Más adelante, mediante una buena encuesta demográfica, habría sido posible cartografiar el recorrido de las brujas por el continente. Mucho tiempo después, en algunas cocinas tranquilas llenas de ristras de cebollas, en pueblos diminutos perdidos entre las montañas, quizá fuera posible encontrar a un cocinero que no temblara y tratara de esconderse tras la puerta cada vez que un desconocido se acercaba a su cocina.

<<Querido Jason:

Aquí desde luego que hace más calor, Magrat dice que es porque estamos más lejos del Eje, mira qué cosas, y las monedas que usan también son diferentes. Tienes que cambiarlo por otro dinero que viene en formas diferentes y que en mi opinión no es un dinero como debe ser. Por lo general dejamos que Esme se encargue de eso, consigue un cambio estupendo, es increíble. Magrat dice que va a escribir un libro que se va a titular Viajar por un Dólar al Día, y que siempre va a ser el mismo Dólar. Esme empieza a portarse igualito que los extranjeros, ayer sin ir más lejos fue y se quitó el chal, el día menos pensado hasta se pondrá a bailar sobre las mesas. Os he hecho un dibujo de un puente que es muy famoso. Muchos besos, MAMA.>>

El sol caía de pleno sobre los guijarros de la calle y, sobre todo, en el patio de la pequeña posada.

—Cuesta creer que allí, en el pueblo, ahora es otoño —dijo Magrat.

—¿Garsón? Muchou vinou con gasosa, mersibocú.

El tabernero, que no había entendido ni una palabra y era una buena persona, que desde luego no se merecía que lo llamaran "garsón", sonrió a Tata. Sonreiría a cualquiera con una capacidad de beber tan ¡limitada.

—Pero no apruebo que pongan todas estas mesas así, en la calle —dijo Yaya Ceravieja, aunque sin demasiada severidad.

Hacía un calorcillo agradable. No era que no le gustase el otoño, era una estación que siempre había aguardado con impaciencia. Pero, en aquella etapa de su vida, era grato saber que tenía lugar a cientos de kilómetros, y mientras ella no estaba.

Bajo la mesa, Greebo dormitaba de espaldas, con las patas en el aire. De cuando en cuando, se estremecía y perseguía lobos en sus sueños.

—Según las notas de Desiderata —dijo Magrat, al tiempo que pasaba las páginas con cuidado—, en los últimos días del verano tienen una ceremonia especial, una especie de tradición. Sueltan a los toros para que corran por la calle.

—Eso valdría la pena verlo —señaló Yaya Ceravieja—. ¿Por qué lo hacen?

—Para que los jóvenes los persigan y demuestren lo valientes que son —explicó Magrat—. Al parecer, les quitan los rosetones de los cuernos.

El rostro de Tata Ogg, que parecía un paisaje volcánico, reflejó toda una variedad de expresiones.

—Qué cosa más rara —dijo al final—. ¿Y para qué lo hacen?

—Eso no lo explica —respondió Magrat.

Pasó otra página. Movía los labios al tiempo que leía.

—¿Por qué hablará aquí de los huevos? —preguntó.

Las otras dos se encogieron de hombros.

—Oye, más vale que vayas con cuidado con esa bebida —recomendó Yaya, al ver que el camarero ponía otra botella ante Tata Ogg—. Yo no me fiaría de ninguna bebida de color verde.

—No es como si fuera bebida de verdad —se defendió Tata— En la etiqueta pone que está hecha de hierbas. No se puede hacer una bebida seria sólo con hierbas. Prueba un poquito, anda.

Yaya olfateó la botella abierta.

—Huele como el anís.

—Aquí pone que se llama "absenta" —leyó Tata.

—Ah, sí. Es uno de los nombres del ajenjo —asintió Magrat, la experta en hierbas. Según mis libros, es lo mejor para las dolorencias del estómago, y previene las indigestaciones después de comer.

—Mira, ahí lo tienes —asintió Tata—. Hierbas. Es casi como una medicina. —Sirvió dos generosas raciones para sus compañeras—. Pruébala tú también, Magrat.

Yaya Ceravieja se aflojó las botas a escondidas. También se estaba planteando la posibilidad de quitarse la camiseta. Probablemente no sería deshonroso llevar menos de tres.

—Deberíamos ponernos en marcha —dijo.

—Oh, estoy harta de escobas —dijo Tata—. Después de un par de horas sentada en la escoba, se me pone rígida esa parte del cuerpo donde la espalda pierde su nombre.

Miró a las otras dos con expectación.

—Bueno, son cosas que se dicen en el extranjero —añadió—. Si cambian todas las palabras, es mejor ser lo más explícito posible. Sin pasarse, claro. En el fondo, es divertido.

—Me parto de risa —replicó Yaya.

—Aquí el río es bastante ancho —les dijo Magrat—. Hay botes muy grandes. Nunca he estado en un bote de los grandes, ¿sabéis? De esos que no se hunden así como así…

—Las escobas son más apropiadas para unas brujas —replicó Yaya, aunque sin demasiada convicción.

Ella no sentía la misma necesidad que Tata Ogg de hacer comprender a los extranjeros de qué parte de su anatomía estaba hablando. Pero algunas zonas de su cuerpo, que siempre negaría conocer, se estaban quejando a gritos.

—He visto esos botes —asintió Tata—. Parecían unas barcazas enormes con casas encima. Casi ni te darás cuenta de que vas en un bote, Esme. Oye, ¿qué hace ése?

El posadero había salido a toda prisa del establecimiento, y estaba metiendo las alegres mesitas en el interior. Hizo un gesto en dirección a Tata, y lanzó una retahíla de palabras en tono apremiante.

—Creo que quiere que pasemos adentro —dijo Magrat.

—Pues a mí me gusta más estar aquí fuera —replicó Yaya— ¡ME GUSTA MÁS ESTAR AQUí FUERA, GRACIAS! —repitió.

Cuando se enfrentaba a un idioma extranjero, Yaya Ceravieja resolvía el asunto hablando lo más alto y despacio posible.

—¡Oiga, no intente llevarse nuestra mesa! —exclamó Tata, dando puñetazo sobre la madera.

El tabernero añadió algo a toda velocidad, y señaló hacia un punto calle abajo.

Yaya y Magrat miraron a Tata Ogg con gesto interrogante. Ésta se encogió de hombros.

—No he entendido nada —tuvo que admitir.

—¡PREFERIMOS QUEDARNOS DONDE ESTAMOS, GRACIAS! —insistió Yaya.

El posadero cometió el error de tratar de sostener la mirada de Yaya. Pronto se rindió, agitó las manos en gesto de exasperación y entró en el establecimiento.

—Creen que, como somos mujeres, pueden aprovecharse de nosotras —bufó Magrat.

Disimuló un discreto eructo, y cogió de nuevo la botella verde. Tenía ya el estómago mucho mejor.

—Y que lo digas, es verdad. ¿A que no sabéis una cosa? —empezó Tata Ogg—. Anoche me encerré en mi habitación, y no intentó entrar ni un solo hombre.

—Gytha Ogg, es que a veces te…

Yaya se interrumpió al ver algo por encima del hombro de Tata.

—Eh, hay un montón de vacas que se acercan por la calle —dijo.

Tata se volvió en la silla.

—Debe de ser esa cosa de los toros que nos mencionó Magrat —replicó—. Qué suerte, vamos a verlo.

Magrat alzó la vista. A lo largo de toda la calle, la gente había ocupado las ventanas situadas a la altura del segundo piso. Un revoltijo de cuernos, cascos y cuerpos humeantes por el sudor se acercaba a toda velocidad.

—Esa gente de ahí arriba se está riendo de nosotras —dijo en tono acusador.

Debajo de la mesa, Greebo se desperezó y dio media vuelta. Abrió su único ojo, lo fijó en los toros que se aproximaban y se incorporó. Aquello podía resultar divertido.

—¿Se ríen? —gruñó Yaya.

Era verdad, la gente de los pisos superiores parecía estar disfrutando de lo lindo.

La bruja entrecerró los ojos.

—Me da igual, seguiremos como si no pasara nada —anunció.

—Pero es que… son unos toros muy grandes —insistió Magrat, nerviosa.

—No tienen nada que ver con nosotras —replicó Yaya—. A nosotras no nos importa si un montón de extranjeros se ponen nerviosos con sus fiestas. Venga, pásame ese vino de hierbas.

Por lo que respecta a Lagro te Kabona, posadero, los acontecimientos del día se desarrollaron de la siguiente manera:

Era ya casi la hora de la Cosa con los Toros. ¡Y aquellas tres chaladas estaban allí, sentadas, bebiendo absenta como si fuera agua! Había intentado hacerlas pasar al interior, pero la anciana, la más flaca, le había replicado a gritos. Así que dejó que se las apañaran, pero no cerró la puerta…, la gente no tardaba en captar la idea, sobre todo cuando empezaban a bajar por la calle los toros perseguidos por los jóvenes del pueblo. Aquel que consiguiera coger el gran rosetón rojo de entre los cuernos del toro más grande, se ganaba el asiento de honor en el festín de aquella noche, además de… Lagro sonrió ante los recuerdos de cuarenta años atrás…, además de una relación informal, pero de lo más agradable, con las jóvenes del pueblo durante los meses siguientes…

Y aquellas tres locas allí, sentadas.

El primer toro se había mostrado algo sorprendido. En él, lo natural habría sido mugir y dar unas cuantas patadas al suelo de manera que sus futuros objetivos echaran a correr de manera interesante, y su mente no sabía cómo enfrentarse a aquella falta de atención. Pero no fue ése el mayor de sus problemas. El mayor de sus problemas fueron los otros veinte toros que venían corriendo tras él.

Y también eso dejó de ser el mayor de sus problemas, porque aquella anciana terrible, la que iba toda de negro, se levantó, le murmuró no sé qué, y le dio un puñetazo entre los ojos. Luego, la anciana terrible regordeta, la que tenía un estómago con la capacidad y la resistencia de un tanque de agua, se cayó de la silla de risa, y la joven…, es decir, la que era más joven que las otras dos… empezó a hacer gestos con las manos a los toros, como si fueran una bandada de patos.

La calle se llenó de toros furiosos, perplejos, de gritos, y de un montón de jóvenes aterrorizados. Porque una cosa es perseguir a un montón de toros aterrados y otra muy diferente es encontrarte con que, de repente, los bichos echan a correr en dirección contraria.

El posadero, desde el refugio de la ventana de su dormitorio, alcanzaba a ver a las horribles mujeres gritándose cosas unas a otras. La regordeta no paraba de reír y de lanzar una especie de grito de batalla: <<¡PruebaconeltrucodelherreroEsme!>>, mientras la joven, la que se abría paso entre los animales como si la posibilidad de que la pisotearan hasta matarla fuera harto improbable, encontraba al primer toro y le quitaba el rosetón, con el mismo gesto de preocupación con que una anciana podría quitarle a su gato una espina de la pata. Lo sostuvo corno si no supiera qué era o qué debía hacer con él…

El silencio repentino afectó incluso a los toros. Sus diminutos cerebros inyectados en sangre detectaron que algo andaba mal. Los toros estaban muertos de vergüenza.

Por suerte, las horribles mujeres se marcharon aquella tarde en uno de los barcos, después de que una de ellas rescatara a su gato, que había arrinconado a 25 quintales de confuso toro y trataba de lanzarlo al aire para jugar con él.

Aquella noche, Lagro te Kabona hizo firme propósito de portarse muy, muy bien con su anciana madre.

Al año siguiente, el pueblo celebró un festival de flores y nadie, nadie, nadie, volvió a hablar de la Cosa con los Toros.

Al menos, no delante de los hombres.

La enorme rueda de palas azotaba la espesa sopa marronácea del río. La fuerza motriz eran varias docenas de trolls sentados bajo un toldo que caminaban sobre una cinta sin fin. En las orillas lejanas, los pájaros trinaban. El aroma del hibisco flotaba sobre el agua, pero por desgracia no era tan pungente como el hedor del río en sí.

—Esto ya está mejor —dijo Tata Ogg.

Se estiró en la hamaca de cubierta, y se volvió para mirar a Yaya Ceravieja, que tenía el ceño fruncido con la concentración de la lectura.

Los labios de Tata se distendieron en una sonrisa malévola.

—¿Sabes cómo se llama este río? —preguntó.

—No.

—Pues lo llaman Vieux River.

—¿Sí?

—¿Sabes lo que significa?

—No.

—Río Viejo, en masculino —le explicó Tata.

—¿Sí?

—Aquí, en el extranjero, los nombres tienen sexo —insistió Tat esperanzada.

Yaya no mordió el anzuelo.

—Ya nada me sorprende —murmuró.

Tata perdió interés.

—Ese libro es uno de los de Desiderata, ¿verdad?

—Sí —respondió Yaya.

Se lamió el pulgar con todo decoro para pasar la página.

—¿Adónde ha ido Magrat?

—Se está echando una siestecita en el camarote —respondió Yaya sin alzar la vista.

—¿Ya se ha mareado?

—No, esta vez le duele la cabeza. Y haz el favor de callarte, Gytha, estoy intentando leer.

—¿De qué va? —preguntó alegremente Tata.

Yaya Ceravieja suspiró y puso el dedo sobre la página para marcar el punto.

—De ese lugar al que vamos —le explicó—. De Genua. Desiderata dice que es decadente.

La sonrisa de Tata Ogg permaneció inmutable.

—¿Sí? —dijo—. Qué bien, ¿no? Nunca he estado en una ciudad.

Yaya Ceravieja hizo una pausa. Llevaba un buen rato intrigada. No estaba nada segura del significado de la palabra "decadente". Ya había desechado la posibilidad de que significara "tener diez dientes" en el mismo sentido en que Tata Ogg, por ejemplo, era "unidente". Significara lo que significase, Desiderata había considerado necesario tomar nota de ello. Por lo general, Yaya Ceravieja no confiaba en los libros como fuentes de información, pero ahora no le quedaba más remedio.

Tenía la idea, un tanto vaga, de que "decadente" tenía algo que ver con no abrir las cortinas en todo el día.

—También dice que es una ciudad de arte, ingenio y cultura —siguió Yaya.

—Entonces, estaremos como en casa —respondió Tata con confianza.

—Y que destaca por la belleza de sus mujeres.

—Así que podremos confundirnos entre la población; nos tomarán por nativas.

Yaya pasó las páginas con sumo cuidado. Desiderata había tenido buen cuidado en narrar asuntos de todo el Disco. Pero, por desgracia, no había escrito para otros lectores que no fueran ella misma, de manera que sus notas tenían tendencia a resultar un tanto crípticas. Eran más "aides mémoire" que relatos coherentes.

Yaya siguió leyendo: "Ahora L. gobierna la ciudad desde detrás del trono y se dice que el Barón S. ha sido asesinado, que lo ahogaron en el río. Era un hombre cruel, pero no creo que fuera tan cruel como L., porque ella pretende convertir Genua en un Reino Mágico, en un lugar Feliz y Pacífico, y cuando eso sucede, hay que empezar a buscar espías por todas partes y nadie se atreve a hablar en voz alta, porque ¿quién osa denunciar el Mal que se hace en nombre de la Felicidad y la Paz? Todas las calles están limpias y las hachas afiladas. En fin, E. está a salvo, al menos por ahora. L. tiene planes para ella. Y la señora G., que fue la gran amante del Barón, se oculta en el pantano y lucha con magia del pantano, pero no se puede luchar contra la magia de espejos, que es todo Reflejo".

Las hadas madrinas iban en parejas, eso lo sabía bien Yaya. Así que allí estaban Desiderata y…, y L… Pero ¿quién podía ser esa mujer del pantano?

—¿Gytha? —empezó Yaya.

—¿Qups? —gruñó Tata Ogg, que estaba adormilada.

—Desiderata dice que una mujer de aquí es la "manta" de alguien.

—Debe de ser una metefuera —señaló Tata Ogg.

—Ah —asintió Yaya, sombría—. Una de esas cosas.

"Pero nadie puede detener el carnaval —siguió leyendo—. Si es posible hacer algo, tendrá que ser durante la Samedi Nuit Morte, la última noche del carnaval, la noche a medio camino entre los Vivos y los Muertos, cuando la magia fluye por las calles. Si L. es vulnerable en algún momento, será entonces, porque el Carnaval representa todo lo que ella detesta…"

Yaya Ceravieja se bajó el sombrero sobre los ojos para protegerse del sol.

—Aquí dice que hay un gran festival cada año —dijo—. Lo llaman "Carnaval".

—Eso es como nuestro Día del Gran Atracón —explicó Tata Ogg, la experta en tradiciones internacionales— ¡Garsón! ¡Etcétera gran Mint Tulipa avec petí bol de cacahuetes, pur favour!

Yaya Ceravieja cerró el libro.

Jamás lo admitiría ante otra persona, por supuesto, y menos aún ante otra bruja. Pero, a medida que se encontraban más cerca de Genua, Yaya iba perdiendo más y más confianza.

ELLA aguardaba en Genua. ¡Después de tanto tiempo! ¡La miraba desde el otro lado del espejo! ¡Y sonreía!

El sol caía de plano. Ella trataba de plantarle cara, pero tarde o temprano iba a tener que rendirse. Se acercaba el momento de quitarse otra camiseta.

Tata Ogg se dedicó durante un buen rato a dibujar postales para sus pacientes, y luego bostezó. Era una bruja a la que le gustaba tener ruido y gente a su alrededor. En resumen, Tata Ogg empezaba a aburrirse. Aquel bote era muy grande, más bien parecía una posada flotante. Estaba segura de que, en alguna parte, habría emociones fuertes.

Dejó el bolso en el asiento, y partió en busca de ellas.

Los trolls la siguieron, arrastrándose.

El sol era una bola redonda, roja, baja y gruesa, cuando Yaya Ceravieja se despertó. Miró a su alrededor con gesto culpable desde el refugio que le ofrecía el ala del sombrero, por si alguien se había dado cuenta de que se había dormido. Dormitar durante el día era algo que sólo hacían las ancianas, y Yaya Ceravieja sólo era una anciana cuando convenía a sus propósitos.

El único espectador era Greebo, acurrucado en la hamaca de Tata. Tenía su único ojo clavado en ella, pero no resultaba tan aterrador como la mirada lechosa, blanca, del otro ojo, el ciego.

—Sólo estaba preparando nuestra estrategia —murmuró, por si acaso.

Cerró el libro y se dirigió al camarote a zancadas. No era un camarote muy grande. Había otros que parecían enormes, pero, con la cuestión del vino de hierbas y todo eso, Yaya no se había sentido en condiciones de usar su Influencia para que les dieran uno.

Magrat y Tata Ogg estaban sentadas en una litera, en sombrío silencio.

—Me siento un poco famélica —dijo Yaya—. Cuando venía hacia aquí me llegó olor a estofado, ¿por qué no vamos a echar un vistazo?

¿Qué os parece?

Las otras dos siguieron mirando el suelo.

—Bueno, siempre nos queda la calabaza —dijo Magrat—. Y siempre nos queda el pan de los enanos. 1

—Siempre nos queda el pan de los enanos —repitió Tata automáticamente

Alzó la vista. Su rostro era una máscara de vergüenza.

—Eh…, Esme… ¿te acuerdas del dinero …?

—¿El dinero que te dimos para que lo guardaras en tus bragas y que así no se perdiera?

—Sí, me refiero a ese dinero…, eh…

—¿El dinero de la bolsa de piel, el que teníamos que racionar al máximo y gastar con cautela? —insistió Yaya.

_Pues verás…, el dinero…

—Ah, ese dinero —asintió Yaya.

—… ya no lo tenemos… —dijo Tata.

—¿Nos lo han robado?

—¡Ha estado apostando! —intervino Magrat, con tono de remilgado espanto—. ¡Con hombres!

—¡No estuve apostando! —exclamó Tata— ¡Yo nunca apuesto! ¡Si apenas sabían jugar a las cartas! ¡Gané casi todas las partidas!

—Pero perdiste el dinero —dijo Yaya.

Tata Ogg bajó la vista de nuevo y murmuró algo.

—¿Qué? —preguntó Yaya.

—He dicho que gané casi todas las partidas —suspiró Tata—. Y luego pensé, oye, no estaría mal que tuviéramos un poco más de dinero, ya sabes, para gastar en la ciudad…, y siempre se me ha dado muy bien jugar al Porque…

—Así que decidiste apostar fuerte.

—¿Cómo lo sabes?

—Nada, una intuición —suspiró Yaya con cansancio—. Y, de repente, todos los demás empezaron a tener suerte. ¿Me equivoco?

—Fue una cosa rarísima —asintió Tata.

—Mmm.

—Pero no fue apostar —insistió Tata—. A mí no me pareció que fuera apostar. Cuando empecé a jugar, ellos no tenían ni idea. Jugar contra alguien que no tiene ni idea, no es apostar. Es puro sentido común.

—En esa bolsa había casi catorce dólares —gimió Magrat—. Sin contar la moneda extranjera.

—Mmm.

Yaya Ceravieja se sentó en la litera y tamborileó los dedos contra la madera. Sus ojos tenían una expresión distante. La palabra "fullero" nunca había llegado a su región de las Montañas del Carnero, donde la gente era amable y directa, y si se encontraran con un tramposo profesional, seguramente le clavarían la mano a la mesa de una manera amable y directa, sin preguntar con qué nombre se autodenominaba. Pero la naturaleza humana era idéntica en todas partes.

—No estás enfadada, ¿verdad, Esme? —preguntó Tata con ansiedad.

—Mmm.

—Supongo que podré conseguir una escoba nueva en cuanto volvamos a casa.

—Mm… ¿qué?

—Cuando perdió todo el dinero, se jugó la escoba —explicó Magrat, triunfal.

—¿Nos queda algo de dinero? —preguntó Yaya.

Tras registrar todos los bolsillos y las bragas, reunieron cuarenta y siete peniques.

—Bien —asintió Yaya. Recogió las monedas—. Con esto será suficiente. Al menos, para empezar. ¿Dónde están ahora esos hombres?

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Magrat.

—Voy a jugar a las cartas —replicó Yaya.

—¡No puedes! —exclamó la joven, que conocía bien aquel brillo en los ojos de Yaya—. ¡Vas a utilizar la magia para ganar! ¡No se puede usar la magia para cambiar las leyes del azar! ¡Eso es malo!

El barco era prácticamente una ciudad flotante, y el aire cálido de la noche hacía que a nadie le apeteciera demasiado pasar al interior. En la cubierta de la inmensa barcaza había grupos y más grupos de enanos, trolls y humanos que remoloneaban entre el cargamento. Yaya se abrió camino entre ellos y se dirigió hacia la taberna, una sala alargada que ocupaba casi toda la longitud del barco. Desde dentro le llegaron los sonidos de la juerga.

Los barcos fluviales eran el medio de transporte más rápido y sencillo en cientos de kilómetros. En ellos viajaba todo tipo de gentuza en busca de determinadas oportunidades, sobre todo ahora que se acercaban las celebraciones del Carnaval.

