años!

Rodeó los hombros de Erzulie con el brazo.

—¡Cuando me mataron y me tiraron al río, te robamos una vida!

DEJASTE DE VIVIR, PERO NO MORISTE. NO VINE A POR TI.

—¿Ah, no?

ESTA NOCHE TENÍA UNA CITA CONTIGO.

El Barón pasó su bastón a la señora Gogol. Se quitó el sombrero negro de copa. Se despojó del abrigo.

La energía chisporroteó en los pliegues de la prenda.

—Se acabó el Barón Sábado —suspiró.

QUIZÁ. Es UN SOMBRERO MUY BONITO.

El Barón se volvió hacia Erzulie.

—Creo que tengo que irme.

—Sí.

—¿Qué piensas hacer?

La mujer vudú contempló el sombrero que tenía entre sus manos.

—Creo que volveré al pantano —dijo.

—Podrías quedarte aquí. No me fío de esa bruja extranjera.

—Yo sí, así que volveré al pantano. Algunos cuentos tienen que terminar. Sea lo que sea en lo que termine convirtiéndose. Enta, tendrá que hacerlo sola.

El paseo hasta las espesas aguas sucias del río fue breve.

El Barón se detuvo en la ribera.

—¿Vivirá feliz para siempre? —preguntó.

PARA SIEMPRE NO. PERO QUIZÁ DURANTE MUCHO TIEMPO.

Y aquí termina el cuento.

La bruja mala ha sido derrotada. La princesa harapienta recupera su trono. El reino ha sido restaurado. Han vuelto los días felices. Felices para siempre jamás. Y eso significa que la vida se detiene aquí.

Los cuentos quieren terminar. No les importa lo que pase a continuación…

Tata Ogg, jadeante, recorrió el pasillo.

—Nunca había visto así a Esme —dijo—. Está de un humor muy extraño. Hasta podría ser un peligro para sí misma.

—Es un peligro para todo el mundo —rectificó Magrat—. Es…

Las mujeres serpiente aparecieron en el pasillo frente a ellas.

—Míralo por el lado bueno —dijo Tata, recuperando el aliento—. ¿Qué pueden hacernos?

—No soporto las serpientes —comentó Magrat tranquilamente.

—Tienen esos dientes, claro —dijo Tata, como si dirigiera un seminario—. Bueno, colmillos más bien. Vamos, chica, busquemos otro camino.

—Las detesto.

Tata tiró de Magrat, pero ésta no se movió.

—¡Vamos!

—Las detesto de verdad.

—¡Podrás detestarlas mucho mejor cuando estés muy lejos! —rugió.

Las hermanas estaban casi sobre ellas. No caminaban, se deslizaban. Quizá Lily no se estaba concentrando, porque parecían más serpientes que nunca. Tata creyó percibir escamas bajo su piel. Las mandíbulas parecían francamente extrañas en sus rostros.

—¡Magrat!

Una de las hermanas las alcanzó. Magrat se estremeció.

La serpiente abrió la boca.

Entonces, Magrat la miró fijamente y, casi como en sueños, le dio tal puñetazo que la hizo retroceder varios metros por el pasillo.

No fue un puñetazo producto de ningún Camino o Sendero. Ni siquiera lo había visto en ningún diagrama, ni practicado frente a un espejo con una cinta alrededor de la cabeza. Fue un puñetazo fruto del más puro y aterrorizado instinto de supervivencia.

—¡Utiliza la varita! —gritó Tata— ¡Déjate de ninjadas y utiliza la varita! ¡Sirve para eso!

La otra serpiente se volvió instintivamente para seguir el movimiento, lo cual demuestra que el instinto no siempre es la clave de la supervivencia, porque Magrat le golpeó la nuca. Con la varita. La serpiente se dobló sobre sí misma, perdiendo su forma mientras caía.

El problema con las brujas es que nunca huyen de las cosas que detestan con todas sus fuerzas.

Y el problema con los animalitos peludos arrinconados es que, a veces, uno de ellos resulta ser una mangosta.

Yaya Ceravieja siempre se había preguntado qué tenía de especial la luna llena. Sólo era un enorme círculo de luz. Y la luna nueva sólo era oscuridad.

Pero, a mitad de camino entre las dos, cuando la Luna estaba entre ambos mundos de luz y oscuridad, cuando incluso la Luna vivía en el límite… quizá entonces una bruja podía creer en la Luna.

Ahora, una media luna flotaba sobre la niebla del pantano.

El nido de espejos de Lily reflejaba la fría luz, tal como reflejaba todo lo demás. Las tres escobas estaban apoyadas contra el muro.

Yaya cogió la suya. No vestía del color adecuado, ni llevaba un sombrero: necesitaba algo con lo que sentirse ella misma.

