Esto es el Mundodisco, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes, que a su vez reposan sobre el caparazón de Gran A'Tuin, la tortuga del cielo.

Érase una vez un tiempo en el que semejante universo se consideraba poco usual y, posiblemente, imposible.

Pero claro, es que en los tiempos de érase una vez las cosas eran más sencillas.

Porque el universo estaba lleno a rebosar de ignorancia, y los científicos se movían por él como un buscador de oro acuclillado sobre el riachuelo de una montaña, en busca de la riqueza del conocimiento entre la arenilla de la sinrazón, la gravilla de la inseguridad y el nadar de cosas con muchas patas y bigotes de la superstición.

De cuando en cuando, el científico investigador se levantaba y decía cosas del tipo: "Hurra, acabo de descubrir la Tercera Ley de Boyle". Así, todo el mundo sabía a qué atenerse. Pero el problema fue que la ignorancia empezó a hacerse más interesante, sobre todo la fascinante ignorancia acerca de las cosas grandes e importantes, como la materia y la creación, y la gente dejó de construir con paciencia sus casitas de estacas racionales en el caos del universo: empezaron a mostrar más interés por el caos en sí…, en parte porque era mucho más sencillo hacerse experto en caos, pero sobre todo porque en el caos había motivos y dibujos muy bonitos que quedaban muy bien estampados en una camiseta.

Así que, en vez de seguir adelante con la ciencia, como debe ser[1], de repente los científicos se pusieron a decir lo imposible que era saber nada, y que no había ninguna cosa concreta llamada realidad sobre la que se pudiera saber algo, y que todo esto era de lo más emocionante, y por cierto, ¿sabías que posiblemente existan montones de universos pequeñitos por todas partes, pero nadie los ve porque están curvados sobre ellos mismos? Por cierto, ¿no te parece que esta camiseta es tope?

Comparado con todo esto, una tortuga grande con un mundo sobre su caparazón es algo prácticamente cotidiano. Al menos, no va por la vida fingiendo que no existe, y a nadie en el Mundodisco se le ha ocurrido intentar demostrar que no existe, por si acaso resulta que es verdad y se encuentran de repente flotando en el vacío del espacio. Esto se debe a que el Mundodisco existe justo bordeando la realidad. La cosita más mínima puede abrir una brecha hacia el otro lado. Por eso, en el Mundodisco la gente se lo toma todo muy en serio.

Como los cuentos.

Porque los cuentos son importantes.

La gente cree que son las personas las que dan forma a los cuentos. En realidad, es justo al revés.

Los cuentos existen con independencia de los que participan en ellos. Si uno sabe todo eso, el conocimiento es poder.

Los cuentos, grandes jirones aleteantes de espaciotiempo, llevan revoloteando y desenrollándose por el universo desde el principio de los tiempos. Y además, han evolucionado. Los más débiles han muerto, y los más fuertes han sobrevivido, crecido y engordado de tanto contarlos una y otra vez… Los cuentos se retuercen, reptan por la oscuridad.

El hecho mismo de su existencia superpone una pauta sutil, pero insistente, al caos que es la historia. Las estrías de los cuentos están grabadas con tanta profundidad, que la gente las sigue de la misma manera que el agua sigue determinados senderos montaña abajo. Y cada vez que un actor nuevo se cruza en el camino del cuento, la estría se profundiza aún más.

A esto se lo denomina "teoría de la causalidad narrativa", y quiere decir que el cuento, una vez ha comenzado, toma forma propia. Recoge las vibraciones de todas las elaboraciones de ese mismo cuento que ha habido a lo largo de los tiempos.

Por eso, la historia siempre se repite.

Por eso, un millar de héroes han robado fuego a los dioses. Un millar de lobos se han comido a la abuela. Un millar de princesas han recibido sus respectivos besos. Un millón de actores, sin saberlo, han recorrido, sin saberlo, los senderos del cuento.

Ahora mismo, es completamente imposible que el tercer hijo de cualquier rey, el más joven, se embarque en una aventura en la que han fracasado ya sus hermanos mayores, y no tenga éxito.

A los cuentos les importa un rábano quién toma parte en ellos. Lo único que les importa es que se cuente el cuento, que el cuento se repita. O, si lo preferís, se puede mirar de la siguiente manera: los cuentos son una forma de vida parasitaria, moldean las vidas a su servicio, en función tan sólo del cuento en sí.[2]

Hay que ser una persona muy especial para combatirlos, para convertirse en el bicarbonato de la historia.

Érase una vez…

Unas manos grises asieron el martillo y lo empuñaron, golpeando el poste con tanta fuerza, que se clavó treinta centímetros en la tierra blanda.

Dos golpes más, y quedó fijado de manera inamovible.

Desde los árboles que rodeaban el claro, las serpientes y los pájaros observaban en silencio. Más allá, en el pantano, los caimanes se movían como inquietantes parches de agua.

Las manos grises cogieron el travesaño y lo colocaron en su sitio, atándolo acto seguido con unas lianas. Las apretó tanto que crujieron.

Ella lo observaba. Y, cuando terminó, cogió un trozo de espejo y lo ató a la punta del poste.

—La chaqueta —le dijo.

Él se quitó la chaqueta y la colocó sobre el travesaño. No era lo suficientemente largo, así que los últimos centímetros de las mangas quedaron colgando vacíos.

—Y el sombrero —añadió ella.

Era alto, negro, redondo. Brillaba.

El trozo de espejo centelleaba entre la oscuridad del sombrero y la de la chaqueta.

—¿Funcionará? —preguntó él.

—Sí —le aseguró ella—. Hasta los espejos tienen su reflejo. Hay que combatir a los espejos con espejos. —Alzó la vista hacia los árboles, y miró en dirección a una esbelta torre blanca que se alzaba a lo lejos—. Tenemos que encontrar el reflejo de ella.

—Pues tendrá que llegar muy lejos.

—Sí. Vamos a necesitar toda la ayuda posible.

Contempló el claro donde se encontraban. Había invocado al Señor Camino Seguro, Lady Bon Anna, Hotaloga Andrews y Hombre Zancada Larga. Lo más probable era que no se tratara de unos dioses demasiado buenos.

Pero eran los mejores que ella había sido capaz de fabricar.

Éste es un cuento acerca de los cuentos.

O de lo que significa de verdad ser un hada madrina.

Pero también trata, sobre todo, de reflejos y espejos.

Por todo lo largo y ancho del multiverso hay tribus primitivas[3] que desconfían de los espejos y de las imágenes, porque, según dicen ellos, roban un fragmento del alma de la persona, y cada persona sólo tiene una cantidad limitada para toda la vida. Y la gente que lleva más ropa dice que eso no es más que una superstición, a pesar del hecho comprobado de que las personas que, se pasan la vida apareciendo en imágenes de un tipo u otro desarrollan una especie de "delgadez" consustancial. Se suele atribuir a un exceso de trabajo, cuando en realidad se debe a la "sobreexposición".

No es más que una superstición. Pero las supersticiones no tienen por qué ir desencaminadas.

Los espejos pueden absorber un fragmento del alma. Un espejo puede contener el reflejo de todo el universo, todo un cielo lleno de estrellas, en un trozo de cristal azogado no más grueso que un suspiro.

Mirad el interior del espejo…

… mirad más…

… hacia una luz anaranjada, en la fría cima de una montaña, a miles de kilómetros de la calidez vegetal del pantano…

La gente que vive por los alrededores la llama "Montaña del Oso". Esto se debe a que hay un gran "foso" en la montaña, no a que en ella vivan muchos osos. El caso es que la nomenclatura ha causado gran cantidad de provechosas confusiones. A menudo llegaba gente al pueblo más cercano. Iban cargados de ballestas, trampas y redes, y preguntaban con tono arrogante por los guías nativos que pudieran guiarlos hasta los osos. Como en la zona la gente se ganaba la vida holgadamente gracias a esto, con la venta de guías turísticas, mapas de las cuevas de los osos, relojes de cuco con osos, bastones de paseo con puño en forma de oso y bizcochos cortados en forma de oso, nadie encontraba nunca el momento adecuado para ir a corregir el error de ortografía del cartel.[4]

Aparte del foso, en la montaña había bien poca cosa más.

La mayor parte de los árboles se rendían a medio camino hacia la cima, sólo unos cuantos pinos retorcidos producían un efecto muy similar al de ese par de mechones patéticos que un calvo optimista se repeina por encima del cuero cabelludo.

Era un lugar donde se reunían las brujas.

Aquella noche, un fuego chisporroteaba en la cima de la montaña. Unas figuras oscuras se movían ante la luz parpadeante.

La luna se deslizaba entre un encaje de nubes.

Por fin, una de las figuras, tocada con un alto sombrero puntiagudo, rompió el silencio:

—¿Queréis decir que TODAS hemos traído ensaladilla rusa?

Una de las brujas de las Montañas del Carnero no asistía al aquelarre. A las brujas les gusta tanto como al que más salir una noche de cuando en cuando, pero, en este caso concreto, ella tenía una cita más apremiante. Y no era de esas citas que uno puede dejar para otra ocasión.

Desiderata Cavidad estaba haciendo testamento.

Cuando Desiderata Cavidad era niña, su abuela le había dado cuatro consejos de la mayor importancia, unos consejos que guiarían sus jóvenes pasos por el retorcido sendero de la vida.

Eran los siguientes:

"Nunca te fíes de un perro que tenga las cejas naranja."

"Que el chico te diga siempre su apellido y su dirección."

"Nunca te pongas entre dos espejos."

"Y lleva siempre ropa interior completamente limpia, todos los días, porque nunca se sabe cuándo te va a arrollar un caballo desbocado y, si estás ahí muerta y la gente se da cuenta de que no llevas la ropa interior inmaculada, te morirás de vergüenza."

Más adelante, cuando creció, Desiderata se hizo bruja. Uno de los beneficios secundarios que se obtienen con esta profesión es saber exactamente cuándo vas a morir, de manera que puedes llevar la ropa interior como te dé la gana.[5]

Eso había sido hacía ya ochenta años, cuando la idea de saber exactamente cuándo ibas a morir tenía sus atractivos. Porque, por supuesto, para sus adentros estaba segura de que iba a vivir eternamente.

Eso fue entonces.

Y esto era ahora.

El concepto <<eternamente>> parecía haber perdido buena parte de su durabilidad.

En la chimenea, otro tronco se desmoronó convertido en cenizas. Desiderata no se había molestado en encargar combustible para todo el invierno. No habría tenido mucho sentido.

Y claro, además estaba también este otro asuntillo…

La había envuelto cuidadosamente hasta formar un paquete largo, delgado. Ahora estaba doblando la carta. Le puso las señas y la metió debajo del cordel. Asunto zanjado.

Alzó la vista. Desiderata llevaba más de treinta años ciega, pero eso nunca le supuso un problema. Había tenido la bendición, si es que así se la puede llamar, de la "segunda visión". De manera que, cuando los ojos normales se rindieron, sólo tuvo que entrenarse para ver el presente, que además era mucho más sencillo que el futuro. Y como la pupila de lo oculto no depende de la luz, se ahorraba un buen dinero en velas. Todas las cosas tienen su lado bueno cuando se sabe mirar. Es una manera de hablar.

En la pared, delante de ella, había un espejo.

La cara que aparecía en él no era la suya, redonda y sonrosada.

Era la cara de una mujer acostumbrada a dar órdenes. Desiderata no era de las que daban órdenes. Más bien todo lo contrario.

—Te estás muriendo, Desiderata —dijo la mujer.

—Muy cierto, muy cierto.

—Te has hecho vieja. La gente como tú siempre se hace vieja. Casi no te queda poder.

—Tienes toda la razón, Lilith —asintió Desiderata con voz suave.

—Así que ya no la puedes proteger más.

—Eso me temo —suspiró Desiderata.

—Entonces, ahora todo queda entre yo y esa malvada mujer del pantano. Y yo venceré.

—Sí, parece que así serán las cosas.

—Debiste buscarte una sucesora.

—Nunca encontré la ocasión. No soy de las que hacen planes, ya me conoces.

El rostro del espejo se acercó más, como si la figura se hubiera adelantado un paso desde su lado del cristal azogado.

—Has perdido, Desiderata Cavidad.

—Así son las cosas.

Desiderata se levantó, un poco tambaleante, y cogió un trapo.

La figura pareció enfurecerse. Tenía la clara sensación de que, cuando uno ha perdido, debería mostrarse más deprimido, y no como si te acabaran de gastar una broma pesada.

—¿Es que no entiendes lo que significa perder?

—Hay gente que se encarga de dejarlo muy claro —replicó Desiderata—. Adiós, querida.

Colgó el trapo sobre el espejo.

Se oyó una aspiración furiosa. Después, se hizo el silencio.

Desiderata se quedó allí, de pie, sumida en sus pensamientos.

Luego, alzó la cabeza.

—Tengo el agua a punto de hervir. ¿Quieres una taza de té? —ofreció.

NO, MUCHAS GRACIAS —respondió una voz justo detrás de ella.

—¿Cuánto tiempo llevas esperando?

DESDE SIEMPRE.

—Espero no estarte retrasando demasiado…

TENGO UNA NOCHE TRANQUILA, POCO TRABAJO.

—Bueno, yo sí quiero esa taza de té. Creo que también queda un bizcocho…

NO, GRACIAS.

—Si te entra hambre, está en aquel tarro de encima de la chimenea. Es auténtica cerámica klatchiana, ¿sabes? Fabricada por un auténtico artesano klatchiano. De Klatch —añadió.

¿DE VERAS?

—En mi juventud, viajé mucho.

¿SÍ?

—Eran buenos tiempos. —Desiderata atizó el fuego—. Lo hacía por cuestiones de trabajo, ya te puedes imaginar. Aunque claro, supongo que a ti te pasa lo mismo.

SÍ.

—Nunca sabía cuándo me iban a llamar. Bueno, tú ya sabes todo eso, claro. Eran sobre todo cocinas. Bailes también, de cuando en cuando, pero casi siempre cocinas.

Cogió el recipiente donde hervía el agua y la vertió en la tetera de la chimenea.

CIERTO.

—Yo les concedía sus deseos.

La Muerte pareció desconcertada.

¿QUÉ?? ¿QUIERES DECIR COSAS COMO… ARMARIOS A MEDIDA? ¿GRIFOS NUEVOS? ¿ESE TIPO DE DESEOS?

—No, no. A la gente. —Desiderata suspiró—. Ser hada madrina es una gran responsabilidad. Lo más importante es saber cuándo parar, no sé si me entiendes. La gente que consigue a menudo lo que quiere acaba por ser gente poco agradable. ¿Qué hay que darles, lo que desean… o lo que necesitan?

La Muerte asintió por cortesía. Desde su punto de vista, la gente recibía aquello que se le daba. Y punto.

—Como ese asunto de Genua… —empezó Desiderata.

La Muerte alzó la vista bruscamente.

¿GENUA?

—¿Lo conoces? Bueno, ya me imagino que sí.

CONOZCO… TODOS LOS LUGARES, POR SUPUESTO.

La expresión de Desiderata se suavizó. Su vista interior estaba mirando hacia otro lugar.

—Éramos dos. Las hadas madrinas siempre van por parejas, ya sabes. Lady Lilith y yo. Un hada madrina tiene un gran poder. Es como formar parte de un cuento. El caso es que la chica esta nació fuera del matrimonio, pero bueno, qué más da. No fue que no pudieran casarse, es que no se pusieron a ello…, y Lilith deseó que tuviera belleza, y poder, y que se casara con un príncipe. ¡Nada menos! Desde entonces, lleva trabajando en el asunto. ¿Qué podía hacer yo? Con deseos como ése, no hay quien discuta. Lilith conoce bien el poder de un buen cuento. Yo hice todo lo que pude, pero era Lilith la que tenía el poder. Tengo entendido que, ahora, ella dirige la ciudad. ¡Ha cambiado un país entero, sólo para que un cuento se desarrollara según su dictado! En fin, el caso es que ahora es demasiado tarde. Para mí. Así que voy a traspasar la responsabilidad. Así es como funcionan las cosas en esto de las hadas madrinas. Nadie, nadie QUIERE ser hada madrina. Excepto Lilith, claro. Está obcecada con eso. De manera que pienso enviar a alguien. Me he desentendido del asunto demasiado tiempo, puede que ya sea tarde.

Desiderata era buena persona. Las hadas madrinas suelen llegar a comprender bien la naturaleza humana, por lo que las buenas son bondadosas y las malas son poderosas. Ella no era propensa a utilizar un lenguaje brusco, pero resultaba evidente que, cuando utilizaba una expresión suave, como "está obcecada", era para definir a alguien que había traspasado el horizonte de la locura y se alejaba a muchos kilómetros por hora con aceleración constante.

Se sirvió el té.

—Eso es lo malo de conocer el futuro —suspiró—. Puedes ver lo que está sucediendo, pero no sabes qué significa. He visto el futuro. Hay un carruaje que era una calabaza. Y eso es imposible. Hay cocheros que eran ratones, cosa que también parece improbable. También hay un reloj que da las doce de la medianoche, y no sé qué de una zapatilla de cristal. Todo eso va a suceder. Porque así es como funcionan los cuentos. Pero luego pensé… hay gente que hace que los cuentos funcionen a su manera.

Suspiró de nuevo.

—Ojalá fuera yo a Genua —continuó—. Me vendría bien cambiar de clima, un poco de calor. Y se acerca el Jueves Graso. En los viejos tiempos, siempre iba a Genua a celebrar el Jueves Graso.

Se hizo un silencio expectante.

¡¿No ME ESTARÁS PIDIENDO QUE TE CONCEDA UN DESEO?! —se sorprendió la Muerte.

—¡Ja! A las hadas madrinas nadie les concede sus deseos. —Desiderata volvió a mirar hacia el futuro, habló como si sólo ella se escuchara. ¿Lo ves? Tengo que hacer que vayan las tres a Genua. Las tres, es necesario que vayan las tres. Y con gente como ellas no será sencillo, desde luego. Hay que encontrar la manera de que vayan voluntariamente. Si alguien le dice a Esme Ceravieja que tiene que ir a alguna parte, no irá, aunque sólo sea por llevar la contraria. En cambio, dile que no vaya e irá aunque tenga que caminar sobre cristales rotos. Todos los Ceravieja son así. No saben perder.

Algo pareció hacerle mucha gracia.

—Pero alguien de la familia tendrá que aprender —sonrió.

La Muerte no dijo nada. "Claro —pensó Desiderata—. Desde su punto de vista todos aprendemos a perder. Tarde o temprano."

Se bebió el último sorbo de té. Luego, se levantó. Se puso el sombrero puntiagudo con toda ceremonia, y atravesó cojeando la puerta trasera.

Había una zanja profunda excavada entre los árboles, a poca distancia de la casa. En el fondo, alguien había tenido la amabilidad de poner una escalerita corta. Desiderata descendió y luego, no sin ciertas dificultades, levantó la escalera para dejarla sobre las hojas, al borde de la fosa. Después, se tendió. Y se incorporó.

—El señor Chert, el troll que vive junto al aserradero, tiene ataúdes a muy buen precio, aunque sean de pino.

LO TENDRÉ EN CUENTA.

—Le pedí a Hurker, el cazador furtivo, que me cavara una fosa aquí fuera —siguió la mujer alegremente—. Luego pasará a rellenarla, camino de su casa. A mí me gusta dejarlo todo bien limpio y arreglado. Bueno, adelante, maestro.

¿QUÉ? AH. UNA MANERA DE HABLAR.

Alzó la guadaña.

Desiderata Cavidad descansó en paz.

—Bueno —dijo—, ha sido sencillo. ¿Qué viene ahora?

Y esto es Genua. El reino mágico. La ciudad de diamante. El país afortunado.

En el centro de la ciudad, una mujer está de pie entre dos espejos y contempla su reflejo repetido, que se pierde en el infinito.

Los espejos en sí se encontraban en el centro de un octógono de espejos, bajo el cielo raso, en la torre más alta del palacio. De hecho, había tantos reflejos que costaba mucho trabajo discernir dónde acababan los espejos y dónde empezaba la persona.

Su nombre era Lady Lilith de Tempscire, aunque había respondido a muchos otros en el transcurso de una vida larga y azarosa. Había descubierto que eso era algo que se aprendía muy pronto. Si uno quería llegar a algo en este mundo —y ella había decidido desde el principio que quería llegar lo más lejos posible—, se tenía que tomar los nombres a la ligera y coger el poder allí donde lo encontrara. Había enterrado a tres maridos y, como mínimo, dos de ellos ya estaban muertos en el momento de la inhumación.