Entró en la taberna. A cualquier observador casual le habría parecido que la puerta era mágica. Yaya Ceravieja caminó hacia ella como de costumbre, con zancadas firmes. Pero en cuanto la atravesó, se convirtió en una anciana encorvada con una pronunciada cojera. Un espectáculo que sólo podía dejar de conmover a los corazones más encallecidos.

Se acercó a la barra, y se detuvo de repente. Tras ella se encontraba el espejo más grande que Yaya había visto en su vida. Lo miró fijamente, pero no le pareció amenazador. En cualquier caso, tendría que arriesgarse.

Encorvó la espalda un poco más y se dirigió hacia el camarero.

—Exquiusme mua, jouven —empezó.[15]

El camarero la miró sin demasiado interés, y siguió secando un vaso.

—¿Qué puedo hacer por usted, abuela? —dijo.

Apenas hubo un destello de algo en la expresión de senilidad de Yaya.

—Oh…, ¿me entiende?

—En el río se conoce a todo tipo de gente —respondió el camarero.

—Bueno… querría saber si tendría la amabilidad de prestarme una… ¿cómo se llaman esas cosas?… una baraja de cartas —pidió Yaya con voz quebrada.

—¿Qué, va a jugar al Burro? —sonrió el joven.

Por los ojos de Yaya volvió a pasar un brillo gélido.

—No. Me gustan los solitarios. A ver si les cojo el tranquillo…

El camarero rebuscó debajo del mostrador, y le tendió una baraja mugrienta.

Yaya le dio las gracias con efusividad, y cojeó hasta una pequeña mesa entre las sombras. Repartió unas cuantas cartas al azar por la superficie llena de círculos de vaso y se las quedó mirando.

Tan sólo pasaron unos minutos antes de que una mano amable se posara sobre su hombro. Yaya alzó la vista hacia un rostro sincero y amable, un rostro al que cualquiera prestaría dinero. Cuando el hombre habló, un diente de oro centelleó entre sus labios.

—Disculpe, buena mujer —dijo—. Pero mis amigos y yo… —hizo un gesto en dirección a más rostros acogedores, sentados a una mesa cercana— nos sentiríamos mucho más satisfechos de nosotros mismos s¡se sentara con nosotros. Es peligroso que una mujer viaje sola.

Yaya Ceravieja le dirigió una sonrisa bondadosa, y luego señaló los naipes con gesto distraído.

—Nunca me acuerdo de si los unos valen más o menos que las figuritas —dijo—. ¡El día menos pensado, me olvidaré de cómo me llamo!

Todos se echaron a reír. Yaya cojeó hasta la mesa contigua. Ocupó una silla vacía, de manera que el espejo quedaba tras ella.

Sonrió para sí y se inclinó hacia adelante, toda expectación.

—Díganme, díganme —cloqueó—. ¿Cómo se juega a esto?

Todas las brujas son perfectamente conscientes del valor de los cuentos. SIENTEN los cuentos de la misma manera que un bañista, en un estanque pequeño, siente las vibraciones causadas por una trucha inesperada.

Casi todo depende de saber cómo funcionan los cuentos.

Por ejemplo, cuando una persona obviamente inocente se sienta a la mesa con tres fulleros y pregunta "¿Cómo se juega a esto?", es evidente que alguien se va a llevar una buena sorpresa.

Magrat y Tata Ogg estaban sentadas codo con codo en la estrecha litera. Tata se distraía rascándole la barriga a Greebo, que ronroneaba.

—Si utiliza la magia para ganar, se va a meter en un lío espantoso —gimió Magrat. Y ya sabes lo mal que le sienta perder —añadió.

Yaya Ceravieja no era buena perdedora. Desde su punto de vista, perder era algo que sólo les sucedía a los demás.

—Es por eso del eggo que tiene —asintió Tata Ogg—. Todo el mundo tiene uno. Un eggo. Pero el de ella es muy grande. Claro que eso de los eggos grandes es típico de las brujas.

—Seguro que usa la magia, ya lo verás.

—Usar la magia en un juego de azar es tentar al Destino —dijo Tata Ogg—. Si haces trampas, no pasa nada. Es prácticamente legal. Es decir, las trampas están al alcance de cualquiera. En cambio, la magia…, en fin, que es tentar al Destino.

—No. Al Destino, no —replicó Magrat, sombría.

Tata Ogg se estremeció.

—Vamos —indicó la joven— No podemos permitir que lo haga.

—Es su eggo —insistió Tata Ogg con voz débil—. Un eggo grande es terrible.

—Tengo —recitó Yaya— tres dibujitos de reyes y esas cosas, y tres de esos números uno tan graciosos.

Los tres hombres sonrieron de oreja a oreja y se guiñaron los ojos unos a otros.

—¡Eso es un Reporque! —dijo el que había guiado a Yaya hasta la mesa, y al que todos llamaban "Señor Frank".

—Y eso es bueno, ¿verdad? —preguntó Yaya con inocencia.

—¡Eso quiere decir que vuelve a ganar usted, mi querida señora! —Empujó un montón de peniques hacia ella.

—Caray —dijo Yaya—. Entonces, ya tengo…, ¿cuánto es?… Casi cinco dólares…

—No lo entiendo —dijo el Señor Frank—. Debe de ser la famosa suerte del principiante, ¿eh?

—Si esto sigue así, pronto seremos pobres —dijo uno de sus compañeros.

—Desde luego, nos va a quitar hasta las chaquetas —añadió el tercer hombre—. Ja ja.

—Me parece que deberíamos rendirnos ya —asintió el Señor Frank—. Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—¡Oh, yo quiero seguir! —exclamó Yaya, con una sonrisa ansiosa—. Le estoy cogiendo el tranquillo.

—Eso, sea deportiva, dénos ocasión de recuperar un poco de dinero, ja ja —dijo el Señor Frank— Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja. ¿Qué tal si subimos las apuestas a medio dólar? ¿Ja ja?

—Oh, seguro que una señora tan deportiva querrá subirlas a un dólar —dijo el tercer hombre.

—¡Ja ja!

Yaya contempló su montoncito de peniques. Por un momento pareció titubear, pero después todos vieron claramente que pensaba: "Tal como me vienen las cartas, ¿cuánto puedo perder?".

—¡Sí! —exclamó—. ¡A un dólar! —Se sonrojó—. Esto es muy emocionante, ¿verdad?

—Verdad —asintió el Señor Frank.

Cogió el mazo de cartas.

—En aquel momento, se oyó un ruido espantoso. Los tres hombres se volvieron hacia la barra, donde los fragmentos de espejo caían al suelo en cascada.

—¿Qué ha pasado?

Yaya le dedicó su mejor sonrisa dulce de anciana. Ella no se había vuelto.

—Supongo que se le ha resbalado el vaso que estaba secando y ha chocado contra el espejo —dijo— Espero que el pobre muchacho no tenga que pagarlo de su sueldo.

Los hombres intercambiaron miradas.

—Vamos —insistió Yaya—. Ya tengo preparado mi dólar.

El Señor Frank contempló nervioso los restos inservibles del espejo. Luego, se encogió de hombros.

El movimiento hizo que algo se moviera de su sitio. Se oyó un chasquido amortiguado, como el último estertor de una ratonera. El Señor Frank se puso blanco y se agarró la manga. Un pequeño mecanismo de metal, todo muelles y metal retorcido, cayó al suelo. Junto a él iba un arrugado As de Copas.

—Uuups —dijo Yaya.

Magrat volvió a mirar por la ventana de la taberna.

—¿Qué hace ahora? —siseó Tata Ogg.

—Está sonriendo otra vez —le dijo la joven.

Tata Ogg sacudió la cabeza.

—El eggo —suspiró.

Yaya Ceravieja jugaba de esa manera que hace que los fulleros profesionales de todo el multiverso se pasen horas al borde de un infarto.

Sujetaba las cartas con fuerza, encerrándolas bien entre las manos, a escasos centímetros de la cara. Sólo dejaba que sobresaliera una diminuta fracción de los naipes. Los miraba como retándolos a que la ofendieran. Y nunca, nunca apartaba la vista de ellos, excepto para vigilar al que repartía.

Y tardaba mucho, demasiado, en hacer sus jugadas. Y nunca, jamás corría riesgos.

Veinticinco minutos más tarde había perdido un dólar, y el Señor Frank sudaba a mares. En tres ocasiones, Yaya le había señalado candorosamente que, por accidente, estaba repartiendo cartas de la base del mazo, e incluso llegó a pedir otra baraja "porque, miren, ésta tiene montones de marquitas".

Seguro que el truco estaba en los ojos de la vieja. En dos ocasiones, el Señor Frank se había retirado con un nada despreciable Terceto, sólo para encontrarse con que ella tenía dos miserables Matrimonios. En la tercera ocasión, creyendo que había descubierto su estilo de juego, lanzó un respetable Porque directo a las fauces de la Escalinata Regia que la maldita vieja debía de haber estado construyendo durante siglos. Y entonces… los nudillos se le pusieron blancos, porque, entonces, la condenada anciana dijo: "¿He ganado? ¿Con todas estas cartas tan pequeñitas? ¡Canastos, qué suerte tengo!".

Y luego, empezó a canturrear cada vez que miraba sus cartas. En circunstancias normales, los tres habrían agradecido semejante cosa. Los golpecitos en los dientes, las cejas arqueadas, los repentinos picores en las orejas…, todos esos gestos eran casi como dinero bajo el colchón para un hombre que supiera leerlos. Pero aquella vieja espantosa era tan transparente como un trozo de carbón. Y el canturreo era… insistente. Uno acababa tratando de seguir la melodía. Hacía que los dientes chirriaran. Lo siguiente que sabían los jugadores es que estaban viéndola mostrar un magro Terceto ante sus aún más magros Matrimonios, y oyéndola decir "¿Otra vez gano yo?".

El Señor Frank intentaba desesperadamente recordar cómo se jugaba sin un mecanismo bajo la manga, un espejo bien colocado y una baraja marcada. Y mientras, escuchaba un canturreo que más bien parecía un tenedor arañando una pizarra.

Y, encima, aquella criatura endemoniada ni siquiera parecía saber jugar.

Una hora más tarde, ya había ganado cuatro dólares. Cuando volvió a decir "¡Soy una chica con suerte! ", el Señor Frank tuvo que morderse la lengua.

Y entonces le llegó a las manos un Reporque. No había manera posible de superar un Reporque. Era algo que sólo te sucedía una o dos veces en la vida.

¡Y ella se retiró! ¡La maldita vieja pasó! ¡Abandonó su miserable dólar y pasó!

Magrat volvió a mirar por la ventana.

—¿Qué está pasando? —quiso saber Tata.

—Todos parecen muy enfadados.

Tata se quitó el sombrero y sacó la pipa. La encendió y tiró la cerilla por la borda.

—Ah. Debe de estar canturreando, te lo digo yo. Esta Esme, es que tiene una manera de canturrear tan molesta…—Tata parecía satisfecha—. ¿Aún no se ha empezado a limpiar la oreja?

—No, creo que no.

—Nadie se limpia la oreja como Esme.

¡Se estaba limpiando la oreja!

Lo hacía de una manera muy femenina, muy señorial, seguro que la maldita vieja ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía. Sencillamente, se limitaba a meterse el dedo meñique en la oreja y a retorcerlo. Hacía el mismo ruido que cuando se da tiza a un taco de billar.

Era una maniobra de diversión, ni más ni menos. Al final se doblegaría, como todos…

¡Otra vez había pasado! ¡Y él, que había tardado cinco jodidos minutos en preparar un maldito Porque!

—Recuerdo cuando vino a nuestra casa —dijo Tata Ogg—, a la fiesta por la coronación del rey Verence. Estuvimos jugando al Seis¡llo con los niños, pagábamos el punto a medio penique. Pues bien, acusó al pequeño de Jason de hacer trampas, y luego se pasó una semana de morros.

—¿Y el chico hacía trampas?

—Eso espero —asintió Tata con orgullo—. Lo malo de Esme es que no sabe perder. Es que nunca ha tenido ocasión de practicar.

—Lobsang Escurridizo dice que a veces hay que perder para ganar —señaló Magrat.

—Menuda tontería —replicó Tata—. Eso es Budismo Yen, ¿verdad?

—No. Los budistas yen son los que dicen que, para ganar, hay que tener montones de dinero —le explicó la joven—[16] En el Camino del Escorpión, la manera de ganar es perder todas las peleas, excepto la última. Tienes que usar la fuerza de tu adversario contra sí mismo.

—¿Cómo, haciendo que se pegue puñetazos o algo así? —se sorprendió Tata—. Menuda tontería.

Magrat se enfadó.

—¿Y tú qué sabes? —le espetó con una brusquedad poco habitual en ella.

—¿Qué?

—¡Bueno, pues estoy harta! —insistió la joven—. ¡Yo, por lo menos, hago un esfuerzo, intento aprender cosas! ¡No voy por ahí avasallando a la gente, ni me paso los días enteros de mal humor!

Tata se quitó la pipa de la boca.

—Yo nunca estoy de mal humor —dijo amablemente.

—¡No me refería a ti!

—Bueno, Esme está siempre de mal humor —asintió Tata—. Es su manera de ser.

—Y apenas hace magia de verdad. ¿De qué sirve ser una bruja si no haces magia? ¿Por qué no la utiliza para ayudar a la gente?

Tata la miró fijamente a través del humo de la pipa.

—Supongo que porque sabe lo bien que lo haría —replicó— Además, la conozco desde hace mucho tiempo. He conocido a toda su familia. Los Ceravieja siempre han tenido buena mano para la magia, sí, hasta los hombres. Deben de llevarlo en la sangre. Es como una especie de maldición. Y, de todos modos…, ella piensa que no se puede ayudar a la gente con la magia. Que no sería una buena ayuda. Y es verdad.

—Entonces ¿de qué sirve …?

Tata presionó el tabaco con una cerilla.

—Me parece recordar que fue a ayudarte cuando tuviste aquel brote de peste en tu aldea —señaló—. Sí, y trabajó las veinticuatro horas del día. Nunca he sabido de ningún enfermo que la necesitara y no recibiese ayuda, ni siquiera los más repugnantes. Y cuando aquel troll, ya sabes, el que vive bajo Montaña Rota, bajó a buscar ayuda porque su esposa estaba enferma y todo el mundo le tiraba piedras, fue Esme quien volvió con él para hacer de comadrona. Ja…, y cuando el viejo Gallinero Hopkins dio una pedrada a Esme, poco más tarde todos sus graneros se derrumbaron misteriosamente durante la noche. Ella siempre dice que no se puede ayudar a la gente con la magia, pero sí con la piel. Quiere decir que se ayuda más haciendo cosas reales.

—No digo que, en el fondo, no sea buena persona… —empezó Magrat.

—¡Ja! Pues yo, sí. Tendrías que buscar mucho para encontrar a una persona más mala en el fondo que Esme —se burló Tata Ogg—. Y te lo digo yo. Sabe exactamente lo que es. Nació buena, y maldita la gracia que le hace.

Tata dio unos golpecitos a la baranda con la pipa y se volvió hacia la taberna.

—Hay una cosa que debes saber sobre Esme, niña —dijo—. Y es que, además de un eggo inmenso, tiene psicolología. Me alegro de no tenerla yo.

Yaya había ganado ya doce dólares. En la taberna había cesado toda actividad. Se podía oír el chapoteo lejano de la rueda de palas y los gritos del hombre que marcaba el ritmo a los remeros.

Yaya ganó otros cinco dólares con un Terceto.

—¿Que quieres decir con eso de la psicolología? —se sorprendió Magrat—. ¿Es que has estado leyendo libros?

Tata no le hizo caso.

—Ya sé lo que viene a continuación —dijo— Ahora es cuando empieza a chasquear la lengua contra los dientes. Siempre lo hace después de limpiarse la oreja. Por lo general, quiere decir que prepara algo.

El Señor Frank tamborileó con los dedos sobre la mesa, se dio cuenta horrorizado de que lo estaba haciendo y pidió tres cartas más para ocultar su confusión. La vieja chalada no pareció darse cuenta.

El Señor Frank contempló las cartas.

Arriesgó dos dólares y pidió una carta más.

Las miró de nuevo.

Se preguntó cuáles serían las probabilidades en contra de obtener un Reporque dos veces en el mismo día.

Ahora, lo importante era no ponerse nervioso.

—Me parece —se oyó decir a sí mismo— que puedo arriesgar un par de dólares más.

Miró a sus compañeros. Éstos, obedientes, se retiraron uno tras otro.

—Pues yo…, no sé… —dijo Yaya, que al parecer hablaba con sus cartas. Volvió a limpiarse la oreja—. Tch tch tch. ¿Cómo se llama eso, ya saben, cuando uno pone más dinero en la mesa?

—Se llama "subir la apuesta" —respondió el Señor Frank, con los nudillos blancos.

—Pues quiero una subida de puesta de ésas. Cinco dólares, ¿vale?

El Señor Frank apretó las rodillas.

—Los veo y subo diez dólares —dijo, mordiendo las palabras.

—Yo también hago eso —respondió Yaya.

—Yo puedo subir otros veinte dólares.

—Yo…, —Yaya bajó la vista, alicaída de repente—. Tengo… una escoba.

Un pequeño timbre de alarma empezó a sonar en el fondo de la cabeza del Señor Frank, pero ya galopaba de cabeza hacia la victoria.

—¡Acepto!

Extendió sus cartas sobre la mesa.

La multitud suspiró.

Empezó a recoger todas las monedas.

La mano de Yaya se cerró sobre su muñeca.

—Aún no he mostrado mis cartas —dijo con voz maliciosa.

—Ni falta que hace —replicó el Señor Frank—. No puede tener nada mejor que esto, señora.

—Sí que puedo —dijo Yaya—. Puedo tener un Recontraporque, ¿no?

Él titubeó.

—Pero…, pero…, para eso haría falta una escalinata perfecta de color… —se atragantó, perdiéndose en las profundidades de los ojos de Yaya.

La anciana se sentó.

—¿Sabe? —dijo con tranquilidad—, ya me parecía a mí que tenía muchas de estas negras puntiagudas. Me parece que eso es bueno, ¿verdad?

Mostró sus cartas. El público reunido dejó escapar una exclamación al unísono.

El Señor Frank miró a su alrededor como una fiera acorralada.

—Oh, sí, señora, es excelente —dijo un caballero de edad avanzada.

La multitud aplaudió educadamente. Aquella multitud tan inoportuna.

—Eh… sí —gimió el Señor Frank— Sí. Bien hecho. Aprende usted deprisa, ¿eh?

—Más deprisa que usted, desde luego. Me debe veinticinco dólares y una escoba —replicó Yaya.

Magrat y Tata Ogg la estaban esperando cuando salió de la taberna.

—Aquí tienes tu escoba —rugió—. Espero que hayáis recogido vuestras cosas porque nos vamos.

—¿Por qué? —se sorprendió Magrat.

—Porque, en cuanto las cosas se calmen un poco, unos hombres irán a buscarnos.

La siguieron hacia su pequeño camarote.

—¿No utilizaste la magia? —quiso saber Magrat.

—No.

—¿Y no hiciste trampas? —preguntó Tata Ogg.

—No. Sólo era cuestión de cabezología —replicó Yaya.

—¿Dónde aprendiste a jugar tan bien? —se interesó Tata.

Yaya se detuvo. Tropezaron con ella.

—¿Os acordáis del invierno pasado, cuando la anciana Madre Dismass estuvo tan pachucha y yo iba a hacerle compañía todas las noches durante casi un mes?

—¿Sí?

—Pues si te pasas las noches jugando al Porque con alguien que tiene cataratas en su visión de futuro, aprendes a jugar a base de bien —respondió Yaya.

<<Queridos Jason y familia:

Lo que más hay aquí en el extranjero son olores, cada vez los conozco mejor. Esme le grita a todo el mundo, creo que piensa que son extranjeros sólo para molestarla, pero lo que es yo no me había divertido tanto en mi vida. Aunque la verdad es que aquí la gente se porta de lo más raro, nos paramos no me acuerdo dónde a comer y ponía que hacían stik tartar, y se pusieron muy de morros porque pedí el mío muy hecho. Besos a montones, MAMA.>>

Aquí, la luna estaba más cerca.

Dada la órbita de la luna en torno al Mundodisco, el satélite pasaba muy alto sobre las Montañas del Carnero. En cambio, aquí, más cerca de la Periferia, era más grande. Y más naranja.

—Como una calabaza —señaló Tata Ogg.

—Creí que habíamos quedado en que nadie volvería a mencionar las calabazas —dijo Magrat.

—Bueno, es que como no hemos cenado nada… —se quejó Tata.

Y había una cosa más. Excepto en los días más calurosos del verano, las brujas no estaban acostumbradas a las noches cálidas. No les parecía del todo correcto volar bajo una enorme luna anaranjada, sobre el follaje oscuro que se movía y zumbaba por la actividad de los insectos.

—Ya debemos de estar muy lejos del río —dijo Magrat— ¿No podemos aterrizar, Yaya? ¡Es imposible que nos hayan seguido hasta aquí!

Yaya Ceravieja miró hacia abajo. En aquella zona, el río describía meandros, grandes curvas brillantes, con lo que había que recorrer treinta kilómetros para avanzar siete. La tierra que quedaba entre los caracoles de agua era un entramado de colinas y bosques. A lo lejos, brillaban unas luces que quizá fueran Genua.

—Si tengo que ir en escoba toda la noche, me va a doler mucho el itinerante —se quejó Tata.

—¡Oh, de acuerdo, de acuerdo!

—Allí hay una ciudad —señaló Magrat—. Y un castillo.

—¡Oh, no! ¡Otro no!

—Es un castillito que parece muy agradable —insistió la joven—. ¿Por qué no vamos a verlo? Ya estoy harta de posadas…

Yaya miró hacia abajo. Su visión nocturna era excelente.

—¿Seguro que es un castillo? —titubeó.

—Desde aquí veo los torreones y todo eso —asintió Magrat—. Sí es un castillo, sí.

—Mmm. Veo algo más que torreones —dijo Yaya—. Será mejor que vayamos a echar un vistazo, Gytha.

Nunca se oía sonido alguno en el castillo durmiente. Sólo a finales del verano, cuando las fresas maduras caían de las matas y chocaban suavemente contra el suelo. A veces, los pájaros intentaban anidar entre los espinos que ahora cubrían la sala del trono desde el suelo hasta el techo, pero no pasaba mucho tiempo antes de que también ellos cayeran dormidos. Aparte de eso, haría falta un oído finísimo para oír el susurro de los brotes al crecer y de los capullos de las flores al abrirse.

Así estaban las cosas desde hacía diez años. No se oía sonido alguno en…

—¡Eh, abran!

—¡Bonas fiedas viajeras en busca de no sé qué!

"… no se oía sonido alguno en…"

—Pon las manos para que suba, Magrat. Eso es. Ahora…

Sí que se oyó un sonido, el del cristal al romperse.

—¡Has roto la ventana!

"… no se oía sonido alguno en…"

—Tendrás que ofrecerte a pagárselo.