Nada se movió.

—¿Lily? —susurró Yaya.

Su propia imagen la contempló desde los espejos.

—Esto tiene que terminar —dijo Yaya—. Puedes quedarte con mi escoba y yo usaré la de Magrat. Ella puede compartir la de Gytha. Y la señora Gogol no vendrá a por ti, ya lo he arreglado. Y nos vendría bien tener más brujas, allá en casa. Y se acabó el hacer de hada madrina. Basta de matar a la gente para que sus hijas puedan formar parte de un cuento. Sé que lo hiciste. Vuelve a casa. Es una oferta que no puedes rechazar.

El espejo se deslizó hacia atrás sin hacer ruido.

—¿Estás intentando ser buena conmigo? —preguntó Lily.

—No creas, lo mío me cuesta —respondió Yaya en un tono de voz más normal.

El vestido de Lily susurró en la oscuridad cuando dio un paso adelante.

—Así que has derrotado a la mujer del pantano —comentó.

—No.

—Pero has venido tú, en lugar de ella.

—Sí.

Lily tomó la escoba de las manos de Yaya, y la examinó.

—Nunca he usado una de estas cosas —dijo—. ¿Te sientas sobre ella y te lleva, así sin más?

—Bueno, con ésta tienes que correr bastante rápido para que despegue concedió Yaya—. Pero sí, ésa es la idea.

—Mmm. ¿Conoces la simbología de las escobas?

—Tiene algo que ver con eso de las abejas y las flores, las canciones populares y cosas así?

—¡Oh, sí!

—Entonces, no quiero saberla.

—Ya me lo imaginaba —asintió.

Le devolvió la escoba.

—Me quedo —anunció Lily—. Puede que la señora Gogol se haya sacado un nuevo truco del sombrero, pero eso no quiere decir que haya ganado.

—No. Esto ha terminado, ¿entiendes? —replicó Yaya—. Es lo que pasa cuando conviertes el mundo real en un cuento. Nunca debiste hacerlo. No debes convertir el mundo real en un cuento. No debes tratar a la gente como si fueran personajes, como si fueran cosas. Pero, si lo haces, tienes que saber cuándo se ha terminado el cuento.

—¿Vas a ponerte tus botas rojas y bailar toda la noche? —preguntó Lily.

—Sí, algo así.

—¿Mientras todo el mundo vive feliz para siempre?

—Eso no lo sé —admitió Yaya—. Es cosa suya. Lo que sí sé es que no se te permite que lo intentes una vez más. Has perdido.

—Sabes que una Ceravieja nunca pierde —replicó Lily.

—Pues, esta noche, una va a aprender a hacerlo.

—Nosotras estamos al margen de los cuentos. Yo, porque…, porque soy el medio gracias al cual existen; y tú, porque luchas contra ellos. Estamos en medio, somos las únicas libres…

Hubo un sonido tras ellas. Los rostros de Magrat y Tata Ogg aparecieron en lo alto de la escalera.

—¿Necesitas ayuda, Esme? —preguntó Tata con cautela.

Lily se rió.

—Aquí están tus serpientes, Esme. En el fondo eres como yo, ¿sabes? No he tenido una sola idea que tú no hayas tenido también. No he hecho una sola cosa que tú no hayas deseado hacer, pero que nunca tuviste valor para hacerlas. Ésa es la diferencia entre los que son como tú y los que son como yo. Nosotros tenemos el valor de hacer aquello que vosotros querríais hacer.

—¿Ah, sí? —dijo Yaya—. ¿Eso es lo que piensas? ¿Crees que yo querría hacer lo mismo que tú?

Lily movió un dedo. Magrat se separó de la escalera flotando, luchando. Agitó su varita frenéticamente.

—Me encanta —admitió Lily—. Los deseos de la gente. Nunca he deseado nada en mi vida. Siempre he hecho que las cosas sucedan. Es mucho más satisfactorio.

Magrat rechinó los dientes.

—Estoy segura de que no me sentaría bien ser una calabaza, querida —dijo Lily.

Alzó una mano, y Magrat ascendió.

—Te sorprenderías de las cosas que puedo hacer —exclamó Lily, soñadora, mientras la bruja más joven flotaba suavemente sobre las losas—. Debiste haber probado con los espejos, Esme. Hacen maravillas por una chica. Dejé que la mujer del pantano sobreviviera porque su odio es vigorizante. Me gusta ser odiada, ¿sabes? Sí, lo sabes. Es una especie de respeto. Demuestra que tus actos influyen en la gente. Es como darse un baño frío un día caluroso. Cuando la gente estúpida se encuentra indefensa, impotente en su futilidad. Cuando están derrotados y lo único que les queda en el ácido pozo de sus estómagos es hambre… Bueno, para ser sincera, es como una plegaria. Y los cuentos… dominarlos, absorber su poder, su calidez…, esconderse en ellos… ¿Puedes comprenderlo? ¿Puedes comprender el puro placer de ver cómo se repiten las mismas pautas? Siempre me han gustado las pautas. Por cierto, si esa mujer, la tal Ogg, sigue intentando deslizarse detrás de mí, dejaré que su joven amiga flote sobre el patio. Y entonces, Esme, puede que pierda interés en ella.