Además, se viajaba mucho. Porque la mayor parte de la gente no viaja. Cambia de país, cambia de nombre y, si tienes los modales adecuados, el mundo estará a tus pies. Ella misma, por ejemplo, no había tenido que desplazarse ni doscientos kilómetros para convertirse en Lady.

Ahora podía llegar a donde quisiera…

Los dos espejos principales estaban casi frente a frente, pero no del todo, de manera que Lilith podía mirar por encima de su hombro y observar cómo sus imágenes se alejaban en una curva que rodeaba todo el universo, dentro del espejo.

Podía sentir cómo se derramaba hacia sí misma, multiplicándose a través de los reflejos infinitos.

Cuando Lilith suspiró y salió del Espacio entre los espejos, el efecto fue sorprendente. Las imágenes de Lilith quedaron suspendidas en el aire tras ella durante un momento, como sombras tridimensionales, antes de esfumarse.

Así que Desiderata se estaba muriendo. Maldita vieja entrometida. Se merecía la muerte. Nunca había llegado a comprender la clase de poder que tenía Lilith. Era una de esas personas que tenían miedo de hacer el bien por temor a hacer el mal, que se lo tomaban todo tan en serio como para coger una colitis de angustia moral antes de concederle un deseo a una simple hormiga.

Lilith contempló la ciudad que se extendía a sus pies. Bueno, ahora ya no quedaban obstáculos. La estúpida mujer vudú del pantano no era más que una simple distracción, alguien que no entendía en absoluto lo que sucedía.

Ya nada se interponía en el camino hacia lo que Lilith adoraba por encima de todo.

Un final feliz.

En la cima de la montaña, el aquelarre se había calmado un poco.

Los pintores y los escritores siempre han tenido un concepto un tanto exagerado de lo que sucede en un aquelarre de brujas. Eso les sucede por pasarse demasiado tiempo en habitaciones pequeñas, con las cortinas corridas, en vez de salir a tomar el aire fresco, que es más sano.

Por ejemplo, está lo de bailar desnudas. En un típico clima templado hay muy pocas noches en las que alguien pueda tener ganas de salir a bailar a medianoche sin ropa, por no mencionar ya los guijarros, los cardos y la posibilidad de pisar un puercoespín.

Luego, está toda la cuestión de los dioses con cabeza de cabra. La mayor parte de las brujas no creen en los dioses. Saben que los dioses existen, claro. Incluso tienen tratos con ellos de cuando en cuando. Pero no creen en los dioses. Los conocen demasiado bien. Sería como creer en el cartero.

Y en cuanto a la comida y la bebida, los trocitos de reptil y todo eso…, la verdad es que las brujas no son partidarias de esas cosas. Lo peor que se puede decir de las brujas, sobre todo de las más ancianas, es que les suelen gustar los bizcochos de jengibre, y que los mojan en un té con tanto azúcar que la cucharilla no se mueve. Y si se encuentran con que está demasiado caliente, se lo beben del plato. Además, lo hacen con un acompañamiento de ruiditos de aprobación, que uno imaginaría que provienen de una cañería barata. Quizá al fin y al cabo sean mejores las ancas de rana.

También está el asunto de los ungüentos místicos. Aquí, los pintores y escritores han acertado, pero de pura casualidad. La mayor parte de las brujas son de edad avanzada, en un momento de la vida en que los ungüentos empiezan a tener un atractivo especial, y al menos dos de las presentes en el aquelarre de aquella noche llevaban extendido sobre el pecho el famoso linimento de grasa de ganso y salvia fabricado por Yaya Ceravieja. El ungüento no hacía volar, ni ver visiones, pero servía para prevenir los catarros, aunque sólo fuera porque el molesto olor que envolvía al usuario hacia la segunda semana hacía que nadie se le acercara lo suficiente como para propiciar un contagio.

Y, por fin, estaban los aquelarres en sí. La bruja típica no es un animal social por naturaleza, sobre todo en lo que respecta a relacionarse con otras brujas. Siempre existe un conflicto de personalidades dominantes. Hay un grupo de jefas de pista, sin pistas. La regla básica no escrita de la brujería es: "No hagas lo que tú quieres, haz lo que yo digo". El número más habitual de asistentes a un aquelarre es de uno. Las brujas solamente se reúnen cuando no tienen otro remedio.

Como en esta ocasión.

Dada la ausencia de Desiderata, la conversación se había centrado en el tema de la creciente falta de brujas.[6]

—¿Cómo, ninguna? —se asombró Yaya Ceravieja.

—Ninguna —asintió Tía Brevis.

—Me parece espantoso —bufó Yaya—. ¡Yo digo que es un desastre!

—¿Eh? —quiso saber Madre Dismass.

—¡Ella dice que es un desastre! —gritó Tía Brevis.

—¿Eh?

—¡No hay ninguna chica que la suceda! ¡Nadie va a ocupar el puesto de Desiderata!

—Oh.

Todas empezaron a caer en la cuenta de lo que aquello implicaba.

—Si nadie más quiere sus pertenencias, me las quedo yo —dijo Tata Ogg.

—Cuando yo era joven, no pasaban estas cosas —bufó Yaya—. A este lado de la montaña, sin ir más lejos, había docenas de brujas. Claro, que eso era antes de todo este "diviértase usted solo". —Hizo una mueca de desaprobación—. En estos tiempos, hay demasiado "diviértase usted solo". Cuando yo era joven, nunca organizábamos nuestra propia diversión. Nunca teníamos tiempo para esas cosas.

—Trempes fuggit —dijo Tata Ogg.

—¿Qué?

—Trempes fuggit. Significa que eso era entonces, y esto es ahora —aclaró la anciana.

—No hace falta que nadie me lo diga, Gytha Ogg. Sé muy bien cuándo es ahora.

—Tenemos que avanzar con los tiempos.

—No sé por qué. No sé por qué vamos a…

—Bueno, pues parece que tendremos que volver a cambiar los territorios —intervino Tía Brevis.

—Imposible —se apresuró a replicar Yaya Ceravieja—. Ya me encargo de cuatro aldeas. Apenas me da tiempo a que se me enfríe la escoba.

—Pues, desde luego, con la muerte de Madre Cavidad vamos más que escasas de personal —insistió Tía Brevis—. Ya sé que la pobre no hacía gran cosa porque tenía ese otro trabajo, pero al menos estaba ahí. Y de eso se trata. Tiene que haber una bruja local. Las cuatro brujas se quedaron contemplando el fuego, en sombría meditación. Bueno, al menos tres de ellas meditaban sombrías. Tata Ogg, que tenía tendencia a mirar las cosas por el lado más alegre, se animó a hacer un brindis.

—En Arroyo Primavera, el poblado de abajo, tienen un mago —comentó Tía Brevis—. Cuando falleció la anciana Yaya Hopliss, no había nadie que la sucediera, así que pidieron un mago a Ankh-Morpork. Un mago de verdad. Con su cayado y todo. Tiene una tienda en el pueblo, con un cartel de latón en la puerta, que dice "mago".

Las brujas suspiraron.

—La señora Singe murió —siguió Tía Brevis—. Y Tía Garfio también.

—¿De verdad? ¿La anciana Mabel Garfio? —se interesó Tata Ogg en medio de una lluvia de miguitas—. ¿Cuántos años tenía?

—Ciento diecinueve —respondió Tía Brevis—. Ya se lo decía yo, "A tu edad no hay que ir por ahí escalando montañas". Pero nada, ella ni caso.

—Así son algunas personas —asintió Yaya—. Testarudas como mulas. Les dices que no tienen que hacer algo, y no paran hasta que no lo intentan.

—Yo incluso llegué a oír sus últimas palabras —suspiró Tía.

—¿Qué dijo? —se interesó Yaya.

—Si mal no recuerdo, fue "Oh, mierda".

—Ella habría querido morir así —dijo Tata Ogg.

Todas las demás brujas asintieron.

—¿Sabéis una cosa? Quizá estemos presenciando el fin de la brujería en esta zona —dijo Tía Brevis.

Contemplaron el fuego de nuevo.

—Supongo que nadie habrá traído palomitas… —preguntó Tata Ogg, esperanzada.

Yaya Ceravieja observó a sus hermanas brujas. No soportaba a Tía Brevis. La anciana enseñaba en la escuela, al otro lado de la montaña, y tenía la molesta costumbre de mostrarse razonable cuando la provocaban. La Madre Dismass era, con toda probabilidad, la sibila más inútil en la historia de los oráculos y las revelaciones. Y Yaya no aguantaba a Tata Ogg, que era su mejor amiga.

—¿Y qué hay de la joven Magrat? —inquirió Madre Dismass con inocencia—. Su zona cae al lado de la de Desiderata. A lo mejor puede hacerse cargo de un poco más de trabajo…

Yaya Ceravieja y Tata Ogg intercambiaron una mirada.

—Le han entrado ideas raras —bufó Yaya.

—Vamos, vamos, Esme… —la aplacó Tata Ogg.

—Pues a mí me parecen raras —insistió Yaya—. ¡No me irás a decir que, eso de pasarse la vida hablando de pender de una miasma, no es tener la cabeza desquiciada!

—No es exactamente eso —la corrigió Tata—. Lo que dice es que quiere depender de sí misma.

—Pues eso es lo que he dicho —gruñó Yaya Ceravieja—. Y a ella también se lo dije. Le dije: "Simplicia Ajostiernos era tu madre, Araminta Ajostiernos era tu abuela, Yolanda Ajostiernos es tu tía, y tú eres tu…, tú eres tu tú".

Volvió a sentarse, con el gesto satisfecho de quien ha resuelto todo lo que uno puede desear saber en la vida sobre una crisis de identidad.

—Y no hizo caso —añadió.

Tía Brevis frunció el ceño.

—¿Magrat? —titubeó.

Trató de recordar la imagen de la bruja más joven de las Montañas del Carnero, pero sólo le vino a la mente una cara…, no, más que una cara fue una expresión de ojos acuosos, de desesperada buena voluntad, una expresión encajada entre un cuerpo semejante a una espingarda y una cabellera como un haz de heno después de un vendaval. Una bienhechora impenitente. Eternamente preocupada. El tipo de persona que suele dedicarse a rescatar perdidos polluelos de pájaro y luego llora cuando se mueren, que es la función que la bondadosa madre naturaleza tiene por costumbre reservar a los perdidos polluelos de pájaro.

—No parece propio de ella —dijo al final.

—Y también dijo que quería autoafirmarse —insistió Yaya.

—No hay nada de malo en autoafirmarse —intervino Tata—. En eso se basa la brujería.

—Yo no he dicho que hubiera nada de malo —replicó Yaya—. Ni a ella tampoco se lo dije. Le dije que podía estar todo lo autoafirmada que le diera la gana, siempre y cuando hiciera lo que le mandaban.

—Frótate con esto y se te pasará en una o dos semanas —dijo Madre Dismass.

Las otras tres brujas la miraron con expectación, por si acaso decía algo más. Pronto resultó evidente que no iba a ser así.

—Y está dando clases de…, ¿de qué da clases, Gytha? —preguntó Yaya.

—De defensa personal.

—¡Pero si es una bruja! —señaló Tía Brevis.

—Eso mismo le dije yo —gruñó Yaya Ceravieja, que había caminado de noche sin temor por los bosques plagados de bandidos toda su vida, con la seguridad absoluta de que la oscuridad no podía albergar nada más terrible que ella misma—. Y me respondió que no se trataba de eso. Que no se trataba de eso. ¡Imaginaos!

Tata Ogg se encogió de hombros.

—De todos modos, a sus clases no asiste nadie…

—Tenía entendido que se iba a casar con el rey —señaló Tía Brevis.

—Eso pensaba todo el mundo —asintió Tata—. Pero ya conoces a Magrat. Tiene tendencia a ser de Ideas Abiertas. Ahora dice que se niega a ser un objeto sexual.

Todas meditaron unos momentos sobre el concepto. Por fin, Tía Brevis sacudió la cabeza lentamente, como quien sale de las profundidades de un razonamiento fascinante.

—¡Pero si ella NUNCA ha sido un objeto sexual!

—Estoy orgullosa de poder decir que ni siquiera sé qué es un objeto sexual —replicó Yaya Ceravieja con firmeza.

—Yo sí —apuntó Tata Ogg.

Las brujas la miraron.

—Mi Shane trajo uno a casa una vez, al volver de un viaje por el extranjero.

Las brujas siguieron mirándola.

—Era marrón, muy gordo, tenía como una especie de bultos, y una cara, y dos agujeros para pasar el cordel.

Las brujas no tenían intención de apartar la mirada.

—Pues nos dijo que era eso —tuvo que defenderse Tata.

—Me parece que estás hablando de un ídolo de la fertilidad —trató de contribuir Tía Brevis.

Yaya sacudió la cabeza.

—Por la descripción, no se parece demasiado a Magrat… —empezó.

—No me puedes decir en serio que vale dos peniques —dijo Madre Dismass, desde cualquiera que fuera el momento en el que vivía en aquel instante.

Nadie sabía a ciencia cierta cuál era.

Las personas con capacidad para ver el futuro tienen una profesión de alto riesgo. Para ser sinceros, la mente humana no fue diseñada con la idea de que fuera por ahí rebotando de atrás adelante en la gran autopista del tiempo…, y cuando lo hace, puede suceder que pierda el punto de anclaje, que viaje del pasado al futuro y sólo haga escalas ocasionales en el presente. La anciana Madre Dismass tenía un desenfoque temporal. Eso quería decir que, si le decías algo en agosto, quizá te estuviera oyendo en marzo. Con ella, la actitud más pragmática era decir algo ahora, con la esperanza de que recogiera el recado la próxima vez que su mente pasara por allí.

Yaya agitó las manos de manera experimental ante los ojos inexpresivos de Madre Dismass.

—Ya ha vuelto a marcharse —dijo.

—Bueno, pues si Magrat no se puede hacer cargo, también está Millie Salyitos, la que vive en Tajada —indicó Tía Brevis—. Es una chica muy trabajadora. Aunque, la verdad, es aún más bizca que Magrat.

—Eso no tiene nada de malo. A las brujas les queda bien ser bizcas —dijo Yaya Ceravieja.

—Pero hay que saber tenerlo en cuenta —replicó Tata Ogg—. La vieja Gertie Simmons era tan bizca, que siempre se echaba el mal de ojo a su propia nariz. No podemos permitir que la gente crea que, cuando molestan a una bruja y ella gruñe y maldice, hará que se le pudra su propia nariz.

Todas volvieron a contemplar el fuego.

—Supongo que Desiderata no habrá elegido a su sucesora… —empezó Tía Brevis.

—Imposible, no podía hacerlo —replicó Yaya Ceravieja—. En esta zona no hacemos las cosas así.

—Cierto, pero no se puede decir que Desiderata pasara mucho tiempo en esta zona. Era por su otro trabajo. Siempre estaba fuera, en el extranjero.

—No soporto el extranjero —aseguró Yaya Ceravieja.

—Pues has estado en Ankh-Morpork —señaló Tata con tono inocente—. Eso es el extranjero.

—No, no es el extranjero. Lo único que pasa es que está muy lejos. Pero no es como si fuera el extranjero. El extranjero es donde la gente se pone a charlar contigo en lenguas bárbaras, y comen estiércol extranjero, y son adoradores de…, ya sabéis, de COSAS —explicó Yaya Ceravieja, siempre embajadora de buena voluntad—. Desde luego, en el extranjero pudo contagiarse de cualquier costumbre y traerla a esta zona.

—A mí me trajo una vez una bandeja azul y blanca, muy bonita —señaló Tata Ogg.

—Ésa es otra cosa —asintió Tía Brevis—. Más vale que alguien vaya a echar un vistazo a su casa. Tenía un montón de cosas de valor. No quiero ni pensar que entre un ladrón allí y ponga sus manos sobre todo.

—No creo que ningún ladrón se atreva a entrar en la casa de una bru… —empezó Yaya.

Entonces, se interrumpió bruscamente.

—Sí —añadió con voz suave—. Buena idea. Yo me encargaré de ir.

—Yo, ya me encargo yo —intervino Tata Ogg, quien también había tenido tiempo de sacar sus conclusiones—. Me cae de camino hacia casa. No me cuesta nada.

—No, no, seguro que prefieres llegar a casa temprano —replicó Yaya—. No te molestes, para mí sí que no será ningún problema.

—No, no, para mí tampoco es ningún problema —la tranquilizó Tata.

—Vamos, mujer, a tu edad no conviene hacer esfuerzos. Tú no te preocupes.

Se miraron la una a la otra.

—No veo que tenga tanta importancia —dijo Tía Brevis—. En vez de discutir, ¿por qué no vais las dos juntas?

—Mañana tengo bastante trabajo —asintió Yaya—. ¿Qué tal después de comer?

—Perfecto —aceptó Tata Ogg—. Nos reuniremos junto a su casa. Justo después de comer.

—Nosotros tuvimos uno, pero el trozo de arriba, el que se desenrosca, se cayó y se perdió —explicó Madre Dismass.

Hurker, el cazador furtivo, echó la última palada de tierra a la fosa. Se sintió obligado a pronunciar algunas palabras.

—Bueno, pues se acabó —dijo.

Desde luego, había sido una de las mejores brujas que jamás hubo, meditó mientras volvía a entrar en la casita bajo la tenue luz previa al amanecer. Algunas de las otras —que, por supuesto, eran unas personas maravillosas, mujeres excelentes, de lo mejor que uno puede esquivar en la vida— resultaban un poco demasiado imponentes.

Sobre la mesa de la cocina había un paquete alargado, un montoncito de monedas y un sobre.

Abrió el sobre, aunque no iba dirigido a él.

Dentro, había un sobre más pequeño y una nota.

La nota decía: "Albert Hurker, te estoy vigilando. Entrega el paquete y este sobre, y si te atreves a curiosear el contenido te sucederá algo espantoso. Como Hada Madrina Buena profesional no se me permite maldecir a nadie, pero sí puedo predecir que tu destino estará muy relacionado con los colmillos de un lobo rabioso, que la pierna se te pondrá verde y supurante, y que se te caerá. Y no me preguntes cómo lo sé, porque además no puedes, estoy muerta. Con mis mejores deseos. Desiderata".

El cazador cogió el paquete con los ojos cerrados.

La luz viaja muy despacio en el vasto campo mágico del Mundodisco, así que el tiempo también tiene que ir más despacio. Como habría dicho Tata Ogg, cuando en Genua es la hora del té, aquí aún es martes…

De hecho, en Genua estaba amaneciendo. Lilith se encontraba sentada en su torre, y con un espejo enviaba su propia imagen al exterior para explorar el mundo. Estaba buscando algo.

Lilith sabía que podía mirar hacia cualquier lugar donde hubiera un centelleo, en la cresta de una ola, un charquito helado, un espejo, un reflejo. No necesitaba para nada un espejo mágico. Le bastaba con cualquier espejo. Si se saben utilizar, todos los espejos son mágicos. Y Lilith, que chisporroteaba con el poder que dan un millón de imágenes, sabía utilizarlos mejor que nadie.

Sólo persistía una duda. Era de suponer que Desiderata se habría librado de ella. Típico en personas de su estilo. Conscientes. Y también era de suponer que la habría entregado a la chica medio idiota de los ojos llorosos, la que la visitaba de cuando en cuando, la que lucía toda aquella joyería barata y tenía el peor gusto del mundo a la hora de vestirse. Eso también sería típico de Desiderata.

Pero Lilith quería estar segura. Si había llegado hasta donde había llegado era gracias a estar siempre segura.

El rostro de Lilith fue apareciendo por un instante en todos los charcos y ventanas de Lancre, antes de seguir su camino…

Y ahora estaba amaneciendo en Lancre. Las nieblas otoñales serpenteaban por el bosque.

Yaya Ceravieja empujó la puerta de la casita. No estaba cerrada. El único visitante que Desiderata había estado esperando no era de los que se desaniman ante la visión de una cerradura.

—Se hizo enterrar en la parte de atrás del jardín —dijo una voz tras ella.

Era Tata Ogg.

Yaya calculó su próxima jugada. Si señalaba que Tata había llegado temprano adrede, con intención de revisar la casa ella sola, sin duda se llegaría al tema de la presencia allí de la propia Yaya. Habría preguntas. Podría darles respuesta, sin duda, si tuviera un poco de tiempo. Pero, quizá lo mejor fuera dejar correr el asunto.