La puerta del castillo se abrió lentamente. Tata Ogg echó un vistazo hacia el interior y se adentró junto con las otras dos brujas, al tiempo que se quitaba espinas y briznas de hierba del pelo.

—Esto es un auténtico asco —dijo—. Hay gente durmiendo por todas partes, tienen telarañas por encima. Estabas en lo cierto, Esme, por aquí ha habido magia.

Las brujas se abrieron camino por el castillo lleno de maleza. El polvo y las hojas secas cubrían las alfombras. Unos jóvenes sicomoros hacían un valiente esfuerzo por apoderarse del patio. Las enredaderas cubrían por completo las paredes.

Yaya Ceravieja puso en pie a un soldado durmiente. De su uniforme cayó una cascada de polvo.

—¡Despierta! —le ordenó.

—Qupsa —murmuró el soldado.

Volvió a derrumbarse.

—Están igual por todo el castillo —dijo Magrat, que se abría camino como podía entre el matorral de helechos que crecía desde la cocina Ahí están los cocineros, todos roncando, ¡y en las cacerolas no hay más que moho! ¡Hasta los ratones de la despensa están dormidos!

—Minin —refunfuñó Yaya— Seguro que en el fondo de todo esto hay una rueca. Os lo digo yo.

—¿Crees que es cosa de Aliss la Negra? —preguntó Tata Ogg.

—Eso parece —asintió Yaya—. O de alguien como ella —añadió en voz más baja.

—Esa bruja sí que sabía cómo funcionan los cuentos ——dijo Tata—. A veces, estaba metida hasta en tres a la vez.

Hasta Magrat había oído hablar de Aliss la Negra. Se decía que era la bruja más poderosa de la historia…, no exactamente mala, pero sí tan poderosa que a veces no se notaba la diferencia. Cuando se trataba de hacer dormir un palacio durante cien años, o de conseguir que las princesas tejieran paja y la convirtieran en Odro,[17] no había otra como Aliss la Negra.

—La vi una vez —rememoró Tata, mientras subían por la escalinata principal del castillo—. La vieja Deliria Blandurria me llevó a verla cuando yo era niña. Pero claro, para entonces Aliss ya se estaba volviendo un tanto… excéntrica. Casitas de chocolate, todas esas cosas.

Hablaba con tristeza, como si se refiriese a una pariente anciana a quien de pronto le hubiera dado por usar la ropa interior por encima del vestido.

—Debió de ser antes de que aquellos dos niños la encerraran en su propio horno —dijo Magrat, muy ocupada en desenredar su manga de unas zarzas.

—Sí. Fue una auténtica pena. Es decir, Aliss nunca se llegó a comer a nadie —suspiró Tata—. Bueno, a muy poca gente. Es lo que se decía, ya lo sé, pero…

—Eso es lo que sucede cuando uno se mete en los cuentos —gruñó Yaya—. Lo empieza a ver todo confuso. Llega un momento en que no se sabe qué es real y qué no. Y, al final, los cuentos se apoderan de ti. Te vuelven la cabeza del revés. No me gustan los cuentos. No son reales. Y a mí no me gustan las cosas que no son reales.

Abrió una puerta.

—Ah. Una cámara —dijo con voz despectiva—. Hasta puede que haya un cenador.

—¡Caray, qué deprisa crecen estas cosas! —se sorprendió Magrat.

—Parte de la culpa la tiene el hechizo temporal —explicó Yaya—. Ah, ahí está la chica. Sabía que no tardaríamos en encontrarla.

Había una figura tendida en la cama, en un lecho de rosales con rosas rojas.

—Y ahí tienes la rueca —señaló Tata.

Así era, la forma del instrumento apenas resultaba visible entre la hiedra.

—¡Ni se te ocurra tocarla! —le advirtió Yaya.

—No te preocupes. La cogeré por el pedal y la tiraré por la ventana.

—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Magrat.

—Porque es un mito rural —dijo Tata—. Ha sucedido montones de veces.

Yaya Ceravieja y Magrat contemplaron la figura durmiente de la niña. Tenía unos trece años, y su piel parecía casi plateada bajo la lapa de polvo y polen.

—¿No es preciosa? —suspiró Magrat, la del corazón de oro.

Detrás de ellas, se oyó el ruido de la rueca al estrellarse contra los guijarros lejanos del patio. Tata Ogg se acercó a ellas, frotándose las manos.

—Lo he visto docenas de veces —aseguró.

—No es verdad —replicó Yaya.

—Bueno, lo he visto por lo menos una vez —insistió Tata, sin avergonzarse en absoluto—. Y me lo han contado docenas de veces. Todo el mundo lo conoce. Es un mito rural, ya os lo he dicho. A todo el mundo le han contado que sucedió en el pueblo del vecino del amigo de un primo…

—Porque es verdad —asintió Yaya.

Cogió una de las muñecas de la chica.

—Está dormida porque tiene que venir un… —empezó Tata.

Yaya se dio la vuelta.

—Ya lo sé, ya lo sé. Ya lo sé, ¿vale? Lo sé tan bien como tú, ¿qué te crees? —Se inclinó sobre la mano inerte—. Esto es lo que hacen las hadas madrinas, ¿eh? Entrometerse siempre, querer controlarlo todo. ¡Ja! Una chica se envenena un poquito, y hala, ¡todos a dormir cien años! Eso es hacerlo por lo fácil. Y todo por un pinchazo. Como si fuera el fin del mundo. —Hizo una pausa. Tata Ogg estaba tras ella. No había manera humana de que viera su expresión—. ¿Gytha?

—¿Sí, Esme?

—Te estoy sintiendo sonreír. Guárdate tu psicolología de baratillo para quien la quiera.

Yaya cerró los ojos y murmuró unas palabras.

—¿Quieres que use la varita? —preguntó Magrat, titubeante.

—Ni se te ocurra —le advirtió Yaya.

Siguió murmurando.

Tata asintió.

—Muy bien, ya le vuelve el color a la cara —dijo.

Unos minutos más tarde, la niña abrió los ojos y miró con ojos nublados a Yaya Ceravieja.

—¡Ya es hora de levantarse! —exclamó Yaya, con una voz desacostumbradamente alegre—. Te estás perdiendo lo mejor de la década.

La niña trató de fijar los ojos en Tata, luego en Magrat, y por fin volvió a mirar a Yaya Ceravieja.

—¿Tú? —dijo.

Yaya arqueó las cejas y miró a las otras dos.

—¿Yo?

—¿Tú… aún estás aquí?

—¿Aún? —repitió Yaya— No había estado aquí en mi vida, guapita.

—Pero…

La niña parecía asombrada. Y, en opinión de Magrat, también asustada.

—Yo también me siento así por las mañanas, cariño —dijo Tata Ogg, al tiempo que daba unas palmaditas en la mano a la niña—. No me entero de nada hasta que no me tomo una buena taza de té. Bueno, supongo que el resto de la gente se despertará de un momento a otro. Claro que quizá tengas que esperar hasta que limpien las teteras, están llenas de ratas… ¿Esme?

Yaya estaba mirando una forma cubierta de polvo, adosada a la pared.

—Entrometida… —susurró.

—¿Qué pasa, Esme?

Yaya Ceravieja recorrió la habitación a zancadas, y sacudió el polvo de un gran espejo lleno de adornos.

—¡Ja! —exclamó. Se dio media vuelta—. Nos vamos ya —ordenó.

—Pero ¿no íbamos a descansar un poco? ¡Si casi está amaneciendo! —se sorprendió Magrat.

—Me parece que aquí estamos de más —replicó Yaya, mientras salía de la habitación.

—Es que ni siquiera hemos… —empezó Magrat.

Volvió la vista hacia el espejo. Era de esos grandes, ovalados, con el marco dorado. Parecía de lo más normal. Y no era propio de Yaya Ceravieja asustarse de su propio reflejo.

—A veces se pone así de rara —suspiró Tata Ogg— Bueno, no servirá de nada que nos quedemos aquí. Vámonos. —Dio una palmadita cariñosa en la cabeza a la asombrada princesa— Hasta la vista, guapita. Con una escoba y un hacha, dentro de un par de semanas tendréis el castillo como nuevo.

—Ha parecido como si reconociera a Yaya —le comentó Magrat, al tiempo que se apresuraban a seguir los pasos de la figura rígida de Esme Ceravieja escalera abajo.

—Bueno, pero nosotras sabemos que no es posible —replicó Tata Ogg— Esme no ha estado por estas tierras en toda su vida.

—Aun así, no entiendo por qué se empeña en que nos vayamos tan deprisa —insistió Magrat—. Supongo que esta gente, cuando despierten, estarán muy agradecidos de que hayamos roto el hechizo y todo eso.

El resto del palacio estaba volviendo a la vida. Pasaron al trote junto a un par de guardias, que miraban asombrados sus uniformes cubiertos de telarañas y los arbustos que crecían por doquier. Mientras recorrían el patio lleno de vegetación, un anciano vestido con una túnica descolorida salió por una puerta lateral y se apoyó contra la pared tratando de recuperar la compostura. En aquel momento, vio a Yaya Ceravieja.

—¿Tú? —gritó— ¡Guardias!

Tata Ogg no titubeó. Cogió a Magrat por el codo y echó a correr. Alcanzaron a Yaya Ceravieja junto a las puertas del castillo. Uno de los guardias, que por lo visto tenía mejor despertar que su colega, dio un paso tambaleante hacia adelante e intentó cortarles el paso con la pica, pero Yaya no tuvo más que empujarla para hacer que el hombre girara suavemente.

Salieron del castillo y corrieron hacia las escobas, que habían dejado apoyadas contra un árbol. Yaya agarró la suya sin detenerse y, por una vez, se puso en marcha casi al primer intento.

Una flecha pasó silbando junto a su sombrero y fue a clavarse en una rama.

—¡No me parecen maneras de demostrar su gratitud! —exclamó Magrat, mientras las escobas ascendían y planeaban sobre los árboles.

—Hay que ver el mal despertar que tienen algunas personas —asintió Tata.

—Parecía como si todo el mundo te conociera, Yaya —dijo Magrat.

El viento sacudió la escoba de Yaya.

—¡Pues no me conocían! —gritó—. ¡No me han visto nunca! ¿Vale?

Volaron en preocupado silencio durante un rato.

Lo rompió Magrat, quien, en opinión de Tata Ogg, tenía un talento inocente para meterse en terreno peligroso.

—¿Creéis que ha sido lo más correcto? —dijo—. En mi opinión, esto tendría que haberlo hecho un apuesto príncipe.

—¡Ja! —bufó Yaya, que volaba por delante de ellas—. ¿Y de qué serviría eso? ¿Es que por abrirse camino entre unos cuantos zarzales demuestra que va a ser un buen marido, o qué? ¡Así piensan las hadas madrinas! ¡Bah! ¡Van por ahí infligiendo finales felices a la gente, tanto si quieren como si no!

—Los finales felices no tienen nada de malo —respondió Magrat, acalorada.

—Atiende, los finales felices están muy bien y resultan ser felices —dijo Yaya, mirando hacia el cielo—. Pero no los puedes fabricar para los demás. Es como pensar que la única manera de garantizar un matrimonio feliz es cortar la cabeza a los novios en cuanto dicen "sí, quiero". No se puede fabricar la felicidad…

Yaya Ceravieja contempló la ciudad a lo lejos.

—Todo lo que se puede hacer —dijo—, es fabricar un final.

Desayunaron en un claro del bosque. El desayuno consistió en calabaza a la brasa. Hasta sacaron el pan de los enanos para echarle un vistazo. Pero ese pan tenía un algo milagroso. Nadie sentía hambre cuando llevaba en la bolsa un pan de los enanos que quisiera evitar comer. Sólo hacía falta mirarlo un momento, y al instante se te ocurrían docenas de cosas que podías comer en su lugar. Unas botas, sin ir más lejos. Montañas. Ovejas crudas. Tu propio pie.

Hasta intentaron dormir un poco. Por lo menos, Tata y Magrat lo intentaron. Pero lo único que consiguieron fue pasar un rato tumbadas, con los ojos abiertos, escuchando el refunfuñar de Yaya Ceravieja. Nunca la habían visto tan disgustada.

Más tarde, Tata sugirió que dieran un paseo. Dijo que hacía un día precioso. Dijo que aquel bosque parecía muy interesante, que seguro que encontrarían muchas hierbas nuevas que examinar. Dijo que todo el mundo se sentiría mejor después de dar un paseo bajo la primera luz del sol. Dijo que aquello las animaría.

Y era un bosque muy bonito, desde luego. Media hora más tarde, hasta Yaya Ceravieja se mostró dispuesta a admitir que, en ciertos aspectos, no era totalmente extranjero ni de pacotilla. De cuando en cuando, Magrat se salía del camino para coger flores. Tata incluso cantó unas cuantas estrofas de "El Cayado De Un Mago Tiene Un Nudo En La Punta" sin que las otras dos protestaran demasiado.

Pese a todo, algo iba mal. Tata Ogg y Magrat notaban que algo las separaba de Yaya Ceravieja, una especie de muro mental, algo importante que les estaba ocultando deliberadamente. Por lo general, las brujas no tenían muchos secretos entre ellas, aunque sólo fuera porque todas eran tan entrometidas que nunca tenían ocasión de guardar secretos. Por tanto, la situación era preocupante.

Y entonces, al dar la vuelta a un recodo del sendero, junto a un grupo de robles gigantescos, se encontraron con la niñita de la capa roja.

Iba saltando por el camino, cantando una canción bastante más sencilla y mucho más limpia que cualquiera del repertorio de Tata Ogg. No vio a las brujas hasta que casi tropezó con ellas. Se detuvo y les dedicó una sonrisa inocente.

—Hola, ancianas —dijo.

—Ejem —carraspeó Magrat.

Yaya Ceravieja se inclinó.

—¿Qué haces tú sola por el bosque, jovencita?

—Le llevo esta cesta con comida a mi abuelita —respondió la niña.

Yaya se irguió con una mirada distante en los ojos.

—Esme —dijo Tata Ogg, apremiante.

—Lo sé, lo sé —replicó Yaya.

Magrat se inclinó y compuso en su rostro la sonrisa idiota que suelen utilizar los adultos a los que les gustaría llevarse bien con los niños, pero que no lo lograrán en su vida.

—Eh…, dime una cosa, señorita…, ¿te ha advertido tu madre que tengas cuidado por si hay lobos malos en el bosque?

—Claro.

—Y tu abuelita… —intervino Tata Ogg—. Seguro que debe de estar enferma últimamente, ¿verdad?

—Sí, por eso le llevo la cesta con comida… —empezó la niña.

—Ya me parecía a mí.

—¿Conocéis a mi abuelita? —preguntó la chiquilla.

—Sssí… —respondió Yaya Ceravieja—. En cierto modo.

—Sucedió camino de Skund, cuando yo era niña —dijo Tata Ogg en voz baja—. Nadie supo qué había sido de la abue…

—¿Dónde está la casa de tu abuelita, pequeña? —preguntó Yaya Ceravieja en voz alta, al tiempo que daba un buen codazo a Tata en las costillas.

La niña señaló un sendero secundario.

—No serás la bruja mala, ¿verdad? —quiso saber.

Tata carraspeó.

—¿Yo? No. Somos…, somos… —empezó Yaya.

—Somos hadas —dijo Magrat.

Yaya Ceravieja se quedó boquiabierta. A ella nunca se le habría ocurrido semejante explicación.

—Ah, es que mi madre también me previno sobre la bruja mala-explicó la niña. Miró a Magrat con gesto inquisitivo—. ¿Qué clase de hadas?

—Eh…, hadas de las flores —respondió la joven—. Mira, tengo una varita…

—¿De cuáles?

—¿Qué?

—¿De qué flores?

—Eh… —titubeó Magrat—. Bueno, yo soy… el Hada Tulipán, y ella es… —Trató de no mirar directamente a Yaya—. Es… el Hada… Margarita…, y ésta es…

—El Hada Puercoespín —terminó Tata Ogg.

Esta añadidura al panteón sobrenatural fue considerada debidamente.

—No puedes ser el Hada Puercoespín —dijo la niña, tras pensar un rato—. Un puercoespín no es una flor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque tiene espinas.

—También tiene espinas el acebo. Y el cardo.

—Ah.

—Y tengo una varita —insistió Magrat.

Sólo ahora se atrevió a mirar al Hada Margarita.

—Deberíamos ir a echar un vistazo —dijo Yaya Ceravieja—. Quédate aquí con el Hada Tulipán… Te llamabas así, ¿no? Nosotras iremos a asegurarnos de que tu abuelita se encuentra bien. ¿De acuerdo?

—Me apuesto lo que sea a que no es una varita de verdad —dijo la niña haciendo caso omiso de Yaya, con la habilidad infalible de los pequeños para encontrar el eslabón más débil de cualquier cadena—. ¿A que no puedes transformar cosas en cosas?

—Bueno… —empezó Magrat.

—Me apuesto lo que sea —insistió la niña—, me apuesto lo que sea a que no puedes transformar ese tronco de árbol, el de allá, en…, en…, en una calabaza. Ja ja, me apuesto lo que sea a que no puedes. Me apuesto un trillón de dólares a que no puedes transformar ese tronco en una calabaza.

—Ya veo que vosotras dos os vais a llevar muy bien —dijo el Hada Puercoespín—. Volveremos enseguida.

Las dos escobas volaron a poca distancia de los árboles, sobre el sendero del bosque.

—Puede que sea una simple coincidencia —dijo Tata Ogg.

—Imposible —replicó Yaya—. ¡La niña hasta lleva la capa roja!

—Yo también tenía una capa roja a los quince años —señaló Tata.

—Sí, pero tu abuelita vivía en la puerta de al lado. No tenías que preocuparte por los lobos cada vez que ibas a verla —respondió Yaya.

—No. Sólo del viejo Sumpkins, el inquilino.

—Sí, pero aquello no fue más que una coincidencia.

Una columna de humo azulado ascendía entre los árboles, delante de ellas. Poco más allá, a un lado, oyeron el ruido de un árbol al caer.

—¡Leñadores! —exclamo Tata—. Si hay leñadores, no pasa nada. Uno de ellos llega corriendo a…

—Eso es lo que les cuentan a los niños —replicó Yaya, acelerando aún más—. Además, ¿de qué le sirve eso a la abuela? ¡A ella ya se la han comido!

—Siempre he detestado ese cuento —suspiró Tata—. A nadie le importa lo que les pase a las pobres ancianas indefensas.

El sendero desaparecía bruscamente al borde de un claro. Entre los árboles había una extraña cocina al aire libre y un miserable toldo combatía el escaso sol que se filtraba entre el follaje. En el centro del jardín había algo que debía de ser la casita con techo de paja, porque nadie apilaría tan mal un montón de heno.

Saltaron de las escobas en marcha, dejando que se detuvieran solas contra los arbustos, y golpearon la puerta de la casita.

—Puede que lleguemos tarde —dijo Tata—. Quizá el lobo ya haya…

Tras unos momentos oyeron el sonido amortiguado de unos pasos arrastrados en el interior, y la puerta se abrió unos milímetros. En la penumbra, alcanzaron a entrever un ojo desconfiado.

—¿Sí? —inquirió una voz temblorosa, procedente de debajo de aquel ojo.

—¿Es usted la abuela? —preguntó Yaya Ceravieja sin contemplaciones.

—¿Son ustedes cobradoras de impuestos, querida?

—No, señora, somos…

—… hadas —se apresuró a terminar el Hada Puercoespín.

—Nunca abro la puerta a gente que no conozco, querida —dijo la voz. El tono se hizo un poquito más petulante— Y menos a gente que nunca hace la colada, ni aunque le deje un cuenco de leche casi fresca.

—Nos gustaría hablar con usted unos momentos —dijo el Hada Margarita.

—¿Sí? ¿Lleva usted alguna identificación, querida?

—Sabemos que no nos hemos equivocado de abuela —susurró el Hada Puercoespín—. El parecido de familia salta a la vista. Tiene las orejas enormes.

—Oye, no es ella la que tiene las orejas grandes —bufó el Hada Margarita—. El que tiene las orejas grandes es el lobo. De eso se trata el asunto. ¿Es que nunca te enteras de nada?

La abuela las miró con interés. Tras toda una vida de creer en ellas por fin estaba viendo hadas, y era toda una experiencia. Yaya Ceravieja advirtió su expresión de perplejidad.

—A ver cómo se lo diría yo, señora —empezó, en un tono despóticamente razonable—. ¿Le parecería bien que un lobo se la comiera viva?

—Pues no me parecería nada bien, querida, no —respondió la abuela invisible.

—La alternativa somos nosotras —dijo Yaya.

—Canastos. ¿Está segura?

—Palabra de hadas —respondió el Hada Puercoespín.

—Vaya, vaya. ¿De veras? Bueno, pasen. Pero nada de trucos, ¿eh? Y a ver si hacen la colada de una vez. Por cierto, no tendrán una olla con oro, ¿verdad?

—Eso son los duendes.

—No, los duendes son los que viven en los pozos. Se refiere a los goblins.

—No seas idiota, ésos son los que están siempre bajo los puentes.

—No, tú te refieres a los trolls.

—Bueno, el caso es que no tenemos ninguna olla con oro.

—Oh —suspiró la abuela—. Debí imaginarlo.

A Magrat le gustaba pensar que era buena con los niños, y le preocupaba no serlo. No le gustaban demasiado, y eso también le tenía un tanto preocupada. A Tata Ogg no le costaba nada eso de ser buena con los niños, sólo tenía que alternar aleatoriamente los caramelos con los tirones de orejas; Yaya Ceravieja hacía como si no existieran, cosa que también funcionaba. Mientras que Magrat se preocupaba. Aquello no era justo.

—Te apuesto un quintillón de trillones de millones de dólares a que no puedes transformar ese arbusto en una calabaza —señaló la niña.

—Pero, mira, si todos los otros se han transformado en calabazas —señaló Magrat.

—Tarde o temprano te fallará —dijo la niña con placidez.

Magrat contempló impotente la varita. Lo había intentado todo: desear, vocalizar…, incluso, cuando pensó que las otras brujas estaban demasiado lejos como para oírla, la había golpeado contra las cosas al tiempo que gritaba: "¡Cualquier cosa menos calabazas!".

—No sabes manejarla, ¿a que no? —señaló la niña.

—Oye —dijo Magrat—, dijiste que tu madre sabe que hay un gran lobo malo en el bosque, ¿verdad?

—Sí.

—Pero, de todos modos, te ha enviado sola a llevar esa comida a tu abuelita.

—Sí, ¿por qué?

—Nada. Cosas que se me ocurren. Por cierto, me debes un muchillón de quintillones de trillones de millones de dólares.

Existe una cierta masonería entre las abuelas, con la ventaja añadida de que nadie tiene que andar a la pata coja, ni recitar juramentos para entrar a formar parte de ella. Una vez en el interior de la casita, con una tetera sobre el fuego, Tata Ogg se sintió como en casa. Greebo se tendió ante el magro fuego y se echó una siestecita, mientras las brujas trataban de dar explicaciones.