—Sólo estaba moviéndome —se quejó Tata—. No está prohibido.

—Cambiaste el cuento a tu estilo, y ahora lo cambiaré al mío —anunció Lily—. Todo lo que tienes que hacer es marcharte. Lo que pase aquí no te incumbe. Ésta es una ciudad muy alejada de tu aldea. No estoy segura de poder superar tus trucos —añadió—, pero estas dos… No tienen lo que hay que tener. Podría hacerlas papilla, supongo que lo sabes. Así que, ¿qué Ceravieja va a saber esta noche lo que es perder?

Yaya permaneció silenciosa un rato, apoyada en su inútil escoba.

—Está bien. Bájala y reconoceré que has vencido.

—Ojalá pudiera creérmelo —sonrió Lily—. Pero, claro, tú eres la buena, ¿no? Tienes que mantener tu palabra.

—Mírame.

Yaya caminó hasta el parapeto y miró hacia abajo. La luna de dos caras todavía brillaba lo suficiente como para iluminar la ondulante niebla que rodeaba el palacio como un mar.

—Magrat, Gytha, lo siento. Has ganado, Lily. No puedo hacer nada.

Y saltó.

Tata Ogg corrió hasta el borde y miró, justo a tiempo de ver una oscura figura que se desvanecía entre la niebla.

Las tres mujeres que quedaban en la torre respiraron profundamente.

—Es un truco para pillarme desprevenida —dijo Lily.

—¡No lo es! —gritó Magrat, cayendo sobre las losas.

—Tenía su escoba —les recordó Lily.

—¡No funcionaba! ¡No la había arrancado! —gritó Tata, acercándose amenazadora a la delgada figura de Lily—. Está bien, vamos a borrar esa presuntuosa expresión de tu cara.

Se detuvo, cuando un dolor agudo y frío recorrió todo su cuerpo.

Lily rió.

—Entonces, ¿es verdad? Sí, puedo verlo en vuestras caras. Esme era lo bastante inteligente como para saber que no podía vencer. No seáis estúpidas. Y no apuntes esa tonta varita contra mí, señorita Ajostiernos. De haber podido, haría tiempo que la vieja Desiderata me hubiera derrotado. La gente no comprende nada.

—Deberíamos bajar —gimió Magrat—. Puede que esté ahí, tirada…

—Eso es, sed buenas —dijo Lily, mientras ambas brujas corrian hacia la escalera—. Es para lo único que servís.

—¡Volveremos! —rugió Tata Ogg— ¡Aunque tengamos que vivir en el pantano con la señora Gogol, y tengamos que comer cabezas de serpiente!

—Por supuesto —admitió Lily, arqueando una ceja—. Eso es lo que he dicho. Una necesita gente como vosotras. Si no, nunca se asegura de estar en forma. Es un modo de saber que se sigue en plenitud de facultades.

Observó como desaparecían escalera abajo.

Una ráfaga de viento sopló sobre la torre. Lily se recogió la falda y avanzó hasta el borde para mirar los jirones de niebla que reptaban sobre los tejados, allá a lo lejos. Escuchó débiles retazos de música del lejano baile de Carnaval que recorría las calles.

Pronto sería medianoche. La medianoche de verdad, no la versión barata de una anciana que intentaba apañar los relojes.

Lily intentó ver algo a través de las sombras del fondo de la torre.

—Caray, Esme —susurró—, qué mal te has tomado lo de perder.

Tata alcanzó a Magrat y la sujetó, mientras descendían por la escalera de caracol.

—Frena un poco —le dijo.

—¡Pero, puede que esté herida …!

—Y tú también lo estarás si te caes —replicó Tata—. De todas formas, no creo que Esme esté tirada ahí abajo, toda ensangrentada. No es su estilo. Supongo que lo hizo para asegurarse de que Lily nos dejara en paz y no nos hiciera nada. Supongo que pensó que éramos… ¿Cómo era aquello del tipo tsortiano, ese al que sólo se le podía herir si le pegabas en el sitio exacto? Nadie pudo derrotarlo hasta que se descubrió. La rodilla, creo que era. Nosotras éramos su rodilla tsortiana, ¿verdad?

—¡Pero sabemos que hay que correr muy deprisa para que su escoba arranque! —gritó Magrat.