—Ah —dijo con un asentimiento—. Sí, Desiderata siempre fue muy pulcra.

—Bueno, en su trabajo es imprescindible —replicó Tata Ogg, que pasó ante ella para contemplar con gesto especulativo el contenido de la habitación———. En un trabajo como el que tenía Desiderata, hay que mantenerse al tanto de las cosas. Caray, ese gato es enorme.

—Es un león —la corrigió Yaya Ceravieja mirando también la cabeza disecada que colgaba sobre la chimenea.

—Pues, fuera lo que fuese, debió de chocar contra la pared a una velocidad de vértigo.

—Lo mataron —le explicó Yaya sin dejar de pasear la vista por la habitación.

—No me extraña —asintió Tata—. Si veo que un bicho de ese tamaño se está abriendo camino a bocados por mi pared, yo misma le doy con el atizador.

Por supuesto, no existe lo que se podría llamar una "típica" casa de bruja. Pero si existiera una "atípica" casa de bruja, seguro que sería aquélla. Aparte de las diversas cabezas de animales con ojos de vidrio, las paredes estaban cubiertas de estanterías y acuarelas. En el paragüero había una lanza. En el aparador, en vez de la loza y los cacharros de alfarería habituales, había pucheros de latón con aspecto exótico y porcelana fina color azul. En toda la casa no había ni una hierba seca, pero sí montones de libros, muchos de ellos anotados con la caligrafía menuda y pulcra de Desiderata. Una mesa entera estaba cubierta por algo que parecían mapas, dibujados con todo esmero y meticulosidad.

A Yaya Ceravieja no le gustaban los mapas. Tenía la sensación instintiva de que empequeñecían el mundo.

—Es evidente que viajaba mucho —señaló Tata Ogg.

Cogió un abanico de marfil labrado y lo sacudió con coquetería.[7]

—Bueno, para ella era sencillo —comentó Yaya al tiempo que abría un par de cajones.

Pasó los dedos por la repisa de la chimenea, y se los miró con gesto crítico.

—Pues ya podría haber encontrado un momento para pasar el plumero por su casa —dijo en tono distraído—. A mí no se me ocurriría morirme y dejar el comedor en semejante estado.

—¿Dónde crees que habrá dejado…, ya sabes…, eso? —preguntó Tata.

Abrió la puerta del reloj de pie y echó un vistazo al interior.

—Vergüenza debería darte, Gytha Ogg —bufó Yaya—. No hemos venido a buscar eso.

—Claro que no, sólo era curiosidad…

Tata Ogg trató de ponerse de puntillas disimuladamente para mirar encima del aparador.

—¡Gytha! ¡Qué vergüenza! ¡Ve a preparar un par de tazas de té!

—Bueno, bueno.

Tata Ogg desapareció hacia el patio trasero refunfuñando. Tras unos segundos, se oyó el chirrido de una bomba de agua.

Yaya Ceravieja se dirigió hacia la silla y palpó rápidamente bajo el cojín.

En la habitación contigua se oyó el ruido de algo al caer. Yaya se irguió a toda prisa.

—¡No creo que esté bajo el fregadero! —gritó.

La respuesta de Tata Ogg fue ininteligible.

Yaya aguardó un instante, y luego caminó a toda velocidad hacia la chimenea. Se adentró en ella y palpó con cautela las cenizas.

—¿Buscas algo, Esme? —preguntó Tata Ogg detrás de ella.

—Aquí hay una cantidad espantosa de hollín —dijo, apresurándose a levantarse—. Una cantidad espantosa de hollín, sí.

—Entonces, ¿eso tampoco está ahí? —preguntó dulcemente Tata.

—No sé de qué hablas.

—Conmigo no tienes por qué disimular. Todo el mundo sabe que Desiderata debía de tener una —dijo Tata Ogg—. Es imprescindible para su trabajo. La verdad es que, prácticamente, es su trabajo.

—Bien…, es posible que quizá quisiera echarle un vistazo —admitió Yaya—. Nada, sólo tocarla un momento. Pero nada de usarla. A mí no me verás usar una de esas cosas. Es más, sólo he visto un par de ellas. En estos tiempos, ya no circulan tantas como antes.

Tata Ogg asintió.

—Es que no se encuentra la madera adecuada —dijo.

—No pensarás que la han enterrado con eso, ¿verdad?

—No, no creo. A mí, personalmente, no me gustaría que me enterraran con eso. No sé, me parece toda una responsabilidad. Además, eso no querría permanecer bajo tierra mucho tiempo. Seguro que quiere que lo usen. Se pasaría las horas golpeando contra las tablas del ataúd. Ya sabes lo molestos que son esos trastos.

Se relajó un poco.

—Yo pondré las cosas para el té —dijo—. Tú ve encendiendo el fuego.

Yaya Ceravieja palpó la repisa de la chimenea en busca de cerillas, y entonces se dio cuenta de que no las encontraría. Desiderata siempre había dicho que estaba demasiado ocupada como para no utilizar la magia en su casa. Hasta la colada se hacía sola.

Yaya no era partidaria de la utilización de la magia para usos domésticos, pero se sentía molesta. También quería la taza de té.

Echó un par de troncos en la chimenea, y los miró fijamente hasta que empezaron a arder de pura vergüenza.

En aquel momento, advirtió la presencia del espejo cubierto por el trapo.

—¿Por qué lo habría tapado? —murmuró para sus adentros—. No sabía que Desiderata tuviera miedo de las tormentas eléctricas.

Tiró del trapo.

Miró el espejo.

Había pocas personas en el mundo que tuvieran un autocontrol como Yaya Ceravieja. Era tan rígido como una barra de hierro fundido. Y aproximadamente igual de flexible.

Hizo pedazos el espejo.

En su torre de espejos, Lilith se incorporó como movida por un resorte.

¿Ella?

La cara era diferente, por supuesto. Más vieja. Había pasado mucho, mucho tiempo. Pero los ojos no cambian, y las brujas siempre miran a los ojos.

¡Ella!

Magrat Ajostiernos, de profesión bruja, también estaba de pie ante un espejo. En su caso, se trataba de un espejo absolutamente desprovisto de magia. Además, seguía de una sola pieza, aunque en un par de ocasiones se había salvado por los pelos.

Frunció el ceño ante su reflejo, y luego volvió a consultar el pequeño folleto mal ilustrado que había recibido el día anterior.

Masculló algunas palabras entre dientes, se irguió, extendió las manos ante ella y golpeó el aire con todas sus fuerzas.

—¡HAAAAiiiiieeeeeeehgh! Mmm —gritó.

Magrat habría sido la primera en reconocer que tenía una mente abierta. Era tan abierta como un prado, tan abierta como el cielo. Ninguna mente podía estar más abierta, a no ser que contara con la ayuda de instrumental quirúrgico especializado. Y siempre estaba a la espera de cualquier cosa con que llenarla.

En aquellos momentos lo que la llenaba era la búsqueda de la paz interior, la armonía cósmica y la auténtica esencia del Ser.

Cuando alguien dice "Me ha venido una idea", no se trata de una simple metáfora. Las inspiraciones puras, las pequeñas partículas de pensamiento autocontenido están siempre lloviznando por el cosmos. Se sienten atraídas hacia cabezas como la de Magrat, de la misma manera que el agua corre hacia un agujero en el desierto.

En opinión de Magrat, la culpa de todo la tenía el despiste de su madre en cuestiones de ortografía. Un progenitor más atento habría escrito con más cuidado el nombre de Margaret. De esa manera, todo el mundo habría acabado por llamarla Peggy, o Maggie…, nombres recios, robustos, dignos de toda confianza. En cambio, con Magrat no se podía hacer gran cosa. El nombre sonaba a algo que viviera en la orilla de un río, corriendo un riesgo constante de morir ahogado.

Había considerado la posibilidad de cambiárselo, pero en su fuero interno sabía que no serviría de nada. Aunque superficialmente pudiera convertirse en una Chloe, o en una Isobel, por dentro siempre sería una Magrat. Pero le habría gustado intentarlo. Sería bonito dejar de ser una Magrat, aunque sólo fuera por unas horas.

Este tipo de pensamientos son los que hacen que la gente se ponga a Buscarse A Sí Misma. Y una de las primeras cosas que Magrat había descubierto sobre eso de Buscarse A Sí Misma era que no sería buena idea contárselo a Yaya Ceravieja, quien pensaba que la emancipación de la mujer era una dolencia femenina de la que no se debería hablar en presencia de los hombres.

Tata Ogg era algo más comprensiva, aunque en opinión de Magrat tenía una tendencia excesiva a hablar con segundas intenciones. En cambio, desde el punto de vista de Tata, sus intenciones eran siempre primeras, y bien orgullosas de serlo.

En resumidas cuentas, Magrat había renunciado a aprender algo de sus compañeras brujas más veteranas, y ahora lanzaba sus redes en aguas más profundas. Mucho más profundas. Tan profundas como podían ser unas enaguas.

Todos los que se dedican a buscar la sabiduría tienen, por extraño que parezca, algo en común: estén donde estén, siempre buscan esa sabiduría en un lugar muy lejano. La sabiduría es una de las pocas cosas que, cuanto más lejos está, más grande nos parece.[8]

En aquellos momentos Magrat se buscaba a sí misma por el Camino del Escorpión, que ofrecía armonía cósmica, unicidad interior y la posibilidad de hacer que a un agresor le salieran los riñones por las orejas. Era un gran curso por correspondencia.

Por desgracia, existían algunos problemas. El autor, el Gran Maestro Lobsang Escurridizo, residía en Ankh-Morpork. Aquello no parecía el lugar apropiado para un refugio de sabiduría cósmica. Y, aunque hacía especial hincapié en que el Camino no se debía utilizar como arma agresiva, sino sólo para buscar la sabiduría cósmica, estas advertencias estaban en letra muy pequeñita, entre dibujos entusiastas de personas que se golpeaban unas a otras con una especie de rodillos de cocina y gritaban "¡Hai!". Más avanzado el curso, uno aprendía a partir ladrillos con el canto de la mano, a caminar sobre carbones al rojo y otras muchas cosas cósmicas.

Magrat pensaba que Ninja era un nombre muy bonito para una chica.

Volvió a erguirse ante el espejo.

Alguien llamó a la puerta. Magrat fue a abrirla.

—¿Hai? —dijo.

Hurker, el cazador furtivo, dio un paso hacia atrás. El pobre ya estaba bastante agitado. Un lobo hambriento lo había seguido durante buena parte del camino a través del bosque.

—Eh… —titubeó. Se inclinó hacia adelante, con el temor trocado en preocupación. ¿Se ha hecho daño en la cabeza, señorita?

Magrat lo miró sin comprender. Luego, se dio cuenta de la situación. Alzó la mano y se quitó de la frente la cinta con el dibujo del crisantemo, sin la cual era prácticamente imposible buscar la sabiduría cósmica mediante el sistema de retorcer 360 grados los codos de tu adversario.

—No —replicó—. ¿Qué quiere?

—Traigo un paquete para usted —respondió Hurker al tiempo ue se lo ofrecía.

Medía unos sesenta centímetros de largo, y era muy fino.

—Hay una nota —se apresuró a explicar Hurker.

Mientras Magrat la desdoblaba, trató de acercarse discretamente para leerla por encima de su hombro.

—Es privada —dijo la joven.

—¿De verdad? —asintió Hurker, mostrándose conforme.

—¡Sí!

—Me han dicho que me daría usted un penique por entregársela —explicó el cazador furtivo.

Magrat rebuscó en su bolso.

—El dinero forja las cadenas que atan a la clase trabajadora —le advirtió al tiempo que le tendía la moneda.

Hurker, que jamás se había considerado miembro de la clase trabajadora, pero que en cambio estaba dispuesto a escuchar casi cualquier estupidez a cambio de un penique, asintió con inocencia.

—Y espero que se le cure lo de la cabeza, señorita —le dijo.

Cuando Magrat se hubo quedado a solas en su cocina-cum-dojo, abrió el paquete. Dentro había una delgada vara blanca.

Volvió a leer la nota. Decía así: "Nunca tuve tiempo para entrenar a una sustituta, así que me tendré que conformar contigo. Tienes que ir a la ciudad de Genua. Yo misma me encargaría, de no estar muerta. Enta Sábado NO debe casarse con el príncipe. P.D.: Esto es importante".

Magrat contempló su reflejo en el espejo.

Magrat contempló la nota de nuevo.

"Otra P.D.: Diles a esas dos entrometidas que no vayan contigo, lo único que lograrían sería estropearlo todo".

Y aún había más.

"Otra P.D. más: Tiene tendencia a pasarse al modo calabaza, pero pronto le cogerás el tranquillo".

Magrat contempló el espejo una vez más. Luego bajó la vista hacia la varita.

En un momento dado la vida es sencilla, y al siguiente se presenta llena de complicaciones.

—Oh, no —gimió—. ¡Soy un hada madrina!

Yaya Ceravieja seguía de pie, mirando los diminutos fragmentos del espejo, cuando Tata Ogg entró en la sala.

—Esme Ceravieja, ¿qué has hecho? Eso trae mala suerte, no es… ¿Esme?

—¿Ella? ¿Ella?

—¿Te encuentras bien?

Yaya Ceravieja alzó la vista un instante; luego sacudió la cabeza como si intentara quitarse de la mente una idea impensable.

—¿Qué?

—Te has quedado toda pálida. Nunca te había visto quedarte así, toda pálida.

Con gestos lentos, Yaya se quitó un trozo de cristal del sombrero.

—Bueno…, es que me he sobresaltado un poco… cuando se ha roto el espejo… —murmuró.

Tata miró la mano de Yaya Ceravieja. Estaba sangrando. Luego alzó la vista para mirar el rostro de la anciana, y tomó la decisión de no admitir jamás que le había visto la mano a Yaya.

—Puede que sea una señal —dijo al azar, en busca de un tema poco comprometido—. Son cosas que pasan cuando se muere alguien. Los cuadros se caen de las paredes, los relojes se paran, enormes armarios roperos se desploman escaleras abajo…, todo ese tipo de cosas.

—Yo nunca he creído en eso, es una…, ¿cómo que armarios roperos que se desploman escaleras abajo? —preguntó Yaya.

Estaba respirando hondo. Si no fuese de dominio público que Yaya Ceravieja era dura, cualquiera habría pensado que acababa de recibir el susto de su vida y que estaba prácticamente desesperada por tomar parte en cualquier tipo de charla vulgar y cotidiana.

—Pues es lo que pasó cuando murió mi tía abuela Sophie —explicó Tata Ogg—. Exactamente tres días, cuatro horas y seis minutos después de que muriera, su armario ropero cayó rodando por la escalera. Mi Daren y mi Jason lo estaban intentando hacer pasar por el rellano, y sintieron como si se les resbalara. Como lo oyes. Fue increíble. Bueeeno, y qué quieres, no iba a dejarlo ahí para su Agatha, ¿verdad? Ella casi nunca iba a verla, sólo el Día de la Vigilia de los Puercos, y fui yo quien cuidó a Sophie hasta el final…

Yaya permitió que la letanía conocida, arrulladora, de las discusiones familiares de Tata Ogg, la envolviera mientras ponía las tazas de té.

Los Ogg eran lo que se suele denominar una familia numerosa. En realidad, más que numerosa era cuantiosa, expandida y persistente. No había hoja de papel en la que cupiera su árbol genealógico, que, además, si se pudiera plasmar gráficamente, se parecería más a un manglar. Para colmo, todas y cada una de las ramas tenían una pequeña venganza crónica pendiente contra todas y cada una de las demás, basadas en "causes célébres" tan fundamentadas como Lo Que Su Kevin Dijo De Nuestro Stan En La Boda De Di, y Quién Se Quedó Con La Cubertería De Plata Que Tía Em Prometió Dejar A Nuestra Doreen Cuando Ella Muriera, A Ver Quién Es Capaz De Explicármelo, Si No Es Molestia.

Tata Ogg, la matriarca indiscutible, alentaba indiscriminadamente a todos los bandos en contienda. Era lo más parecido que tenía a un pasatiempo.

Siendo una sola familia, los Ogg tenían suficientes discusiones internas como para mantener surtidos de argumentos a muchos guionistas de teleseries durante cientos de episodios.

En algunas ocasiones, esta actitud propiciaba que algún forastero inconsciente se uniera a la conversación e hiciera un comentario poco amable a un Ogg sobre otro Ogg. En ese momento, todos los Ogg, del primero al último, se volvían contra él; todos los miembros de la familia cerraban filas como si fueran partes de un motor de acero bien engrasado y destruían inmediata y despiadadamente al atrevido.

En las Montañas del Carnero, la gente pensaba que las riñas de los Ogg eran una bendición. Resultaba aterrador imaginarlos a todos volviendo su inmenso caudal de energía contra el mundo en general. Por suerte, los Ogg preferían pelear entre ellos. Por algo eran una familia.

La verdad es que, cuando uno se para a pensarlo, las familias son una cosa muy rara.

—¿Esme? ¿Te encuentras bien?

—¿Qué?

—Estás haciendo que las tazas tiemblen, has derramado el té por toda la bandeja.

Yaya contempló el pequeño desastre, y se zafó como mejor pudo.

—Yo no tengo la culpa de que las tazas sean tan pequeñas —refunfuñó.

La puerta se abrió.

—Buenos días, Magrat —añadió, sin siquiera darse la vuelta—. ¿Qué te trae por aquí?

Había sido por la manera en que chirriaron las bisagras. Magrat podía hacer que hasta el hecho de abrir una puerta sonara a humilde disculpa.

La bruja más joven entró en la habitación sin abrir la boca, con el rostro color remolacha y los brazos a la espalda.

—Nosotras acabamos de llegar para arreglar las cosas de Desiderata, como es nuestro deber para con una hermana bruja —explicó Yaya en voz alta.

—Y no para buscar su varita mágica —añadió alegremente Tata.

—¡Gytha Ogg!

Tata Ogg se mordió la lengua con gesto culpable y agachó la cabeza.

—Perdona, Esme.

Magrat les mostró lo que tenía a la espalda.

—Eh… —empezó, poniéndose todavía más colorada.

—¡La has encontrado! —exclamó Tata.

—Pues… no —respondió Magrat, sin atreverse a mirar a Yaya a los ojos—. Me la dio… Desiderata.

El silencio zumbó y chisporroteó.

—¿Que te la dio a ti?

—Eh…, sí.

Tata y Yaya se miraron.

—¡Vaya! —exclamó Tata.

—Ella te conocía, ¿verdad? —quiso saber Yaya al tiempo que se volvía hacia Magrat.

—Sí, venía aquí a menudo a leer sus libros —confesó la joven bruja—. Además…, además, a ella le gustaba cocinar platos extranjeros, y por aquí nadie más quería probarlos, así que venía también para hacerle compañía.

—¡Ajá! —exclamó Yaya—. ¡Así que le hacías la pelota, ¿eh?!

—¡Nunca imaginé que me legaría la varita! —le aseguró Magrat—. ¡De verdad!

—Seguro que ha sido un error —intervino Tata Ogg con tono amable—. Lo más probable es que Desiderata querría que nos la entregaras a una de nosotras.

—Sí, debe de ser eso, seguro —asintió Yaya—. Sabía que se te da muy bien hacer los recados y todo eso. A ver, deja que le eche un vistazo.

Extendió la mano.

Los nudillos de Magrat se tensaron sobre la varita.

—… me la dio a mí… —insistió con un hilo de voz.

—En los últimos tiempos tenía la cabeza trastornada —dijo Yaya.

—… me la dio a mí…

—Ser hada madrina es una responsabilidad terrible —señaló Tata—. Hay que ser resuelta y flexible, hay que tener tacto y ser capaz de resolver los complicados asuntos del corazón, y todo eso. Desiderata lo sabía muy bien.

—Sí, pero me la dio a mí…

—Magrat Ajostiernos, como bruja veterana te ordeno que me entregues esa varita —rugió Yaya—. ¡Esos trastos sólo dan problemas!

—Un momento, un momento —se apresuró a decir Tata—. Eso está yendo demasiado…

—… no… —gimió Magrat.

—Además, no eres la bruja más veterana —insistió Tata—. Madre Dismass es mayor que tú.

—Cállate. Además, ella es mentalmente inestable —replicó Yaya.