—No entiendo cómo va a entrar aquí ningún lobo, querida —dijo la abuela con voz amable—. Los lobos son lobos, no sé si me entiendes. No saben abrir puertas.

Yaya Ceravieja apartó un harapo que hacía las veces de cortina, y miró en dirección al bosque.

—Ya lo sabemos —dijo.

Tata Ogg señaló una camita, situada en un rincón junto a la chimenea.

—¿Ahí es donde duerme? —preguntó.

—Sí, querida, cuando no me siento muy bien. Si no, subo al desván.

—Yo que usted, subiría ahora mismo. Y, si no le importa, llévese a mi gato. No me gustaría que nos estorbara.

—¿Ahora viene lo de que limpian la casa y hacen toda la colada a cambio de un cuenco de leche? —preguntó la abuela, esperanzada.

—Podría ser. Nunca se sabe.

—Qué cosas, querida. La verdad, imaginaba que eran más pequeñitas…

—Es que vivimos al aire libre —replicó Tata—. Venga, venga, váyase ya.

Se quedaron las dos solas. Yaya Ceravieja recorrió con la vista aquella habitación, semejante a una cueva. Los juncos del suelo iban camino de convertirse en abono. Las telarañas del techo estaban cubiertas de hollín.

La única manera de limpiar aquella casa era con una pala. O mejor aún, con una cerilla.

—Hay que ver, qué cosas —dijo Tata, cuando la anciana hubo subido con dificultades por la escalera—. Y es más joven que yo. Aunque claro, yo hago ejercicio.

—Tú no has hecho ejercicio en tu vida —replicó Yaya Ceravieja, que seguía vigilando los arbustos desde la ventana—. En tu vida has hecho nada que no quisieras hacer.

—A eso me refiero —contestó Tata alegremente—. Mira, Esme, yo insisto en que esto puede ser una simple…

—¡No lo es! Presiento el cuento. Alguien ha estado haciendo que sucedan cuentos por aquí, lo sé.

—Y sabes muy bien quién ha sido, ¿verdad, Esme? —señaló Tata con astucia.

Vio como Yaya examinaba rápidamente las paredes mugrientas.

—Supongo que la abuela es demasiado pobre como para permitirse el lujo de un espejo —insistió Tata—. No estoy ciega, Esme. Sé muy bien que los espejos y las hadas madrinas nunca andan muy lejos. Bueno, ¿qué está pasando?

—No te lo pienso decir. No quiero parecer una idiota si me equivoco. Es una…, ¡algo se acerca!

Tata Ogg apretó la nariz contra la sucia ventana.

—No veo nada.

—Los arbustos se han movido. ¡Métete en la cama!

—¿Yo? ¡Pensaba que eras tú la que se iba a meter en la cama!

—¿Y qué te ha hecho suponer eso?

—Ni idea. Ahora que lo dices, ni idea ——replicó Tata con voz cansada.

Cogió el gastado gorro de dormir que colgaba de uno de los postes de la cama, se lo puso y se metió bajo la colcha de cuadros.

—¡Eh, este colchón está relleno de paja!

—No tendrás que estar tumbada mucho rato.

—¡Hace cosquillas! ¡Y creo que hay cosas dentro!

Algo chocó contra la pared de la casa. Las brujas se quedaron en silencio.

Algo olisqueó bajo la puerta trasera.

—No sé si te has dado cuenta —susurró Tata, mientras aguardaban— , pero el fregadero está hecho un asco. No hay nada de leña. Y apenas tiene comida. Sólo hay una jarra de leche que más bien ya parece queso…

Yaya cruzó apresuradamente la habitación, hasta llegar a la chimenea, y luego volvió a su puesto junto a la puerta principal.

Unos momentos más tarde oyeron que el pestillo se movía, corno si lo manejara alguien que no supiera muy bien qué hacer con las puertas y con los dedos.

Poco a poco, la puerta se abrió.

Les llegó un hedor abrumador a almizcle y a pelo húmedo.

Unas pisadas inseguras recorrieron el suelo, en dirección a la figura tendida en la cama.

Tata se levantó el estúpido gorrito de dormir lo justo para ver un poco.

—¡Eeeh! —exclamó— ¡Caray, no me imaginaba que tuvieras unos dientes tan grandes …!

Yaya Ceravieja abrió la puerta de golpe y dio unos pasos al frente. El lobo se dio media vuelta, con una zarpa alzada para protegerse.

—¡Norrrrr!

Yaya titubeó un instante, y luego le dio un buen golpe en la cabeza con una sartén de hierro fundido.

El lobo se derrumbó.

Tata Ogg se bajó de la cama.

—Cuando sucedió cerca de Skund, dijeron que había sido un hombre-lobo o algo así. Y yo pensé, no, los hombres-lobo no se comportan así —dijo— Nunca creí que fuera un lobo de verdad. Me ha sorprendido mucho.

—Los lobos de verdad no caminan erguidos, ni abren las puertas —replicó Yaya Ceravieja— Vamos, ayúdame a sacarlo de aquí.

—Me puso los pelos de punta ver cómo se me venía encima una cosa tan grande, tan peluda —dijo Tata, al tiempo que agarraba a la aturdida criatura por una pata—. ¿Llegaste a conocer al viejo Sumpkins?

Desde luego parecía un lobo vulgar y corriente, aunque el pobre estaba en los huesos. Las costillas se podían contar bajo la piel, y tenía el pelo enredado y lacio. Yaya sacó un cubo de agua turbia del pozo excavado junto al retrete, y se lo echó por la cabeza.

Luego, se sentó en un tocón de árbol y examinó con cuidado al animal. En las ramas más altas, cantaban algunos pájaros.

—Habló —dijo—. Trató de decir "no".

—Algo así me pareció —asintió Tata—. Pero luego pensé que me lo había imaginado.

—Es inútil que nos imaginemos nada —replicó Yaya—. Las cosas ya están bastante mal.

El lobo gimió. Yaya le tendió la sartén a Tata Ogg.

—Voy a echar un vistazo dentro de su cabeza —dijo al cabo de un rato.

Tata Ogg frunció el ceño.

—Yo, en tu lugar, no lo haría.

—La que está en mi lugar soy yo, y quiero saber qué pasa. Tú estáte atenta con la sartén.

Tata se encogió de hombros.

Yaya se concentró.

Es muy difícil leer una mente humana. La mayor parte de los humanos piensan en tantas cosas a la vez, que es casi imposible localizar una idea concreta entre la marejada.

En cambio, las mentes de los animales son diferentes. Mucho menos enmarañadas. Las de los carnívoros son las más fáciles de todas, sobre todo antes de comer. En el mundo mental no existen los colores, pero, si existieran, la mente de un carnívoro hambriento sería caliente, púrpura y afilada como una flecha— Las mentes de los hervíboros también son sencillas, como muelles enroscados de plata, preparados para saltar.

Pero esta mente no era normal en ningún aspecto. Porque era dos mentes.

En ocasiones, Yaya había conectado con las mentes de los cazadores del bosque, cuando estaba sentada tranquilamente al anochecer y dejaba vagar su mente. Sólo muy de vez en cuando sentía algo semejante a esto; o, mejor dicho, una pálida sombra de esto. Sólo muy de vez en cuando, en esas ocasiones en que el cazador estaba a punto de matar a su presa, las corrientes aleatorias de ideas se reunían. Esto era diferente. Esto era lo contrario. Esto eran intentos desesperados de meditación que nacían en medio de la aguda naturaleza del instinto depredador. Esto era una mente depredadora tratando de pensar.

No era de extrañar que se estuviera volviendo loco.

Abrió los ojos.

Tata Ogg esgrimía la sartén por encima del hombro. Le temblaba el brazo.

—Bueno —dijo—, ¿quién hay ahí?

—Me vendría bien un vaso de agua —dijo Yaya. La precaución natural se abrió paso desde el fondo del torbellino que era su mente—. Pero que no sea de ese pozo, gracias.

Tata se relajó un poco. Cuando una bruja empezaba a hurgar en las mentes ajenas, nunca se podía estar seguro de quién iba a volver. Pero Yaya Ceravieja era la mejor. Magrat siempre se estaba buscando a sí misma, mientras que Yaya ni siquiera entendía el objetivo de esa búsqueda. Si ella no podía encontrar el camino de vuelta hacia su propia mente, era que no existía un sendero.

—Había leche en la casita —ofreció Tata.

—¿De qué color dijiste que era?

—Bueno…, casi blanca.

—De acuerdo.

Cuando Tata Ogg se dio media vuelta y no pudo verla, Yaya se permitió un pequeño escalofrío.

Contempló al lobo, y se preguntó qué podía hacer por aquel animal. Un lobo normal jamás entraría en una casa, aunque fuera capaz de abrir la puerta. Los lobos jamás se acercaban a los seres humanos, excepto si iban en manada y el invierno había sido particularmente duro. Y aún esto se debía, no a que fueran grandes y malvados, sino a que eran lobos.

Este lobo estaba intentando ser humano.

Probablemente no había manera de curarlo.

—Aquí tienes la leche —dijo Tata Ogg.

Yaya alzó la mano y la cogió sin mirar.

—Alguien ha hecho pensar a este lobo que era una persona —dijo—. Han hecho que se creyera una persona, y luego lo han dejado así, sin más. Sucedió hace varios años.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo sus… recuerdos —respondió Yaya.

Y también sus instintos, añadió para sus adentros. Sabía que pasarían varios días antes de que dejara de desear perseguir trineos por la nieve.

—Oh.

—En su mente, está perdido entre dos especies.

—¿Podemos ayudarlo? —quiso saber Tata.

Yaya sacudió la cabeza.

—Lleva así demasiado tiempo. Ya es un hábito para él. Y se está muriendo de hambre. No puede ir hacia un lado ni hacia el otro. No puede comportarse como un lobo, ni consigue ser humano. Y no puede seguir así.

Por primera vez, se volvió hacia Tata. Ésta dio un paso hacia atrás.

—No te puedes imaginar cómo se siente —siguió—. Lleva años vagando. Incapaz de ser humano, incapaz de ser lobo. No te puedes ni imaginar lo que es eso.

—Creo que sí puedo —dijo Tata— Lo estoy viendo en tu cara. Creo que puedo. ¿Quién le hizo eso a la pobre criatura?

—Tengo mis sospechas.

Miraron a su alrededor.

Magrat se acercaba con la niña. Las acompañaba uno de los leñadores.

—Ja —bufó Yaya—. Sí. Claro. Siempre tiene que haber… —escupió las palabras—… un final feliz.

Una zarpa trató de aferrarse a su tobillo.

Yaya Ceravieja bajó la vista hacia la cara del lobo.

—Porrgfavoggg —gruñó el animal—. Umm finalggg… yaggg…

Se arrodilló y cogió la zarpa entre sus manos.

—¿Seguro? —dijo.

—¡Siggrr!

Se levantó de nuevo, toda autoridad, e hizo una señal al trío que se aproximaba.

—Señor leñador —dijo—, tengo un trabajito para usted…

El leñador nunca llegó a comprender por qué el lobo se había mostrado tan dispuesto a poner la cabeza sobre el tocón.

O por qué la anciana, la que tenía los ojos llenos de rabia, insistió después en que lo enterraran decentemente, en vez de despellejarlo y arrojar los restos entre los arbustos. Se había mostrado muy insistente al respecto.

Y ése fue el final del gran lobo feroz.

Había pasado una hora. Muchos otros leñadores se acercaron a la casita, donde por lo visto estaban teniendo lugar actividades de lo más interesante. Cortar árboles no es un trabajo demasiado divertido por lo general.

Magrat estaba fregando el suelo con toda la ayuda mágica que le podían prestar un cubo de agua jabonosa y un cepillo de cerdas fuertes. Hasta la propia Tata Ogg, cuyo caprichoso interés en el importante papel de ama de casa se había desvanecido por completo en cuanto su hija mayor tuvo edad suficiente como para coger un plumero, se dedicaba a limpiar las paredes. La anciana abuela, que no estaba del todo en contacto con la realidad, las seguía ansiosamente con un cuenco de leche. Las arañas, que habían heredado el techo a lo largo de generaciones, se vieron amable pero firmemente expulsadas por la puerta.

Y Yaya Ceravieja paseaba por el claro con el jefe de los leñadores, un joven de pecho amplio que, evidentemente, se creía mucho más atractivo de lo que en realidad resultaba con sus muñequeras de cuero tachonadas de clavos.

—Lleva años rondando por aquí, ¿sabe? —dijo el joven—. Siempre se acerca a las aldeas, y todo eso.

—¿Y nunca intentasteis hablar con él? —preguntó Yaya.

—¿Hablar con él? Es un lobo, ¿sabe? Con los animales no se habla. No saben hablar.

—Mmm. Ya entiendo. ¿Y qué pasa con la anciana? He visto que sois muchos leñadores. No sé, ¿nunca se os ocurrió pasaros a ver cómo estaba?

—¿Eh? ¡Ni hablar!

—¿Por qué?

El jefe de los leñadores se inclinó hacia adelante, como si quisiera comunicarle un secreto.

—Bueno…, se dice que es una bruja, ¿sabe?

—¿De verdad? —fingió sorprenderse Yaya— ¿Cómo lo sabéis?

—Tiene todas las señales, ¿sabe?

—¿Qué señales?

El leñador empezó a sentirse algo intranquilo.

—Bueno, pues… vive sola en el bosque, ¿sabe?

—¿Sí …?

—Y … y… y tiene la nariz ganchuda, y siempre va hablando sola…

—¿Sí …?

—Y no tiene dientes, ¿sabe?

—Canastos —dijo Yaya—. Ya comprendo por qué no queréis ni acercaros a esas mujeres, ¿sabes?

—¡Claro! —asintió el leñador, aliviado.

—Lo más probable es que te transformen en cualquier cosa nada más verte, ¿sabes?

Yaya se metió el dedo en la oreja y se la rascó, meditabunda.

—Pues sí, se dice que son capaces de hacer eso.

—Seguro que sí. Seguro que sí —asintió Yaya—. Menos mal que hay unos muchachotes tan fuertes por aquí para defenderme. Tsch tsch. Mmm. ¿Me dejas ver tu hacha, hijo?

Le tendió el hacha. Yaya se tambaleó teatralmente al agarrarla. Aún quedaban rastros de sangre del lobo en el filo de la hoja.

—Pobre de mí, qué grande es —dijo—. Y supongo que tú la manejarás de maravilla…

—Gané el cinturón de plata dos años seguidos en las fiestas del bosque —dijo el leñador con orgullo.

—¿Dos años seguidos? ¿Dos años seguidos? Canastos. Qué bien. Muy bien. Y yo que casi no puedo levantarla…

Yaya blandió el hacha con una mano, y trazó un arco con gesto inexperto. El leñador dio un salto hacia atrás, justo cuando la hoja pasaba ante su cara, para ir a enterrarse un centímetro en el tronco de un árbol.

—Vaya, cuánto lo siento —siguió Yaya Ceravieja—. ¡Qué vieja más tonta soy! ¡Nunca he sabido manejar estas cosas tan técnicas!

El joven sonrió y trató de arrancar el hacha.

Cayó de rodillas, muy pálido de repente.

Yaya se agachó hasta quedar a la altura de su oreja.

—Podríais haber cuidado de la anciana —dijo con voz tranquila—. Podríais haber hablado con el lobo. Pero no lo hicisteis, ¿sabes?

El joven intentó hablar, pero, sin saber por qué, sus dientes se negaban a separarse.

—Es evidente que lo lamentas en el alma —siguió Yaya—. Es evidente que comprendes lo equivocado que has estado. Seguro que te mueres por arreglar la casa de la anciana, y por ponerle en orden el jardín, y por encargarte de que tenga leche fresca todos los días, ¿verdad? De hecho, no me sorprendería que fueras tan generoso como para construirle una casa nueva, con un pozo decente y todo. Bien cerca del pueblo, para que no tenga que vivir sola, ¿verdad? Es que, ¿sabes?, a veces puedo ver el futuro y estoy segura de que eso es lo que va a suceder, ¿verdad?

El leñador tenía el rostro cubierto de sudor. Ahora eran sus pulmones los que no parecían responder.

—Sé que vas a mantener tu palabra, y eso me satisface tanto que me aseguraré de que tengas mucha, mucha suerte —siguió diciendo Yaya, cuya voz continuaba en el mismo tono monocorde— Sé que cortar madera puede ser un trabajo peligroso. A veces, los leñadores resultan heridos. Los árboles les caen encima por accidente, o se les suelta la cabeza del hacha y les abre una brecha en la frente. —El leñador se estremeció—. Así que voy a lanzar un pequeño hechizo para asegurarme de que a ti no te suceda nada de eso. Y todo se debe a lo agradecida que te estoy. Por ayudar a la anciana. ¿Sabes? Sólo tienes que asentir.

El joven consiguió mover un poco la cabeza. Yaya Ceravieja sonrió.

—¡Perfecto! —exclamó. Se irguió y se sacudió una brizna de hierba del vestido— ¿Ves lo hermosa que puede ser la vida si todos nos ayudamos unos a otros?

Las brujas se marcharon a la hora de comer. Para entonces, el jardín de la anciana ya estaba lleno de gente, y se oían por todas partes los martillazos y el ruido de las sierras. Noticias como Yaya Ceravieja viajaban deprisa. Ya había tres leñadores limpiando la maleza, mientras otros dos se enfrentaban a la sucia chimenea. Cuatro jóvenes ya habían excavado la mitad del nuevo pozo, que quedaría acabado en un tiempo récord.

La anciana abuela, que era de esas personas que se aferran a una idea hasta que alguien se la arranca a la fuerza, se estaba quedando sin cuencos donde poner la leche.

En medio del ajetreo, las tres brujas se marcharon con disimulo.

—¿Lo veis? —dijo Magrat, mientras se alejaban por el sendero—. Esto demuestra que la gente siempre está dispuesta a ayudar en cuanto alguien da ejemplo. No hay que presionar constantemente a los que nos rodean.

Tata Ogg miró a Yaya.

—Te vi charlando con el jefe de los leñadores —dijo— ¿De qué hablabais?

—Sobre el serrín —replicó Yaya.

—¿De veras?

—Uno de los leñadores me dijo —intervino Magrat— que en este bosque han estado pasando otras cosas extrañas. Me contó que algunos animales se comportan como personas. Había una familia de osos que vivía no lejos de aquí.

—No tiene nada de raro que los osos vivan en familia —señaló Tata—. Son animales gregarios.

—En una casita.

—Eso sí que es raro.

—A eso me refería —dijo Magrat.

—Desde luego, una se sentiría muy extraña al ir a pedir una taza de azúcar —dijo Tata— Supongo que los vecinos tendrían algo que decir.

—Sí —asintió Magrat—. Decían "oink".

—¿Por qué decían "oink"?

—Porque no podían decir otra cosa. Eran cerdos.

—Nosotros también teníamos una familia así cuando vivíamos en… —empezó Tata.

—He dicho cerdos. Cerdos de verdad. Cuatro patas, cola rizada, jamones antes de convertirse en jamones. Cerditos.

—¿Qué les pasó? —quiso saber Tata.

—El lobo se los comió. Por lo visto eran unos animales estúpidos, tan tontos como para dejar que el lobo se les acercara. No quedó nada de ellos, sólo encontraron un nivel.

—Qué pena.

—Según el leñador, la verdad es que las casas que construyeron no eran gran cosa.

Bueno, ¿y qué esperaban? Con las pezuñas y todo eso… —dijo

Las brujas caminaron en silencio.

—Recuerdo que una vez leí algo —dijo Tata, mirando de soslayo a Yaya Ceravieja— sobre una hechicera de la historia que vivía en una isla y convertía en cerdos a los marineros de barcos naufragados.

—Qué cosa tan horrible —respondió Magrat.

—Supongo que todo depende de cómo seas realmente por dentro —dijo Tata—. O sea, mirad a Greebo, por ejemplo. —Greebo, enroscado sobre sus hombros como una apestosa estola, ronroneó—. Es prácticamente humano.

—No dices más que tonterías, Gytha —bufó Yaya Ceravieja.

—Eso es porque ciertas personas no me dicen lo que de verdad creen que está pasando —replicó Tata Ogg con voz sombría.

—Te dije que no estaba segura —dijo Yaya.

—Miraste en la mente del lobo.

—Sí.

—Pues entonces…

Yaya suspiró.

—Alguien ha pasado por aquí antes que nosotras. Ha pasado a fondo. Alguien que conoce el poder de los cuentos, y los utiliza. Y los cuentos se han…, se han quedado. Es lo que sucede cuando se los alimenta…

—¿Y para qué querría nadie hacer semejante cosa? —se sorprendió Tata.

—Para practicar —dijo Yaya.

—¿Practicar? ¿Para qué? —quiso saber Magrat.

—Creo que lo descubriremos muy pronto —dijo Yaya en tono enigmático.

—Deberías decirme lo que piensas —insistió Magrat— Yo soy el hada madrina oficial. Tendrías que informarme. Las dos me lo deberíais contar todo.

Tata Ogg se puso tensa. Era la clase de afirmación que había llegado a conocer muy bien, en su papel de matriarca de los Ogg. Era uno de esos comentarios que, en momentos como aquél, tenían el mismo efecto que el pequeño deslizamiento de nieve que cae de la rama más alta del árbol más alto de las montañas al empezar el deshielo. Era uno de los extremos de un proceso que, sin lugar a dudas, acabaría con una docena de aldeas sepultadas. Ramas enteras de la familia Ogg habían dejado de hablarse con otras ramas de la familia Ogg por un simple "Vaya, muchas gracias", dicho en el tono y el momento menos oportunos. Y esto era mucho peor.

—Bueno —se apresuró a intervenir—. ¿Por qué no …?

—No tengo que dar ninguna explicación —gruñó Yaya Ceravieja

—Pero se supone que somos tres brujas —dijo Magrat—. Si es que se nos puede llamar brujas —añadió.

_¿Se puede saber qué quieres decir con eso? —bufó Yava.

"¿Se puede saber …?", pensó Tata. Alguien había empezado una frase con un "¿Se puede saber …?". Eso era como lo de pegar a alguien con un guante y luego tirarlo al suelo. Cuando alguien empieza una frase con un "¿Se puede saber …?", ya no hay marcha atrás. De todos modos, ella lo intentó.

—¿No os apetecería …?

Magrat siguió adelante con la valiente desesperación de alguien que está bailando mientras se queman sus propias naves.

—Bueno —dijo—, pues a mí me parece…

—¿Sí? —dijo Yaya.

—A mí me parece —repitió Magrat— que la única magia que hacemos es… es…, bueno, cabezología. No es lo que los demás consideran magia. Se trata sólo de mirar a la gente y de engañarla. Nos aprovechamos de su credulidad. Cuando decidí que iba a ser bruja, no me esperaba esto…

—¿Y quién te ha dicho que seas ya una bruja? —preguntó Yaya Ceravieja con voz lenta, deliberada.