—Sí que lo sabemos, sí —asintió Tata—. Eso mismo pensé yo al principio. Pero lo que estoy pensando ahora es… ¿a qué velocidad vas cuando estás cayendo, así en picado?

—Ni…, ni idea —titubeó Magrat.

—Supongo que Esme pensó que era un buen momento para averiguarlo —replicó Tata—. Eso es lo que supongo.

Una figura apareció en la curva de la escalera, ascendiendo. Se hicieron amablemente a un lado para dejarla pasar.

—Ojalá pudiera recordar qué parte tenías que golpear —meditó Tata—. Ahora voy a estar despierta toda la noche.

EL TALóN.

—¿De verdad? ¡Oh, gracias!

NO HAY DE QUÉ.

La figura siguió ascendiendo.

—Llevaba una buena máscara, ¿verdad? —comentó Magrat.

Tata y ella buscaron confirmación en el rostro de la otra.

Magrat se quedó pálida. Miró hacia lo alto de la escalera.

—Creo que deberíamos volver y…

Tata Ogg era mucho más vieja.

—Creo que deberíamos irnos —sugirió.

Lady Volentia D'Acuerdo se sentó en su jardín de rosas, bajo la gran torre, y se sonó la nariz.

Llevaba media hora esperando y estaba harta.

Había deseado un romántico tête—à—tête. Parecía un hombre muy agradable, lanzado y tímido al mismo tiempo. Pero, en vez de eso, una anciana en una escoba y llevando lo que parecía, por lo poco que pudo verla debido a la velocidad, el vestido de Lady Volentia, había surgido de la niebla gritando y casi chocado con su cabeza. Sus botas habían arrasado las rosas, antes de que la curva del vuelo la hiciera desaparecer de nuevo.

Y un asqueroso gatazo se empeñaba en frotarse contra sus piernas.

Y eso que la noche había empezado tan bien…

—Hola, hermosa dama.

Buscó con la mirada entre los arbustos.

—Me llamo Casavieja —dijo una voz esperanzada.

Lily se volvió al oír el tintinear del cristal en su laberinto de espejos.

Frunció el ceño. Corrió por las baldosas de la sala y abrió la puerta que daba al mundo de los espejos.

No escuchó nada, excepto el susurro de su vestido y el siseo de su propia respiración. Se deslizó entre los espejos.

La miríada de yoes le devolvió la mirada aprobadoramente. Se relajó.

Entonces, su pie tropezó con algo. Bajó la vista y vio en el suelo, negra a la luz de la luna, una escoba en medio de un montón de cristales rotos.

Su mirada horrorizada se alzó para encontrarse con su propio reflejo.

Que le devolvió la mirada, por supuesto.

—¿Dónde está el placer de ganar, si el que pierde no está vivo para saber que ha perdido?

Lilith retrocedió, abriendo y cerrando la boca.

Yaya Ceravieja cruzó el marco vacío. Lily miró hacia abajo, más allá de su hermana vengadora.

—¡Has roto mi espejo!

—¿A esto se reduce todo? —preguntó Yaya—. ¿A jugar a ser reina de una húmeda ciudad? ¿A ser la esclava de los cuentos? ¿Qué clase de poder es ése?

—No lo entiendes… ¡has roto mi espejo!

—Se dice que no se debe hacer —concedió Yaya—. Pero ¿qué importan siete años más de mala suerte?

Imagen tras imagen se van quebrando a todo lo largo de la enorme curva del mundo espejo, se rompen más deprisa de lo que puede viajar la luz…

—Para estar a salvo, has de romper los dos… Has acabado con el equilibrio…

—¡Ja! ¿Sí? —Yaya avanzó un paso, con sus ojos brillando de amargura como dos zafiros— Voy a darte lo que Mamá nunca te dio, Lily Ceravieja. No con magia, no con cabezología, no con un palo como Papá, sí, que lo usaba a menudo si mal no recuerdo…, sino con piel. Y no porque seas la mala, ni porque trastees con los cuentos. Todos tenemos un camino que recorrer. Sino porque, y quiero que lo entiendas, porque a mí, cuando te fuiste, me tocó el papel de buena. Te quedaste con toda la diversión. Y eso es algo que jamás podrás terminar de pagar, Lily, pero voy a empezar a cobrarte ahora mismo…

… moviéndose como un cometa, la grieta de los espejos llega al extremo más alejado y vuelve, recorriendo incontables mundos…

—Tienes que ayudarme…, las imágenes tienen que estar equilibradas… —susurró Lily débilmente, dirigiéndose hacia el espejo intacto.