—… no me puedes dar órdenes. Las brujas no tienen una estructura jerárquica…

—¡Tu comportamiento es libertino, Magrat Ajostiernos!

—No es cierto —señaló Tata Ogg, que trataba de mantener la paz—. Un comportamiento libertino es cuando vas por ahí sin nada de ropa en…

Se interrumpió. Las dos ancianas brujas vieron cómo una hojita de papel caía de la manga de Magrat y bajaba en zigzag hacia el suelo. Yaya se adelantó rápidamente y la cogió con gesto triunfal.

—¡Ajá! —exclamó—. Vamos a ver qué decía de verdad Desiderata…

Movió los labios al tiempo que leía la nota. Magrat intentó recuperar la compostura.

—Justo lo que pensaba —asintió—. Desiderata dice que tenemos que prestar toda la ayuda posible a Magrat, porque es joven y todo eso. ¿No es cierto, Magrat?

La chica alzó la vista hacia el rostro de Yaya.

Podría dejarla en evidencia, pensó. La nota era muy clara al respecto…, bueno, al menos era muy clara en lo relativo a las dos ancianas. Y también podía hacer que la leyera en voz alta. Lo que decía estaba claro como el agua. ¿Acaso quería seguir siendo eternamente la tercera bruja? Pero la llama de la rebelión, que ardía en una chimenea muy poco familiar, se extinguió.

—Sí —murmuró, derrotada—. Algo por el estilo.

—Dice que es muy importante que vayamos a no sé dónde, para ayudar a que no sé quién se case con un príncipe —continuó Yaya.

—A Genua —aclaró Magrat—. Lo busqué en uno de los libros de Desiderata. Y lo que tenemos que hacer es asegurarnos de que no se case con el príncipe.

—¿Un hada madrina impidiendo que una chica se case con un príncipe? —se sorprendió Tata—. No sé…, parece un poco… contradictorio.

—Pues a mí me parece un deseo muy fácil de conceder —replicó Yaya—. Hay millones de chicas que no se casan con un príncipe.

Magrat hizo todo un esfuerzo.

—Genua está muy lejos… —empezó.

—Por suerte —bufó Yaya Ceravieja—. Lo que menos falta nos hace es que el extranjero esté cerca.

—No, lo que quiero decir es que habrá que viajar mucho —insistió la joven a la desesperada—. Y vosotras…, bueno, ya no sois tan jóvenes como antes.

El silencio que siguió fue largo, cargado.

—Saldremos mañana —dijo al final Yaya Ceravieja con toda firmeza.

—Escuchad —insistió Magrat casi con un gemido—, ¿por qué no dejáis que vaya yo sola?

—Porque no tienes ninguna experiencia en el trabajo de hada madrina —replicó Yaya.

Aquello fue demasiado, incluso para el alma generosa de Magrat.

—Bueno, vosotras tampoco —dijo.

—Es cierto —tuvo que reconocer Yaya—. Pero lo que importa es…, lo que importa es…, lo que importa es que nosotras llevamos mucho más tiempo que tú sin tener experiencia.

—Sí, tenemos más experiencia en no tener experiencia —asintió Tata Ogg alegremente.

—Y eso es lo fundamental —zanjó Yaya.

En casa de Yaya sólo había un espejo pequeño. Cuando llegó, lo cogió y salió a enterrarlo en el rincón más alejado del jardín.

—Ya está —dijo—. A ver cómo me espías ahora.

La gente nunca había acabado de creerse que Jason Ogg, excepcional herrero y herrador, fuera hijo de Tata Ogg. No parecía haber nacido, sino que daba la sensación de que lo hubieran construido. En unos astilleros. La genética había optado por añadir a sus movimientos pausados y a su naturaleza amable unos músculos que habrían sido más apropiados para un par de bueyes, unos brazos como troncos de árboles y unas piernas como barriles de cerveza en pilas de a dos.

Ante su forja brillante se presentaban los garañones, los reyes de los caballos, con sus ojos enrojecidos y cubiertos de espuma, bestias con cascos del tamaño de platos soperos, capaces de lograr, de una coz, que hombres más menudos atravesaran una pared. Pero Jason Ogg conocía el secreto de la Palabra Mística del Jinete. Entraba a solas en la forja, cerraba la puerta con toda educación y, al cabo de media hora, volvía a salir con el animal, que ahora llevaba herraduras nuevas y se mostraba extrañamente dócil.[9]

Tras su corpulenta forma se arremolinaba el resto de la interminable familia de Tata Ogg, junto a unos cuantos conciudadanos que, al ver que estaba teniendo lugar una actividad interesante relacionada con las brujas, no pudieron resistirse a la tentación de lo que en las Montañas del Carnero se denomina "echar un buen vistazo".

—Pues mira, Jason, nos vamos —dijo Tata Ogg—. He oído decir que, en el extranjero, las calles están pavimentadas con oro. A lo mejor vuelvo con una fortuna, ¿eh?

El velludo entrecejo de Jason se frunció, en gesto de intensa concentración.

—No nos vendría mal un yunque nuevo para la forja —le aseguró.

—Si vuelvo con una fortuna, nunca más tendrás que trabajar en la forja —le aseguró Tata.

Jason frunció el ceño.

—Es que a mí me gusta la forja —dijo lentamente.

Tata se quedó desconcertada un instante.

—Bueno, pues entonces… te compraré un yunque de plata maciza.

—No serviría de mucho, mamá. Sería demasiado blando —señaló Jason.

—Si yo te traigo un yunque de plata maciza, utilizarás un yunque de plata maciza, chico. ¡Te guste o no!

Jason agachó la enorme cabeza.

—Sí, mamá —dijo.

—Encárgate de que alguien venga a ventilar la casa todos los días sin falta —ordenó Tata—. Y quiero que haya fuego en la chimenea todas las mañanas.

—Sí, mamá.

—Y que todo el mundo entre y salga por la puerta de atrás, ¿me oyes bien? He puesto una maldición en el porche de delante. ¿Dónde se han metido esas chicas con mi equipaje?

Se alejó rápidamente, como un pequeño gallo gris asustando a su paso a las gallinas.

Magrat había escuchado toda la conversación con interés. Sus preparativos para el viaje se habían concretado en una bolsa grande, donde llevaba varias mudas de ropa pensadas para los diferentes climas que pudiera encontrar en el extranjero, y en otra más pequeña, donde llevaba algunos libros que le habían parecido útiles, sacados de la casita de Desiderata Cavidad. Desiderata había dedicado mucho tiempo a tomar notas, y tenía docenas de libretitas atiborradas con su pulcra caligrafía, llenas de capítulos con títulos como "Con Varita y Escoba por el Gran Desierto de Nef".

Por desgracia, nunca se había tomado la molestia de poner por escrito las instrucciones de uso de la varita. Que Magrat supiera, lo único que había que hacer era agitarla y formular un deseo.

A lo largo del camino que llevaba a su casa, muchas calabazas imprevistas eran prueba de lo poco fiable de esta estrategia. Una de las calabazas aún seguía creyendo ser un armiño.

Ahora, Magrat se había quedado a solas con Jason, que se contemplaba inquieto los pies.

El joven se tocó la frente. Lo habían educado para que fuera respetuoso con las mujeres. Y si se daba una interpretación amplia al concepto, Magrat entraría de lleno en él.

—Cuidará usted de nuestra madre, ¿verdad, señora Ajostiernos? —dijo, con un cierto tono de preocupación en la voz—. En estos últimos tiempos se comporta de una manera muy extraña.

Magrat le dio una amable palmadita en el hombro.

—No te preocupes, es más corriente de lo que parece —dijo—. Mira, cuando una mujer ha sacado adelante a una familia y todas esas cosas, siente la necesidad de empezar a vivir su propia vida.

—¿Y de quién era la vida que ha estado viviendo hasta ahora?

Magrat lo miró, desconcertada. La primera vez que se le ocurrió aquella idea, no le había pasado por la cabeza cuestionar su validez.

—Mira, lo cierto es… —empezó, inventando la explicación a medida que hablaba— que llega un momento en la vida de una mujer en que quiere encontrarse a sí misma.

—Entonces, ¿por qué no ha empezado a buscar por aquí? —insistió Jason con voz quejumbrosa—. La verdad, señorita Ajostiernos, no quisiera meterme donde no me llaman, pero confiábamos en que usted las convenciera, a ella y a la señora Ceravieja, de que no hicieran el viaje.

—Lo intenté —suspiró Magrat—. Te lo prometo, vaya que si lo intenté. Les dije que no sería bueno para ellas. "Anno Domini", les dije. "Ya no sois tan jóvenes como para estos trotes", les dije. "Es una tontería viajar cientos de kilómetros por una tontería como ésta, y más a vuestra edad."

Jason puso los ojos en blanco. Jason Ogg no llegaría a la final del Mundodisco en la especialidad de agudeza mental, pero conocía bien a su madre.

—¿Le dijo todo eso a mamá?

—Oye, no tienes que preocuparte —le aseguró Magrat—. Seguro que no pasará nada malo…

En algún lugar situado por encima de sus cabezas se oyó el ruido de un golpe. Unas cuantas hojas otoñales descendieron suavemente hacia el suelo.

—Maldito árbol…, ¿quién ha puesto aquí este maldito árbol? —les llegó una voz desde arriba.

—Debe de ser Yaya —señaló Magrat.

Una de las escasas lacras en la personalidad de Yaya Ceravieja era que jamás se molestaba en aprender a maniobrar con nada. El concepto mismo chocaba de frente con su naturaleza. Actuaba según la idea de que su labor consistía en moverse, y la del resto del mundo en redistribuirse de manera que ella llegara a su destino sin encontrar obstáculos. En la práctica, esto implicaba que a veces se veía obligada a descender de árboles a los que no había trepado. Fue lo que tuvo que hacer en esta ocasión: salvó de un salto los últimos metros que la separaban del suelo, y retó con una mirada a los presentes por si alguien había pensado hacer algún comentario.

—Bueno, pues ya estamos todas —comentó Magrat con tono alegre.

No le sirvió de nada. Los ojos de Yaya Ceravieja se clavaron inmediatamente en un punto alrededor de las rodillas de Magrat.

—¿Qué diantres te has puesto? —la interrogó.

—Eh… Ah… Bueno, es que he pensado…, en esos sitios hará frío…, y además, el viento y todo eso… —empezó Magrat.

Había estado temiendo este momento y detestándose a sí misma por ser tan débil. Al fin y al cabo, eran de lo más práctico. Se le había ocurrido la idea una noche. Aparte de todos los demás argumentos era prácticamente imposible practicar las patadas de armonía cósmica del señor Lobsang Escurridizo con una falda que se te estuviera enredando constantemente en las piernas.

—¿Pantalones?

—Bueno, no son exactamente unos pantalones normales como…

—¡Y hay hombres mirando! —se escandalizó Yaya—. ¡Me parece una vergüenza!

—¿Qué pasa? —preguntó Tata Ogg, acercándose a ella.

—¡Magrat Ajostiernos, que está ahí, toda bifurcada! —bufó Yaya, con la nariz alzada hacia el cielo.

—Bueno, mientras sepa el apellido y la dirección del joven… —sonrió Tata Ogg.

—¡Tata! —exclamó Magrat.

—Tienen pinta de ser muy cómodos —insistió la anciana—. Aunque un poco sueltos, ¿no?

—No lo apruebo —replicó Yaya—. Ahora cualquiera le puede ver las piernas.

—No, no le pueden ver las piernas —señaló Tata—. La tela se interpone.

—Sí, pero cualquiera puede ver dónde tiene las piernas —insistió Yaya Ceravieja.

—Qué tontería. Eso es como decir que todo el mundo va desnudo por debajo de la ropa —señaló Magrat.

—¡Que los dioses te perdonen, Magrat Ajostiernos! —gritó Yaya Ceravieja.

—Pero ¡si es verdad!

—Yo no —bufó Yaya—. Llevo tres camisetas.

Miró a Tata de arriba abajo. También Gytha Ogg había preparado su ropa para el viaje al extranjero. Yaya Ceravieja vio poca cosa que pudiera desaprobar, aunque lo intentó con todas sus fuerzas.

—¡Mira qué sombrero me llevas! —gruñó.

Tata, que conocía a Esme Ceravieja desde hacía setenta años, se limitó a sonreír.

—Muy adecuado, ¿verdad? —dijo—. Fabricado por el señor Vernissage, de la zona de Tajada. Tiene refuerzos de sauce que llegan hasta la punta, y dentro hay dieciocho bolsillos. Este sombrero podría parar un martillazo. Y dime, ¿qué te parece esto?

Tata se levantó un poquito la falda. Llevaba botas nuevas. Tata Ceravieja no pudo encontrar en ellas ningún motivo de queja. Eran de estructura brujeril, lo cual significa que les podría pasar un carro por encima sin hacer ni una muesca en el grueso cuero. Lo único que tenían de malo era el color.

—¿Rojas? —exclamó Yaya—. ¡No es un color apropiado para unas botas de bruja!

—Pues a mí me gustan —señaló Tata.

Yaya bufó.

—Por mí puedes hacer lo que quieras, desde luego —dijo—. Estoy segura de que en el extranjero se toleran muchas cosas que aquí consideraríamos inadmisibles. Pero ya sabes lo que se dice de las mujeres que se ponen botas rojas.

—Me da igual, mientras se diga también que llevan los pies calentitos —replicó Tata alegremente.

Puso la llave de la puerta en la ancha mano de Jason.

—Te escribiré cartas, pero prométeme que buscarás a alguien para que te las lea —dijo.

—Sí, mamá. ¿Qué hago con el gato, mamá? —preguntó Jason.

—Oh, Greebo viene con nosotras —replicó Tata Ogg.

—¿Qué? ¡Pero si es un gato! —saltó Yaya Ceravieja—. ¡No podemos llevar gatos en el viaje! ¡No pienso ir por el mundo con ningún gato! ¡Ya es bastante tener que viajar con pantalones y botas provocativas!

—Si lo dejara aquí, echaría de menos a su mamaíta, ¿a que sí? —canturreó Tata Ogg al tiempo que cogía a Greebo.

El gato se quedó inerte, como una bolsa de agua caliente agarrada por el centro.

Para Tata Ogg, Greebo seguía siendo aquel gatito tan mono que perseguía ovillos de lana por el suelo. Para el resto del mundo, era un gigantesco gato macho, un paquete de fuerzas vitales increíblemente destructivas, envuelto en una piel que no parecía piel, sino más bien una hogaza de pan que alguien se hubiera dejado a la intemperie durante dos semanas. Los que no lo conocían solían sentir pena por el animalito, porque sus orejas eran casi inexistentes, y su cara tenía el mismo aspecto que si un oso hubiera acampado en ella. No podían saber que esto se debía a que Greebo, como cuestión de orgullo felino, intentaba pelear o violar absolutamente a cualquier cosa igual o menor que un carro tirado por cuatro caballos. Los perros más feroces gimoteaban y se escondían bajo las escaleras cuando Greebo vagaba calle abajo. Los zorros no se atrevían a acercarse al pueblo. Los lobos daban un rodeo.

—Pero si es un buenazo, de verdad —aseguró Tata.

Greebo clavó en Yaya Ceravieja una mirada amarillenta de maldad satisfecha, la mirada que los gatos reservan para la gente que no los aprecia, y ronroneó. Greebo era probablemente el único gato capaz de reírse disimuladamente en un dulce ronroneo.

—Además —insistió Tata—, se supone que a las brujas les gustan los gatos.

—Los gatos como éste, no.

—A ti no te gustan los gatos en general, Esme —insistió Tata, al tiempo que abrazaba con más fuerza a Greebo.

Jason Ogg hizo un aparte con Magrat.

—Nuestro Sean me ha leído en el almanaque que en el extranjero hay todo tipo de bestias salvajes y temibles —susurró—. Enormes fieras peludas que se lanzan sobre los viajeros, eso mismo decía. No quiero ni pensar lo que pasaría si alguna se lanza sobre mamá y sobre Yaya.

Magrat contempló el amplio y rubicundo rostro.

—Se encargará usted de que no les pase nada, ¿verdad? —insistió Jason.

—No hay por qué preocuparse —asintió ella, con la esperanza de parecer convincente—. Haré todo lo posible.

Jason asintió.

—Lo digo porque en el almanaque ponía que algunas casi se habían extinguido.

El sol estaba ya muy alto en el cielo cuando las tres brujas ascendieron dibujando espirales. Se habían entretenido más de la cuenta, debido a lo poco razonable de la escoba de Yaya, que necesitaba una buena dosis de carreras arriba y abajo para decidirse a arrancar. Nunca parecía captar la idea, hasta que se veía lanzada hacia los aires a una velocidad frenética. Los ingenieros enanos de todo el mundo se habían confesado absolutamente desconcertados ante aquel trasto. Le habían cambiado el palo y todas las cerdas en docenas de ocasiones.

Cuando por fin se remontó, los aplausos retumbaron en toda la zona.

El pequeño reino de Lancre ocupaba poco más de una cornisa ancha, en una ladera de las Montañas del Carnero. Tras él, se erguían montañas con picachos como cuchillos, se hundían los valles oscuros azotados por los vientos, adentrándose más y más en la cordillera.

Frente al reino, la tierra descendía bruscamente hacia las llanuras de Sto, una neblina azulada de bosques, una amplia extensión de océano y, en medio de todo aquello, una mancha oscura denominada Ankh-Morpork.

Una alondra cantó, o al menos empezó a cantar. La punta ascendente del sombrero de Yaya Ceravieja, que apareció justo debajo de ella, hizo que perdiera el ritmo por completo.

—No pienso subir más —bufó la anciana.

—Si ascendemos lo suficiente, quizá veamos el lugar adonde vamos —señaló Magrat.

—Dijiste que habías consultado los mapas de Desiderata —dijo Yaya.

—Sí, pero desde aquí todo se ve diferente —respondió Magrat—. Más… en relieve. Pero creo que tenemos que ir… hacia allí.

—¿Estás segura?

Eso es exactamente lo que nunca se le debe preguntar a una bruja, y menos si la que pregunta es Yaya Ceravieja.

—Completamente segura —asintió Magrat.

Tata Ogg alzó la vista hacia las imponentes cumbres.

—Por allí hay un montón de montañas enormes —señaló.

Se alzaban hilera tras hilera, salpicadas de nieve, con sus galardones de hielo en las cumbres. Nadie esquiaba en las Montañas del Carnero. Al menos, nadie esquiaba más de unos pocos metros antes de lanzar un grito y desaparecer. No eran simples montañas heladas. Eran la clase de montañas adonde van los inviernos para pasar las vacaciones de verano.

—Hay algunos pasos y cosas así entre las montañas —aseguró Magrat, nada segura.

—Claro —asintió Tata.

Es una forma de utilizar dos espejos, si se sabe cómo hacerlo: hay que colocarlos de manera que se reflejen el uno al otro. Porque si las imágenes pueden robarte una parte de ti mismo, las imágenes de las imágenes te pueden amplificar, devolverte a ti mismo, darte poder…

Y tu imagen se perpetúa eternamente, en reflejos de reflejos de reflejos. Y todas las imágenes, a lo largo de toda la curvatura de la luz, son siempre la misma.

Pero no es así.

Los espejos contienen el infinito.

Y el infinito contiene más cosas de las que uno cree.

Para empezar, lo contiene todo.

Incluso un hambre atroz.

Porque hay billones de imágenes que beben de tan sólo un alma.

Los espejos dan mucho, pero también se llevan muchas cosas.

Las montañas dejaban paso a más montañas. Las nubes se arremolinaban, grises, pesadas.

—Estoy segura de que vamos en la dirección correcta —dijo Magrat.

La roca helada se perdía en la distancia. Las brujas sobrevolaban un entramado de estrechos cañones, cada uno igual que el anterior.

—Sí —dijo Yaya.

—Bueno, es que no me habéis dejado volar a más altura —se quejó Magrat.

—De un momento a otro va a caer una nevada de mil diablos —anunció Tata Ogg.

Empezaba a anochecer. La luz huía de los valles, derramándose como un flan.

—Pensaba… que habría pueblos y esas cosas —suspiró Magrat—. Aldeas donde podríamos comprar interesante artesanía nativa y buscar refugio en chozas rústicas.

—Aquí no hay ni trolls —bufó Yaya.

Las tres escobas descendieron planeando hacia un valle yermo, una simple muesca en la ladera de la montaña.

—Y hace un frío de narices —insistió Tata Ogg. Sonrió—. ¿Hay alguna choza rústica a la vista?