—Vaya, qué viento se está levantando, lo mejor sería que… —intentó valientemente Tata Ogg.

—¿Qué has dicho? —exclamó Magrat.

Tata Ogg se tapó los ojos con una mano. Pedirle a alguien que te repitiera una frase, que no sólo habías oído perfectamente, sino que además te había puesto muy, muy furioso, era, como dicen en términos militares, alcanzar Defcon II.

—Creí que me expresaba con toda claridad —dijo Yaya—. Me sorprende mucho que no sea así, porque, lo que es yo, me oigo perfectamente.

—Sí, desde luego se está levantando mucho viento. ¿No sería mejor que…?

—La verdad es que creo que puedo ser tan presuntuosa, tan malhumorada y desconsiderada, como para que se me considere una bruja —gritó Magrat—. Es lo único que hace falta, ¿no?

—¿Desconsiderada? ¿Yo?

—¡Te gustan las personas que necesitan ayuda porque cuando necesitan ayuda son débiles, y ayudarlos te hace sentir fuerte! ¿Qué tendría de malo un poco de magia?

—¡Porque nunca te pararías después de usar sólo un poco, niña idiota!

Magrat retrocedió un paso con el rostro congestionado. Metió la mano en la bolsa y sacó un libro delgado, que esgrimió como si fuera un arma.

—Puede que sea idiota —casi jadeó—, ¡pero yo, al menos, intento aprender cosas! ¿Sabes para qué se puede utilizar la magia? ¡No sólo para crear ilusiones y bravuconear! En este libro hay gente que puede…, ¡que puede caminar sobre carbones al rojo y meter la mano en el fuego, y no les pasa nada!

—¡Trucos baratos! —gritó Yaya.

—¡Es verdad!

—¡Imposible! ¡Nadie puede hacer eso!

—¡Demuestra que pueden controlar las cosas! ¡La magia tiene que consistir en algo más que en saber cosas y en manipular a la gente!

—¿Ah, sí? ¿En pedir deseos a una estrella fugaz, en el polvo de las hadas? ¿En hacer felices a las personas?

—¡Tiene que haber una parte de eso! Si no, ¿de qué sirve nada? Además…, cuando fui a la casa de Desiderata, las dos estabais buscando la varita, ¿no?

—¡Sólo quería que no cayera en malas manos!

—¡Tú consideras malas todas las manos que no sean las tuyas!

Se miraron.

—¿Es que no tienes ni un poquito de romanticismo? —suspiró al final Magrat.

—No —replicó Yaya—. Ni una pizca. ¡Y a las estrellas les importa un rábano lo que desees, y la magia no puede mejorar las cosas, y nadie mete la mano en el fuego sin quemarse! Si quieres llegar a algo como bruja, Magrat Ajostiernos, tienes que aprender tres cosas: qué es real, qué no lo es y cuál es la diferencia…

—Y averigua siempre el apellido y la dirección del caballero —intervino Tata—. A mí me ha dado un resultado fantástico. Era una broma —añadió, cuando ambas la miraron.

El viento soplaba más fuerte en los linderos del bosque. El aire levantaba las briznas de hierba.

—Bueno, al menos vamos en la dirección correcta —insistió Tata a la desesperada, buscando cualquier cosa que las distrajera— Mirad. En ese cartel pone "Genua".

Era cierto. Se trataba de un cartel viejo, carcomido, justo a las afueras del bosque. La punta del cartel estaba recortada de manera que pareciera un dedo.

—Y también hay un camino como debe ser —siguió parloteando Tata.

La pelea pareció enfriarse un poco, sobre todo porque las partes en contienda no se hablaban. No era sencillamente que no hubiera un intercambio de comunicación verbal. Eso es nada más que no hablar. Esto, en cambio, lo atravesaba de lado a lado y entraba de lleno en ese campo espantoso definido por las palabras No Hablarse.

—Baldosas amarillas —señaló Tata—. ¿Dónde se ha visto que alguien haga un camino de baldosas amarillas?

Magrat y Yaya siguieron mirando en direcciones opuestas, con los brazos cruzados.

—Bueno, al fin y al cabo anima un poco este lugar —siguió Tata. En el horizonte, Genua brillaba en medio de los prados verdes. Entre los prados, la carretera se hundía en un amplio valle salpicado de aldeas. Un río serpenteaba entre ellas de camino a la ciudad.

El viento les agitaba las faldas.

—Así no podemos volar, desde luego.

Tata insistía valerosamente en aportar, ella sola, la conversación de tres personas.

—Entonces, iremos andando, ¿de acuerdo? —siguió. Hasta en almas tan inocentes como la de Tata Ogg hay siempre una chispa de rencor, de manera que añadió—: ¿Qué os parece si vamos cantando?

—No me corresponde a mí ocuparme de lo que hacen los demás —bufó Yaya—. No es cosa mía, desde luego. Quizá algunas personas con varitas y grandes ideas tengan alguna sugerencia.

—¡Bah! —replicó Magrat.

Echaron a andar por el camino de baldosas amarillas hacia la ciudad lejana, en fila india, con Tata Ogg en medio a modo de parachoques móvil.

—Lo que algunas personas necesitan —dijo Magrat a quien quisiera escucharla— es un poco más de corazón.

—Lo que algunas personas necesitan —dijo Yaya Ceravieja al cielo tormentoso— es mucho más cerebro.

Lo que yo necesito, pensó Tata Ogg con fervor, es una buena copa de lo que sea.

Tres minutos más tarde, le cayó una granja en la cabeza.

En aquel momento, las brujas caminaban muy distanciadas. Yaya Ceravieja avanzaba la primera, a zancadas decididas; Magrat iba la última, huraña; y Tata caminaba entre las dos.

Como ella misma diría más tarde, ni siquiera iba cantando. Simplemente, en un momento dado, allí estaba una bruja menuda y regordeta; y al siguiente, en el mismo lugar, estaban los restos de una granja de madera.

Yaya Ceravieja se dio media vuelta y se encontró mirando una puerta delantera astillada, sin pintar. Magrat casi se metió por la puerta trasera de la misma madera gris, descolorida.

No se oían más ruidos que los crujidos de la madera al asentarse.

—¿Gytha? —llamó Yaya.

—¿Tata? —gritó Magrat.

Las dos abrieron sus puertas.

Era una casa de diseño sencillo, con dos habitaciones en el piso de abajo, separadas por un pasillo que la recorría en toda su longitud. En medio del pasillo, rodeada de tablones del suelo astillados y carcomidos, bajo el sombrero puntiagudo que tenía ahora incrustado hasta la barbilla, estaba Tata Ogg. No había ni rastro de Greebo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, aturdida—. ¿Qué ha pasado?

—Te ha caído una granja en la cabeza —le explicó Magrat.

—Ah. Qué cosas —respondió Tata distraídamente.

Yaya la agarró por los hombros.

—¿Gytha? ¿Cuántos dedos tengo levantados? —preguntó, apremiante.

—¿Qué dedos? Todo se ha quedado a oscuras.

Magrat y Yaya agarraron el ala del sombrero de Tata, y medio lo levantaron medio lo desenroscaron hasta quitárselo. La anciana parpadeó y las miró.

—Son los refuerzos de sauce —dijo, mientras el sombrero puntiagudo recuperaba su forma. Tata se tambaleaba suavemente—. Un sombrero con refuerzos de sauce puede parar un martillazo. Es por estos montantes, ¿sabéis? Distribuyen la fuerza del impacto. Escribiré una carta al señor Vernissage.

Magrat, perpleja, examinó la casita.

—¡Ha caído del cielo! —exclamó.

—Ha debido de ser un tornado o algo por el estilo —señaló Tata Ogg— El viento debió de arrancarla, y ahora ha caído. Es lo que suele pasar con estos vientos. ¿Os acordáis del vendaval que tuvimos el año pasado? Una de mis gallinas puso el mismo huevo cuatro veces.

—Está delirando —dijo Magrat.

—No, es mi manera normal de hablar —replicó Tata.

Yaya Ceravieja examinó una de las habitaciones.

—Supongo que no habrá nada de comer o de beber por aquí —dijo.

—A la gente que ha sufrido una conmoción, se le suele dar un poco de coñac —sugirió Tata.

Magrat se asomó a la escalera y miró hacia arriba.

—¡Eeeeh! —llamó, con la extraña voz ahogada de quien quiere hacerse oír, pero sin hacer algo tan poco educado como levantar la voz—. ¿Hay alguien?

Tata, a su vez, miró bajo la escalera. Greebo era una bola temblorosa en un rincón. Lo cogió por el pellejo del cogote, y le dio una palmadita algo desconcertada. Pese a la obra maestra de la sombrerería del señor Vernissage, pese al suelo carcomido, incluso pese a la legendaria cabeza dura de los Ogg, Tata no se encontraba en su mejor momento y su habitual temperamento alegre estaba teñido de nostalgia. En su pueblo, nadie le tiraba una granja a la cabeza.

—¿Sabes, Greebo? —dijo—. Creo que ya no estamos en Lancre.

—He encontrado un poco de jamón —anunció Yaya Ceravieja desde la cocina.

No hacía falta mucho más para animar a Tata Ogg.

—Perfecto —respondió, también a gritos—. Irá muy bien con el pan de los enanos.

Magrat entró en la habitación.

—Me parece que no deberíamos coger provisiones ajenas —señaló—. Al fin y al cabo, esta casa debe de ser de alguien.

—Oh. ¿Alguien ha dicho algo, Gytha?

Tata puso los ojos en blanco.

—Lo único que decía, Tata —replicó Magrat—, es que lo que hay aquí no es nuestro.

—Dice que esto no es nuestro, Esme.

—Dile a quien quiera saberlo, Gytha, que es como recoger los restos de un naufragio —bufó Yaya.

—Dice que el que lo encuentra se lo queda, Magrat —tradujo Tata.

A través de la ventana, se divisó un movimiento. Magrat echó un vistazo a través del sucio cristal.

—Qué curioso —dijo—. Hay un montón de enanos bailando alrededor de la casa.

—¿Ah, sí? —respondió Tata, al tiempo que abría una alacena.

—¿Son …? Quiero decir, pregúntale si están cantando —dijo.

—¿Están cantando, Magrat?

—No sé, me parece oír algo —respondió la joven—. Suena algo así como "Dingdong, dingdong".

—Sí, desde luego es una canción de enanos —asintió Tata—. Son los únicos seres del mundo capaces de hacer que un "aibó" dure todo el día.

—Parece que están la mar de contentos —señaló Magrat, titubeante.

—Seguramente, la granja era suya y se alegran de recuperarla.

Alguien dio unos golpes en la puerta trasera. Magrat la abrió. Una multitud de enanos, vestidos con ropas brillantes y una expresión de vergüenza en los rostros, retrocedieron apresuradamente. Se la quedaron mirando.

—Eh… —dijo el que parecía ser el jefe—. ¿Está…, está muerta la vieja bruja?

—¿Qué vieja bruja? —preguntó Magrat.

El enano la miró boquiabierto unos instantes. Se dio media vuelta y consultó a sus colegas en susurros. Luego, se volvió de nuevo.

—¿Cuántas tienes?

—Podéis elegir entre dos —replicó Magrat. No se encontraba del mejor de los humores, y no sentía la necesidad de contribuir en la conversación más de lo imprescindible—. Son gratis —añadió, con una brusquedad poco característica en ella.

—Oh. —El enano meditó un instante—. Bueno, ¿sobre qué vieja bruja cayó la casa?

—¡Ah, Tata! No, no está muerta. Sólo un poco aturdida. Pero gracias por preguntar, son muy amables —respondió la joven.

Los enanos se quedaron algo desconcertados. Volvieron a formar un corrillo. Se oyeron varias discusiones sotto voce.

Luego, el jefe de los enanos se volvió de nuevo hacia Magrat. Se quitó el casco y empezó a darle vueltas entre las manos, nervioso.

_Eh… —empezó—, ¿podemos llevarnos sus botas?

—¿Qué?

—Las botas —repitió el enano, con el rostro como la grana—. ¿Nos da las botas de la vieja bruja, por favor?

—¿Para qué las quieren?

El enano la miró. Luego, volvió a reunirse en el corrillo con sus colegas. Una vez más, se volvió hacia Magrat.

—Pues es que… de repente tuvimos la sensación… de que necesitábamos las botas —dijo.

Se quedó allí, parpadeando.

—Bueno, iré a preguntárselo —replicó la joven—. Pero no creo que quiera.

Cuando iba a cerrar la puerta, el enano le dio unas cuantas vueltas más al casco.

—Porque son de color rubí, ¿verdad? —preguntó.

—Bueno, pues sí, son rojas —asintió Magrat— ¿Basta con que sean rojas?

—Tienen que ser rojas. —Los demás enanos asintieron—. Si no son rojas, no vale.

Magrat lo miró sin comprender, y cerró la puerta.

—Tata —dijo con voz pausada, una vez estuvo de vuelta en la cocina—, ahí fuera hay unos enanos que dicen que si les das las botas.

Tata alzó la vista. Había encontrado una hogaza de pan duro en la alacena y la estaba masticando como podía. Es increíble las cosas que puede comer uno en vez del pan de los enanos.

—¿Y para qué las quieren? —preguntó.

—No me lo han dicho. Sólo saben que, de repente, tuvieron la sensación de que necesitaban tus botas.

—Yo que tú desconfiaría —dijo Yaya.

—Al viejo Agitado Wistley, el de Riachuelo, también le gustaban las botas con locura —dijo Tata, al tiempo que dejaba el cuchillo del pan sobre la mesa—. Sobre todo las botas negras con botones. Las coleccionaba. Si te veía pasar con unas nuevas, tenía que ir a tumbarse un rato.

—Me parece que eso es un poco sofisticado para unos enanos —replicó Yaya.

Quizá quieran beber en las botas —sugirió Tata.

—¿Cómo? ¿Beber de las botas? —se asombró Magrat.

—Mira, son cosas que se hacen en el extranjero —asintió la anciana—. Beben vino espumoso en las botas de las señoras.

Todas bajaron la vista hacia las botas de Tata.

Ni la propia Tata podía imaginar qué querría nadie beber en ellas. 0 lo que haría después.

—Cielos. Eso es aún más sofisticado que lo del viejo Agitado Wistley —dijo Tata, meditabunda.

—Ellos también parecían bastante sorprendidos —señaló Magrat.

—Me parece de lo más normal. A uno no le entran ganas todos los días de ir a quitarle las botas a una bruja honrada. No sé, me da la sensación de que aquí se está tramando otro cuento —dijo Yaya Ceravieja—. Creo que deberíamos ir a hablar con esos enanos.

Salió al pasillo y abrió la puerta.

—¿Sí? —gruñó.

Al verla, los enanos retrocedieron. Se oyeron muchos susurros, y codazos, y comentarios ahogados del tipo de "No, hazlo tú" o "Yo pregunté la última vez". Por fin, entre todos, empujaron a un enano hacia adelante. Quizá fuera el primero. Con los enanos, no era fácil saberlo.

—Eh… —dijo—. En ¿Botas?

—¿Para qué?

El enano se rascó la cabeza.

—Pues la verdad, ni idea —dijo—. Ya que lo menciona, nosotros también nos lo estamos preguntando. Salíamos de trabajar en la mina de carbón, hace cosa de media hora, y entonces vimos que la granja caía sobre…, sobre la bruja, y…, bueno…

—Y, sencillamente, supisteis que teníais que quitarle las botas ——terminó Yaya.

El rostro del enano se iluminó con una sonrisa de alivio.

—¡Exacto! —exclamó—. Y cantar la canción esa de DingDong. Sólo que se suponía que la bruja estaría aplastada. Sin ánimo de ofender —se apresuró a añadir.

—Son los refuerzos de arce —dijo una voz desde detrás de Yaya—. Valen su peso en odro.

Yaya se los quedó mirando unos momentos, y luego sonrió.

—Creo que deberíais pasar, muchachos —dijo—. Quiero haceros unas cuantas preguntas.

Los enanos no parecían nada convencidos.

—Eh… —empezó el portavoz.

—¿Os pone nerviosos entrar en una casa donde hay brujas? —preguntó Yaya Ceravieja.

El portavoz asintió y enrojeció. Magrat y Tata Ogg intercambiaron una mirada a espaldas de Yaya. Allí había algo que iba mal, muy mal. En las montañas, los enanos no tenían ningún miedo de las brujas. Lo difícil era impedirles que se pusieran a excavar en tu suelo.

—Supongo que hace tiempo que bajasteis de las montañas —dijo Yaya.

—Sí, aquí había una veta de carbón muy prometedora —murmuró el portavoz, sin dejar de dar vueltas al casco entre las manos.

—Entonces, seguro que hace mucho tiempo que no coméis un buen pan de enano —siguió Yaya.

Los ojos del portavoz se empañaron.

—Cocido en la mejor arenisca, hecho como lo hacía vuestra madre, saltando horas y horas sobre él.

Los enanos dejaron escapar un suspiro colectivo.

—Aquí abajo no hay manera de hacerlo —dijo el portavoz, como si hablara con el suelo—. Debe de ser cosa del agua. Se hace migajas a los pocos años.

—Le ponen harina —aseguró otro enano con voz amarga.

—Y cosas peores. El panadero de Genua le echa fruta escarchada por encima —corroboró otro.

—Pues mirad —dijo Yaya, frotándose las manos—, quizá os pueda ayudar. Puede que tenga un poco de pan de enano de sobra.

—Imposible. No puede ser verdadero pan de enano —replicó el portavoz con tono sombrío—. El verdadero pan de enano tiene que haberse caído en un río, haberlo dejado secar. Hay que sacarlo de la bolsa y mirarlo todos los días, y luego volver a guardarlo. Aquí abajo no hay manera de conseguirlo.

—Quizá sea vuestro día de suerte —sonrió Yaya Ceravieja.

—En realidad —agregó Tata—, creo que el gato se meó encima.

El portavoz alzó la vista. Tenía los ojos iluminados.

—¿De verdad?

<<Querido Jason y los demás:

Qué cosas pasan. Anda que todo lo que está sucediendo, con lobos que hablan y mujeres dormidas en castillos, menudas historias que os voy a contar cuando vuelva, ya veréis. Además, no quiero ni oír hablar de granjas, eso me recuerda una cosa, por favor envíale algo al señor Vernissage, de la zona de Tajada, y preséntale los respetos de la Sra. 099 y dile que hace unos sombreros buenísimos, puede poner en las etiquetas "Aprobado por Tata Ogg, para hasta el golpe de una granja", además si escribes a la gente diciendo que hacen las cosas muy bien a veces te envían más gratis, así que igual me da un sombrero nuevo, encárgate de todo.>>

Lilith salió de su sala de los espejos. Las sombras de sus imágenes se demoraron un instante y luego se desvanecieron.

Cualquier bruja decente quedaría aplastada después de caerle una granja encima. Lilith lo sabía bien. Quedaría perfectamente aplastada, sólo sobresaldrían las botas.

A veces, se desesperaba. Es que algunas personas no sabían representar su papel.

Se preguntó si existiría lo contrario a un hada madrina. Al fin y al cabo, casi todas las cosas de este mundo tenían su contrario. Si lo hubiera, no sería una mala hada madrina, puesto que eso no es más que una buena hada madrina vista desde el ángulo opuesto.

Lo contrario sería alguien que envenenara los cuentos. La criatura más malévola del mundo, en opinión de Lilith.

Pues bien, aquí, en Genua, se había puesto en marcha un cuento que nadie podría detener. Éste llevaba impulso. Si intentabas detenerlo te absorbería, te haría pasar a ser parte de su argumento. Ella no tenía que hacer nada. El cuento se encargaría de todo. Y le reconfortaba saber que no podía perder. Al fin y al cabo, ella era la buena.

Recorrió los almenajes y bajó por la escalera hasta su habitación, donde la esperaban las dos hermanas. Se les daba muy bien esperar. Podían pasarse horas enteras sentadas sin pestañear.

El Duc se negaba a estar en la misma habitación que ellas.

Cuando Lilith entró, volvieron la cabeza.

No se había molestado en proporcionarles voces. No era necesario. Bastaba con que fueran hermosas y con que pudiera hacerlas comprender.

—Ahora, tenéis que volver a la casa —dijo—. Y esto es muy ¡mportante. Escuchadme bien. Mañana irán unas personas a ver a Enta. Tenéis que permitírselo, ¿comprendido?

Le miraban los labios. Miraban cualquier cosa que se moviera.

—Necesitamos a esas personas para el cuento. El cuento no funcionará bien a menos que intenten impedirlo. Y, después…, después puede que os dé voces. Os gustaría tener voz, ¿a que sí?

Se miraron la una a la otra, luego la miraron a ella. Después clavaron la vista en la jaula que había en un rincón de la habitación.

Lilith sonrió, metió la mano y sacó dos ratoncitos blancos.

—La bruja más joven es justo de vuestro tipo —dijo—. Tendré que ver qué se puede hacer con ella. Y ahora… abrid…

Las escobas volaban en el aire de la tarde.

Por una vez, las brujas no estaban discutiendo.

Los enanos les habían recordado su hogar. A cualquiera le hubiera enternecido el corazón ver la manera en que se sentaban y miraban el pan de enanos, como consumiéndolo con los ojos, que es la mejor manera de consumir el pan de enanos. Fuera lo que fuese lo que los había impulsado a buscar las botas color rubí, pareció desvanecerse ante su realista influencia. Y, como dijo Yaya, había pocas cosas en este mundo más reales que el pan de enano.

Luego, se había alejado con el jefe de los enanos para charlar con él.

No dijo a las otras dos lo que había descubierto, y ni Magrat ni Tata tuvieron el valor de preguntárselo. Ahora, volaba un poco por delante de ellas.

De cuando en cuando murmuraba entre dientes cosas como "¡Hadas madrinas!" o "¡Practicar!".

Pero hasta la propia Magrat, que no tenía demasiada experiencia, podía sentir a Genua como un barómetro siente la presión atmosférica. En Genua, los cuentos cobraban vida. En Genua, alguien se dedicaba a hacer realidad los sueños.

¿Recuerdas algunos de tus sueños?

Genua yacía en el delta del Vieux River, que era la fuente de sus riquezas. Y Genua era un reino muy rico. En el pasado, había controlado todo el tráfico de la desembocadura del río con unos impuestos que no se podían calificar de piratería porque los cargaba el gobierno de la ciudad, de manera que sonaban así como a economía, como a cosa legal. Y los pantanos y lagos del interior del delta proporcionaban los ingredientes reptantes, nadadores y voladores para una gastronomía que habría sido famosa en todo el mundo si, como ya se ha dicho, la gente viajara un poco más.

Genua era un reino rico, perezoso y confiado. Y en el pasado había dedicado buena parte de su tiempo a esa especie de política que parece brotar naturalmente en algunas ciudades-estado. Por ejemplo, en el pasado se había podido permitir la rama más importante del Gremio de Asesinos, después de la de Ankh-Morpork, y sus integrantes estaban tan solicitados que, en ocasiones, la víctima se veía obligada a aguardar meses enteros.[18]

Pero todos los asesinos se habían marchado hacía ya años. Hay cosas que repugnan hasta a los chacales.