—¿Buena? ¿Buena? ¿Por echar de comer gente a los cuentos? ¿Por retorcer las vidas de las personas? ¿Te crees que por eso eres la buena? —dijo Yaya—. ¿Quieres decir que ni siquiera te has divertido? Si yo hubiera sido tan mala como tú, hubiera sido mucho peor, mejor de lo que puedas imaginar.

Movió la mano hacia atrás.

… la grieta de los espejos volvía hacia su punto de origen, llevándose con ella todos los volátiles reflejos…

Sus ojos se abrieron de par en par.

El cristal se hizo pedazos tras Lily Ceravieja.

Y, en el espejo, la imagen de Lily se dio media vuelta, sonriendo beatíficamente. Y salió del marco para tomar a Lily Ceravieja en sus brazos.

—¡Lily!

Todos los espejos explotaron en mil pedazos y sus fragmentos envolvieron la parte superior de la torre. Por un instante, se vio coronada por un parpadeante polvo mágico.

Tata Ogg y Magrat llegaron a la cima como ángeles vengadores nacidos tras un período de escaso control de calidad celestial.

Se detuvieron.

Allí donde había estado el laberinto de espejos, sólo se veían marcos vacíos. Los pedazos de cristal cubrían el suelo. Yaciendo entre ellos, vieron una figura ataviada con un vestido blanco.

Tata empujó a Magrat tras ella y se adelantó con precaución. Tocó a la figura con la punta de su bota.

—Hay que arrojarla desde lo alto de la torre —exclamó Magrat.

—Vale —aceptó Tata—. Hazlo.

Magrat dudó.

—Bueno… Cuando dije que hay que arrojarla, no me refería a que tenga que hacerlo yo personalmente. Es decir, que si hubiera justicia tendría que ser arrojada de…

—Entonces, yo que tú, cerraría el pico —aconsejó Tata, arrodillándose con cuidado sobre los crujientes pedazos—. Además, tenía razón yo. Ésta es Esme. Reconocería su cara en cualquier parte. Quítate las enaguas.

—¿Por qué?

—¡Mírale los brazos, niña!

Magrat los miró. Y se llevó las manos a la boca.

—¿Qué ha estado haciendo?

—Según parece, intentando meter las manos entre los cristales. Ahora, quítatelas y ayúdame a rasgarlas en tiras. Y después, ve a buscar a la señora Gogol por si tiene algún ungüento que nos sea útil. Y dile que, si no lo tiene, será mejor que esté muy lejos de aquí cuando amanezca. —Tata cogió la muñeca de Yaya Ceravieja—. Quizá Lily puede hacernos papilla, pero si hay algo de lo que estoy segura, es de que yo puedo encargarme de la señora Gogol con una mano atada a la espalda.

Tata se quitó su sombrero, claramente indestructible, y rebuscó por el interior de la punta. Sacó un pedacito de terciopelo y lo desenrolló, dejando a la vista un pequeño estuche de agujas y un carrete de hilo.

Chupó un extremo del hilo y enhebró la aguja contra la luz de la luna, guiñando los ojos.

—¡Oh, Esme, Esme! —susurró, mientras empezaba a coser—. ¡Qué mal te has tomado lo de ganar!

Lily Ceravieja recorrió con la mirada el mundo plateado de múltiples capas.

—¿Dónde estoy?

DENTRO DEL ESPEJO.

—¿Estoy muerta?

LA RESPUESTA A ESO —dijo la Muerte— ESTÁ EN ALGúN LUGAR ENTRE EL Sí Y EL NO.

Lily se volvió, y mil milllones de figuras se volvieron a la vez.

—¿Cuándo podré salir de aquí?

CUANDO ENCUENTRES LA QUE ES DE VERDAD.

Lily Ceravieja corrió a través de sus infinitos reflejos.

Un buen cocinero es el primero en entrar cada mañana en la cocina y el último en marcharse cada noche.

La señora Pleasant apagó los fogones. Hizo un rápido inventario de la cubertería de plata y contó los pucheros.

Era consciente de estar siendo observada.

En el portal había un gato. Era enorme y gris, con un ojo amarilloverdoso y otro blanco perlado. Lo que quedaba de sus orejas parecía el reborde de un sello. No obstante, tenía una cierta arrogancia y generaba una sensación de puedo-vencerte-con-una-sola-pata que le parecía extrañamente familiar.

La señora Pleasant lo contempló largo rato. Era una buena amiga de la señora Gogol y sabía que la forma sólo es cuestión de hábito personal muy arraigado, y que si estás en Genua durante el Samedi Nuit Mort aprendes a confiar en tu buen juicio mucho más que en tus sentidos.

—Bueno, espero que te gusten las piernas de pescado —dijo, con apenas un rastro de temblor en su voz—. Quiero decir, cabezas, las cabezas de pescado… ¿Qué te parece?