Yaya Ceravieja se apeó de la escoba y contempló las rocas que la rodeaban. Cogió una piedra y la olisqueó. Caminó hasta un montón de guijarros que, a los ojos de Magrat, era igual que todos los demás montones de guijarros, y lo palpó.

—Mmm —dijo.

Unos cuantos copos de nieve aterrizaron sobre su sombrero.

—Vaya, vaya —siguió.

—¿Qué haces, Yaya? ——quiso saber Magrat.

—Estoy meditando.

Yaya se acercó hasta la empinada ladera del valle, y la recorrió sin dejar de contemplar la roca. Tata Ogg fue junto a ella.

—¿Aquí arriba? —preguntó.

—Creo que sí.

—¿No es un lugar un poco alto para ellos?

—Esos diablillos se meten por todas partes. Una vez se me coló uno en la cocina —dijo Yaya—. "¡Iba siguiendo una veta!", me dijo.

—Sí, son capaces de todo —asintió Tata.

—¿Os importaría decirme qué estáis haciendo? —casi gritó Magrat—. ¿Qué tienen de interesante esos montones de piedras?

La nieve caía más densa.

—No son piedras, son escombros —informó Yaya.

Se inclinó junto a una zona lisa de roca, cubierta de hielo, que a los ojos de Magrat no se diferenciaba en nada de la multitud de rocas, en todas las formas y tamaños, que había en las montañas. En cambio, Yaya se acercó aún más a ella e hizo una pausa como si escuchara.

Luego, se irguió y golpeó la roca bruscamente con el palo de la escoba.

—¡Abrid ahora mismo, renacuajos! —gruñó.

Tata Ogg dio una patada a la piedra. Sonó a hueco.

—¡Aquí fuera hay gente muriéndose de frío! —corroboró.

Durante unos momentos, no pasó nada. Luego, una parte de la roca se giró unos centímetros. Magrat vio el brillo de unos ojillos desconfiados.

—¿Sí?

—¿Enanos? —se asombró Magrat.

Yaya Ceravieja se inclinó hasta poner la nariz a la altura de aquellos ojos.

—Me llamo Yaya Ceravieja —dijo.

Volvió a erguirse con la cara resplandeciente, rebosante de satisfacción.

—¿Y a mí qué? —gruñó una voz que provenía de un punto algo por debajo de los ojos.

La expresión de Yaya se congeló en su rostro.

Tata Ogg le dio un codazo.

—Debemos de estar a más de setenta kilómetros de casa —dijo—. Quizá por aquí no hayan oído hablar de ti.

Yaya volvió a inclinarse. Los copos de nieve acumulados cayeron como una avalancha desde su sombrero.

—No te lo tendré en cuenta —dijo—, pero sé que debéis de tener un rey ahí dentro, así que ve a decirle que ha venido Yaya Ceravieja.

—Está muy ocupado —dijo la voz—. Acabamos de tener algunos problemas.

—En ese caso, seguro que no querrá tener más —se limitó a replicar Yaya.

El interpelado invisible pareció meditar esta afirmación unos instantes.

—Pusimos un aviso en la puerta —dijo, de mal humor—. En runas invisibles. Y las runas invisibles bien hechas salen carísimas.

—No voy por ahí leyendo puertas —bufó Yaya.

El hombrecillo titubeó.

—¿Ha dicho "Ceravieja"?

—Exacto. Cera-Vieja. Con "V". No con "B" de "bruja".

La puerta se cerró de golpe. Una vez cerrada, quedaba una ranura apenas visible en la roca.

La nieve caía ahora densa, espesa. Yaya Ceravieja dio unos saltitos para entrar en calor.

—Así son los extranjeros —gruñó, dirigiéndose al mundo nevado en general.

—No creo que se pueda decir que los enanos son extranjeros —señaló Tata Ogg.

—No veo por qué no —replicó Yaya—. Un enano que vive muylejos tiene que ser extranjero. Eso es lo que significa la palabra.

—¿Sí? Vaya, no me lo había planteado —reflexionó Tata.

Siguieron contemplando la puerta. Su aliento formaba tres nubecillas blancas en el aire cada vez más oscuro. Magrat escudriñó la roca.

—No veo ninguna runa invisible —dijo.

—Claro que no —respondió Tata—. Por eso son invisibles.

—Exacto —asintió Yaya Ceravieja—. No seas tonta.

La puerta volvió a abrirse.

—He hablado con el rey —dijo la voz.

—¿Y qué ha dicho? —inquirió Yaya, expectante.

—Ha dicho: "¡Oh, no! ¡Como si no tuviéramos ya suficiente!".

El rostro de Yaya se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Sabía que habría oído hablar de mí! —dijo.

Hay miles de reyes de los gitanos. De la misma manera, hay miles de reyes de los enanos. El término viene a significar algo así como "ingeniero jefe". En cambio, no hay reinas de los enanos. A los enanos no les gusta hacer público su sexo y muchos, además, lo consideran algo de escasa importancia, sobre todo comparado con cosas como la metalurgia y la hidráulica.

Este rey en concreto estaba de pie, en medio de una multitud de mineros que gritaban. Él [10] alzó la vista hacia las brujas, con la expresión que tendría un hombre que se ahoga al mirar un vaso de agua.

—¿Eres eficaz? —preguntó.

Tata Ogg y Yaya Ceravieja se miraron.

—Creo que habla contigo, Magrat —señaló Yaya.

—Acabamos de tener un hundimiento terrible en la galería nueve —siguió el rey—. Tiene muy mala pinta. Quizá hayamos perdido para siempre una veta muy rica de oro y cuarzo.

Uno de los enanos situados detrás de él le murmuró algo al oído.

—Ah, sí. También han quedado atrapados algunos de los muchachos —asintió el rey, con tono distraído—. Y entonces, vais y aparecéis vosotras. En mi opinión, debe de ser cosa del destino.

Yaya Ceravieja se sacudió la nieve del sombrero, y miró a su alrededor.

Muy a su pesar, se sintió impresionada. En los últimos tiempos no era frecuente ver una buena sala de enanos. La mayor parte de los enanos se habían marchado a las ciudades de las tierras bajas para ganar dinero. En las ciudades resultaba mucho más sencillo ser enano. Para empezar, uno no tenía que pasarse el día bajo tierra, ni se machacaba el pulgar a martillazos, ni cogía jaquecas de tanto preocuparse por la fluctuación del mercado internacional de metales. Lo malo de los tiempos modernos era que se había perdido el respeto a la tradición. No había más que ver a los trolls. Ahora había más trolls en Ankh-Morpork que en todas las cordilleras del Disco. Yaya Ceravieja no tenía nada contra los trolls, por supuesto, pero creía instintivamente que si tantos dejaran de llevar traje y de caminar erguidos, y volvieran a vivir bajo los puentes, a saltar sobre los viajeros desprevenidos y a devorarlos, el mundo sería un lugar mucho más feliz.

—Será mejor que nos enseñéis el lugar del accidente —dijo al final—. Han caído muchas rocas, ¿no?

—¿Cómo dices? —se sorprendió el rey.

Se suele decir que los esquimales tienen cincuenta palabras diferentes para denominar la nieve.[11]

No es verdad.

También se dice que los enanos tienen doscientas cincuenta palabras diferentes para denominar las rocas.

No es así. No conocen ninguna palabra que signifique "roca", de la misma manera que los peces no conocen ninguna palabra que signifique "agua". En cambio, su idioma sí cuenta con palabras que denominan a la roca ígnea, la roca sedimentaria, la roca metamórfica, la roca que se pisa, la roca que te cae del techo y te abolla el casco, la roca que tenía un aspecto interesante y la roca que habrías jurado que dejaste aquí mismo ayer. Pero no conocen ninguna palabra que signifique "roca" en abstracto. Si le enseñas una roca a un enano, él verá, por ejemplo, un fragmento de calidad inferior de sulfito de bario cristalizado.

O, como en este caso, unas doscientas toneladas de esquisto de baja calidad. Cuando las brujas llegaron a la zona del desastre, ya había docenas de enanos trabajando febrilmente para apuntalar el techo agrietado y llevarse los escombros en carretillas. Algunos de ellos tenían los ojos llenos de lágrimas.

—Es espantoso…, espantoso —murmuró uno de ellos—. Qué cosa tan horrible.

Magrat le tendió su pañuelo. El enano se sonó estruendosamente la nariz.

—Esto puede provocar un hundimiento general en toda la falla, y entonces perderemos toda la veta —dijo, sacudiendo la cabeza.

Otro enano le dio unas palmaditas en la espalda.

—Míralo por el lado bueno —trató de consolarlo—. Siempre nos queda la posibilidad de derivar un pozo horizontal desde la galería quince. Seguro que volvemos a encontrar la veta, no te preocupes.

—Disculpad —intervino Magrat—. Hay enanos atrapados ahí abajo, ¿no?

—Oh, sí —asintió el rey.

Su tono sugería que aquello no era más que un lamentable efecto secundario del desastre, porque conseguir enanos nuevos sólo era cuestión de tiempo, mientras que la buena roca aurífera era un recurso limitado.

Yaya Ceravieja inspeccionó con gesto crítico los cascotes del derrumbamiento.

—Hay que hacer que todo el mundo salga de aquí —anunció al final—. Tendremos que hacer esto en privado.

—Lo comprendo —asintió el rey—. Secretos de la profesión, claro.

—Algo por el estilo —dijo Yaya.

El rey hizo que el resto de los enanos saliera por el túnel y las brujas quedaron por fin solas, a la luz de los faroles. Unos pocos fragmentos de roca volvieron a caer del techo.

—Mmm —murmuró Yaya.

—Tú dirás por dónde empezamos, porque lo que soy yo… ni idea —señaló Tata Ogg.

—Cualquier cosa es posible si uno lo intenta con tenacidad ——replicó Yaya vagamente.

—Pues más vale que lo intentes en serio, Esme. Si el Creador hubiera querido que usáramos la brujería para mover rocas, no habría inventado las palas. Ser bruja consiste en saber cuándo hay que usar una pala. Y haz el favor de soltar esa carretilla, Magrat. Tú no entiendes nada de maquinaria.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió la joven—. ¿Por qué no probamos con la varita?

Yaya Ceravieja lanzó un bufido.

—¡Ja! ¿Aquí? ¿Cuándo se ha visto a un hada madrina en una mina?

—Si yo estuviera atrapada bajo un montón de rocas, me parecería un buen momento para verla —replicó Magrat acaloradamente.

Tata Ogg asintió.

—En eso no le falta razón, Esme. No hay ninguna ley que marque dónde puede trabajar un hada madrina.

—No confío en esa varita —insistió Yaya—. Me parece cosa de magos.

—Oh, anda ya —replicó Magrat—. La han utilizado generaciones de hadas madrinas.

Yaya Ceravieja hizo un gesto de resignación.

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo —gruñó—. ¡Adelante! ¡Ponte en ridículo!

Magrat abrió su bolsa y sacó la varita. Éste era el momento que tanto había temido.

El instrumento era de hueso. O marfil. Magrat tenía la esperanza de que fuera marfil. En el pasado había lucido algunas marcas y grabados, pero generaciones de gordezuelas manos hadamadrinales la habían dejado casi pulida. En un extremo tenía varios anillos de oro y plata. Pero ni una runa, ni un símbolo en toda su longitud, que indicara o sugiriese qué había que hacer con ella.

—Supongo que tienes que agitarla —trató de ayudarla Tata—. Sí, estoy casi segura de que es algo así.

Yaya Ceravieja cruzó los brazos.

—Eso no es brujería como debe ser —bufó.

Magrat agitó la varita con gesto experimental. No sucedió nada.

—A lo mejor tienes que decir algo —sugirió Tata.

Magrat estaba cada vez más nerviosa.

—¿Qué dicen las hadas madrinas? —gimió.

—Eh…, ni idea —respondió Tata.

—¡Ja! —exclamó Yaya.

Tata Ogg suspiró.

—¿Es que Desiderata no te enseñó nada?

—¡Nada! Tata se encogió de hombros.

—Bueno, haz lo que puedas.

La joven contempló fijamente el montón de rocas. Cerró los ojos. Respiró hondo. Trató de fijar su mente en una imagen serena de armonía cósmica. Eso de hablar y hablar de la armonía cósmica estaba muy bien para los monjes, reflexionó, que estaban tan ricamente aislados en sus montañas nevadas y sólo tenían que preocuparse de los yetis. Seguro que nunca habían intentado buscar la paz interior mientras los miraba Yaya Ceravieja.

Agitó la varita de manera tímida, e intentó con todas sus fuerzas no pensar en calabazas.

Sintió que el aire se agitaba. Oyó atragantarse a Tata.

—¿Ha pasado algo? —quiso saber.

—Sí —respondió Tata Ogg tras unos momentos—. Más o menos. Lo único que espero es que tengan mucha hambre.

—Eso es lo que hacen las hadas madrinas, ¿eh? —oyó comentar a Yaya Ceravieja.

Magrat se atrevió a abrir los ojos.

El montón seguía estando allí, pero ya no era de rocas.

—Ahí dentro…, esperad un momento, escuchad…, ahí dentro suena como un chof —dijo Tata.

Magrat abrió los ojos aún más.

—¿Otra vez calabazas?

—Como un chof. Chof —insistió Tata, por si alguien no lo había oído.

La cima del montón se movió. Un par de calabazas de las más pequeñas rodaron hasta los pies de Magrat, y un menudo rostro de enano apareció por el agujero.

Se quedó mirando a las brujas.

—¿Va todo bien? —consiguió preguntar por fin Tata Ogg.

El enano asintió. No dejaba de contemplar el montón de calabazas que llenaban el túnel desde el suelo hasta el techo.

—Eh…, sí —dijo—. ¿Está aquí papi?

—¿Papi?

—El rey.

—Oh.

Tata Ogg se llevó las manos a la boca para hacer bocina y se giró hacia el túnel de salida.

—¡Eh, rey!

Los enanos aparecieron en la entrada. También ellos se quedaron mirando las calabazas. El rey dio un paso adelante y clavó la vista en la cara de su hijo.

—¿Va todo bien, hijo?

—Perfectamente, papi. No hay desprendimientos ni nada.

El rey dejó escapar un suspiro de alivio.

—¿Están todos vivos? —preguntó después, como si se le acabara de ocurrir.

—Sí, papi.

—La verdad es que me había preocupado mucho. Pensé que a lo mejor habíamos tropezado con una zona de conglomerado o algo así.

—No, papi, no era más que una bolsa de esquisto suelto.

—Excelente. —El rey volvió a contemplar el montón. Se rascó la barba—. No he podido dejar de advertir que habéis tropezado con una veta de calabazas.

—A mí me parecía arenisca, papi.

El rey se acercó a las brujas.

—¿,Podéis transformar cualquier cosa en cualquier cosa? ——preguntó esperanzado.

Tata Ogg miró de reojo a Magrat, que seguía con la varita en la mano y en una especie de shock.

—De momento, sólo hacemos calabazas —respondió con cautela.

El rey se quedó algo decepcionado.

—Bueno, qué se le va a hacer —suspiró—. Si hay algo que pueda hacer por vosotras, señoras…, no sé, una taza de té o algo así…

Yaya Ceravieja dio un paso al frente.

—Eso mismo estaba pensando yo —dijo.

El rey sonrió.

—Sólo que más caro —añadió Yaya.

El rey dejó de sonreír.

Tata Ogg se acercó discretamente a Magrat, que no dejaba de agitar la varita y de mirarla.

—Muy inteligente —susurró—. ¿Por qué has pensado en calabazas?

—¡Si no he pensado en calabazas!

—¿No sabes cómo funciona?

—¡No! Creía que sólo había que… ya sabes, que desear que sucediera algo.

—Seguro que tiene más truco, no creo que baste con desearlo —señaló Tata, tratando de mostrarse lo más comprensiva posible—. Por lo general, eso no basta.

Cuando ya empezaba a amanecer, teniendo en cuenta lo que es el amanecer dentro de una mina, los enanos guiaron a las brujas hasta un río que discurría por el interior de las montañas. Allí había amarradas un par de barcazas. Acercaron un pequeño bote hasta el muelle de piedra.

—Esto os ayudará a cruzar las montañas —dijo el rey—. En realidad, creo que el río llega hasta Genua. —Cogió una gran cesta de manos de un ayudante enano—. Y os hemos puesto un poco de comida estupenda —añadió.

—¿Vamos a hacer todo el viaje en bote? —dijo Magrat. Hizo unos movimientos discretos con la varita—. La verdad es que los botes no se me dan muy bien.

—Escucha —la interrumpió Yaya, al tiempo que subía a bordo—, el río conoce el camino de salida de las montañas, y nosotras no. Ya tendremos tiempo de usar las escobas más adelante, cuando el terreno se comporte de una manera más sensata.

—Además, así podremos descansar un poco —corroboró Tata, sentándose tras ella.

Magrat miró a las dos ancianas brujas, que se estaban acomodando en la popa del bote como un par de gallinas en su nido.

—¿Sabéis remar? —preguntó.

—No nos hace falta —replicó Yaya.

Magrat asintió, sombría. Trató de salvar algo de la catástrofe.

—Yo tampoco sé —aventuró.

—No pasa nada —replicó Tata—. Si vemos que haces algo mal te lo diremos enseguida, tú tranquila. Hasta otra, su majestad.

Magrat suspiró y cogió los remos.

—Los extremos planos van al agua —contribuyó Yaya.

Los enanos agitaron las manos en gesto de despedida. El bote se adentró en el río, moviéndose lentamente en el círculo de luz de los faroles. Magrat se dio cuenta de que lo único que tenía que hacer era mantener el bote en el centro, a favor de la corriente.

—No tengo ni idea de por qué se empeñan en poner runas invisibles en las puertas —oyó decir a Tata—. Es decir, pagas a un mago para que te ponga runas invisibles en la puerta, ¿y cómo sabes si lo ha hecho?

—Es muy fácil —fue la réplica de Yaya—. Si no las ves, es que son runas invisibles.

—Ah —siguió la voz de Tata—. Claro. Bueno, a ver qué tenemos para almorzar.

Se oyó el crujido del papel.

—Vaya, vaya, vaya.

—¿Qué es, Gytha?

—Calabaza.

—¿Calabaza cómo?

—Como calabaza. Calabaza de calabaza.

—Bueno, la verdad es que ahora deben de tener calabazas de sobra —dijo Magrat—. Ya sabes lo que suele pasar a finales del verano, en el jardín hay de todo. Se me acaba la imaginación tratando de hacer nuevos tipos de conservas y salmueras…

A pesar de la escasa luz alcanzó a ver la cara de Yaya, que parecía sugerir que la imaginación de Magrat se acababa muy poco después de empezar.

—Lo que es yo, no he hecho ni un bote de salmuera en mi vida —dijo Yaya.

—Pero te encantan las salmueras —señaló Magrat.

Las brujas y las salmueras iban siempre juntas como…, titubeó ante la posibilidad nauseabunda de añadir "las fresas y la nata", y agregó mentalmente "como cosas que siempre van juntas". El espectáculo del único diente que le quedaba a Tata Ogg enfrentándose a una cebolla en escabeche haría llorar a cualquiera.

—Me gustan, claro que sí —asintió Yaya—. Pero me gusta que me las den.

—¿Sabes una cosa? —siguió Tata, mientras investigaba en las profundidades de la cesta—. Siempre que tengo tratos con enanos, me vienen a la mente expresiones que seguro que no aprobarías.

—Son unos diablos, desde luego —corroboró Yaya Ceravieja—. Tendrías que ver los precios que intentan cobrarme cada vez que llevo la escoba para que me la arreglen.

—Sí, pero nunca pagas —señaló Magrat.

—No se trata de eso —replicó Yaya—. Lo que digo es que no se debería permitir que pusieran esos precios. Es un robo, te lo aseguro.

—No pueden robarte, puesto que no les pagas —insistió la joven.

—Yo nunca pago nada —dijo Yaya—. La gente nunca me deja pagar. No puedo evitar que todo el mundo me regale cosas. Cuando voy por la calle, los vecinos siempre salen corriendo de sus casas con bizcochos recién horneados, sidra fresca y ropa vieja casi sin usar. Me dicen: "Oh, señora Ceravieja, por favor, acepte esta cesta de huevos". La gente siempre es muy amable. Si tratas bien a todo el mundo, todo el mundo te trata bien a ti. Eso es mostrar respeto. Ser bruja —terminó con tono firme—, consiste en no tener que pagar.