La ciudad era una auténtica sorpresa. Desde lejos, parecía una enorme formación cristalina en medio de los verdes y ocres del pantano.

Más cerca, se diferenciaba primero un anillo exterior de edificios pequeños, luego un anillo interior de casas blancas, grandes, impresionantes. Y por último, en el centro mismo de la ciudad, un palacio. Era alto y hermoso, lleno de torreones, como un castillo de juguete o una extravagante golosina. Cada una de sus esbeltas torres parecía diseñada para albergar a una princesa cautiva.

Magrat se estremeció. Luego, pensó en la varita. Un hada madrina tenía sus responsabilidades.

—Me recuerda a otra de las de Aliss la Negra —dijo Yaya Ceravieja—. Tenía encerrada a esa chica, la de las trenzas tan largas, en una torre como ésas. Creo que se llamaba Raspauncielo, o algo así.

—Pero se escapó —señaló Magrat.

—Sí. A veces va muy bien soltarte el pelo —asintió Tata.

—Bah. Mitos rurales —bufó Yaya.

Se acercaron más aún a los muros de la ciudad.

—Hay guardias ante la puerta —señaló Magrat—. ¿Vamos a entrar volando?

Yaya escudriñó la más alta de las torres, con los ojos entrecerrados.

—No —replicó—. Aterrizaremos y seguiremos andando. Para no preocupar a la gente.

—Hay una zona verde y lisa ahí, entre esos árboles —señaló Magrat.

Yaya dio unos pasos a modo de experimento. Sus botas chapotearon y gorgotearon en protesta acuosa.

—Eh, ya he dicho que lo siento —insistió Magrat—. Parecía un lugar tan liso…

—Por lo general, el agua suele ser bastante lisa —señaló Tata, que estaba sentada sobre un tocón de árbol y se retorcía el vestido para escurrirlo.

—¡Pero si vosotras tampoco os disteis cuenta de que era agua! —protestó Magrat—. Había tanta hierba…, tantas cosas flotando por encima…

—Me da la sensación de que, en esta zona, el agua y la tierra no tienen muy claro quién es quién —asintió Tata.

Contempló el paisaje pantanoso que se extendía a su alrededor.

En el pantano crecían árboles. Tenían un aspecto retorcido, extraño, parecían irse pudriendo a medida que se desarrollaban. En los escasos lugares donde el agua resultaba visible, era de un color negro como la tinta. De cuando en cuando, llegaban a la superficie unas cuantas burbujas, como fantasmas de alubias en un baño nocturno. Y más a lo lejos discurría el río, aunque no había manera de estar muy seguro en aquel lugar de aguas espesas y tierra que se llenaba de ondulaciones en cuanto le ponías el pie encima.

Parpadeó.

—Qué cosa más rara —dijo.

—¿El qué? —quiso saber Yaya.

—Me ha parecido ver… algo que corría… —murmuró Tata—. Allí. Entre los árboles.

—Debía de ser un pato.

—No, era algo más grande que un pato —insistió Tata—. Lo curioso es que parecía una casita.

—Oh, sí. Iba corriendo y le salía humo de la chimenea —dijo Yaya con mordacidad.

Tata se animó un poco.

—¿También la has visto?

Yaya puso los ojos en blanco.

—Vamos —dijo—. Tenemos que volver a la carretera.

—Eh… —empezó Magrat—. ¿Cómo?

Contemplaron el supuesto terreno que se extendía entre su refugio actual, razonablemente seco, y la carretera. Tenía una apariencia amarillenta. Había ramitas que flotaban y matas de hierba sospechosamente verde. Yaya arrancó una ramita del árbol caído donde estaba sentada, y la lanzó a unos cuantos metros de distancia. Hizo un ruido húmedo al caer y se hundió con el mismo sonido de alguien que intenta apurar las últimas gotas de un granizado.

—Bueno…, iremos volando, claro —dijo Tata.

—Seréis vosotras dos —replicó Yaya—. Yo no puedo correr por aquí para poner en marcha la mía.

Al final, Magrat la llevó en su escoba mientras Tata remolcaba el errático vehículo de Yaya.

—Espero que no nos haya visto nadie —bufó Yaya, cuando hubieron llegado a la relativa seguridad de la carretera.

A medida que se acercaban a la ciudad, otros caminos confluían en la carretera del pantano. Había mucha gente formando una larga cola ante las puertas de la ciudad.

Vista desde tierra, la ciudad era aún más impresionante. Brillaba como un guijarro pulido contra el vaho que ascendía de los pantanos. De los muros exteriores pendían alegres banderas.

—Parece un lugar muy alegre —apuntó Tata.

—Y muy limpio —asintió Magrat.

—Eso es por fuera —replicó Yaya, que ya había visto una ciudad en el pasado—. En cuanto entremos, no habrá más que mendigos, y ruido, y alcantarillas llenas de vete a saber qué. Os lo digo yo.

—Están echando a mucha gente —dijo Tata.

—Sí, en el bote comentaron que muchas personas vienen por lo del Carnaval ese —asintió Tata—. Seguro que llegan muchos individuos poco recomendables.

Media docena de guardias las vieron acercarse.

—Unos uniformes muy bonitos —dijo Yaya—. Así me gusta. No es como en casa.

En todo Lancre, no había más que seis uniformes oficiales para la guardia, cotas de mallas fabricadas según el principio de la "talla antiúnica". Al ponérselos, tenían que hacer arreglos de última hora con alambres y cables, puesto que la guardia del palacio la formaban los ciudadanos que no tuvieran otra cosa que hacer en ese momento.

En cambio, ninguno de estos guardias bajaba del metro ochenta, y hasta Yaya hubo de reconocer que estaban impresionantes con sus alegres uniformes rojos y azules. Aparte de éstos, la única guardia de ciudad que había visto en su vida era la de Ankh-Morpork. Al contemplar a la guardia de Ankh-Morpork, los ciudadanos razonables se preguntaban quién podría atacar que fuera peor que ellos. Desde luego, no eran un espectáculo memorable por su belleza.

Para sorpresa de Yaya, dos picas le cortaron el paso cuando se dirigió al arco de entrada.

—Oiga, no somos un ejército invasor —dijo.

El cabo saludó marcialmente.

—No, señora —dijo—. Pero tenemos órdenes de detener a los casos dudosos.

¿Casos dudosos? —se sorprendió Tata—. ¿Qué tenemos nosotras de dudoso?

El cabo tragó saliva. No era fácil sostener la mirada de Yaya Ceravieja.

—Bueno —empezó—, van ustedes un poco… desastradas.

El silencio que siguió fue retumbante. Yaya tomó aliento.

—Es que hemos tenido un pequeño accidente en el pantano —se apresuró a intervenir Magrat.

—Seguro que lo solucionaremos enseguida —tartamudeó el cabo—. El capitán llegará de un momento a otro. Lo que pasa es que, si dejamos entrar a quien no debemos, nos buscamos un buen problema. No se creerían ustedes la gentuza que llega aquí a veces.

—No se puede dejar entrar a cualquiera —asintió Tata Ogg—. No nos gustaría que dejaran entrar a cualquiera. La verdad es que nosotras no querríamos entrar en una de esas ciudades donde dejan entrar a cualquiera. ¿A que no, Esme?

Magrat le dio una patada en el tobillo.

—Menos mal que nosotras no somos cualquiera —siguió Tata.

—¿Qué sucede, cabo?

El capitán de la guardia salió por una puerta situada en el interior del arco y se dirigió hacia las brujas.

—Estas… estas damas quieren pasar, señor —dijo el cabo.

—¿Y qué?

—Pues que van un poco…, no sé cómo decirlo, no están cien por cien aseadas —siguió el cabo, temblando bajo la mirada de Yaya—. Una de ellas lleva el pelo todo enredado…

—¡Oiga! —exclamó Magrat.

—… y otra tiene pinta de usar un lenguaje poco apropiado.

—¿Qué? —exclamó Tata, perdiendo la sonrisa al instante—. ¡Te voy a dar una buena patada en el culo, guapito!

—Pero, cabo, llevan escobas —señaló el capitán—. El personal de limpieza no puede estar siempre tan aseado como querría.

—¿Personal de limpieza? —rugió Yaya.

—Seguro que ellas tienen tantas ganas como usted de ir a asearse —siguió el capitán.

—Disculpe —dijo Yaya, dotando a la palabra de los mismos matices que llevan —exclamaciones como "¡Al ataque!" o "¡Mátenlos!"—. Disculpe, pero… ¿no le sugiere nada este sombrero puntiagudo que llevo?

Los soldados la miraron con toda educación.

—¿Me da una pista? —pidió al final el capitán.

—Significa…

—Bueno. Pues si no les importa, nos vamos ya —se apresuró a intervenir Tata Ogg—. Tenemos mucho que limpiar. —Blandió la escoba—. ¡Vamos, chicas!

Magrat y ella agarraron a Yaya firmemente por los codos, y la empujaron para que atravesara el arco antes de que se le quemaran los fusibles. Yaya Ceravieja siempre había defendido que había que contar hasta diez antes de perder los estribos. Nadie sabía por qué, ya que esto sólo sirve para que suba la presión y para que la explosión resultante sea aún peor.

Las brujas no se detuvieron hasta que no perdieron de vista la puerta.

—Venga, venga, Esme —la tranquilizó Tata—, no deberías tomártelo tan a la tremenda. Y tienes que admitir que vamos algo cochinas. Esos pobres chicos sólo cumplían con su trabajo, ¿verdad? ¿Qué te parece?

—Nos han tratado como si fuéramos gente corriente —rugió Yaya.

—Estamos en el extranjero, Yaya —dijo Magrat—. Además, tú misma dijiste que aquellos hombres del barco tampoco habían reconocido el sombrero.

—Porque yo no quise que lo reconocieran —bufó Yaya—. Es diferente.

—No ha sido más que un…, un incidente, Yaya —insistió Magrat—. Sólo son unos soldados estúpidos. Ni siquiera son capaces de reconocer un peinado estilo libre, aunque lo tengan ante sus narices.

Tata se dio media vuelta. La gente pasaba junto a ellas, casi en silencio.

—Y tienes que admitir que es una ciudad muy bonita, muy limpia-dijo.

Las tres contemplaron lo que las rodeaba.

Desde luego, era el lugar más pulcro que habían visto en sus vidas. Hasta los guijarros de la calle parecían pulimentados.

—Una se podría beber el té en el suelo —dijo Tata mientras caminaban.

—Sí, pero se estaría bebiendo el té en el suelo —bufó Yaya.

—Bueno, tampoco lo apuraría hasta el fondo —replicó Tata—. Pero hasta las alcantarillas están cepilladas. Mirad, no se ve ni una llerda.[19]

—¡Gytha!

—Oye, si tú misma dijiste que en Ankh-Morpork…

—¡Esto no es Ankh-Morpork!

—Qué limpio está todo —dijo Magrat—. Te dan ganas de haberte limpiado las sandalias.

—Es verdad. —Tata Ogg recorrió la calle con la mirada—. Te dan ganas de ser mejor persona.

—¿Qué vais rezongando vosotras dos? —quiso saber Yaya.

Siguió la dirección de sus miradas. Había un guardia de pie, en una esquina de la calle. Cuando vio que lo miraban, se llevó la mano al casco y les dedicó una breve sonrisa.

—Hasta los guardias son educados —dijo Magrat.

—Y cuántos hay, ¿eh? —señaló Yaya.

—Es verdad, resulta extraño que hagan falta tantos guardias en una ciudad donde la gente es tan tranquila, tan limpia —asintió Magrat.

—Supongo que hay tanto encanto para repartir, que necesitan a mucha gente para que lo haga —dijo Tata Ogg.

Las brujas recorrieron las calles atestadas.

—Las casas son muy bonitas —señaló Magrat—. Muy decorativas, a su estilo antiguo.

Yaya Ceravieja, que vivía en una casa de estilo antiguo, tanto, que si fuera más antigua sería una roca metamórfica, no hizo ningún comentario.

Los pies de Tata Ogg empezaron a quejarse.

—Deberíamos buscar algún lugar donde pasar la noche —sugirió—. Ya intentaremos dar con esa chica mañana por la mañana. Todas nos encontraremos mejor después de dormir bien una noche.

—Y de bañarnos —añadió Magrat—. Con muchas hierbas en el agua.

—Buena idea, a mí también me irá de maravilla un buen baño —asintió Tata.

—Caray, qué pronto vuelve el otoño —replicó Yaya con amargura.

—¿Sí? ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste, Esme?

—¿Cómo que "la última vez"?

—¿Lo ves? Así que no tienes nada que opinar sobre mis abluciones.

—Bañarse es antihigiénico —declaró Yaya—. Sabes que nunca he aprobado los baños. Eso de sentarte en tu propia suciedad es una porquería.

—Entonces, ¿qué haces tú? —quiso saber Magrat.

—Me lavo —replicó Yaya—. Parte por parte. A medida que van apareciendo.

No se proporcionó más información sobre la periodicidad con que iban apareciendo dichas partes, pero desde luego sería más fácil localizarlas que encontrar habitaciones en Genua durante las fiestas de Carnaval.

Todas las tabernas y posadas estaban más que abarrotadas. Poco a poco, la presión de las multitudes las fue alejando de las calles principales hacia las zonas menos elegantes de la ciudad. Ni aún así encontraron refugio para las tres.

Yaya Ceravieja ya había tenido más que suficiente.

—Nos quedaremos en el próximo lugar que encontremos —afirmó, apretando las mandíbulas con firmeza—. ¿Cómo se llama esa posada de ahí?

Tata Ogg escudriñó el cartel.

—Hotel No… Va… Cantes —murmuró. Se animó un poco—. Hotel Nova Cantes. Eso quiere decir "Nuevas… eh… Cantes". En extranjero —añadió, esperanzada.

—Nos conformaremos —asintió Yaya.

Abrió la puerta de golpe. Un hombre regordete, de rostro sonrosado, alzó la vista desde detrás del mostrador. Acababa de empezar en aquel empleo y estaba muy nervioso. El último encargado había desaparecido por no ser regordete ni tener el rostro lo suficientemente sonrosado.

Yaya no era de las que perdían el tiempo.

—¿Ve este sombrero? —le espetó—. ¿Ve esta escoba?

El hombre miró a Yaya, luego a la escoba, y después otra vez a Yaya.

—Sí —dijo—. ¿Qué significan?

—Significan que queremos tres habitaciones para esta noche —replicó Yaya, mirando a las otras dos con gesto orgulloso.

—Con salchichas —dijo Tata.

—Y un menú vegetariano —añadió Magrat.

El hombre se las quedó mirando a las tres. Luego, se dirigió hacia la puerta.

—¿Ven esta puerta? —dijo—. ¿Ven este cartel?

—A nosotras no nos importan los carteles —replicó Yaya.

—Bueno, bueno —dijo el hombre—. Me rindo. ¿Qué significan el sombrero puntiagudo y la escoba?

—Que soy una bruja —replicó Yaya.

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó—. ¿Anciana idiota?

<<Querido Jason y todos los demás —escribió Tata Ogg—. No os lo vais a creer pero aquí no conocen a las brujas, así de atrasados están en el extranjero. Un hombre se puso borde con Esme y Esme se habría puesto como una fiera así que Magrat y yo la agarramos y nos la llevamos, porque si haces creer a alguien que lo has convertido en algo te da un montón de problemas, acuérdate de lo que pasó la última vez, que luego tuviste que excavar un estanque para que viviera el señor Wilkins…>>

Por fin habían conseguido una mesa para ellas solas en una taberna. Estaba abarrotada de gente de todas las especies. El ruido las obligaba a gritar, y el aire era denso por el humo.

—¿Quieres dejar de hacer garabatos, Gytha Ogg? —bufó Yaya. Me crispas los nervios.

—Tiene que haber brujas por aquí —dijo Magrat—. En todas partes hay brujas. Tiene que haber brujas en el extranjero. Las brujas están por todas partes.

—Como las cucarachas —añadió Tata Ogg alegremente.

—Deberíais haberme dejado que le hiciera creer que era una rana —refunfuñó Yaya.

—Eso no está bien, Esme. No puedes ir por ahí haciendo creer a la gente que son otra cosa, sólo porque se portan de manera antipática y no saben quién eres tú —le explicó Gytha—. Si te dejáramos salirte con la tuya, todo el mundo iría por ahí dando saltos.

A pesar de sus muchas amenazas, Yaya Ceravieja no había transformado a nadie en una rana. Desde su punto de vista se podía hacer algo que era, técnicamente, menos cruel, pero mucho más barato y satisfactorio. Podía dejar a la gente con forma humana, pero hacerles creer que eran ranas, cosa que además proporcionaba infinitas diversiones a los viandantes.

—Siempre me dio mucha pena el señor Wilkins —suspiró Magrat, que contemplaba con tristeza la superficie de la mesa—. Me parecía muy triste verlo intentando atrapar moscas con la lengua.

—No debió decir lo que dijo —replicó Yaya.

—¿El qué, que eres una vieja entrometida y dominante? —preguntó Tata con inocencia.

—Acepto las críticas —dijo Yaya—. Ya me conocéis. Nunca me he tomado a mal una crítica. Nadie puede decir que me tomo a mal una crítica…

—Al menos, no dos veces —dijo Tata—. No sin que termine lanzando burbujas por la boca.

—Lo que pasa es que no soporto la injusticia —siguió Yaya— ¡Y deja ya de sonreír! Además, tampoco entiendo a qué viene tanto jaleo. Se le pasó en un par de días.

—La señora Wilkins dice que aún le gusta mucho nadar —dijo Tata—. Según ella, su marido tiene ahora nuevos intereses.

—Es posible que en esta ciudad tengan otro tipo de brujas —dijo Magrat, sin demasiadas esperanzas—. A lo mejor van vestidas de otra manera.

—Sólo existe una clase de brujas —dijo Yaya—. Y somos nosotras.

Recorrió la habitación con la mirada. Por supuesto, pensó, si alguien mantenía alejadas a las brujas la gente no sabría nada de ellas. Alguien que no quisiera que nadie más se entrometiera. Pero a nosotras nos ha dejado pasar…

—Bueno, al menos estamos en un lugar seco —comentó Tata.

Uno de los parroquianos, de entre la multitud que había a su espalda, echó hacia atrás la cabeza para reírse y le derramó la cerveza sobre el vestido.

La anciana murmuró algo entre dientes.

Magrat vio cómo el hombre bajaba la vista para beber otro sorbo y contemplaba la jarra con los ojos abiertos de par en par. La soltó y echó a correr hacia la puerta, agarrándose la garganta.

—¿Qué has hecho con su bebida? —preguntó.

—No tienes edad para saberlo —replicó Tata.

En casa, si una bruja quería una mesa para ella sola, pues… sencillamente, la tenía. Bastaba con la visión de un sombrero puntiagudo. La gente se mantenía a una distancia educada, y de cuando en cuando le pagaban las bebidas. Hasta Magrat era respetada, no porque alguien la mirase con admiración y asombro, sino porque cometer un desliz con una bruja era cometer un desliz con todas las brujas, y nadie quería que Yaya Ceravieja fuera a explicárselo en persona. En cambio, allí las empujaban, como si fueran corrientes. Sólo la mano de Tata Ogg, posada en el brazo de Yaya Ceravieja en gesto de advertencia, impedía que una docena de joviales bebedores entraran en un estado de anfibiedad antinatural. Ella siempre se había preciado de ser tan corriente como el abono, pero es que hay corrienteces y corrienteces. Era como lo de ese príncipe comosellamara, el de los cuentos, al que le gustaba recorrer su reino vestido como un ciudadano corriente. Siempre había tenido la retorcida sospecha de que el muy pervertido se aseguraba de antemano que todo el mundo supiera quién era, por si acaso a alguien se le ocurría ponerse demasiado corriente. Era como mancharte de barro. Mancharte de barro, cuando sabes que te espera una estupenda bañera caliente, es divertido; mancharte de barro, cuando todo lo que te espera es más barro, no tiene nada de gracioso. Llegó a una conclusión.

—Eh, ¿por qué no bebemos algo? —sugirió Tata Ogg con animación—. A todas nos vendrá bien una copa.

—Ah, no, ni hablar —replicó Yaya— Ya me enredasteis la última vez con esa bebida de hierbas. Estoy segura de que llevaba alcohol. Me sentí un tanto mareada después del sexto vaso. No pienso beber más porquerías extranjeras.

—Algo tendrás que beber —la tranquilizó Magrat—. Además, tengo sed. —Examinó el bar abarrotado con gesto distraído—. Puede que tengan algún zumo de frutas o algo por el estilo.

—Seguro —asintió Tata Ogg.

Se levantó, recorrió el establecimiento con la mirada y, con todo disimulo, se quitó una de las horquillas del sombrero.

—Enseguida vuelvo.

Las dos se quedaron en un silencio sombrío. Yaya miraba fijamente al frente.

—No te deberías tomar tan mal que la gente no te muestre ningún respeto —dijo Magrat, tratando de calmar los fuegos internos—. A mí, nadie me ha mostrado nunca el menor respeto, y no me pasa nada.

—Si no tienes respeto, no tienes nada —replicó Yaya, distante.

—Pues la verdad, no sé. Siempre me las he arreglado —dijo Magrat.

—Eso es porque eres una mocosa, Magrat Ajostiernos —bufó Yaya.

Se hizo un silencio breve, ardiente, en el que retumbaban las palabras que no debieron pronunciarse, junto con algunos gemidos de dolor más cerca de la barra del bar.

Siempre supe que opinaba eso, se dijo Magrat, desde los muros gélidos de la vergüenza. Pero no pensaba que llegaría a decirlo. Y jamás me pedirá perdón, porque no es de las que piden perdón. Se limita a esperar que la gente olvide cosas como ésa. Sólo intentaba que volviéramos a llevarnos bien, a ser amigas. Como si ella tuviera amigas.

—Bueno, ya estoy aquí —exclamó Tata Ogg, saliendo de entre la multitud con una bandeja—. Bebidas de frutas.

Se sentó, y miró a sus compañeras.

—Son de banana —insistió, con la esperanza de despertar una chispa de interés en alguna de las dos—. Recuerdo que, una vez, mi Shane trajo una banana a casa. Caray, lo que nos llegamos a reír con aquello. Le he preguntado al camarero "¿Qué bebidas de frutas toma la gente por aquí?", y me ha dado esto. Es de banana. Una bebida de banana. Ya veréis como os gusta. Es lo que bebe aquí la gente. Es de banana.

—Desde luego, tiene un…, un sabor muy fuerte —dijo Magrat, bebiendo un sorbo con cautela—. ¿Lleva también azúcar?

—Me parece que sí —asintió Tata.

Miró a Yaya, que tenía el ceño fruncido y la mirada perdida en la distancia. Suspiró, sacó el lápiz y lamió la punta con gesto profesional.