Greebo se estiró, arqueando el lomo.

—Y hay un poco de leche en la fresquera —añadió la señora Pleasant.

Greebo bostezó, feliz.

Después, se rascó la oreja con la pata trasera. La Humanidad era un buen lugar para ir de visita, pero no valía la pena vivir allí.

Un día después.

—El ungüento curativo de la señora Gogol parece que funciona —dijo Magrat.

Sostenía una jarra medio llena de algo color verde pálido y extrañamente grumoso, con un sutil olor que parecía impregnar el mundo entero.

—Contiene cabezas de serpiente —aclaró Tata Ogg.

—No intentes darme asco —replicó Magrat—. Sé que la Cabeza de Serpiente es una especie de flor. Una orquidácea, creo. Ess increíble todo lo que se puede hacer con las flores, ¿sabes?

Tata Ogg, que había pasado media hora muy instructiva aunque algo repugnante viendo a la señora Gogol preparar la mezcla, no tuvo corazón para contradecirla.

—Exacto, flores —aceptó—. Ya veo que nada te pasa por alto.

Magrat bostezó.

Les habían ofrecido toda clase de comodidades en el palacio, pero no estaban seguras de encontrarse cómodas en ninguna parte. Yaya había sido instalada en la habitación contigua.

—Ve a dormir un poco —dijo Tata—. Iré a relevar a la señora Gogol enseguida.

—Pero, Tata… Gytha…

—¿Mmmm?

—Todo…, todo eso que decía mientras viajábamos… Era tan…, tan frío, ¿verdad? No desear cosas, no usar la magia para ayudar a la gente, no ser capaz de encender un fuego… ¡y después, va y hace todas esas cosas! ¿Qué se supone que debo deducir de eso?

—Oh, bueno —respondió Tata—. Todo depende de lo general y de lo específico, ¿no?

—¿Qué significa eso? —preguntó Magrat desde su cama.

—Significa que, cuando Esme utiliza palabras como «todos» o «nadie», no se incluye a sí misma.

—Cuando uno lo piensa bien… es terrible, ¿no?

—En eso, hijita, es en lo que consiste ser una bruja. Y ahora, duérmete.

Magrat estaba demasiado cansada como para discutir. Se estiró, y pronto estaba roncando a su manera suave.

Tata se sentó y fumó en su pipa un buen rato, contemplando la pared.

Entonces, se levantó y abrió la puerta.

La señora Gogol la miró desde el taburete situado junto a la cama,

—Váyase y duerma usted también un poco —le dijo Tata—. Me quedaré un rato.

—Algo no va bien —objetó la señora Gogol—. Sus manos están curadas, pero no se despierta.

—Todo está en su mente. Con Esme.

—Podría crear algunos nuevos dioses y lograr que todo el mundo creyera en ellos. ¿Qué le parece?

Tata sacudió la cabeza.

—No creo que a Esme le gustara eso. No le caen bien los dioses. Cree que son un desperdicio de espacio.

—Entonces, podría cocinar un poco de gumbo. La gente viene desde muy lejos para probarlo.

—Quizá valga la pena intentarlo —admitió Tata—. Como siempre digo, todo ayuda. ¿Por qué no va a hacerlo? Déjeme aquí la botella de ron…

Cuando la dama vudú se hubo ido, Tata fumó pensativa un poco más en su pipa y bebió un poco de ron, sin dejar de mirar a la figura que yacía en la cama.

Entonces, se acercó a la oreja de Yaya Ceravieja y susurró:

—No vas a perder, ¿verdad?

Yaya Ceravieja recorrió con la mirada el mundo plateado de múltiples capas.

—¿Dónde estoy?

DENTRO DEL ESPEJO.

—¿Estoy muerta?

LA RESPUESTA A ESO —dijo la Muerte— ESTÁ EN ALGúN LUGAR ENTRE EL Sí Y EL NO.

Esme se volvió, y mil millones de figuras se volvieron a la vez.

—¿Cuándo podré salir de aquí?

CUANDO ENCUENTRES LA QUE ES DE VERDAD.

—¿Es una pregunta con trampa?

No.

Yaya se miró a sí misma.

—Ésta —dijo.

Los cuentos quieren tener finales felices. No les importa un rábano para quién lo sean.