—Vaya, ¿qué es esto? —intervino Tata, que había encontrado un pequeño paquete en el fondo de la cesta.

Lo desenvolvió y mostró a las demás varios discos marrones, duros.

—Cielos —se sorprendió Yaya Ceravieja—. Retiro todo lo dicho. Eso es nada más y nada menos que el famoso pan de los enanos. No se lo dan a cualquiera.

Tata le dio unos golpecitos contra la borda del bote. Hizo un ruido muy semejante a esos que hacen los críos golpeando reglas de madera contra los pupitres. Una especie de boioioing hueco, retumbante.

—Se dice que nunca se pone rancio, aunque lo tengas guardado durante años —siguió Yaya.

—Te mantiene en pie días y días —asintió Tata Ogg.

Magrat extendió la mano y cogió una de las hogazas planas. Trató de romperla, pero pronto tuvo que darse por vencida.

—¿Y esto se come? —se sorprendió.

—Bueno, me parece que no es para comerlo —titubeó Tata—. Más bien es para…

—… para mantenerte en pie —terminó Yaya—. La gente dice que…

Se interrumpió.

Por encima del ruido del río y del goteo ocasional del agua que se filtraba por el techo, todas podían oír ahora el sonido rítmico de otro bote, que avanzaba hacia ellas.

—¡Alguien nos sigue! —siseó Magrat.

Dos nebulosos puntos de luz aparecieron casi al borde de la zona iluminada por el farol. Resultaron ser los ojos de una pequeña criatura gris, que recordaba vagamente a una rana y remaba hacia ellos montada en un tronco.

Llegó junto al bote. Unos dedos húmedos se aferraron a la borda y una cara lúgubre se alzó hasta quedar al nivel de la de Tata Ogg.

—Hola —dijo—. Hoy esss mi cumpleañosss.

Las tres se la quedaron mirando unos instantes. Después, Yaya Ceravieja cogió un remo y le dio un golpe firme en la cabeza. Se oyó un chapoteo, y luego una maldición a lo lejos.

—¡Qué bichejo tan repugnante! —dijo Yaya, mientras se dejaban llevar por la corriente—. Tenía pinta de ser un buscapleitos.

—Cierto —asintió Tata Ogg—. Los babosos son los más peligrosos.

—¿Qué querría? —se preguntó Magrat, casi para sus adentros.

Cerca de media hora más tarde, el bote salió a la superficie por la entrada de una cueva, y enfiló un estrecho desfiladero entre barrancos. El hielo brillaba en las paredes, y en algunos de los salientes se acumulaba la nieve.

Tata Ogg miró a su alrededor con candidez, y luego rebuscó entre los innumerables pliegues de sus muchos faldones, hasta dar con una pequeña botella. Se oyó una especie de gorgoteo.

—Seguro que aquí hay un eco estupendo —dijo, tras unos momentos.

—Ah, no, ni hablar, ni se te ocurra —le advirtió Yaya con firmeza.

—¿Que no se me ocurra qué?

—No cantes Esa Canción.

—¿Disculpa, Esme?

—No lo haré si te empeñas en cantar Esa Canción —bufó Yaya.

—¿A qué canción te refieres?

—Ya sabes de sobra a qué canción me refiero —replicó Yaya con voz gélida—. Siempre te emborrachas y me avergúenzas cantando Esa Canción.

—Pues ahora mismo no caigo, Esme —respondió Tata, todo dulzura.

—Esa que habla sobre un roedor…

—¡Ah! —sonrió Tata—. Te refieres a "El Puercoespin no Puede…"

—¡Sí, a ésa!

—¡Pero si es tradicional! —protestó la anciana—. De todos modos, no importa. En el extranjero, nadie entenderá la letra.

—Tal como tú sueles cantar ese tipo de canciones —bufó Yaya—, tal como tú las cantas, hasta las criaturas que viven en el fondo de los estanques entienden la letra.

Magrat miró por la borda. Las ondulaciones del agua tenían una pequeña cresta de espuma blanca. La corriente era ahora más rápida, y arrastraba trozos de hielo.

—No es más que una canción popular, Esme —la tranquilizó Tata Ogg.

—¡Ja! —se burló Yaya Ceravieja—. ¡Y tanto que es una canción popular! Conozco muy bien esas canciones populares. ¡Ja! Uno se cree que está escuchando una bonita canción acerca de…, acerca de cucos, y jilgueros, y ruiseñores, y yo qué sé qué más, y luego resulta que va de…, de otra cosa muy diferente —terminó con el ceño fruncido—. No se puede confiar en las canciones populares. Siempre te dan gato por liebre.

Magrat las apartó de una roca. Un remolino las hizo girar suavemente.

—Me sé una que va de dos pequeños azulejos —anunció Tata Ogg.

—Mmm —murmuró Magrat.

—Puede que sean azulejos al principio, pero me juego lo que sea que al final son una especie de metefuera —gruñó Yaya.

—Eh…, Yaya… —empezó Magrat.

—Ya tuve bastante con que Magrat me hablara de las abejas y las flores, y de lo que hay tras ellas —insistió Yaya—. Antes, me gustaba contemplar a las abejas en una mañana de primavera —añadió, pensativa.

—Creo que el río se está poniendo así como muy agitado —dijo Magrat.

—No comprendo por qué la gente no se limita a dejarlas cosas tal como están —siguió Yaya.

—La verdad es que se está poniendo muy, muy agitado… —insistió Magrat, al tiempo que maniobraba bruscamente para esquivar una roca escarpada.

—Oye, ¿sabes que es verdad? —se sorprendió Tata Ogg—. Esto empieza a moverse bastante.

Yaya miró por encima del hombro de Magrat, hacia el río que se perdía a lo lejos. Más que perderse, parecía cortado. Era como si hubiera una catarata inminente, por poner un ejemplo. Ahora, el bote avanzaba a toda velocidad. Se oía un retumbar sordo.

—Los enanos no dijeron nada de cataratas —señaló.

—Supongo que se imaginaron que no tardaríamos en descubrirlo —dijo Tata Ogg, al tiempo que recogía sus pertenencias y agarraba a Greebo por el pellejo del cuello—. Los enanos, por regla general, no facilitan información así como así. Menos mal que las brujas flotamos. Bueno, al fin y al cabo sabían que llevábamos las escobas.

—Vosotras tenéis escobas —la interrumpió Yaya Ceravieja—. Pero ¿cómo voy a conseguir que la mía arranque desde un bote? No Puedo correr para coger impulso, no sé si lo habréis notado. Y deja de moverte tanto, vas a hacer que nos caigamos al agua…

—Quita el pie de en medio, Esme…

El bote se tambaleó violentamente.

Magrat se mostró a la altura de las circunstancias. Sacó la varita justo en el momento en que una ola barría el bote.

—No os preocupéis —dijo—. Utilizaré la varita. Creo que ya le he cogido el truco…

—¡No! —aullaron Yaya Ceravieja y Tata Ogg al unísono.

Se oyó un ruido retumbante, hueco. El bote cambió de forma. También cambió de color. Ahora era de una alegre tonalidad naranja

—¡Calabazas! —gritó Tata Ogg al tiempo que caía al agua—. ¡Más jodidas calabazas!

Lilith se acomodó en el asiento. El hielo que rodeaba el río no había funcionado tan bien como un espejo, pero de todos modos había cumplido su misión.

Vaya, vaya, vaya. Una inconstante niña grande, más digna de recibir ayuda de un hada madrina que de serlo, y una anciana tipo lavandera que se emborrachaba y cantaba canciones obscenas. Y una varita que la idiota de la chica no sabía utilizar.

Todo aquello era muy molesto. Y más aún, era degradante. Desiderata y la señora Gogol tendrían que haber conseguido algo mejo que aquello. El estatus de una persona se mide por la fuerza de sus enemigos.

Pero claro, también estaba ELLA. Después de tanto tiempo…

Claro, sí. A ella le parecía muy bien. Porque tenían que ser tres. El tres era un número importante en los cuentos. Tres deseos, tres príncipes, tres cabras, tres oportunidades para descubrir una respuesta… tres brujas. La doncella, la madre y…, y la otra. Ése era el más antiguo de todos los cuentos.

Esme Ceravieja nunca había comprendido los cuentos. Nunca había comprendido lo reales que eran los reflejos. Si lo hubiera comprendido, a estas alturas probablemente estaría dominando el mundo

—¡Siempre te estás mirando en los espejos! —dijo una voz petulante—. ¡No me gusta que siempre te estés mirando en los espejos!

El Duc se dejó caer en la silla de un rincón, con un revuelo de sed negra y piernas bien torneadas. Por lo general, Lilith no permitía qu nadie entrara en su nido de espejos, pero el castillo era de aquel hombre, al menos técnicamente. Además, era demasiado vanidoso e idiota como para enterarse de lo que estaba pasando. Ella misma se había encargado de que lo fuera. Por lo menos, eso creía. Últimamente, el Duc había empezado a sumar dos y dos…

—No entiendo por qué lo haces —gimoteó—. Yo pensaba que la magia era cuestión de señalar algo y… ¡uooosh!

Lilith recogió el sombrero y se lo colocó delante del espejo.

—Así va mejor —explicó—. Es autosuficiente. Cuando se utiliza la magia de los espejos, no tienes que depender de nadie más. Por eso, nadie ha conquistado el mundo usando la magia…, hasta ahora. Intentan sacarla de… otros sitios. Y eso tiene siempre su precio. Con los espejos no le debes nada a nadie, sólo a tu propia alma.

Se bajó el velo que pendía del ala del sombrero. Le gustaba la intimidad que le proporcionaba el velo cuando se alejaba de la protección de los espejos.

—Detesto los espejos —murmuró el Duc.

—Eso es porque te dicen la verdad, muchacho.

—Pues es una magia muy cruel.

Lilith retorció el velo para darle una forma atractiva.

—Oh, sí. Con los espejos, el único poder que cuenta es el tuyo. El poder no puede venir de ninguna otra fuente —siguió.

—La mujer del pantano lo saca del pantano —señaló el Duc.

—¡Ja! Y tarde o temprano, el pantano se lo cobrará. Esa mujer no comprende lo que está haciendo.

—¿Y tú sí?

Lilith sintió una punzada de orgullo. ¡El Duc la envidiaba! Desde luego, podía felicitarse por haber hecho un buen trabajo.

—Yo comprendo los cuentos —dijo—. Con eso basta.

—Pero aún no me has traído a la chica —señaló el Duc—. Me prometiste a la chica. Y entonces todo se acabará, y podré dormir en una cama de verdad, y ya no necesitaré más magia de reflejos…

Es posible excederse en todo, hasta en hacer un buen trabajo.

—¿Qué pasa, estás harto de magia? —preguntó Lilith dulcemente—. ¿Quieres que me detenga? Sería de lo más sencillo. Te encontré en las cloacas. ¿Quieres que te envíe allí de vuelta?

El rostro del Duc se convirtió en una máscara de terror.

—¡No quería decir eso! Sólo es que…, bueno, que todo será real. Me dijiste que bastará con un beso. No entiendo por qué es tan difícil.

—El beso adecuado y en el momento adecuado —corrigió Lilith—. Tiene que ser en el momento adecuado; si no, no servirá de nada.

Sonrió. Él estaba temblando, en parte de expectación, pero sobre todo de miedo, y también un poco por herencia.

—No te preocupes —lo tranquilizó—. Es imposible que no suceda.

—¿Y esas brujas que me enseñaste?

—Sólo son… parte del cuento. No te preocupes por ellas. El cuento las absorberá. Y tendrás a la chica, porque así son los cuentos. Qué bien, ¿verdad? Bueno, ahora… ¿nos vamos? Supongo que tienes que gobernar un rato.

Él captó la inflexión de la voz. Era una orden. Se levantó, extendió un brazo para entrelazarlo con el suyo, y bajaron juntos a la sala de audiencias de palacio.

Lilith estaba orgullosa del Duc. Quedaba, por supuesto, ese pequeño problema nocturno, bastante embarazoso, porque el campo mórfico del gobernante se debilitaba cuando dormía, pero de momento no era una dificultad importante. También estaba el asunto de los espejos, que lo mostraban tal como era, pero también eso había sido fácil de resolver, bastó con que Lilith le hiciera prohibir todos los espejos, excepto los suyos. Y luego, los ojos. Con respecto a eso, no podía hacer nada. No existe prácticamente ningún tipo de magia que pueda cambiar los ojos de alguien. Lo único que se le había ocurrido para solucionarlo fue ponerle unas gafas oscuras.

Así y todo, el Duc era un triunfo. Le estaba agradecido. Había hecho mucho por él.

Para empezar, lo había hecho hombre.

Un trecho más adelante, río abajo, pasada ya la catarata, que era la segunda más alta del Disco y la había descubierto el famoso explorador Guy de Yoyo [12] en el Año del Cangrejo Giratorio, Yaya Ceravieja se sentó ante la pequeña hoguera con una toalla sobre los hombros.

—Bueno, mira el lado bueno —dijo Tata Ogg—. Al menos, pude agarraros a mi escoba y a ti al mismo tiempo. Y Magrat también ha salvado la suya. Si no, las tres estaríamos contemplando la catarata desde abajo.

—Qué bien. Ataúdes con forro plateado —bufó Yaya, cuyos ojos brillaban de ira.

—Venga, pero si ha sido toda una aventura —insistió Tata, con una sonrisa alentadora—. Dentro de poco, nos acordaremos de esto y nos reiremos.

—Qué bien —repitió Yaya.

Tata se dio un golpecito cariñoso en las marcas de arañazos que tenía en el brazo. Greebo, con genuinos instintos de autoconservación felina, había trepado por su dueña hasta llegar al sombrero, desde donde se puso a salvo de un salto. Ahora estaba acurrucado junto al fuego, dormitando, y sin duda abrigando sueños de gato.

Una sombra cayó sobre ellas. Era Magrat, que había estado buscando en las orillas del río.

—Creo que lo tengo casi todo —dijo al tiempo que aterrizaba—. Aquí está la escoba de Yaya. Y además…, ah, sí…, la varita. —Les dirigió una sonrisa valerosa—. Había calabacitas saliendo a la superficie, como burbujas. Por eso la pude encontrar.

—Vaya, vaya, qué suerte —dijo Tata Ogg con fingida alegría—. ¿Lo has oído, Esme? Desde luego, no nos faltará comida.

—Y también he encontrado la cesta con el pan de los enanos —siguió Magrat—. Pero mucho me temo que se habrá echado a perder.

—Imposible, te lo digo yo —respondió Tata Ogg—. No hay manera de echar a perder el pan de los enanos. Bueno, bueno —dijo al tiempo que se sentaba de nuevo—. Hemos montado aquí un bonito picnic, ¿verdad? Tenemos una hoguera estupenda… y un lugar agradable para sentarnos y… seguro que hay montones de personas pobres en Howandalandia y esos sitios que darían cualquier cosa por estar ahora mismo en nuestro lugar…

—Gytha Ogg, si no dejas de mostrarte tan alegre, te retorceré la oreja a base de bien —la amenazó Yaya Ceravieja.

—¿Seguro que no te estás resfriando? —se interesó Tata Ogg.

—Me estoy secando —replicó la anciana—. Desde dentro.

—Lo siento muchísimo, en serio —dijo Magrat—. Ya os he pedido perdón.

Aunque no sabía muy bien por qué, se dijo. Lo de ir en bote no había sido idea suya. Y no era ella la que había puesto allí la catarata. Tampoco había estado en una posición adecuada para verla venir. Había transformado el bote en calabaza, cierto, pero fue sin querer. Le podría haber pasado a cualquiera.

—También he conseguido salvar las notas de Desiderata —añadió.

—Qué bien, eso sí que es una suerte —asintió Tata Ogg—. Ahora sabremos dónde estamos perdidas.

Miró a su alrededor. Ya habían atravesado la peor parte de las montañas, pero aún quedaban picos a su alrededor, y prados que se extendían hasta las nieves perpetuas. Les llegó desde lejos el sonido de los cencerros de unas cabras.

Magrat desplegó un mapa. Estaba arrugado, mojado y se había corrido la tinta. Señaló con cautela una zona emborronada.

—Creo que estamos aquí —dijo.

—Vaya, increíble —se asombró Tata Ogg, cuyos conocimientos sobre cartografía eran aún más etéreos que los de Yaya—. Qué cosas, ¡y que quepamos las tres en ese trocito de papel …!

—Me parece que, por el momento, lo mejor será que nos limitemos a seguir el río —dijo Magrat—. Sin meternos en él, claro —se apresuró a añadir.

—Supongo que no habrás encontrado mi bolsa —gruñó Yaya Ceravieja—. Llevaba objetos personales.

—Lo más probable es que se hundiera como una piedra —dijo Tata Ogg.

Yaya Ceravieja se levantó como un general a quien acabaran de informar de que su ejército ha quedado el segundo.

—Adelante —dijo—. ¿Adónde vamos a continuación?

A continuación fueron hacia un bosque, oscuro, ferozmente conífero. Las brujas lo sobrevolaron en silencio. De cuando en cuando se divisaba alguna casita aislada, medio oculta entre los árboles. Aquí y allá, un despeñadero se abría en la penumbra selvática, envuelto en nieblas a pesar de que sólo era media tarde. En un par de ocasiones volaron sobre castillos, por llamarlos de alguna manera; no parecían construidos, sino que más bien brotaban del paisaje.

Y esos paisajes tienen, obligatoriamente, una historia ligada a ellos, una historia en la que juegan un papel importante los lobos, el ajo y las mujeres aterradas. Una historia de oscuridad y sed, una historia cuyas alas negras se divisan contra el resplandor de la luna…

—Der flabberghast —murmuró Tata.

—¿Qué es eso? —quiso saber Magrat.

—Murciélago, en extranjero.

—A mí siempre me han gustado los murciélagos —dijo la joven—. En general.

Las brujas se dieron cuenta de que, sin previo acuerdo, ahora volaban más juntas.

—Empiezo a tener hambre —dijo Yaya Ceravieja—. Y que nadie mencione la calabaza.

—También tenemos el pan de enano —señaló Tata.

—Siempre tendremos el pan de enano —replicó Yaya—. La verdad es que prefiero algo cocinado este año, si te da lo mismo.

Sobrevolaron otro castillo, que ocupaba toda la parte superior de un despeñadero.

—Lo que necesitamos es un pueblecito agradable, o algo así —dijo Magrat.

—Pero tendremos que conformarnos con el de ahí abajo —respondió Yaya.

Todas miraron. No era tanto un pueblecito como un grupo de casas amontonadas, arremolinadas para defenderse del ataque de los árboles. Parecía tan falto de alegría como una chimenea apagada, pero las sombras de las montañas caían ya sobre el bosque, y el paisaje tenía un algo que desaconsejaba tácitamente el vuelo nocturno.

—No se ve a mucha gente —dijo Yaya.

—Quizá por aquí se acuestan muy temprano —sugirió Tata Ogg.

—¡Pero si casi no ha anochecido! —se sorprendió Magrat—. Quizá sería mejor que fuéramos a aquel castillo…

Todas miraron en dirección al castillo.

—Nooo —dijo Yaya, verbalizando el sentimiento general—. Sabemos cuál es nuestro lugar.

Así que, en vez de eso, aterrizaron en lo que cabía suponer era la plaza del pueblo. Un perro ladró detrás de los edificios. Una contraventana se cerró de golpe.

—Qué gente tan amable —gruñó Yaya.

Caminó hacia uno de los edificios más grandes, cuya puerta lucía un cartel, ilegible bajo la capa de mugre. Dio un par de golpes secos en la madera.

—¡Abran! —exclamó.

—No, no, no se dice eso —respondió Magrat. Se acercó a la puerta y llamó con suavidad—. ¡Disculpen! ¡Viajeras bona fide!

—¿Bonaqué? —quiso saber Tata.

—Es lo que hay que decir —dijo Magrat—. Una posada tiene la obligación de abrir a los viajeros bona fide y darles socorro.

—¿De verdad? —Tata parecía francamente interesada—. Siempre viene bien saberlo.

La puerta permaneció cerrada.

—Deja que pruebe yo ——ofreció Tata—. Conozco un poco de jerga extranjera.

Golpeó la puerta.

—¡Abriz bous sivuplé, venga, y más vale que sea deprísa! —exclamó.

Yaya Ceravieja escuchó con atención.

—¿Eso es hablar en extranjero?