<<Una de las cosas buenas que tienen aquí es que es muy barato beber, hay una cosa que se llama dairikiri de bananana, que consiste en ron con una banananana[20] dentro. Noto que me hace mucho bien. Aquí el clima es de lo más húmedo. Espero que encontremos un lugar donde alojarnos. Lo espero porque Esme siempre cae de pie, o por lo menos siempre cae sobre los pies de alguien. Os he hecho un dibujo de un dairikiri de bananananana, que como podéis ver ya me lo he bebido hasta la última gota. Besos, MAMA XXXXX.>>

Al final, encontraron un establo. Según comentó alegremente Tata Ogg, probablemente fuera más cálido e higiénico que cualquiera de las posadas, y había millones de personas en el extranjero que darían el brazo derecho por tener un lugar tan calentito y seco donde dormir.

Para romper el hielo, era tan útil corno una sierra de jabón.

No hace falta gran cosa para hacer dormir a las brujas.

Magrat se quedó despierta, utilizando su bolsa de ropas a modo de almohada y escuchando el sonido suave de la lluvia contra el tej ado.

Todo esto ha ido mal desde el principio, pensó. No sé por qué permití que vinieran conmigo. Soy perfectamente capaz de hacer algo sola por una vez, pero ellas siempre me tratan como si fuera una…, una mocosa. No lo entiendo, no tengo por qué soportar que siempre me esté echando la bronca y poniéndome malas caras. A ver, ¿qué tiene ella de especial? Casi nunca hace nada que sea magia de verdad, diga lo que diga Tata. Lo único que hace es gritar mucho y avasallar a la gente. En cuanto a Tata, tiene buenas intenciones, pero ni el menor sentido de la responsabilidad. Creí que me iba a morir cuando empezó a cantar la Canción del Puercoespín en medio de la taberna. Espero que la gente no entendiera la letra.

Y el hada madrina soy yo, ¡yo! Ahora no estamos en casa. En el extranjero tiene que haber maneras diferentes de hacer las cosas.

Se levantó con la primera luz del día. Las otras dos dormían, aunque "dormir" es una palabra demasiado moderada para calificar los sonidos que emitía Yaya Ceravieja.

Magrat se puso su mejor vestido, el de seda verde, que ahora era un amasijo de arrugas. Sacó un paquetito envuelto en papel de seda, y desenvolvió con sumo cuidado sus joyas ocultistas. Magrat compraba joyería ocultista, en parte para distraerse del hecho de ser Magrat. Tenía tres cajas grandes llenas de baratijas, y seguía siendo exactamente la misma persona.

Hizo todo que pudo para quitarse la paja del pelo. Luego, desenvolvió la varita mágica.

Deseó tener un espejo en el que mirarse.

—Tengo la varita —dijo con tranquilidad—. No creo que necesite ayuda. Desiderata me pidió que les dijera que no me ayudaran.

Le pasó por la cabeza la idea de que Desiderata no había estado muy afortunada en ese aspecto. De una cosa se podía estar seguro: si decías a Yaya Ceravieja y a Tata Ogg que no te ayudaran, lo primero que harían sería lanzarse en tu ayuda. A Magrat no dejaba de sorprenderla que alguien tan inteligente como Desiderata hubiera cometido un error tan tonto. Seguramente, la pobre también había tenido una psicolología…, fuera eso lo que fuese.

Con todo cuidado, para no despertar a las otras dos, Magrat abrió la puerta y salió rápidamente al aire húmedo del exterior. Esgrimió la varita, y se dispuso a dar al mundo lo que el mundo desease.

Esperaba que fueran calabazas.

Tata Ogg abrió un ojo cuando la puerta crujió al cerrarse.

Se incorporó, bostezó y se rascó. Rebuscó en el sombrero hasta dar con la pipa. Atizó un buen codazo a Yaya en las costillas.

—No estoy dormida —replicó Yaya.

—Magrat se ha marchado.

—¡Ja!

—Voy a buscar algo de comer —murmuró Tata.

Cuando Esme estaba de aquel humor, era inútil intentar hablar con ella.

Cuando salió, Greebo se dejó caer suavemente desde la viga y aterrizó sobre su hombro.

Tata Ogg, una de las personas más optimistas del mundo, salió a recoger aquello que le ofreciera el futuro.

Esperaba que le ofreciera ron y bananas.

No le costó mucho encontrar la casa. Desiderata había dejado indicaciones muy precisas.

La mirada de Magrat se posó sobre las altas paredes blancas y las recargadas balconadas de metal. Trató de alisarse unas cuantas arrugas del vestido, se quitó unos trocitos recalcitrantes de heno que aún llevaba en el pelo, y luego echó a andar con resolución por el camino que llevaba a la entrada. Llamó a la puerta.

La aldaba se le rompió en la mano.

Miró a su alrededor con ansiedad, por si alguien había advertido aquella muestra de vandalismo, y trató de ponerla en su sitio. Se le cayó, arrancando un trozo de mármol de uno de los escalones.

Por fin, llamó suavemente con los nudillos. Una fina nube de pintura se desprendió de la puerta y bajó flotando hacia el suelo. Fue el único efecto que obtuvo.

Magrat calculó cuál debería ser su próximo movimiento. Estaba bastante segura de que dejar una tarjetita por debajo de la puerta, un papelito donde pusiera: "He pasado hoy, pero no había nadie en casa. Por favor, contacten con la remitente para concertar una cita", no era una actitud típica de un hada madrina. Además, esta casa no era de las que se quedan vacías. En un lugar así, debería de haber criados a toneladas.

Echó a andar por la gravilla, y rodeó la casa. Quizá por la puerta trasera… Las brujas siempre se han sentido más cómodas con las puertas traseras.

Desde luego, Tata Ogg prefería las puertas traseras. Se dirigió a una que correspondía al palacio. Era bastante sencillo entrar, esto no era como los castillos de casa, que expresaban con toda claridad sus ideas sobre el interior y el exterior, y estaban construidos para mantenerlos bien diferenciados. Esto era…, bueno, era un castillo de cuento de hadas, todo almenajes de azúcar glaseado y delgados torreones. Además nadie se fijaba demasiado en las ancianitas menudas. Las ancianitas menudas eran inofensivas por definición, aunque en todo un reguero de pueblos y aldeas, a lo largo de varios miles de kilómetros del continente, estaban actualizando dicha definición.

Según la experiencia de Tata Ogg, los castillos eran como los cisnes. Parecían moverse con suavidad por las aguas del Tiempo, pero en realidad había una actividad caótica por debajo. Seguro que encontraría un laberinto de despensas, y cocinas, y lavanderías, y establos, y bodegas (le gustaba especialmente lo de las bodegas), y gente que ni siquiera repararía en una abuelita más por allí.

Además, era la mejor manera de enterarse de los chismorreos. A Tata Ogg también le encantaban los chismorreos.

Yaya Ceravieja vagaba desconsolada por las inmaculadas calles. No estaba buscando a las otras dos. De eso estaba casi segura. Por supuesto, siempre era posible que se las encontrara, así como por casualidad, y les dirigiera una mirada cargada de sentido. Pero, desde luego, no las estaba buscando. De eso, ni hablar.

Al final de la calle se había congregado una multitud. Partiendo de la razonable idea de que Tata Ogg bien podía encontrarse en el centro, Yaya Ceravieja encaminó sus pasos hacia allí.

No encontró a Tata. Lo que había en aquel lugar era una tarima. Y un hombrecillo cargado de cadenas. Y unos cuantos guardias con alegres uniformes. Uno de ellos esgrimía un hacha.

No era necesario haber recorrido mucho mundo para comprender que el objetivo de aquella escena no era entregar al hombre encadenado una tarjeta firmada y una colecta realizada entre sus compañeros.

Yaya dio un codazo a un espectador.

—¿Qué pasa?

El hombre la miró de soslayo.

Los guardias lo pescaron robando —dijo.

Ah. Bueno, la verdad es que parece culpable —asintió Yaya. La gente encadenada tiene tendencia a parecer culpable—. ¿Y qué le van a hacer?

—Enseñarle una lección.

—¿Qué tipo de lección?

—¿Ve esa hacha?

Los ojos de Yaya no se habían apartado del hacha ni un instante. Pero, ahora, permitió que su atención se desviara hacia la multitud para captar briznas de pensamientos.

La mente de una hormiga es fácil de leer. Sólo hay una cadena de pensamientos simples: Transportar, Transportar, Morder, Meterse En El Bocadillo, Transportar, Comer. En cierto modo, la de un perro es más complicada. Un perro puede estar albergando varios pensamientos a la vez. Pero una mente humana es una nube tormentosa, un relampagueante conjunto de pensamientos, todos ellos ocupando una cantidad limitada de tiempo de procesamiento cerebral. Es casi imposible averiguar qué piensa su propietario que está pensando, entre la contaminación de los prejuicios, los recuerdos, las preocupaciones, las esperanzas y los temores.

Pero cuando hay mucha gente pensando lo mismo a la vez es posible captarlo, y Yaya Ceravieja detectó al instante el miedo.

—Parece que será una lección que tardará mucho tiempo en olvidar —murmuró.

—Pues a mí me parece que la olvidará enseguida —replicó el espectador.

Acto seguido, se alejó unos pasos de Yaya, igual que la gente se aleja de los pararrayos cuando empieza una tormenta eléctrica.

Y fue en este momento cuando Yaya detectó la nota discordante en la orquesta de pensamientos. En medio de ella había dos mentes que no tenían nada de humanas.

Su forma era tan sencilla, limpia y directa como una navaja. Ya había palpado mentes como aquéllas, y no había sido una experiencia agradable.

Examinó la multitud y descubrió a las propietarias de las mentes. Miraban sin parpadear a las figuras de la tarima.

Eran dos mujeres. O, al menos en aquel momento, tenían forma de mujeres; más altas que ella, esbeltas como bastones, con anchos sombreros y velos que les cubrían los rostros. Sus vestidos centelleaban a la luz del sol…, podían ser azules, quizá amarillos, quizá verdes. Quizá estampados. Era imposible saberlo con certeza. Al menor movimiento, cambiaban todos los colores.

Y no alcanzaba a distinguir sus rostros.

Desde luego, había brujas en Genua. Al menos, había una bruja.

Un ruido en la tarima le hizo volverse.

Y supo por qué en Genua la gente era tan silenciosa, tan amable.

Yaya había oído comentar que, en algunos países del extranjero, cortaban las manos a los ladrones para que no volvieran a robar. Y la sola idea le había parecido verdaderamente repugnante.

En Genua no hacían semejante cosa. En Genua, les cortaban las cabezas para que ni siquiera pensaran en volver a robar.

Yaya supo perfectamente dónde estaban ahora las brujas de Genua.

Estaban al mando.

Magrat llegó a la puerta trasera de la casa. Estaba entreabierta.

Trató de recuperar la compostura.

Dio unos golpecitos educados, tímidos, en la madera.

—Eh… —empezó.

Un cuenco de agua sucia le dio directamente en la cara.

—Cielos, cuánto lo siento —oyó decir a alguien, entre el rugido de la marea en unas orejas llenas de porquería—. No sabía que hubiera nadie en la puerta.

Magrat se secó el agua de los ojos, y trató de enfocar la mirada en la figura nebulosa que tenía ante ella. En su mente se hizo una especie de certeza narrativa.

—¿Te llamas Enta? —preguntó.

—Pues sí. ¿Y tú, quién eres?

Magrat examinó de arriba abajo a su recién encontrada ahijada. Era la joven más atractiva que había visto en su vida. Tenía la piel tan marrón como una nuez y el cabello tan rubio que era casi blanco, una combinación no del todo inusual en una ciudad tan tolerante como había sido Genua en el pasado.

¿Qué se suponía que debía decir una en momentos como aquél? Se quitó una monda de patata de la nariz.

—Soy tu hada madrina —dijo—. Qué cosas. Ahora que se lo he dicho a alguien, me suena de lo más tonto.

Enta la miró.

—¿Tú?

—Eh…, pues sí. Mira, tengo la varita y todo.

Magrat agitó la varita por si servía de algo. No sirvió de nada.

Enta inclinó la cabeza hacia un lado.

—Pensaba que vosotras aparecíais en medio de una lluvia de lucecitas parpadeantes y con un tintineo de fondo —señaló con desconfianza.

—Oye, que sólo me han dado la varita —replicó Magrat a la desesperada—. No venía con libro de instrucciones, ¿sabes?

Enta la examinó de nuevo.

—En fin —dijo—. En ese caso, será mejor que entres. Llegas justo a tiempo. Estaba preparando una taza de té.

Las mujeres iridiscentes subieron a un carruaje descubierto. Pese a lo hermosas que eran, Yaya advirtió que caminaban de una manera extraña.

Sí, claro, era comprensible. No debían de estar acostumbradas a las piernas.

También se dio cuenta de que la gente evitaba mirar el carruaje. No era que no lo vieran. Sencillamente, dejaban que sus ojos pasaran de largo, como si con sólo apercibirse de su existencia fueran a meterse en un buen lío.

Y tampoco pudo dejar de fijarse en los caballos del carruaje. Tenían sentidos más aguzados que los de los seres humanos. Sabían lo que tenían detrás, y no les hacía la menor gracia.

Los siguió cuando emprendieron el trote, con los ojos enloquecidos y las orejas gachas, por las calles de la ciudad. Tras un rato, entraron por el camino que llevaba a una casa enorme y semiderruida, cerca del palacio.

Yaya remoloneó unos instantes junto a la puerta, tomando nota de los detalles. El yeso se caía a pedazos de los muros de la casa y hasta la aldaba se había desprendido.

Yaya Ceravieja no creía en los ambientes. No creía en las auras psíquicas. Siempre había pensado que ser bruja depende en buena medida de las cosas en las que no crees. Pero estaba más que dispuesta a creer que aquella casa tenía un algo muy desagradable. No que fuera malévola. Las dos no-exactamente-mujeres no eran malévolas, de la misma manera que una daga o un despeñadero no son malévolos. Ser malévolo implica que eres capaz de tomar decisiones. Pero la mano que esgrime la daga o que empuja el cuerpo por el despeñadero sí puede ser malévola, y algo semejante era lo que sucedía en aquel lugar.

Deseó con todas sus fuerzas no saber quién estaba detrás e aquello.

La gente como Tata Ogg aparece por todas partes. Es como si hubiera una especie de generador mórfico dedicado a la producción de ancianas a las que les gusta reír un rato y no hacen ascos a una jarrita de cuando en cuando, preferentemente de alguna bebida que se sirva en vasos muy pequeños. Las hay por todas partes y, por lo general, van de dos en dos.[21]

Tienen tendencia a atraerse unas a otras. Probablemente, emiten señales inaudibles que indican que aquí hay alguien dispuesto a exclamar "Ooooh" ante las fotos de los nietos de los demás.

Tata Ogg había encontrado una amiga. Era la señora Pleasant, que trabajaba como cocinera y además era la primera persona negra con que se encontraba Tata.[22] Además, era una de esas cocineras de tipo muy superior, de las que se pasan la mayor parte del tiempo sentadas en una silla en el centro de la cocina y no parecen prestar mucha atención a la actividad que tiene lugar a su alrededor.

De cuando en cuando, daba alguna orden. Sólo tenía que hacerlo de cuando en cuando porque, con los años, se había encargado de que la gente hiciera las cosas a su manera o no las hiciera en absoluto. En un par de ocasiones se levantaba con cierta ceremonia, probaba algo y, quizá, hasta añadía un pellizco de sal.

Este tipo de personas siempre se muestran dispuestas a charlar con cualquier vendedor ambulante, herborista o ancianita que lleve un gato sobre el hombro. Greebo cabalgaba sobre el hombro de Tata como si acabara de comerse al loro.

—Entonces, ¿ha venido a pasar aquí el Carnaval? —se interesó la señora Pleasant.

—Estoy ayudando a una amiga en un trabajo —asintió Tata—. Caray, estas galletitas son de lo más sabroso.

—Se le ve en la cara —dijo la señora Pleasant, empujando el plato hacia ella— que trata usted con el mundo de la magia.

—Pues ve usted mucho mejor que la mayor parte de la gente de por aquí —respondió Tata—. Oiga, ¿sabe cómo mejorarían mucho estas galletitas? Si hubiera algo con que mojarlas, ¿qué le parece?

—¿Qué le parece una bebida de bananas?

—Justo lo que estaba pensando —exclamó Tata alegremente.

La señora Pleasant hizo una señal imperiosa a una de las doncellas, que puso manos a la obra.

Tata se acomodó en la silla, balanceando sus piernas gordezuelas y contemplando la cocina con sumo interés. Había un montón de cocineros, que trabajaban con la determinación de un pelotón de artillería construyendo una barricada. Montaban enormes pasteles. En los hornos se asaban animales enteros. Un hombretón calvo, con el rostro cruzado por una cicatriz, se dedicaba pacientemente a clavar palillos en las salchichas.

Tata no había desayunado nada. Greebo sí, pero eso no importaba. Los dos estaban sufriendo una exquisita tortura culinaria.

Ambos siguieron con la vista, como hipnotizados, a dos doncellas que apenas podían con sus bandejas de canapés.

—Veo que es usted una mujer muy observadora, señora Ogg —dijo la señora Pleasant.

—Sólo una miguita —respondió Tata sin pensar.

—También me apercibo —siguió la señora Pleasant tras unos instantes de silencio— de que el gato que lleva sobre su hombro es de raza poco habitual.

—En eso tiene razón.

—Sé que tengo razón.

Un vaso rebosante de espuma amarilla apareció ante Tata. La anciana lo miró, reflexiva, y trató de volver al asunto más apremiante.

—Bien —empezó—, ¿adónde me aconsejaría usted ir para averiguar cómo se hace la magia en …?

—¿Quiere comer alguna cosita? —la interrumpió la señora Pleasant.

—¿Qué? ¡Cielos!

La señora Pleasant puso los ojos en blanco.

—Esto, ni hablar. Yo ni siquiera lo probaría —dijo con arnargura.

Tata se desanimó. —Pero si lo cocina usted… —Sólo porque me lo dicen. El viejo Barón sí que sabía lo que era comer bien, pero… ¿esto? Aquí no hay nada más que cerdo, y ternera, y cordero, y esas porquerías para gente que no ha probado nunca nada mejor. El único bicho de cuatro patas que vale la pena comer es el caimán. Yo me refería a comida de verdad.

La señora Pleasant recorrió la cocina con la mirada.

—¡Sara! —llamó.

Una de las subcocineras se volvió.

—¿Sí, señora?

—Esta amiga y yo vamos a salir. Encárgate de todo, ¿de acuerdo?

—Sí, señora.

La señora Pleasant se levantó e hizo una señal cargada de sentido a Tata Ogg.

—Las paredes tienen oídos —susurró.

—¡Canastos! ¿De verdad?

—Vamos a dar un paseo.

Ahora, a Tata Ogg le parecía que había dos ciudades en Genua. Por un lado estaba la blanca, toda casas nuevas y palacios con tejados azules. A su alrededor, incluso por debajo de ella, se extendía la antigua. Quizá a la nueva no le gustara la presencia de la antigua, pero no podía arreglárselas sin ella. Al fin y al cabo, alguien tenía que encargarse de cocinar.

A Tata Ogg le gustaba bastante cocinar, siempre y cuando hubiera alguien alrededor para encargarse de hacer cosas como cortar las verduras y lavar los platos después. Aseguraba que era capaz de hacer cosas con un trozo de carne, que ni el buey al que perteneció habría podido imaginar. Pero, ahora, se daba cuenta de que aquello no era cocinar. Al menos, comparado con la cocina de Genua. Aquello era sobrevivir de la manera más agradable posible. Cocinar fuera de Genua sólo era calentar trozos de animales, pájaros, pescados y verduras, todo junto, hasta que se ponían marrones.

Y lo más extraño era que los cocineros de Genua no tenían nada comestible que cocinar; al menos, no tenían lo que Tata habría calificado de comida. En su mundo, la comida iba por ahí sobre cuatro patas o, todo lo más, sobre dos patas y con un par de alas. O, como mínimo, tenía aletas. La idea de comida con más de cuatro patas era harina de otro co…, era un nuevo cereal molido, completamente desconocido.

En Genua no tenían gran cosa que cocinar, de manera que lo cocinaban todo. Tata nunca había oído hablar de gambas, cangrejos de río o langostas; le daba la sensación de que los habitantes de Genua dragaban el fondo del río y hervían lo que saliera.

Lo principal era que un buen cocinero de Genua podía coger lo que se retorciera en un puñado de barro, unas cuantas hojas secas y un pellizco o dos de algunas hierbas de nombre impronunciable, y hacer con todo ello una comida que haría que el mejor gourmet se echara a llorar de gratitud y prometiera ser bueno el resto de su vida con tal de que le dieran otro plato.

Tata Ogg siguió a la señora Pleasant por el mercado. Examinó las jaulas de serpientes y las hileras de hierbas misteriosas. Hurgó en las bandejas de bivalvos. Se detuvo a charlar con otras señoras como Tata Ogg, dueñas de tenderetes en los que, a cambio de un par de monedas, te daban extrañas sopas de pescado y bocadillitos de marisco. Lo probó todo. Se lo estaba pasando en grande. Genua, ciudad de cocineros, acababa de encontrar el apetito que merecía.

Terminó de comerse un plato de pescado, e intercambió un saludo y una sonrisa con la mujercita del tenderete.

—Canastos, todo esto es… —empezó, volviéndose hacia la señora Pleasant.

La señora Pleasant había desaparecido.

Otras personas se habrían lanzado a buscarla entre la multitud, pero Tata Ogg se quedó allí pensativa.

Le he preguntado por la magia, meditó, y me ha traído aquí. Por culpa de esas paredes con orejas, supongo. Así que quizá deba hacer el resto yo sola.

Miró a su alrededor. Había una tienda a cierta distancia de las demás, al lado del río. No se veía ningún cartel en el exterior, pero había un caldero cuyo contenido hervía suavemente sobre el fuego. Junto al caldero había unos cuantos cuencos de arcilla. De cuando en cuando, alguien salía de entre la multitud, se servía un cuenco de lo que fuera que hubiese en el caldero, y luego echaba un puñado de monedas en el plato situado ante la tienda.

Tata se acercó para echar un vistazo al caldero. En el interior, algunas cosas salían a la superficie para luego volver a hundirse. Los

colores imperantes eran los marrones y castaños. Las burbujas se formaban, crecían y se rompían con un "blop" orgánico, pegajoso. En aquel caldero podía estar sucediendo cualquier cosa. Quizá se estuviera creando la vida por generación espontánea.

Tata Ogg era de las que pensaban que había que probarlo todo. Algunas cosas, las probaba miles de veces.

Cogió el cucharón, eligió un cuenco y se sirvió.

Un momento más tarde, apartó la cortina de la tienda y miró hacia la oscuridad del interior.

Había una figura cruzada de piernas en la penumbra. Fumaba en pipa.

—¿Le importa si paso? —preguntó Tata.

La figura asintió.

Tata se sentó. Tras un intervalo razonable, sacó su propia pipa.

—Supongo que la señora Pleasant es amiga suya…

—Me conoce.