<<Querido Jason ekseterá:

Bueno pues se acabó lo de Genua pero he aprendido medicina zombi de la señora Gogol y me dio la rreceta rezeta me dijo como hacer dairikiris de banananana y me dio una cosa llamada banjo que te sorpenderá al fin y al cabo no es mala persona, lo reconozco pero más vale tenerla vigilada. Parece que Esme vuelve a estar entre nosotros y no sé porque actua deforma rara y tranquila y no como suele ser normalmente, así que no le quito el ojo de encima por si Lily le ha hecho alguna marranada en el espejo. Pero creo que ya está mejorando porque cuando se despertó le pidió a Magrat que le dejara ver la varita y entonces se dedicó a mover y a dar vueltas a los anillos y luego transformó un palo en un ramo de flores, y Magrat dijo que ella nunca había logrado que la varita hiciera algo así y Esme dijo que no porque se había pasado todo el tiempo deseando cosas en vez de trabajar para que se hagan. Y yo digo que menos mal que Esme nunca tuvo una varita cuando era joven, porque en comparación Lily hubiera sido como un día de campo. Incluyo un dibujo del sementerrio para que veais que aquí meten a la gente en cajas encima de la tierra porque el suelo es tan húmedo que nadie quiere estar muerto y ahogado al mismo tiempo, dicen que viajar ensancha la mente y creo que la mía me va a salir por las orejas de un momento a otro, dentro de nada me la voy a poder anudar bajo mi barbilla. Besos para todos, MAMA.>>

En el pantano, la señora Gogol, la bruja vudú, puso la chaqueta del frac sobre la pértiga, encajó el sombrero en la punta, y colocó el bastón en un extremo del palo cruzado, atándolo con un trozo de liana.

Retrocedió un paso.

Hubo un revuelo de alas. Legba descendió del cielo y aterrizó en el sombrero. Entonces, cacareó. Normalmente sólo cacareaba al anochecer, porque era un pájaro de la magia. Pero, por una vez, estuvo dispuesto a reconocer la llegada del nuevo día.

Se dice que cada año, durante la Samedi Nuit Mort, cuando el Carnaval está en su apogeo, y los tambores resuenan, y el ron casi se ha terminado, un hombre vestido de frac y con un sombrero de copa, con la energía de un demonio, aparece como salido de la nada y dirige el baile.

Al fin y al cabo, incluso los cuentos tienen que empezar por algo.

Hubo un chapoteo y, después, las aguas del río volvieron a cerrarse.

Magrat se alejó.

La varita se depositó sobre el rico barro, donde sólo volvieron a tocarla los pies de los ocasionales cangrejos que no tienen hadas madrinas y no se les permite desear nada. En el transcurso de los meses se fue hundiendo y, como la mayoría de las cosas, dejó de formar parte de la historia. Que era lo que todo el mundo habría deseado.

Las tres escobas se elevaron sobre Genua, con las nieblas que ondulaban hacia el amanecer.

Los brujas miraron hacia abajo, hacia los verdes pantanos que rodeaban la ciudad. Genua dormitaba. Los días después del Carnaval eran siempre tranquilos, mientras la gente recuperaba el sueño perdido. Esto incluía a Greebo, que iba acurrucado en su lugar habitual entre las cerdas. Dejar a la señora Gogol había sido un verdadero golpe para él.

—Bueno, se acabó la douche vita —dijo Tata filosóficamente.

—No nos hemos despedido de la señora Gogol —apuntó Magrat.

—Me parece que sabe muy bien que nos marchamos —dijo Tata—. Una mujer muy lista esa señora Gogol.

—¿Podemos confiar en que mantendrá su palabra? —preguntó Magrat.

—Sí —respondió Yaya Ceravieja.

—Es muy honrada… a su manera —añadió Tata Ogg.

—Bueno, pues ya está —suspiró Yaya—. También es verdad que le dije que yo podría volver.

Magrat miró la escoba de Yaya. Una enorme caja redonda se hallaba entre el equipaje atado a las cerdas.

—No has llegado a probarte el sombrero que te dio —dijo Magrat.

—Le eché un vistazo. No me cabía.

—Supongo que la señora Gogol no le hubiera dado a nadie un sombrero que no le cupiera —se extrañó Tata—. ¿Le echamos un vistazo?

Yaya bufó y levantó la tapa de la caja. Las bolas de papel de seda cayeron hacia las nieblas de abajo cuando cogió el sombrero.

Magrat y Tata Ogg se lo quedaron mirando.

Por supuesto, las dos estaban familiarizadas con la idea de adornos frutales en un sombrero. La propia Tata Ogg tenía uno negro, de paja, con fresitas de cera, que reservaba para las ocasiones especiales en su inmensa familia. Pero en éste no había sólo fresas. Probablemente, la única fruta que no incluía era el melón.

—Desde luego, es muy…, muy extranjero —apuntó Magrat.

—Venga —la alentó Tata—. Pruébatelo.

Yaya lo hizo con cierta timidez. Su altura pareció incrementarse medio metro, la mayor parte del cual estaba constituido por una piña.

—Muy pintoresco. Muy… moderno —le aseguró Tata—. No todo el mundo puede llevar un sombrero así.