—Mi nieto Shane es marinero —respondió Tata Ogg—. No te imaginarías la de palabras que aprende por esos lugares.

—Desde luego —bufó Yaya—. Pero espero que a él le funcionen mejor.

Volvió a golpear la puerta. En esta ocasión se abrió muy despacio. Un rostro pálido se asomó un poquito.

—Disculpe… —empezó Magrat.

Yaya abrió la puerta de golpe. El propietario del rostro había estado apoyado contra ella. Oyeron como las botas se arrastraban contra el suelo, mientras lo desplazaban de mala gana hacia atrás.

—Que las bendiciones caigan sobre esta casa —dijo Yaya en tono profesional.

Siempre era una buena frase de bruja para empezar una conversación. Hacía que la gente pensara en las OTRAS cosas que podían caer sobre la casa, y les recordaba la existencia de bizcochos recién hechos, pan blanco y fardos de ropa seminueva, cosas que de otra manera quizá habrían pasado por alto.

Al parecer, una de las otras cosas había caído ya sobre la casa.

Era una posada, en cierto modo. Las tres brujas no habían visto en sus vidas un lugar tan carente de alegría. Pero, en cambio, estaba abarrotado. Un montón de personas, también pálidas, las miraron desde bancos situados junto a las paredes.

Tata Ogg olfateó el ambiente.

—Vaya —dijo—. ¡Qué cantidad de ajo! —Era cierto, había ristras enteras colgando de cada viga—. Bueno, siempre he dicho que el ajo nunca está de más. Me parece que este lugar me va a gustar.

Hizo un gesto de saludo al hombre de rostro demudado que estaba tras la barra del bar.

—¡Gud día, camarerou! Trois cervezas, pur favur si vous tanqueshen.

—¿Qué tienen que ver los tanques con esto? —quiso saber Yaya.

—Es una palabra extranjera que significa "gracias" —le explicó Tata.

—Me apuesto lo que sea a que no —bufó Yaya—. Te lo estás inventando sobre la marcha.

El tabernero, que se guiaba por el sencillo principio de que cualquiera que entrara por la puerta debía de querer beber algo, sirvió tres cervezas.

—¿Lo ves? —se jactó Tata, triunfal.

—Todo el mundo nos está mirando de una manera que no me gusta nada —dijo Magrat mientras Tata seguía parloteando al desconcertado tabernero en su muy particular esperanto—. Uno de esos hombres me ha sonreído.

Yaya Ceravieja se sentó en uno de los bancos tratando de ocupar el mínimo espacio posible para minimizar el contacto con la madera, por si acaso lo de ser extranjero era contagioso.

—Mirad qué fácil ha sido —dijo Tata, que llevaba una bandeja—. Sólo he tenido que maldecirlo hasta que me ha entendido.

—Tiene un aspecto espantoso —gruñó Yaya.

—Salchichas de ajo y pan de ajo —dijo Tata, al tiempo que inspeccionaba el contenido—. Mi comida favorita.

—Tendrías que haber pedido algo de verdura fresca —señaló Magrat, la dietista.

—Ya lo he hecho. Hay ajo —replicó alegremente Tata, mientras cortaba una generosa rodaja de salchicha que le llenó los ojos de lágrirnas—. Y estoy segura de que en uno de esos estantes he visto cebolletas en salmuera.

—¿Sí? Entonces, para esta noche vamos a necesitar como mínimo dos habitaciones —bufó Yaya.

—Tres —se apresuró a corregirla Magrat.

Se arriesgaron a echar otro vistazo a la habitación. Los silenciosos aldeanos las miraban fijamente, con una expresión que la joven sólo pudo describir como de tristeza esperanzada. Por supuesto, cualquiera que pasara mucho tiempo en compañía de Yaya Ceravieja y Tata Ogg se acostumbraba a las miradas. Eran ese tipo de personas que llenan todo el espacio disponible. Seguramente, la gente de aquella zona no veía forasteros muy a menudo, rodeados como estaban de espesos bosques. Y la visión de Tata Ogg comiéndose una salchicha con verdadero entusiasmo no era de las que se olvidan fácilmente.

De todos modos…, las miradas de aquella gente…

Afuera, entre los árboles, un lobo aulló.

Los aldeanos se estremecieron al unísono, como si hubieran estado practicando. El propietario de la posada les susurró algo. Todos se levantaron de mala gana y se dirigieron en fila hacia la puerta, tratando por todos los medios de no separarse demasiado. Una anciana puso la mano sobre el hombro de Magrat durante un instante, sacudió la cabeza con tristeza, suspiró y se alejó arrastrando los pies. Pero Magrat también estaba acostumbrada a aquello. La gente solía compadecerse de ella a menudo, cuando la veían en compañía de Yaya.

Por último, el posadero encendió una antorcha, se acercó a ellas y les hizo una señal para que le siguieran.

—¿Cómo le has hecho entender lo de las camas? —quiso saber Magrat.

—Le dije: "Eh, oiga, truás caimas ñigu-ñigu" —explicó Tata Ogg.

Yaya Ceravieja repasó la frase mentalmente, y asintió.

—Tu nieto, Shane, entiende mucho de determinadas cosas, ¿verdad? —señaló.

—Dice que nunca le ha fallado —asintió Tata Ogg.

En realidad, sólo había dos habitaciones en el piso superior, al que se accedía tras ascender por una escalera decrépita. Y Magrat se quedó con una para ella sola. Hasta el posadero parecía desearlo. Se había mostrado muy atento con la joven.

De todos modos, a ella le habría gustado más que no se hubiera empeñado en cerrar las ventanas. Magrat prefería dormir con la ventana abierta. La habitación era demasiado oscura y olía a moho.

"En fin —pensó—, el hada madrina soy yo. Las otras sólo me acompañan."

Se contempló sin esperanza en el pequeño espejo roto de la habitación. Luego, se tumbó en la cama y escuchó a sus compañeras a través de la pared, fina como el papel de fumar.

—¿Por qué vuelves el espejo contra la pared, Esme?

—Porque no me gustan los espejos, no paran de mirarme.

—Sólo te miran si tú los miras, Esme.

Hubo un momento de silencio.

—Oye, ¿para qué es esta cosa redonda?

—Supongo que debe de ser una almohada, Esme.

—¡Ja! Yo no lo llamaría almohada. Y ni siquiera las mantas son como deben ser. ¿Cómo dijiste que se llamaba esto?

—Creo que es un duvit, Esme.

—Pues en casa los llamamos edredones. ¡Ja!

Otra bendita pausa.

—¿Te has cepillado los dientes?

Más instantes de silencio.

—Oooh, Esme, no tienes los pies nada fríos.

—Claro que no. Los tengo calentitos.

Un nuevo silencio.

—¡Botas! ¡Las botas! ¡Llevas las botas puestas!

—¡Por supuesto que llevo las botas, Gytha Ogg!

—¡Y la ropa! ¡Ni siquiera te has desnudado!

—En el extranjero, todas las precauciones son pocas. Puede haber cualquier tipo de bichos.

Magrat se arrebujó bajo el comosellamara, el duvit ese, y se dio media vuelta. Por lo visto, Yaya Ceravieja no necesitaba dormir más allá de una hora, mientras que Tata Ogg roncaba como un serrucho.

—¿Gytha? ¡Gytha! ¡GYTHA!

—¿Qué …?

—¿Estás despierta?

—Ahora sí…

—¡Oigo algo!

—… yo también…

Magrat se adormiló unos momentos.

—¿Gytha? ¡GYTHA!

—… ¿gué pasahora…?

—¡Estoy segura de que alguien está golpeando las contraventanas desde fuera!

—… imposible, a nuestra edad…, venga, duérmete…

El ambiente de la habitación era cada vez más caluroso, más cargado. Magrat salió de la cama, corrió los cerrojos de las ventanas y las abrió con gesto teatral.

Se oyó un gruñido y el ruido lejano de algo al caer contra el suelo. La luz de la luna bañó la habitación. Magrat se sintió mucho mejor, y volvió a la cama.

Le pareció que no había pasado apenas tiempo, cuando la voz de la habitación contigua volvió a despertarla.

—Gytha Ogg, ¿qué estás haciendo?

—Comer algo.

—¿Es que no puedes dormir?

—No cojo el sueño, Esme —se quejó Tata Ogg—. Y la verdad, no entiendo por qué.

—¡Oye, estás comiendo una salchicha de ajo! ¡Comparto la cama con alguien que está comiendo salchichas de ajo!

—¡Eh, que es mía! ¡Devuélvemela…!

Magrat oyó unas pisadas de botas en la noche, y el sonido de una ventana al cerrarse de golpe.

También le pareció oír un ligero "uuf", y otro golpe contra el suelo.

—Creía que te gustaba el ajo, Esme —dijo la voz resentida de Tata Ogg.

—Las salchichas de ajo están muy bien, en su lugar y en su momento, y su lugar y su momento no son la cama y la noche. No quiero oír ni una palabra más. Y échate a un lado, que te estás quedando con todo el duvit.

Tras unos momentos, el silencio aterciopelado se vio roto por los ronquidos graves, retumbantes, de Yaya Ceravieja. Poco después hicieron coro con los más suaves de Tata, que había dormido acompañada muchas más veces que Yaya y, por tanto, conseguido desarrollar una orquesta nasal mucho menos agresiva. Los ronquidos de Yaya habrían podido serrar troncos.

Magrat se rodeó las orejas con la almohada redonda, espantosamente dura, y metió la cabeza bajo las sábanas.

En algún lugar de los gélidos alrededores, un murciélago enorme trataba de remontar el vuelo otra vez. Ya había recibido dos buenos golpes, uno propinado por una contraventana que alguien abrió descuidadamente, y el segundo por un proyectil en forma de salchicha de ajo. Por tanto, no se encontraba nada bien. "Un contratiempo más y vuelvo al castillo —estaba pensando—. Además, está a punto de amanecer."

Sus ojillos rojos brillaron al posarse en la ventana abierta de Magrat. Se tensó…

Una zarpa aterrizó sobre él.

El murciélago miró a su alrededor.

Greebo no había pasado una buena noche. Se había dedicado a investigar aquel lugar en busca de gatas, sin encontrar ninguna. Después, recorrió los estercoleros sin obtener mejor resultado. En aquella zona, la gente no tiraba la basura. Se la comía.

También había trotado por el bosque hasta dar con algunos lobos. Se sentó frente a ellos y les sonrió, hasta que se sintieron incómodos y se marcharon.

Sí, había sido una noche de lo más aburrida. Hasta aquel momento.

El murciélago se retorció bajo su zarpa. Al pequeño cerebro felino de Greebo le dio la sensación de que el bicho intentaba cambiar de forma, y eso sí que no se lo iba a consentir a un ratón con alas. Y menos ahora, que por fin había encontrado a alguien con quien jugar.

Genua era una ciudad de cuento de hadas. La gente sonreía y era feliz de la mañana a la noche. Sobre todo, si querían vivir para ver otra mañana y otra noche.

De eso se encargaba Lilith. Por supuesto, la gente también había creído ser feliz antes de que ella hiciera que el Duc sustituyera al viejo Barón, pero aquélla era una felicidad aleatoria, desordenada. Por eso le resultó tan fácil entrar en escena.

Pero no era manera de vivir. Aquella felicidad carecía de organización.

Lilith estaba segura de que, algún día, le darían las gracias.

Pero, claro, siempre había quien se lo ponía difícil. Algunas personas no sabían comportarse, desde luego. Lilith hacía lo que más les convenía: dirigía bien la ciudad, se aseguraba de que sus vidas fueran alegres y llenas de felicidad en todo momento, y luego, sin motivo alguno, se volvían contra ella.

La sala de audiencias estaba rodeada de guardias. Y se estaba celebrando una. Desde el punto de vista técnico, claro, era el gobernante el que la celebraba, pero a Lilith le gustaba que también hubiera público. Un kilo de ejemplo valía más que una tonelada de castigo.

En aquellos tiempos, no había mucho crimen en Genua. Por lo menos, no ese tipo de crimen que se habría considerado como tal en otros lugares. Las cosas como el robo se solucionaban con facilidad, y rara vez requerían procesos judiciales o cosas por el estilo. En opinión de Lilith eran mucho más graves los crímenes contra el desarrollo de la narración. Sí, algunas personas no sabían comportarse.

Lilith ponía un espejo ante la Vida, y cortaba todos los trocitos de Vida que no encajaban bien…

El Duc se desparramaba como un flan en el trono, con una pierna por encima del reposabrazos. No tenía cogido el tranquillo a las sillas.

—¿Qué ha hecho éste? —preguntó.

Bostezó. Eso sí que se le daba bien, abrir la boca de par en par.

Un anciano menudo temblaba entre dos guardias.

Siempre hay gente que se presta a hacer de guardia, hasta en lugares como Genua. Además, te dan un uniforme tope guapo, con pantalones azules, casaca roja y un sombrero alto, con una escarapela y todo.

—P-pero… si no sé silbar… —tartamudeó el viejecito—. No…, no sabía que fuera obligatorio…

—Eres un fabricante de juguetes —dijo el Duc—. Los fabricantes de juguetes se pasan el día silbando y cantando.

Miró de soslayo a Lilith. Ésta asintió.

—N-no me sé ninguna… c-canción —insistió el juguetero—. No llegué a aprender a c-cantar. Sólo me enseñaron a hacer juguetes. Estuve como aprendiz con un juguetero…

—Aquí dice —siguió el Duc, al tiempo que hacía una convincente imitación de alguien que leyera un pliego de acusaciones—, que no cuentas cuentos a los niños.

—Nadie me dijo que tenía que contar cuentos —gimoteó el juguetero—. Oiga, yo me dedico a fabricar juguetes. Juguetes. Es lo único que sé hacer. Juguetes. Y son juguetes estupendos. No soy más que un fabricante de juguetes.

—No puedes ser un buen fabricante de juguetes si no cuentas cuentos a los niños —dijo Lilith, al tiempo que se inclinaba hacia adelante.

El fabricante de juguetes alzó la vista hacia el rostro oculto tras el velo.

—Es que no me sé ninguno —dijo.

—¿No sabes ninguno?

—Les podría contar c-cómo se fabrican los ju-juguetes —tartamudeó el anciano.

Lilith se volvió a acomodar en el asiento. El velo impedía ver su expresión.

—Me parece que sería buena idea que la Guardia del Pueblo te sacara de aquí —dijo—. Que te llevaran a un lugar donde, sin duda, aprenderías a cantar. Y es posible que con el tiempo aprendas incluso a silbar. ¿A que sería estupendo?

En tiempos del viejo Barón, las mazmorras habían sido repugnantes. Lilith las había hecho pintar y amueblar de nuevo. Y había colocado muchos espejos.

Cuando terminó la audiencia, una de las personas que integraban la multitud de espectadores se dirigió a hurtadillas hacia las cocinas del palacio. Los guardias de la puerta lateral no intentaron cortarle el paso. En el irrelevante rumbo de sus vidas, era una persona muy importante.

—Hola, señora Pleasant.

La mujer se detuvo, rebuscó en su cesta y sacó un par de muslos de pollo asado.

—Estoy probando un nuevo rebozado con frutos secos —dijo—. Me gustaría mucho conocer vuestra opinión, muchachos.

Ellos aceptaron la comida, agradecidos. A todo el mundo le encantaba ver a la señora Pleasant. Sólo ella podía hacerle a un pollo cosas por las que casi se alegrara de que lo hubieran matado.

—Bueno, pues voy a salir a recoger unas hierbas —dijo la mujer.

La vieron alejarse, como una flecha gordezuela y decidida, en dirección a la plaza del mercado que estaba en la orilla del río. Luego, se comieron los muslos de pollo.

La señora Pleasant rebuscó en todos los tenderetes del mercado; se aseguró de rebuscar en todos. Hasta en Genua había siempre alguien dispuesto a contar una historia. Sobre todo en Genua. Ella era cocinera, así que rebuscaba en los tenderetes. Se aseguraba también de estar siempre regordeta y era, por suerte, alegre. Otra de las cosas que no olvidaba era mostrar siempre sus gordezuelos brazos. Si tenía la sensación de que alguien sospechaba de ella, exclamaba cosas como "¡Canastos!". Hasta la fecha, todo le iba bien.

Estaba buscando el cartel. Y por fin lo encontró. Posado sobre la viga central de un tenderete atiborrado de jaulas con gallinas, cuervos, abubillas y otras aves, había un gallito negro. La Doctora Vudú Estaba En Casa.

En el momento en que lo vio, el gallo volvió la cabeza para mirarla.

A cierta distancia del resto de los tenderetes había una tienda pequeña, semejante a otras muchas dispersas por todo el mercado. Frente a ella hervía un caldero sobre un fuego de carbón. Junto al caldero había cuencos, un cucharón para servir y una bandeja con monedas. Había bastantes monedas. Por los guisos de la señora Gogol la gente pagaba lo que creyera que valían, y la bandeja apenas daba abasto.

El espeso líquido del caldero era de un color marrón poco apetitoso. La señora Pleasant se sirvió un cuenco, y aguardó. Desde luego, la senora Gogol tenía talento.

—¿Qué se cuenta, señora Pleasant? —preguntó al cabo del rato una voz procedente de la tienda.

—Ha encerrado al fabricante de juguetes —dijo la señora Pleasant al aire en general—. Y ayer encerró al viejo Devereaux, el tabernero, por no ser gordo ni tener la cara sonrosada. Ya van cuatro veces este mes.

—Pase, pase, señora Pleasant.

El interior de la tienda estaba oscuro y hacía calor. Había otra hoguera dentro, y otro caldero. La señora Gogol estaba acuclillada ante él, removiéndolo. Hizo un gesto a la cocinera para que cogiera un fuelle.

—Avive un poco las brasas, a ver qué sale —dijo.

La señora Pleasant obedeció. Ella, personalmente, no utilizaba mucho la magia, sólo lo necesario como para que se espesase la salsa o subiese la masa del pan, pero respetaba a quienes sí lo hacían. Sobre todo a personas como la señora Gogol.

Las brasas se pusieron al rojo blanco. El líquido espeso del caldero empezó a agitarse. La señora Gogol escudriñó entre los vapores.

—¿Qué hace ahora, señora Gogol? —preguntó la cocinera con ansiedad.

—Trato de ver qué va a suceder —replicó la mujer vudú.

Su voz era el gruñido ronco de los que tienen poderes psíquicos.

La señora Pleasant echó un vistazo al líquido hirviente.

—¿Alguien va a comer gambas? —dijo, en un intento de colaborar.

—¿Ve ese trocito de okra? —siguió la señora Gogol—. ¿Ve cómo suben justo ahí las patas del cangrejo?

—Usted nunca ha sido de las que se quedan cortas a la hora de echar carne de cangrejo —la alabó la señora Pleasant.

—¿Ve cuántas burbujas hay junto a las hojas de oku? ¿Ve como todo gira en espirales en torno a esa cebolla morada?

—¡Lo veo, lo veo! —exclamó la señora Pleasant.

—¿Y sabe lo que significa eso?

—¡Significa que va a saber de maravilla!

—Desde luego —corroboró bondadosamente la señora Gogol—, también significa que viene gente.

—¡Uauh! ¿Cuánta gente?

La señora Gogol sumergió una cuchara en el líquido hirviente, y lo probó.

—Tres personas —dijo. Se lamió los labios con gesto pensativo—. Tres mujeres.

Volvió a sumergir la cuchara.

—Pruébelo —dijo—. También hay un gato. Se nota enseguida, por el sasafrás. —Chasqueó los labios—. Gris. Un ojo. —Se hurgó una caries con la punta de la lengua—. El…, el izquierdo.

La señora Pleasant se quedó boquiabierta.

—La encontrarán a usted antes que a mí —continuó la señora Gogol—. Tiene que guiarlas hasta aquí.

La señora Pleasant contempló la sonrisa sombría de la señora Gogol, y volvió a clavar la vista en el líquido del caldero.

—¿Vienen hasta aquí para probar esto? —se sorprendió.

—Sin duda. —La señora Gogol se sentó—. ¿Ha ido a ver a la chica de la casita blanca?

La señora Pleasant asintió.

—Sí, a la joven Brasas —dijo—. Voy siempre que puedo. Cuando las Hermanas van al palacio. La tienen muy asustada, señora Gogol.

Volvió a mirar al caldero y a la señora Gogol alternativamente.

—¿De verdad puede usted ver …?

—Supongo que tendrá que poner cosas a marinar —señaló la señora Gogol.