—Ah.

Fuera se oía de cuando en cuando un tintineo, después de que los clientes se sirvieran.

—Veo que no se va mucha gente sin pagar —señaló Tata.

—No.

Hubo otra pausa.

—Supongo —dijo Tata tras un rato— que alguien intentará pagar con oro, o joyas, o ungüentos perfumados y cosas así…

—No.

—Increíble.

Tata Ogg se quedó en silencio unos minutos, escuchando los sonidos lejanos del mercado y haciendo acopio de sus poderes.

—¿Córno se llama eso?

—Gumbo.

—Está bueno.

—Lo sé.

—Supongo que alguien que puede cocinar así es capaz de hacer cualquier cosa… —Tata se concentró—, señora Gogol.

Aguardó.

—Casi, casi, señora Ogg.

Las dos mujeres se miraron, o al menos miraron sus perfiles entre las sombras, como dos conspiradores que se acabaran de dar las contraseñas y esperasen a ver qué sucede a continuación.

—En el lugar de donde vengo, a eso lo llamamos brujería —dijo Tata entre dientes.

—En el lugar de donde vengo, a eso lo llamamos vudú —dijo la señora Gogol.

La frente arrugada de Tata se arrugó aún más.

—¿Eso no consiste en hacer cosas con muñecos, y con los muertos, y no sé qué más? —preguntó.

—¿Consiste la brujería en ir por ahí sin ropa y clavarle alfileres a la gente? —replicó la señora Gogol sin enfadarse.

—Ah —asintió Tata—. Ya la entiendo.

Se removió intranquila. Era una mujer sincera en el fondo.

—Pero he de admitir… —añadió—. La verdad es que…, a veces…, un pinchazo de nada…

La señora Gogol asintió con seriedad.

—De acuerdo. A veces…, un zombi de nada… —dijo.

—Pero sólo cuando no queda más remedio.

—Claro. Cuando no queda más remedio.

—Cuando…, ya sabe, cuando la gente no te muestra respeto, cosas así.

—Cuando hay que pintar la casa.

Tata sonrió, mostrando su diente. La señora Gogol también sonrió. La superaba en dientes, treinta a uno.

—Mi nombre completo es Gytha Ogg —dijo— La gente me llama Tata.

—Mi nombre completo es Erzulie Gogol —dijo la señora Gogol—. La gente me llama Señora Gogol.

—Pues mire, pensé que al ser esto el extranjero, debía de haber una magia diferente —comentó Tata— Parece lógico, ¿no? Los árboles son diferentes, la gente es diferente, las bebidas son diferentes y llevan bananas, así que la magia también debe de ser diferente. Y entonces, me dije … : "Gytha, chica, nunca es tarde para aprender".

—Desde luego.

—En esta ciudad pasa algo malo. Lo supe en cuanto puse el pie aquí.

La señora Gogol asintió.

Durante un rato no se oyó más sonido que el "puf-puf" de las pipas.

Luego se escuchó un tintineo en el exterior, seguido de una pausa pensativa.

—¿Gytha Ogg? —dijo al final una voz— Sé que estás ahí dentro.

El perfil de la señora Gogol se quitó la pipa de la boca.

—Muy bien —dijo—. Buen sentido del gusto.

Una mano apartó la cortina de la tienda.

—Hola, Esme —saludó Tata.

—Que las bendiciones caigan sobre esta… tienda —dijo Yaya Ceravieja, escudriñando en la penumbra.

—Te presento a la señora Gogol —dijo Tata—. Es lo que se dice una dama vudú. O sea, una bruja de esta zona.

—No es el único tipo de brujas que hay por aquí —señaló Yaya,

—La señora Gogol se ha quedado muy impresionada de que supieras que estaba aquí.

—No ha sido tan difícil. En cuanto vi a Greebo lavándose ahí delante, el resto fue pura deducción.

En la penumbra de la tienda, Tata se había hecho una idea mental de una señora Gogol anciana. Desde luego, con lo que no esperaba encontrarse cuando la dama vudú salió al aire libre era con una mujer madura, atractiva, algo más alta que Yaya. La señora Gogol llevaba grandes aros de oro en las orejas, y vestía una blusa blanca y una amplia falda roja con volantes. Tata casi pudo palpar la desaprobación de Yaya Ceravieja. Lo que decían sobre las mujeres con faldas rojas debía de ser aún peor que lo que decían de las mujeres con botas rojas, fuera lo que fuese.

La señora Gogol se detuvo y alzó un brazo. Se escuchó un revoloteo.

Greebo, que se había estado restregando obsequiosamente contra la pierna de Tata, alzó la vista y siseó. El gallo más grande y más negro que Tata había visto en su vida, fue a posarse sobre el hombro de la señora Gogol. Clavó en ella la mirada más inteligente que había visto jamás en los ojos de un pájaro.

—Canastos —dijo, realmente sorprendida—. Es el pajarito más grande que he visto, y le garantizo que vi muchos en mi juventud.

La señora Gogol arqueó una ceja en gesto de desaprobación.

—No tuvo quien la educara —comentó Yaya.

—Porque vivía al lado de una granja de pollos, como iba a añadir —le espetó Tata.

—Éste es Legba, un espíritu oscuro y peligroso —les dijo la señora Gogol. Se acercó un poco más a ellas y susurró en voz baja—: Entre nosotras, no es más que un gallo negro un poco grande. Pero ya saben cómo funciona esto.

—Sí, la publicidad siempre viene bien —asintió Tata—. Éste es Greebo. Entre nosotras, es un diablo salido del infierno.

—Bueno, es que es un gato —dijo la señora Gogol con generosidad—. Era de esperar.

<<Querido Jason y todos los demás:

Es increíble la de cosas que pasan cuando menos te lo esperas, por ejemplo resulta que hemos conocido a la señora Gogol que trabaja como cocinera pero en realidad es una bruja vudú, no os creáis nunca más todas esas tonterías de la magia negra, es una tapadera, porque es como nosotras solo que diferente. En cambio lo de los zombis es verdad pero tampoco es lo que se dice…>>

Genua era una ciudad extraña, en opinión de Tata. Uno salía de las calles principales, avanzaba por una callejuela, atravesaba una puertecita, y de pronto se encontraba rodeado de árboles, llenos de musgo y de eso que se llamaba llamas, y el suelo empezaba a temblar bajo los pies y se convertía en pantano. A ambos lados del sendero había oscuros charcos, en los que se veía de vez en cuando, entre los lirios acuáticos, unos troncos que las brujas no conocían de nada.

—Hay que ver, qué tritones tan grandes —dijo.

—Son caimanes.

—Cielos. Menudos gorgojos deben de comer.

—¡Cierto!

La casa de la señora Gogol parecía un montón de troncos arrastrados por el río, con un tejado de musgo y elevada sobre el pantano gracias a cuatro fuertes pértigas. Estaban tan cerca del centro de la ciudad que Tata alcanzaba a oír el traqueteo de los carros. Pero la choza, en su trocito de pantano, estaba envuelta en silencio.

—¿No le molesta aquí la gente?

—No me molesta nadie que no quiera ver.

Los lirios acuáticos se movieron. Una ondulación en forma de V recorrió la charca más cercana.

—Independencia —dijo Yaya con tono de aprobación—. Eso es muy importante.

Tata examinó a los reptiles con mirada calculadora. Ellos intentaron pagarle con la misma moneda, pero tuvieron que rendirse cuando empezaron a llorarles los ojos.

—No me vendrían mal un par de bichitos de estos allá en casa —dijo pensativa, mientras avanzaban—. Mi Jason podría excavar otro estanque, por eso no hay problema. ¿Qué dice que comen?

—Lo que les da la gana.

—Me sé un chiste sobre caimanes —dijo Yaya, con tono de anunciar una gran verdad solemne.

—¡Pero si tú nunca …! —tartamudeó Tata Ogg—. ¡Jamás en la vida te he oído contar un chiste!

—El hecho de que no los cuente no quiere decir que no los sepa —replicó Yaya altivamente—. Éste va de un hombre…

—¿Qué hombre? —quiso saber Tata.

—Un hombre que entra en una taberna. Sí. Era en una taberna. Y ve un cartel que dice "Tenemos todo tipo de bocadillos", así que va y dice: "¡Póngame un bocadillo de caimán!", y el camarero dice: "¡Lo siento, señor, se nos ha acabado el pan!".

Se quedaron contemplándola.

Tata Ogg se volvió hacia la señora Gogol.

—Entonces, ¿vive usted aquí sola? —dijo con tono animado—. ¿Ni un alma cerca?

—En cierto modo —asintió la señora Gogol.

—Porque no es que no tuvieran caimán… —empezó a decir Yaya, en voz muy alta.

Pero se interrumpió.

La puerta de la choza se había abierto.

Esta cocina también era muy grande.[23]

Éranse una vez unos tiempos en que había proporcionado trabajo a media docena de cocineros. Ahora no era más que una cueva, los rincones estaban en sombras, el polvo había quitado el brillo a las sartenes y cazos que colgaban por doquier. Las grandes mesas estaban contra una pared, y sobre ellas se apilaba la antigua vajilla que llegaba casi hasta el techo. Los hornos, que parecían tan grandes como para asar vacas enteras y guisar para todo un ejército, estaban fríos.

En medio de toda esta desolación gris, alguien había puesto una mesita junto a la chimenea, sobre un cuadradito de alfombra de alegres colores. Un jarro contenía flores, colocadas siguiendo el sencillo método de coger un puñado y meterlas a presión. El efecto general era el de una pequeña zona de boba animación en medio de la tristeza y la oscuridad.

Enta cambió de lugar unas cuantas cosas a la desesperada, y luego se quedó mirando a Magrat con una especie de sonrisita vergonzosa.

—Vaya, qué tonta soy. Supongo que estás acostumbrada a estas cosas —dijo.

—Eh… Sí. Oh, sí. Es de lo más corriente —asintió Magrat.

—Lo que pasa es que creía que eras un poco más… vieja. Por lo visto, estuviste en mi bautizo.

—Ah. ¿Sí? Bueno, verás, es que…

—Aunque claro, como puedes tener el aspecto que quieras… —la ayudó Enta.

—Ah. Sí. Eh…

Enta estaba un poco sorprendida. Parecía preguntarse por qué, si

Magrat podía tener el aspecto que eligiera, elegía el aspecto de Magrat,

—Bueno, en fin —dijo—. ¿Qué hacemos ahora?

—Has mencionado una taza de té —respondió Magrat para ganar tiempo.

—Ah, claro.

Enta se volvió hacia la chimenea, donde una tetera ennegrecida colgaba sobre lo que Yaya Ceravieja solía denominar "un fuego optimista".[24]

—¿Cómo te llamas? —preguntó por encima del hombro.

—Magrat —dijo ésta, mientras tomaba asiento.

—Es un nombre… muy bonito —respondió Enta con educación. Ya sabes cómo me llamo yo, claro. Aunque la verdad es que me paso tanto tiempo aquí, cocinando, que a la señora Pleasant le ha dado por llamarme Brasas. Qué tontería, ¿verdad?

"Brasienta —pensó Magrat—. Soy hada madrina de una chica que te hace pensar en un bote de lavavajillas."

—Habría que pulirlo un poco —reconoció.

—No he tenido valor para decirle que no me gusta, a ella le parece un nombre muy alegre —suspiró—. A mí siempre me hace pensar en un bote de lavavajillas.

—Oh, yo no diría tanto —mintió Magrat—. Esto… ¿quién es la señora Pleasant?

—Es la cocinera del palacio. Suele venir por aquí a animarme cuando ellas no están…

Se dio media vuelta. Esgrimía la tetera ennegrecida como si fuera un arma.

—¡No pienso ir a ese baile! —le espetó— ¡Y no pienso casarme con el príncipe! ¿Entendido?

Las palabras cayeron como lingotes de hierro.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —asintió Magrat, sorprendida ante tanta energía.

—Es un baboso. ¡Me pone la carne de gallina! —insistió Brasas, sombría—. Se dice que tiene unos ojos muy raros. ¡Y todo el mundo sabe lo que hace por las noches!

Todo el mundo menos yo, pensó Magrat. A mí nadie me dice nada.

—Bueno, no creo que cueste tanto arreglarlo —dijo en voz alta—. Por lo general, lo difícil es casarse con un príncipe.

—No, para mí no —suspiró Brasas—. Ya está todo preparado. Mi otra hada madrina dice que es lo que tengo que hacer. Que es mi destino.

—¿Otra hada madrina? —se sobresaltó Magrat.

—Todo el mundo tiene dos. —Enta la miró—. La buena y la mala. Ya lo sabes. ¿Tú cuál eres?

La mente de Magrat trabajó a toda velocidad.

—Oh, la buena —dijo—. Desde luego.

—Qué cosas —asintió Enta—. Es exactamente lo mismo que dijo la otra.

Yaya Ceravieja se sentó en su postura típica de rodillas juntas y codos para dentro, para tener el mínimo contacto posible con el mundo exterior.

—Canastos, qué bueno está esto —dijo Tata Ogg, mientras limpiaba el plato con lo que Yaya esperaba que fuera un trozo de pan. Deberías probarlo, Esme.

—¿Quiere un poco más, señora Ogg? —ofreció la señora Gogol.

—¿No le importa, señora Gogol? —Tata dio un codazo a Yaya en las costillas—. Está muy bueno, Esme. Es igual que el estofado.

La señora Gogol inclinó la cabeza hacia un lado y miró a Yaya.

—Creo que a la señora Ceravieja no le preocupa la comida —señaló—. Quizá a la señora Ceravieja le preocupa más el servicio.

Una sombra imponente apareció detrás de Tata Ogg. Una mano gris se llevó su plato.

Yaya Ceravieja carraspeó.

—No tengo nada contra los muertos —dijo—. Algunos de mis mejores amigos están muertos. Pero lo que no me parece correcto es eso de que los muertos vayan andando por ahí.

Tata Ogg alzó la vista hacia la figura que le servía en aquel momento una tercera ración de líquido misterioso en el plato.

—¿Qué opina usted, señor Zombi?

—Es una vida estupenda, señora Ogg —respondió el Zombi.

—Mira, Esme, ahí lo tienes. A él no le importa. Seguro que esto le parece mejor que estar todo el día encerrado en un ataúd.

Yaya miró también al zombi. Era (o, técnicamente, había sido) un hombre alto y atractivo. Aún lo era, sólo que ahora parecía haber atravesado una habitación llena de telarañas.

—¿Cómo se llama usted, hombre muerto? —preguntó.

—Me llaman Sábado.

—Hombre Sábado, ¿eh? —dijo Tata Ogg.

—No. Sábado a secas, señora Ogg. Sábado a secas.

Yaya Ceravieja le miró a los ojos. Eran unos ojos mucho más conscientes de los que había visto en otras personas que, objetivamente, estaban vivas.

Tenía la vaga idea de que había que hacer algunas cosas con una persona muerta para transformarla en un zombi, aunque era una rama de la magia que nunca había deseado investigar. Hacían falta montones de entrañas de peces raros y raíces extranjeras. Además, la persona en cuestión tenía que haber deseado volver. Debía tener algún sueño o deseo terrible, algún propósito que le permitiera superar hasta los confines de la tumba…

Los ojos de Sábado ardían.

Yaya tomó una decisión. Extendió la mano.

—Encantada de conocerle, señor Sábado —dijo—. Y estoy segura de que me gustará mucho su delicioso estofado.

—Aquí lo llaman gumbo —le explicó Tata—. Lleva cuescos de lobo.

—Sé perfectamente que los cuescos de lobo son un tipo de seta, muchas gracias —gruñó Yaya—. No soy tan ignorante como crees.

—Vale, vale, pero prueba también las cabezas de serpiente —insistió Tata Ogg—. Son lo mejor del guiso.

—¿Qué clase de planta son las cabezas de serpiente?

—Más vale que te las comas sin preguntar.

Estaban sentadas en la galería de madera que rodeaba la parte trasera de la choza de la señora Gogol, contemplando el pantano. Las ramas de todos los árboles estaban cargadas de musgo. Entre el follaje zumbaban criaturas que no alcanzaban a ver. Y ondulaciones en forma de V cortaban suavemente las aguas por doquier.

—Supongo que esto debe de estar precioso cuando se pone el sol —apuntó Tata.

Sábado entró en la choza, y volvió a salir con una caña de pescar hecha por él mismo. Puso el cebo y lanzó el anzuelo por encima de la baranda. Luego, fue como si se desconectara. Nadie tiene más paciencia que un zombi.

La señora Gogol se acomodó en su mecedora y encendió la pipa

—Antes, esta ciudad era maravillosa —dijo.

—¿Qué sucedió?

Greebo estaba teniendo un montón de problemas con Legba, el gallo.

Para empezar, el pájaro se negaba a dejarse aterrorizar. Greebo era capaz de aterrorizar a la mayor parte de las cosas que se movían sobre el Mundodisco, incluso a criaturas que, por lógica, eran mucho más grandes y fuertes que él. Pero, sin saber por qué, ninguna de sus afamadas tácticas (el bostezo, la mirada y, sobre todo, la sonrisa pausada) parecían funcionar. Legba se limitaba a mirarlo por encima del pico y fingía rascar el suelo de una manera que hacía destacar aún más sus espolones de cinco centímetros.

Así que a Greebo sólo le quedaba el salto volador. Aquello funcionaba con casi todas las criaturas. Había muy pocos animales que permanecieran tranquilos cuando les saltaba ante la cara una bola rabiosa de zarpas criminales. Pero, en el caso de este pájaro, Greebo tenía la sensación de que aquello podía acabar con él convertido en un peludo kebab.

Tenía que resolver el asunto. Si no, generaciones enteras de gatos se burlarían de él.

Gato y ave trazaron círculos por el pantano, sin que pareciera que se prestaban la menor atención el uno al otro.

Entre los árboles, se oían ruidos inidentificables. Pequeños pájaros iridiscentes surcaban el aire. Greebo alzó la vista para mirarlos. Ya se encargaría de ellos más adelante.

Y el gallo había desaparecido.

Greebo pegó las orejas contra la cabeza.

Los pájaros aún cantaban, los insectos aún zumbaban, pero estaban en otra parte. Aquí había silencio, un silencio caliente, oscuro y agobiante, y de repente los árboles estaban mucho más juntos de lo que recordaba.

Greebo miró a su alrededor.

Estaba en un claro. En los linderos del mismo había cosas colgadas de los arbustos o atadas a los árboles. Trozos de cintas. Huesos blancos. Calderos de latón. Cosas perfectamente normales que, en otro lugar, no habrían llamado la atención.

Y, en el centro del claro, había algo que parecía un espantapájaros. Consistía en una pértiga clavada en el suelo, con otra cruzada, en la que alguien había colgado una vieja chaqueta negra. Sobre la chaqueta, en la punta de la pértiga, había un sombrero de copa. Sobre el sombrero de copa, contemplándolo pensativo, estaba Legba.

Una brisa removió el aire tranquilo, sacudiendo suavemente la chaqueta.

Greebo recordó aquel día en que había perseguido a una rata hasta el molino del pueblo, para encontrarse de repente con que lo que le había parecido una simple habitación con muebles un tanto extraños era, en realidad, una enorme maquinaria que lo aplastaría al menor zarpazo en falso.

El aire crepitaba suavemente. Sintió como se le erizaba el pelo.

Greebo dio media vuelta y se alejó altivamente, hasta que consideró que estaba fuera de la vista. Entonces, echó a correr tan deprisa que las zarpas le resbalaban.

Luego se fue a sonreír a algunos caimanes, pero no ponía el corazón en ello.

En el claro, la chaqueta se agitó suavemente de nuevo y después quedó inerte. Eso era aún peor.

Legba observaba. El ambiente estaba cada vez más cargado, como si amenazara tormenta.

—Antes, esta ciudad era maravillosa. Un lugar feliz. Nadie intentaba que fuera feliz. Simplemente, lo era —dijo la señora Gogol—. Era en tiempos del viejo Barón. Pero el Barón fue asesinado.

—¿Quién lo mató? —preguntó Tata Ogg.

—Todo el mundo sabe que fue el Duc —replicó la señora Gogol—. Lo envenenó. Fue una noche espantosa. Y, por la mañana, el Duc ocupaba el palacio. También está el asunto del testamento.

—No me diga más —la interrumpió Yaya—. Seguro que había un testamento según el cual se lo dejaba todo a ese Duc. Y seguro que la tinta aún estaba húmeda.

—¿Cómo lo sabe?

—Es evidente —dijo Yaya.

—El Barón tenía una hijita —siguió la señora Gogol.

—Y seguro que aún está viva —asintió Yaya.

—Desde luego, señora, sabe usted muchas cosas. —La señora Gogol la miró—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Bueno… —empezó Yaya.

Iba a añadir: porque sé cómo funcionan los cuentos. Pero Tata Ogg la interrumpió.

—Si ese Barón era tan estupendo como dice usted, seguro que debió de tener muchos amigos en la ciudad, ¿no? —preguntó.

—Es cierto. La gente lo quería.

—Bueno, si yo fuera un Duc que no tiene más aval para sus derechos que un testamento emborronado y un tintero todavía sin tapar, estaría buscando cualquier oportunidad para hacer las cosas un poco más oficiales —siguió Yaya. Como, por ejemplo, casarme con la auténtica heredera. Así podría dar un buen corte de mangas a todo el mundo. Me juego lo que sea a que la chica no sabe quién es en realidad, ¿a que no?

—Así es —asintió la señora Gogol—. El Duc tenía amigos. Más bien, guardianes. No son gente a la que convenga llevar la contraria. Ellos la han criado y no la dejan salir a menudo.

Las brujas se quedaron unos momentos en silencio.

No, pensó Yaya. Eso no es cierto. Así es como aparecería en un libro de historia. Pero no en un cuento.

—Disculpe, señora Gogol —dijo en voz alta—, pero… ¿dónde entra usted en todo esto? No quiero ofenderla, aunque, la verdad, estando aquí en el pantano, a usted debería darle igual quién gobierna y quién no.

Por primera vez desde que se habían conocido, la señora Gogol pareció intranquila durante un instante.

—El Barón era… amigo mío —dijo.

—Ah —asintió Yaya.

—La verdad era que no le gustaban mucho los zombis. Decía que a los muertos habría que dejarlos descansar en paz. Pero nunca insistió. En cambio, el nuevo…

—¿No es aficionado a las Artes? —preguntó Tata.

—Oh, claro que sí —replicó Yaya—. Seguro que lo es. Quizá no le guste nuestra magia, pero tiene mucha alrededor.

—¿Por qué dice eso, señora Ceravieja? —quiso saber la señora Gogol.

—Bueno —intervino Tata—, vemos que es usted una mujer valerosa, que no toleraría todo esto si no fuera imprescindible. Debe de haber muchas maneras de arreglar estos asuntos. Si a usted no le gustara alguien, quizá a ese alguien se le caerían las piernas de repente, por ejemplo, o encontraría serpientes misteriosas en las botas…

—Caimanes debajo de la cama… —sugirió Yaya.