—Los pomelos te quedan muy bien —dijo Magrat.

—Y los limones —añadió Tata Ogg.

—¿Eh? Os estáis riendo de mí, ¿verdad? —inquirió Yaya Ceravieja, desconfiada.

—¿Quieres mirarte? —le ofreció Magrat—. Debo de llevar un espejo…

El silencio cayó como un hacha. Magrat se puso colorada. Tata la miró.

Las dos volvieron la vista hacia Yaya.

—S-sí —dijo ésta tras lo que pareció un lapso de tiempo muy largo—. Creo que debería mirarme a un espejo.

Magrat se obligó a moverse, rebuscó en sus bolsillos y sacó un espejito de mano con marco de madera. Se lo pasó a la anciana bruja.

Yaya Ceravieja contempló su reflejo. Tata Ogg maniobró la escoba disimuladamente para acercarse un poco más a ella.

—Mmm —dijo Yaya tras unos segundos.

—Lo mejor son esas uvas que te cuelgan sobre la oreja —siguió Tata, alentadora—. Te garantizo que es un auténtico sombrero de autoridad.

—Mmm.

—¿No crees? —inquirió Magrat.

—Bueno… —respondió Yaya de mala gana—. No está mal para el extranjero, para cuando no vaya a ver a nadie que me conozca. A nadie importante, quiero decir.

—Y cuando vuelvas a casa, siempre te lo puedes comer —señaló Tata Ogg.

Se relajaron un poco. Ascendieron para salvar una colina, sortearon un peligroso valle.

Magrat bajó la vista hacia las aguas marrones del río, hacia los sospechosos troncos que poblaban las orillas.

—Yo me sigo preguntando… —empezó—. La señora Gogol, ¿era buena o mala? Es decir, con todo eso de los muertos, los caimanes…

Yaya contempló el sol del amanecer, que ascendía entre la niebla. —Es difícil distinguir entre el bien y el mal —dijo—. Nunca estoy segura de dónde está la gente. Quizá no se trate tanto del bando en que estén como de hacia dónde miran… ¿Sabéis una cosa? —añadió—. Me parece que desde aquí alcanzo a ver el borde…

—Qué cosas —dijo Tata—. Se dice que, en algunos sitios del extranjero, tienen elefantes. No os lo vais a creer, pero siempre he deseado ver un elefante. Y hay un lugar en Klatch o no sé dónde, en el que unos hombres trepan por cuerdas y desaparecen arriba.

—¿Para qué? —quiso saber Magrat.

—Ni idea. Seguro que tienen algún astuto motivo extranjero.

—En uno de los libros de Desiderata —dijo Magrat— cuenta algo muy interesante sobre eso de ver elefantes. Dice que, en las llanuras de Sto, cuando alguien empieza diciendo que se va a ver al elefante, significa que sale de viaje porque ya está hasta las narices de seguir en el mismo lugar.

—Lo malo no es estar en el mismo lugar —dijo Tata—. Lo malo es no dejar que viaje tu mente.

—A mí, personalmente, me gustaría ir al Eje —suspiró Magrat—. Para ver los templos antiguos que se describen en el Capítulo Uno de El Camino del Escorpión.

—Y allí te enseñarán todo lo que todavía no sabes, ¿verdad? —replicó Tata Ogg, con brusquedad poco habitual.

Magrat miró a Yaya.

—Probablemente, no —reconoció humildemente.

—Bueno —suspiró Tata—. ¿A ti qué te parece, Esme? ¿Volvemos a casa? ¿O vamos a ver al elefante?

La escoba de Yaya se meció suavemente con la brisa.

—Eres una vieja repugnante, Gytha Ogg —dijo.

—La misma que viste y calza —replicó Tata alegremente.

—Y tú, Magrat Ajostiernos…

—Lo sé —dijo Magrat, aliviada—. Soy una mocosa.

Yaya volvió la vista hacia el Eje, hacia las altas montañas. Allí, en alguna parte, había una vieja casita cuya llave colgaba en el excusado. Probablemente estarían pasando montones de cosas. Lo más seguro era que el reino se encontrara al borde del caos y la ruina, ahora que ella no estaba allí para que la gente hiciera lo que debía. Era su trabajo. Los habitantes de Lancre podían estar haciendo infinitas estupideces mientras ella no vigilaba…

Tata entrechocó alegremente los tacones de las botas rojas.

—Bueno, supongo que no hay nada como el hogar —dijo.

—No —replicó Yaya Ceravieja, todavía pensativa—. Hay montones de lugares que son igual que el hogar. Pero sólo uno de ellos es el lugar donde vives.

—Entonces, ¿volvemos? —preguntó Magrat.

—Sí.

Pero volvieron dando un rodeo. Y vieron al elefante.