—Sí. Sí, claro.

La señora Pleasant retrocedió unos pasos, pero de mala gana. Luego, se detuvo. Uno no se podía librar fácilmente de la señora Pleasant, a menos que ella quisiera.

—Esa mujer, Lilith, dice que puede ver el mundo entero en los espejos —dijo, con un dejo acusador.

La señora Gogol sacudió la cabeza.

—Cuando uno mira en un espejo, sólo se ve a sí mismo —replicó—. En cambio, cuando se mira en un buen gumbo, se puede ver todo.

La señora Pleasant asintió. Eso era un hecho irrebatible, todo el mundo lo sabía.

Cuando la cocinera se marchó, la señora Gogol sacudió la cabeza con tristeza. Como mujer vudú, se veía obligada a poner en práctica todo tipo de estratagemas con tal de aparentar conocimientos, pero le daba cierta vergüenza permitir que una mujer honrada creyera que podía ver el futuro en un caldero de gumbo. Porque, en un caldero del gumbo de la señora Gogol, sólo se podía ver un hecho del futuro: que alguien iba a comer de maravilla.

En realidad, todo lo había visto en un cuenco de jambalaya que había preparado antes.

Magrat estaba tumbada en la cama, con la varita bajo la almohada, en un agradable entresueño.

Sin lugar a dudas, era la más adecuada para llevar la varita. Eso era un hecho. En ocasiones (y apenas se atrevía a pensar en ello cuando se encontraba bajo el mismo techo que Yaya Ceravieja) había llegado a preguntarse hasta qué punto estaban las otras comprometidas con la brujería. La mitad de las veces no parecía que les importara un bledo.

Por ejemplo, estaba la cuestión de la medicina. Magrat sabía que a ella se le daban mucho mejor las hierbas que a las otras dos. De Tía Whemper, su predecesora en la casita, había heredado varios libros muy gruesos sobre el tema, y también había hecho unas cuantas anotaciones por su cuenta. Cuando hablaba a alguien de las propiedades de la Sama del Diablo, todos se mostraban tan interesados que salían corriendo, presumiblemente en busca de alguien a quien contárselo a su vez. Magrat sabía hacer destilados fraccionales, y dobles destilados, y otras cosas que implicaban quedarse toda la noche sentada, vigilando los cambios en el color de la llama bajo la retorta. Magrat trabajaba el tema.

Tata se solía limitar a poner una cataplasma caliente sobre cualquier cosa y a recomendar un buen vaso de lo que más le gustara al paciente, basándose en el principio de que, ya que uno iba a estar enfermo de todas todas, al menos podía disfrutarlo un poco. (Magrat prohibía el alcohol a sus pacientes, porque les afectaba al hígado; y si no sabían de qué manera les afectaba al hígado, invertía el tiempo que fuera necesario en explicárselo).

En cuanto a Yaya…, Yaya daba a sus pacientes una botella de agua con colorante, y les decía que se encontraban mucho mejor.

Lo más molesto era que, casi siempre, era así.

¿Qué tenía eso que ver con la brujería?

En cambio, con una varita, las cosas podían ser muy diferentes. Con una varita se podía ayudar mucho a la gente. La magia existía para hacer más fácil la vida. Magrat lo sabía en lo más profundo del vaporoso tocador rosa que era su corazón.

Volvió a sumergirse en el sueño.

Y esta vez, tuvo un sueño de lo más extraño. Nunca llegó a contárselo a nadie, porque… bueno, porque no. Porque uno no va por ahí contando esas cosas.

Pero tuvo la sensación de haberse levantado en medio de la noche, de que la había despertado el silencio. Y de que, al pasar junto al espejo, había visto un movimiento en su interior.

El rostro que había allí no era el suyo. Se parecía mucho al de Yaya Ceravieja. Le había sonreído, recordó más tarde Magrat, con una sonrisa bastante más afectuosa que todas las que había obtenido de Yaya. Y luego desapareció, la nebulosa superficie plateada se cerró sobre él.

Se apresuró a volver a la cama, y despertó con el sonido de una banda musical que tocaba alegremente a todo volumen. La gente gritaba y reía.

Magrat se vistió rápidamente, salió al pasillo y llamó a la puerta de las ancianas brujas. No obtuvo respuesta. Hizo girar el picaporte.

Tras un par de intentos y empujones, se oyó golpear contra el suelo una silla colocada bajo el picaporte, lo mejor para disuadir a los violadores, atracadores y todo tipo de intrusos nocturnos.

Las botas de Yaya Ceravieja sobresalían por debajo de las mantas en un lado de la cama. Los pies desnudos de Tata Ogg, que a veces daba muchas vueltas por la noche, asomaban al otro lado. Los ligeros ronquidos hacían temblar la jarra situada sobre el palanganero. Ya no eran los ronquiditos de una cabezada, sino los gruñidos acompasados de quien pretende aprovechar la noche al máximo.

Magrat dio unos golpecitos en la suela de la bota de Yaya.

—¡Eh, despertaos ya! ¡No sé qué pasa!

El espectáculo de Yaya Ceravieja al despertarse era impresionante. Pocos lo habían presenciado.

La mayoría de la gente, cuando se despierta, atraviesa una rápida fase de autochequeo aterrorizado: ¿Quién soy, dónde estoy, quién es éste/ésta, Dios mío, por qué estoy abrazado a una gorra de policía, qué sucedió anoche?

Esto se debe a que la gente está acuciada por la Duda. Es el motor que los impulsa a lo largo de sus vidas. Es la goma elástica del pequeño avión de juguete que es su alma, y se pasan todo el tiempo dándole cuerda hasta que se hace un nudo. El primer momento de la mañana es el peor. Siempre hay un instante de pánico, por si acaso Tú te has perdido en la noche, y Otra Cosa ha ocupado tu lugar. En cambio, a Yaya Ceravieja no le ocurría jamás. Pasaba directamente del sueño más profundo al pleno funcionamiento de un seis cilindros en plena aceleración. Nunca tenía que buscarse a sí misma, porque sabía perfectamente quién era la buscadora.

Olfateó el aire.

—Se está quemando algo —dijo.

—Sí, han encendido una hoguera —asintió Magrat.

Yaya olfateó de nuevo.

—¿Están asando ajos? —se sorprendió.

—Ya lo sé. No tengo ni idea de por qué. Han arrancado todos los cerrojos de las ventanas, los están quemando en la plaza del pueblo y bailan alrededor de la hoguera.

Yaya Ceravieja dio un buen codazo a Tata Ogg.

—Eh, despierta.

—¿Qups?

—No me has dejado pegar ojo en toda la noche con tanto ronquido —le reprochó Yaya.

Tata Ogg se tapó cuidadosamente.

—Es demasiado temprano como para ser tan temprano —dijo.

—Vamos —dijo Yaya—. Necesitamos tus conocimientos de idiomas.

El propietario de la posada agitó los brazos de arriba abajo, y corrió en círculos. Luego señaló en dirección al castillo que se alzaba en medio del bosque. Luego se chupó enérgicamente la muñeca. Luego se dejó caer de espaldas. Y luego miró expectante a Tata Ogg, mientras, tras él, chisporroteaba alegremente una hoguera de ajos, estacas de madera y pesados cerrojos de ventanas.

—No —dijo Tata Ogg tras unos momentos—. Sigou sin conprendez vus, main ger.

El hombre se puso en pie y se sacudió el polvo de sus calzones de cuero.

—Creo que quiere decir que se ha muerto alguien —intervino Magrat—. Alguien del castillo.

—Pues la verdad es que todo el mundo parece alegrarse —señaló Yaya Ceravieja con tono severo.

A la luz del nuevo día, el pueblo parecía mucho más animado. Todo el mundo saludaba cariñosamente a las tres brujas.

—Seguro que se ha muerto el propietario de las tierras —dijo Tata Ogg—. Me parece que dice que era un chupasangre.

—Ah, sí, debe de ser eso. —Yaya se frotó las manos y contempló con aprobación la mesa del desayuno, que alguien había sacado al sol—. Desde luego, la comida ha mejorado mucho. Pásame el pan, Magrat.

—La gente no para de sonreírnos y de saludarnos —dijo la joven—. ¡Y mirad qué desayuno!

—Era de esperar —asintió Yaya, con la boca llena—. Sólo hemos pasado con ellos una noche, y enseguida se han dado cuenta de que trae buena suerte portarse bien con las brujas. Ayúdame a destapar esta miel.

Debajo de la mesa, Greebo se lavaba la cara con las zarpas. De cuando en cuando, eructaba.

Los vampiros podían salir de entre los muertos, de las tumbas y de las criptas, pero, hasta la fecha, nunca habían logrado salir de un gato.

<<Querido Jason y los del Nº 21, Nº 34, Nº 15, Nº 87 y Nº 61, pero no la del Nº 18 hasta que me devuelva el cuenco que le presté, porque diga lo que diga es mío.

Bueno, pues aquí estamos, canastos las cosas que pasan, no quiero ni oír hablar de calabazas, pero bueno no pasa nada. Estoy dibujando el sitio donde hemos dormido y he puesto una X donde está nuestra habitación. Hace un tiempo…>>

—¿Qué haces, Gytha? Tenemos que irnos ya.

Tata Ogg alzó la vista, con el ceño aún fruncido por el esfuerzo de la redacción.

—Me pareció que estaría bien enviarle cuatro letras a mi Jason. Ya sabes, para que no se preocupe. Así que he hecho un dibujo de este lugar en una cartulina, y el amigo Mainger se lo dará a alguien que vaya en dirección al pueblo. Nunca se sabe, a lo mejor llega y todo.

<<… muy bueno y no llueve nada.>>

Tata Ogg lamió la punta del lápiz. No era la primera vez en la historia del universo que alguien para quien la comunicación no solía representar ningún problema se veía abandonado por la inspiración al enfrentarse a unas líneas en la parte trasera de una postal.

<<Bueno pues creo que eso es todo, ya -hescri- escriviré otra vez pronto. P.D. El gato está muy raro creo que echa de menos la casa.>>

—¿Vienes de una vez o no, Gytha? Magrat me está poniendo en marcha la escoba.

<<Otra P.D.: Yaya os manda besos.>>

Tata Ogg se acomodó en el asiento, satisfecha por el trabajo bien realizado. [13]

Magrat llegó a un extremo de la plaza, y se detuvo para descansar. Se había reunido mucha gente para ver a una mujer con piernas. Todos se mostraban muy educados al respecto. Por el motivo que fuera, eso no hacía más que empeorar las cosas.

—No vuela, a menos que antes corras muy deprisa —explicó la joven, perfectamente consciente de lo estúpido que sonaba aquello, sobre todo para quien lo oyera en un idioma extranjero—. Creo que se llama "arranque en caliente".

Respiró hondo, frunció el ceño en un gesto de concentración, y echó a correr de nuevo.

En esta ocasión, la escoba arrancó. Vibró entre sus manos. Las cerdas crepitaron. Consiguió ponerla en punto muerto antes de que la arrastrara por toda la plaza. Si algo tenía de bueno la escoba de Yaya Ceravieja (que era de esas construidas a la antigua, para durar eternamente, no de las que se caen a pedazos por la carcoma a los diez años) era que, aunque costara un poco ponerla en marcha, cuando arrancaba no se andaba con chiquitas.

En cierta ocasión, Magrat había acariciado la idea de explicar a Yaya Ceravieja el simbolismo de las escobas de las brujas, pero decidió no hacerlo. Aquello habría sido aún peor que la pelea sobre el significado de las abejas y las flores.

Aún tardaron cierto tiempo en poder marcharse. Los aldeanos insistieron en hacerles pequeños regalos, paquetitos con comida. Tata Ogg hizo un discurso que nadie entendió, pero que todos aplaudieron con generosidad. Greebo, que tenía un ataque de hipo, dormitaba en su lugar habitual entre las cerdas de la escoba de Tata.

Mientras se elevaban sobre el bosque, una columna de humo se elevó a su vez del castillo. Y luego llegaron las llamas.

—Veo gente bailando delante —señaló Magrat.

—Sí, arrendar propiedades siempre ha sido un negocio peligroso —asintió Yaya Ceravieja—. Supongo que nunca quería pagar la pintura, ni arreglar los techos, ni todas esas cosas. A la gente no le gusta nada esa actitud. El dueño de mi casa nunca me ha remozado la casa en todo el tiempo que llevo allí —añadió—. Y soy una anciana. Es una vergüenza.

—Creía que la casa era tuya —dijo Magrat, mientras las escobas sobrevolaban el bosque.

—No, lo que pasa es que hace sesenta años que no paga el alquiler —le explicó Tata Ogg.

—¿Y eso es culpa mía? —bufó Yaya Ceravieja—. Pues no, no es culpa mía. A mí no me importaría pagar. —Esbozó una sonrisa confiada—. Lo único que tiene que hacer es pedírmelo —añadió.

Ahí está el Mundodisco visto desde arriba, con sus nubes formando dibujos redondeados.

Tres puntos emergieron por encima de la capa de nubes.

—Comprendo perfectamente que a la gente no le guste viajar. Esto es un aburrimiento. No se ven más que bosques durante horas y horas.

—Sí, pero volando se llega deprisa a cualquier sitio, Yaya.

—Bueno, ¿cuánto tiempo llevamos volando?

—Unos diez minutos más que la última vez que preguntaste, Esme.

—¿Lo veis? Un aburrimiento.

—A mí, lo que no me gusta es ir sentada en la escoba. Creo que debería haber una escoba especial para viajes largos, ¿no os parece? Una en la que te pudieras tumbar y echar una siestecita.

Todas consideraron la posibilidad.

—Una escoba donde se pudiera comer —añadió Tata—. Me refiero a comidas de verdad. Con salsa. Nada de bocadillos y esas cosas.

Un experimento de cocina aérea, en un hornillo de aceite, había sido cancelado a toda velocidad cuando la escoba de Tata estuvo a punto de arder.

—Supongo que sería posible, pero tendría que tratarse de una escoba muy grande —dijo Magrat—. Como del tamaño de un árbol, digo yo. Así, una de nosotras podría pilotarla y otra se encargaría de cocinar.

—Pero no podrá ser —replicó Tata Ogg—. Los enanos nos querrían cobrar una fortuna por fabricar una escoba tan grande.

—Sí, pero hay otra posibilidad —insistió Magrat, que le había cogido cariño al tema—. Podríamos llevar a la gente, y que nos pagaran. Seguro que hay montones de viajeros que están hartos de los salteadores de caminos, y…, y que se marean en los barcos, y todo eso.

—¿Qué te parece, Esme? —preguntó Tata Ogg—. Yo me encargaría de pilotar la escoba, y Magrat podría preparar las comidas.

—Entonces, ¿qué haría yo? —se mosqueó Yaya Ceravieja.

—Oh…, bueno…, pues supongo que alguien debería…, ya sabes, dar la bienvenida a la gente y servir las comidas —respondió Magrat—. Y decirles lo que hay que hacer sí falla la magia, por ejemplo.

—Si la magia falla, todo el mundo se estrellará y se matará —señaló Yaya.

—Sí, pero alguien tendrá que explicarles cómo hacerlo —replicó Tata Ogg, al tiempo que guiñaba un ojo a Magrat—. No sabrán, porque no tienen experiencia con esto del vuelo.

—Y podríamos llamarnos…

Hizo una pausa. Como siempre sucedía en el Mundodisco, que estaba justo al borde de la irrealidad, algunos fragmentos de realidad se colaban en la mente de quienes estuvieran pensando. Eso fue lo que sucedió en aquel momento.

—Tres Brujas en el Aire [14] —dijo—. ¿Qué os parece?

—Escobas en el Aire —sugirió Magrat—. O Pan… Aire…

—No hay necesidad de meter la religión en esto —bufó Yaya.

Tata Ogg dirigió una mirada astuta a Yaya y a Magrat.

—Podríamos llamarla Vir… —empezó.

En aquel momento, las tres escobas entraron en una turbulencia de aire que las envió hacia arriba. Hubo un breve momento de pánico hasta que las brujas consiguieron recuperar el control.

—Qué tontería —murmuró Yaya.

—Bueno, pero así se nos pasa mejor el tiempo —dijo Tata Ogg. Yaya contempló con acritud la extensión verde del paisaje.

—La gente no querría volar —dijo—. Qué tontería.

<<Querido Jason i familia:

Al otro lado de la hoja os he puesto para que lo veáis un dibujo de un sitio donde se murió un rey y lo enterraron, ni idea de por qué. Está al lado de un pueblo que es donde pasamos la noche de ayer. Comimos una cosa que era como chicle y no os lo vais a creer pero eran caracoles, y no estaban nada mal y Esme repitió tres veces antes de darse cuenta y luego se peleó con el cocinero y Magrat se puso mala toda la noche y tuvo una díarrea. Pienso mucho en vosotros, MAMA. P.D., aquí los retretes son ASKEROSOS, los tienen DENTRO DE KASA, no hay nada de IGIENE.>>

Pasaron muchos días.

En una tranquila posada de un pequeño país, Yaya Ceravieja se sentó y examinó la comida con cautela. El propietario del establecimiento las atendía con la expresión angustiada de quien sabe, incluso antes de empezar, que no va a salir bien parado de la situación.

—Es lo único que pido —dijo Yaya—. Una sencilla comida casera, nada más. Ya me conocéis. No soy de las exigentes. Nadie puede decir que soy de las exigentes. No quiero más que una sencilla comida. Nada de tanta grasa y cosas de ésas. Te quejas porque hay un bicho en la lechuga, y resulta que es lo que has pedido.

Tata Ogg se puso la servilleta al cuello, y no dijo nada.

—Como ese lugar donde estuvimos anoche —siguió Yaya—. Uno pensaría que unos bocadillos son fáciles de preparar, ¿no? O sea, unos bocadillos, nada. No hay una comida más sencilla en el mundo. Ni siquiera los extranjeros podrían preparar mal los bocadillos. ¡Ja!

—Es que no los llamaban "bocadillos", Yaya —dijo Magrat, que no apartaba los ojos de la sartén del posadero—. Los llamaban…, creo que era algo así como "tostarradas".

—A mí me gustó el arenque ahumado —señaló Tata Ogg—. No estaba nada mal.

—Pero ¿qué creían, que somos idiotas y no nos íbamos a dar cuenta de que no habían puesto la rebanada de arriba? —exclamó Yaya en tono triunfal—. ¡Bueno, pues les dije un par de verdades! ¡La próxima vez se lo pensarán dos veces antes de intentar robarle a la gente una rebanada de pan que les corresponde por derecho!

—Sí, sospecho que sí —replicó Magrat, sombría.

—Y no apruebo que pongan todos esos nombres raros a las cosas, para que la gente no sepa qué está comiendo —siguió Yaya, decidida a explorar hasta el fondo las inconveniencias de la cocina internacional—. A mí me gustan los nombres que te explican claramente lo que comes, como…, bueno, como… Olla Podrida…, o…, o…

—O Ropa Vieja —contribuyóTata con tono ausente.

Observaba con cierta expectación los progresos de las tortitas.

—Exacto. Comida honrada, como debe ser. Por ejemplo, eso que hemos tomado para comer. No digo que no estuviera bueno —concedió Yaya con generosidad—. A su manera extranjera, claro. Pero lo llamaban "Cuiss de Grenuil"… ¿Quién sabe qué significa eso?

—Ancas de rana —tradujo Tata, sin pensar.

La brusca inhalación de Yaya Ceravieja llenó el silencio, y la cara de Magrat adquirió una tonalidad verdosa. En aquel momento, Tata Ogg pensó mucho más deprisa de lo que había pensado en toda su vida.

—Pero no eran ancas de rana de verdad —se apresuró a añadir—. Es como lo del perrito caliente, que en realidad no es más que una salchicha dentro de un panecillo, con mucha mostaza. Sólo es un nombre gracioso.

—Pues a mí no me hace ninguna gracia —bufó Yaya.

Se volvió para vigilar las tortitas.

—Al menos, seguro que no pueden estropear unas sencillas tortitas —dijo—. ¿Cómo las llamarán aquí?

—Creo que "crepsusets" —respondió Tata.

Yaya se abstuvo de hacer ningún comentario. Pero observó con sombría satisfacción al posadero, que estaba terminando los platos y le dirigía una sonrisa esperanzada.

—¡Ah, y ahora querrá que nos las comamos! —bufó—. ¡No te digo que les ha prendido fuego, y encima quiere que nos las comamos …!